MANIFIESTO A FAVOR DE LOS NIÑOS Y NIÑAS
(EXTRACTOS)
Antes de que los niños empiecen a gatear, la guerra ya está establecida; se ha desencadenado la espiral de
la represión de los adultos y de la resistencia de los niños. Los
padres tienen que levantarse temprano para ir a trabajar, tienen sueño,
están cansados. Lo más probable es que no se den cuenta de lo que
están haciendo y que piensen, según el credo en vigor, que lo que
ocurre es que los niños son así, dan guerra, son malos. No ven
que los berrinches de sus bebes son la manera que tienen de protestar por lo
que les hacen; no se dan cuenta porque piensan que ellos están haciendo
lo que hay que hacer. Empiezan poco a poco a albergar resentimiento y rencor
contra quien les ha trastocado su vida y traido tanto
“trabajo”. El bebé parece el “culpable”, el que
ha originado la situación. Es preciso insistir en que el bebé no
ha originado la situación; que la sociedad adulta es quien ha eliminado
el espacio social necesario para la crianza de las criaturas humanas, haciendo
ver que es compatible con el trabajo fuera de casa de los padres, etc.
Desgraciadamente pocas madres y padres se cuestionan el orden doméstico
y social establecido y por eso se razona la situación de términos
de “la guerra que dan los niños”. De este modo se refuerza
la espiral: hay que acostumbrarles a nuestros horarios, a nuestras costumbres,
pues la madre ha de volver enseguida al lecho conyugal, al trabajo
doméstico e incluso al trabajo fuera de casa; por eso no hay que
mimarles demasiado, tienen que ir aprendiendo.
Cuando los bebés empiezan a tener alguna autonomía
(gatear, dirigir las manos, andar) despliegan una enorme vitalidad; ganas de
descubrir, de conocer, de moverse, de tocar, de ver rodar las cosas; y enormes
son las medidas que toman los adultos para prohibírselo: meten a los
bebés en cunas y parques con barrotes, pequeñas cárceles
imprescindibles en los hogares occidentales donde las madres no llevan a los
niños colgados en sus cuerpos y donde nada, ni las casas ni la calle,
están hechas tomando en consideración las necesidades de las
criaturas, sino a la medida del mundo adulto. Las casas se preparan para que
los niños no puedan jugar ni moverse; no pueden pintar paredes ni gatear
por toda la casa, ni tirar los ceniceros de porcelana ni manchar las tapicerias de los tresillos.
¡Con lo que nos ha costado tener el piso y amueblarlo! Para cada nueva
iniciativa hay un “no” que espera. Así, poco a poco se va
reprimiendo la vitalidad de cada criatura. Algo se le coge en brazos, algo se
le deja gatear, algo se le deja pintar, algo se le deja coger (esos “algos” son los objetos de estudio de los pedagogos y
psicólogos), algo hay que dejarles porque sino se morirían del
todo, y de eso no se trata (al menos en lo que respecta a la mayoría de
nuestros niños occidentales) sino de asegurar su supervivencia
recortando su vitalidad, modelándola y orientándola hacia la
sumisión y la adultez patriarcal.
No hace falta ser un psicópata malvado. La violencia contra los
niños es la única permitida por ley y por las costumbres. Los
conceptos de “educación” y de
“protección” cubren el autoengaño: se dice que no se
puede dejar que los niños hagan lo que quieren porque se harían
daño; las prohibiciones son, pues, inevitables. Por ejemplo, hay que
poner barrotes en las cunas para que los niños no se caigan. Pero,
¡es tan sumamente fácil poner una cama a ras del suelo! ¿Es
por casualidad que a nadie se le ha ocurrido? No, no lo es. F. Dolto también ha desenmascarado esta
justificación de la represión de los niños, demostrando
que con las prohibiciones habituales un niño pierde seguridad, pues se
le impide aprender las cosas de este mundo con las que tiene que convivir, eso precisamente es lo que le hace
vulnerable. En lugar de ir adquiriendo autonomía, se les va atontando,
infantilizando para poder ser manipulables por los adultos: antes que nada se
trata de poder llevarles a donde los adultos quieren. Si renegásemos de
la autoridad, del poder fáctico que los adultos tenemos sobre los
niños en esta sociedad, sustituiríamos la prohibición con
la información, como haríamos con un visitante adulto al que no
consideráramos inferior que llegase a nuestra casa o a nuestra ciudad y
que desconociese cómo funcionan las cosas. ¡Qué distinta
actitud! Ayudarles a descubrir y a conocer el mundo en el que van a vivir. Esta
es otra manera de defender a los niños intentando reducir el
anchísimo campo de prohibiciones que le espera.
Según las circunstancias (el grado de resignación de la
etapa bebé, el grado de trabajo de los padres y la dosis de agresividad
en reserva interiorizada que tienen, etc) se van
definiendo las trincheras y las líneas del frente: los espacios, los
tiempos, las comidas, la compañía que se asigna a cada
niño, los “algos” que se pactan
para su supervivencia y entorno a los cuales se libran las batallas cotidianas
cada vez que el niño muestra su inconformidad con los límites y
los cercos que se le ponen.
Cuando
los niños empiezan a hablar, a las barreras físicas se le
añaden barreras verbales: amenazas, chantajes, desprecios; consiguen
humillarles, asustarles, frenarles tanto como los barrotes de los parques o de
las cunas y las correas de las sillitas. Hasta para dormirles se les amenaza
metiéndoles miedo, cantando nanas que dicen que van a venir “cocos”
que se los van a llevar. El miedo y la humillación conducen a la
auto-represión, que es más eficaz y más imprescindible que
la represión exterior.
!Cállate y come! ¡Estate quieto!
¡Eres tonto! ¡Como no dejes de llorar te voy a dar! ¡Se lo
voy a decir a tu padre! ¡Vete ahora mismo a la cama! ¡Obedece ahora
mismo! ¡Eres inaguantable! ¡Ya no te quiero! ¿A dónde
vas? ¿De dónde vienes? ¿Dónde te habías
metido? ¿Cuántas veces tengo que decirte que te laves las manos? ¡ Lárgate de mi vista! ¡Eres peor que un
hijo tonto! ¡Qué ganas tengo de que crezcas!
Los
niños aprenden de sus mayores las reglas del juego. Las técnicas
de lucha. Y si no se les ha resignado demasiado en la etapa primal,
serán niños malos a los que se les reñirá,
castigará y pegará con frecuencia. Como todavía tienen
mucha imaginación no cesan de inventar “diabluras” y
travesuras para afirmar su dignidad y desahogar la cólera.
Pero no se puede observar el comportamiento de un niño
aisladamente de todo su proceso. El niño lleva luchando por su vida
desde que nace contra los adultos y contra el orden establecido por esos
adultos. Lleva ya dentro mucha rabia contenida. Desde que nace ha sido
arrastrado a la espiral de la violencia originada por los adultos. Un niño
“malo” es un niño rebelde y un niño
“bueno” es un niño obediente a los adultos. No podemos
olvidar en ningún caso esta ecuación.
Tampoco es una guerra en igualdad de condiciones. Los adultos tienen el
poder y, en cualquier terreno en el que se plantee la lucha, siempre llevan las
de ganar. Desde el poder para decidir lo que van a hacer cada día, cada
mes, cada año (despertarse, dormir, comer, lavarse, ir a la
guardería, ir al colegio, ir los domingos a tal sitio, ir de vacaciones
a tal otro...), el poder para obligarles, para castigarles, para pegarles...
Tienen el poder y todas las armas.
Los malos tratos a los niños fueron recogidos en el I Congreso de
Esta represión y esta situación de violencia generalizada
contra los niños no sería posible sin la complicidad de toda la
sociedad adulta; sin ese pacto adulto tácito que todos suscribimos
cuando alcanzamos la madurez. Aunque no tengamos hijos o niños
directamente a nuestro cargo, todos somos culpables por omisión.
Precisamente, lo más terrible de la represión que sufren
los niños es la soledad, el no tener a nadie de su parte, que les dé
seguridad interior, que les diga que sus padres son unos cabrones y que
él no se merece lo que le hacen. Es el testigo que pide Alice Miller para salvar al
niño. Porque si el niño acepta la represión como un bien
que le hacen no se le permite ni siquiera esa rebeldía interior que
podría salvarle. En todas las civilizaciones existe un Cuarto
Mandamiento que sacraliza a los padres (y a aquellos adultos en quienes los
padres deleguen circunstancialmente su poder) para asegurar la obediencia y la
aceptación de la represión. Esta sacralización hace que
incluso los hijos encubran los malos tratos que les infligen sus padres para
preservar su imagen exterior.
”Algunos secretos tienes que desvelarlos” reza el slogan de
la campaña que ha lanzado un “teléfono del niño”
en Holanda: cuarenta y cinco mil llamadas en 1991, más de cien diarias,
de las cuales veinticinco mil relataban problemas acuciantes. En ocasiones el
niño no podía articular palabra y sólo podía dar
golpecitos con el auricular (dos para un sí y tres para un no).
“cuando por fin verbalizaban su situación, mostraban sobre todo
miedo a no ser querido y temor al responsable de la violencia, el padre
(sesenta por ciento), la madre (treinta y cinco por ciento) e incluso hermanos
y tíos.” (El País, 2-4-92).
La carencia de afecto y de cariño que arrastra el niño,
desde que es separado de la madre al nacer, es una pieza clave del sistema. No
es sólo una represión que se impone; es una vitalidad que no se
deja crecer. La necesidad de cariño en los niños no está
falseada con la película del amor entre la pareja como sucede en los
adultos, que proyectan de ese modo todas sus necesidades de afecto, incluida su
carencia más primaria. El niño busca cariño en todas
partes, en todo su entorno. Necesita ser querido y aceptado para calmar su
herida. Y esta necesidad es utilizada vilmente por los adultos para hacer al
niño todo tipo de chantajes y humillaciones y para atemorizarle. Este
mecanismo es más eficaz que los castigos y las palizas.
Pero además de la familia está la escuela, que es la
segunda institución de represión de las criaturas. La familia no
basta. Desde el siglo XVII, la familia no basta. Los tiempos corren; vienen las
declaraciones de los derechos humanos,
La misión de la escuela es inculcar la disciplina y una
determinada manera de ver la historia y las cosas; es decir, la
filosofía de la sociedad patriarcal. Las materias que se imparten son un
medio para lograr estos fines. Pues está demostrado que toda la materia
que se imparte durante los ocho años de
La escuela tiene por
cometido continuar el control minucioso de cada niño que sus padres
solos no pueden realizar; se les impone la obligación de asistir a
clases, que cubren, hora a hora la mayor parte del día. En cada hora de
clase tienen unos deberes que hacer, unos cuadernos que presentar, unas
lecciones que repetir de memoria. En ninguna cárcel se ejerce semejante
control sobre un adulto. Ningún adulto tiene tan definidas todas las
horas de sus días como las tienen los niños; ni en la peor de las
cadenas de producción. Porque salen de la escuela, y en casa tienen que
seguir haciendo deberes o yendo a tal clase extra que los padres le han puesto.
En la desesperación un adulto puede mandar a la mierda un trabajo o a su
cónyuge. Pero un niño desesperado no tiene opción a dejar
a sus padres o a dejar la escuela aunque los padres o el maestro le peguen o le
humillen continuamente. En cuanto a los rendimientos “ningún
adulto soportaría el trance de ser calificado regularmente y examinado
por lo menos una vez al año”, según el jefe de
Los niños se encuentran con todas las puertas cerradas con
demasiada frecuencia y sin nadie a quien pedir ayuda. El número de
llamadas de llamadas al Teléfono del Niño en Holanda y las cifras
de suicidios escolares son prueba de ello: el suicidio es la tercera causa de
muerte en niños y adolescentes.
Asociación Antipatriarcal,
“Manifiesto a favor de los niños y niñas”,
Grupo Donostia, junio de 1992