La solución final

Renaud MIAILHE

 

“Mi generación, o quizás la generación anterior, fue la primera en iniciar bajo la dirección de las ciencias exactas una guerra colonial destructiva contra la naturaleza. Por ello, el futuro nos maldecirá.”

 

Declaración de Erwin Chargaff, pionero de la biología molecular, en 1976.

La dominación de la naturaleza implica una relación de fuerzas entre la naturaleza y el hombre en beneficio del segundo.(1) La herramienta tecnológica perfila las posibilidades y los límites de esta dominación. Mientras el hombre se limita a dominar la naturaleza mediante tecnologías que se aplican exteriormente (aunque siempre existan interacciones) se da una relación de fuerzas en la que resulta posible retroceder ante algunas desastrosas consecuencias de la acción humana. Pero desde el momento en que decide dominarla desde dentro, por así decir, se instala en el punto de vista de Dios, del creador, y se lanza a ciegas a una vía de catástrofes tan imprevisibles como irreversibles.En ambos casos la dominación del hombre sobre la naturaleza presenta una misma cara: la de una guerra contra la vida.

Así, en el momento en que el hombre parece a punto de realizar su sueño de recobrar la divinidad perdida -“fue precisamente este poder sobre la naturaleza lo que Adán perdió con su pecado original, pero que el alma purificada, el mago, puede recuperar ahora”(2)- consuma también el viejo deseo escatológico, que inspiró a los milenaristas tanto como a la propia actividad tecnológica, en un sucedáneo burdo y tóxico amasado en la monstruosidad tecnológica, secuela normalizada de la enfermedad moderna y epitafio en el umbral del paraíso artificial.

La ciencia moderna se fundamenta en la razón instrumental. Su origen se sitúa en los siglos XVI y XVII, con el desarrollo de la teoría baconiana del conocimiento. “A partir de Bacon, el conocimiento empezó a ser visto cada vez más como un proceso constructivo, como el resultado activo de crear o hacer algo y no como un mero proceso receptivo que se derivase pasivamente de la sensibilidad, la reflexión o la iluminación. Desde esta perspectiva, el verdadero conocimiento de algo pertenecía exclusivamente a su creador. El conocimiento cierto del artesano sobre su artefacto era el resultado de haberlo hecho él mismo. En este momento, esta teoría del conocimiento se extiende al conocimiento de la naturaleza.” (La religión de la tecnología, David F. Noble, p 83-84).

Desde entonces la ciencia ya no tiende sólo a la recuperación del parecido con la imagen divina de Adán –el objetivo de los milenaristas– sino a una identificación con el mismísimo Dios. A semejanza de la deidad trascendental, que crea las leyes del mundo pero se mantiene fuera de ellas, el conocimiento científico se eleva al plano de la objetividad impersonal, abstracta, universal. En la actualidad, llevando al extremo la teoría baconiana del conocimiento, sólo tiene que conocer lo que crea, es decir, registrar las consecuencias y los fallos de sus aplicaciones cual aprendiz de brujo. Dado que queda tan poca naturaleza todavía digna de este nombre, y que dicha naturaleza sólo interesa en la medida en que es adaptable a las condiciones modernas de supervivencia (se incluye también al ser humano en este proyecto, pues se trata de someter a todo lo vivo), el objeto de la ciencia es pura y ciegamente tecnológico; lo único que le falta por conocer es el valor utilitario de sus propias creaciones. Su ambición ya no consiste en ser simplemente eficaz, sino también y sobre todo performativa como lo es la palabra divina (“¡Fiat lux!”). Tiene como objetivo crear un mundo nuevo. Expresado con las palabras del científico inglés John Desmond Bernal, el resultado es: “La tendencia fundamental del progreso es la sustitución de un entorno de causalidad indiferente por uno deliberadamente creado. Con el paso del tiempo, la aceptación, la apreciación, incluso la comprensión de la naturaleza serán cada vez menos necesarias. En su lugar se instalará la necesidad de determinar la forma deseable del universo controlado por los humanos.” (ídem, p 215).

En el siglo XVIII, en la era de la industria naciente, aparece la figura del ingeniero que, bajo los auspicios de la francmasonería, se presenta entonces como “el Hombre Nuevo” de la modernidad. Nada desmiente hoy en día esta primera asignación; al contrario, el ingeniero se ha convertido en el Mesías adulado de estos tiempos enfermos que buscan razones para vivir. Ya no existe sentido común ni simplicidad de la razón que no sean desmentidos (es decir reducidos a mera superstición ridícula) día tras día por algún experto, ingeniero atómico o genetista sin que nadie se interponga, pues nuestros contemporáneos han abandonado toda posibilidad autónoma de ponerlos en práctica al dejar en manos supuestamente “expertas” lo que todavía era común y propio de todos: la humanidad. Ahora que ésta queda sometida a los dictados económicos y tecnológicos se puede fácilmente desterrar de ella a las poblaciones indeseables, irremediablemente parasitarias; es decir, hacer que ya no sea común a todos, sino solamente propia de, o lo que viene a ser lo mismo, propiedad de unos pocos.

Con la biotecnología, y para la “vanguardia” científica que la produce, los límites biológicos y ecológicos de la vida en la Tierra ya no constituyen un argumento restrictivo de sus experimentaciones, pues ya se plantea la posibilidad de abandonar un planeta donde la vida se ha hecho insoportable para promover una vida artificial y supuestamente “superior” en una colonia espacial. Aunque esta utopía futurista, formulada por V. Elving Anderson, catedrático emérito de genética de la Universidad de Minnesota, todavía no esté al orden del día, no ha impedido que el propio Anderson considere otra posibilidad seguramente más viable para la genética actual: “Una interpretación cualitativa de la orden (de dominar la Tierra), parece autorizarnos –y quizá, de forma más rotunda pues es una orden, obligarnos– a cambiar la creación, mejorándola. En el pasado nos hemos dedicado a cambiar el entorno para la mejora humana. Hoy en día tenemos poderes enormes para iniciar un nuevo diseño del tipo de seres humanos que queremos en la Tierra.” (Noble, La religión de la tecnología, p 239).(3)

El deseo de los “administradores de Dios”, como se denominan a sí mismos, de modelar al hombre a su antojo, que coincide con el interés consagrado de los poderosos, reduce al hombre desde su anterior posición como sujeto de la historia a mera criatura de los dioses modernos de la civilización mercantil. Se intenta de esta forma realizar el sueño de la potencia eterna: acabar, cortándolo de raíz, con el sentimiento de rebelión y el deseo de libertad de los hombres, con la pretensión que anima al sujeto vivo de ser su propio dueño.

Pero no nos engañemos: ello tiene su lógica. Cuando esta civilización ha convertido el entorno biológico y social en algo totalmente patógeno para el hombre, hasta el punto de que éste ya no puede asimilar su medio ambiente, el hombre, organismo entonces en peligro de muerte, reacciona ante las condiciones que se le imponen. Para paliar esta enfermedad revolucionaria hay pues que atacar al hombre en sí, intentando primero adaptarlo biológicamente a las condiciones impuestas –y observamos con que facilidad nuestros contemporáneos caen en la trampa de la terapia génica, lo que les permite ahorrarse la rebelión– y finalmente poniéndolo en armonía con una naturaleza destruida y una consciencia humana desaparecida, haciendo tolerable la creciente alienación de las condiciones de vida y de supervivencia.

“El sujeto vivo ya no se encuentra ignorado sino abiertamente combatido. Un conjunto de procedimientos políticos, culturales, medicales, se ha puesto en marcha espontáneamente para destruir cualquier reactividad viviente amenazadora. Por tanto se está suprimiendo la vida misma. Es en realidad la solución final de la civilización mercantil.” (Michel Bounan, Le temps du sida, p 93).

El hombre reacciona frente a su entorno transformándolo, y éste a su vez le transforma: así ha sido siempre y es parte del movimiento natural del mundo. Sin embargo, la armonía natural que de ello se deriva sufre una primera intervención desmedida del hombre, cuyos principales agentes son la industrialización y la organización mercantil del territorio que ésta conlleva, y que se expresa en la aparición de nuevas enfermedades, epidemias, y desastres ecológicos. A ello se podría añadir una segunda intervención. La intervención genética en las especies del entorno y en la propia especie humana con el fin de adaptarlas al deseo paranoico y mortífero de la ideología dominante (su “desajuste”, observado por ella y efecto de ella, ya está considerado como una reacción de lesa majestad) hace peligrar la capacidad de adaptación y de transformación de todas las especies vivas y en particular del hombre, pues se les niega el principio mismo de su reacción como seres vivos. Dado que esta “capacidad” es inherente a lo vivo, se trata ciertamente de una guerra definitiva, ciega y en contra de la vida.

Tras haber notablemente domesticado el espíritu, tan sólo le queda a esta civilización por domesticar el cuerpo, último rebelde frente a sus artimañas catastrofistas; aunque, como uno se puede figurar, en vano, pues de nada sirve cortar la rama en la que uno está sentado. Las reacciones del cuerpo son la lógica misma de lo vivo. Su hundimiento, la lógica del mundo moderno.

*

El genetista que pretende explicarlo todo por los genes (y sobre todo la disposición frente a tal o cual enfermedad) y promete curarlo todo gracias a manipulaciones genéticas, ¿es un científico razonable? Lo más seguro es que la respuesta sea negativa, pues no puede reconocer la evidencia científica de la teoría de la enfermedad según la cual “la vulnerabilidad frente a una enfermedad específica siempre resulta de una saturación de algunos mecanismos defensivos, de su desbordamiento por un conjunto variable de cofactores que movilizan en su contra las mismas defensas. Depende a la vez de la totalidad del entorno actual y de capacidades de reacción individuales”.

De hecho, comete un doble error: tanto por una explicación exclusivamente genética como por la supuesta eficacia del tratamiento (también genético) –y en éste caso por la misma razón que en aquél: “la reactividad individual frente a un entorno específico se construye a lo largo de un historial singular partiendo de unas disposiciones originales y de un entorno que este historial modifica a su vez, a veces brutalmente”.

Los genes distan mucho de ser objetos puros e independientes, pues son susceptibles también de verse modificados por la actividad humana general y por su entorno. Sin embargo, la intervención humana en este campo, al introducir un gen extraño en el patrimonio genético de un organismo vivo, y haciéndolo en las condiciones de una ciencia limitada, aunque sólo sea por su conocimiento de lo vivo, sometida a la lógica mercantil y modelada por una visión mecanicista de la naturaleza, acelera la evolución (por regla general más bien lenta) de dicho organismo, que se inscribe dentro de una especie viva. No existe ninguna esencia de la naturaleza, sino leyes generales que la rigen en las que se ha creído vislumbrar cierta “sabiduría” evolutiva. El hombre simplemente precipita esta “sabiduría” hacia, si no una mutación fatal, por lo menos un modelado según los intereses y de las seudonececisades inmediatas de una época. La modificación del patrimonio genético equivale verdaderamente al borrado de la memoria genética de un ser vivo; una vez convertidos los genes en meras piezas de museo, el patrimonio genético ya sólo consiste en disponerlos según los desiderata del administrador. La exposición resultante es la consecuencia del ethos de una época que, en todos los campos, ha negado el pasado y se ha lanzado en busca del placer ilusorio de momentos inmediatos de orden. También representa a la larga la eliminación de cualquier referencia a la naturaleza, así como su sustitución por un artificio que permite todas las derivas.

El día en que un genetista encuentre el gen de la obesidad y la solución genética correspondiente, ¿acaso el grupo de presión de los gordos norteamericanos no encontrara en ello argumentos para saciar su deseo compulsivo de hamburguesas y alimentarse complacientemente con productos industriales? Y los productores de nocividades alimentarias ¿no encontrarán gracias a ello una justificación de su empresa y una manera de ganar aún más dinero? La explicación genética alivia mucho la consciencia de los hombres. Allí donde se ha derrumbado, y para justificar su caída, constituye como mínimo una necesidad. Pero cuando nadie consiga perder un gramo, entonces los genes quedarán nuevamente sometidos a la prueba de la verdad de la ciencia prostituida hasta que se inculpe a uno de ellos. Resulta especialmente difícil apreciar el precipicio desde el fondo.

El determinismo genético que hoy en día parece prevalecer no deja de recordar el determinismo biológico que prevalecía en la teoría de la herencia de Galton, el cual pensaba que las capacidades intelectuales, morales y físicas del genero humano eran hereditarias y que se podían mejorar gracias a la selección. De esta manera, uno de los objetivos del eugenismo “consiste en favorecer la evolución, especialmente de la raza humana.” (Galton citado en La Eugenesia, de Daniel Soutullo, p 32). Sus seguidores pretenderán más adelante, con el redescubrimiento de las leyes de Mendel y la formulación del concepto de “gen”, modificar los genes para mejorar sus capacidades. De esta forma, la ingeniería genética abre paso al eugenismo tanto negativo (eliminación de las características genéticas “negativas”) como positivo (introducción de genes “benéficos”). Aunque los avances de la ingeniería genética hayan rebasado totalmente el programa nazi de extinción de las variedades genéticas de algunas poblaciones (lo que se llama literalmente un genocidio), ambos se basan en una visión idéntica del mundo: la identificación del hombre con su biología, su herencia, sus genes – una visión completamente determinista.

Este reduccionismo está directamente relacionado con el nacimiento de la biología molecular. Esta disciplina adquirió su fama de ciencia dura “capaz de llevar a estas aplicaciones prácticas industriales que tanto han influido en el prestigio de la física” bajo el impulso de los físicos y del pensamiento mecanicista.

El pensamiento mecanicista se adhiere a la cosificación económica imperante. La cosificación de los seres, además de permitir su comercialización, constituye también la abstracción del complejo medio de influencias que los produce.Este reduccionismo en las causas traduce bien la ideología dominante de nuestra época: ocultar las causas del desastre (o las relaciones sociales de producción) tras la designación de falsos culpables y la aplicación ilusoria de nuevas tecnologías.

Dos citas sobre el mismo tema, respectivamente de un científico miembro del Proyecto Genoma Humano y del director de la revista Science, ilustran de maravilla tanto la cosificación como la ideología en la que dicho proyecto se inscribe, difundiéndose de esta manera en la consciencia colectiva: “Cuando este esfuerzo haya llegado a buen puerto (...) comprenderemos nuestros organismos como ahora comprendemos un automóvil, y estaremos calificados para su mantenimiento, reparación e incluso rediseño”; “La aplicación de la genética humana ayudará a solucionar problemas como la pobreza.”(10)

Se deduce de estas afirmaciones que un pobre es pobre porque su motor genético no tiene la potencia del motor de un rico. Para el determinismo genético, la relación entre ambos acaba ahí donde empieza la “defectuosidad” genética de uno de ellos.

La conjunción del pensamiento mecanicista y de la aplicación industrial no sólo ha permitido el determinismo genético, sino que también lo exige. Este reduccionismo, integralmente representado por la biotecnología, sólo puede llevar a una solución final.

La manipulación genética forma parte de una política de control de la población y de eugenismo que consiste en adaptar a los hombres a las condiciones infrahumanas de la sociedad industrial más que en crear una supuesta raza superior. Política eugenista a pesar de todo, pues se tratará de seleccionar, de eliminar, de crear en definitiva un hombre capaz de aguantar la vida en la última fase de degradación de la naturaleza, consecuencia de la sociedad industrial, es decir, una naturaleza totalmente artificial, pero no por ello más previsible y tranquilizadora, pues el signo destacado de su sometimiento a la tecnociencia será el desarrollo exponencial de catástrofes. La biotecnología, mitificada por las promesas que no cumplirá, será el arma de la dominación para seguir con la alienación de las condiciones de supervivencia.

La extensión de la dominación espectacular sobre lo vivo y las condiciones de supervivencia es el despliegue estratégico y autoritario de una visión que se derrumba (descrédito de la política, y fracaso de la economía). Ahí se sitúa el último reducto defensivo de la dominación. La resultante proletarización de lo vivo ya en marcha constituye el muro ante el que cualquier empresa revolucionaria debe imperativamente definirse antes de iniciar las perspectivas de su programa.

 

 

 

NOTAS

 

1. No se trata aquí de hacer de la naturaleza una esencia que se pueda separar del hombre. Es evidente que existe entre ambos una relación dialéctica, y que la naturaleza, en aquella actualidad de potencia técnica del hombre, no es nada más que su relación al hombre - éste siendo parte de ella. Sin embargo, si aquí hago una distinción entre naturaleza y hombre, es por la simplificación del análisis. Así que cuando hablo de “exterioridad” es para indicar relaciones en las cuales las técnicas del hombre se sirven o se enfrentan a la naturaleza con el objetivo de dominarla aunque sin socavar en un grado mayor su capacidad reproductora y creativa. Al contrario, cuando hablo de “interioridad” es para señalar aquel radical ímpetu tecnológico que le niega - y de manera irreversible - esa capacidad, modificándola como creándola.

 

2. David F. Noble, La religión de la tecnología, p 52.

 

3. Otro genetista, J.B.S.Haldane, ya había imaginado en los años 60 modificar a los hombres para adaptarles a la vida en las cápsulas espaciales, confiriéndoles características de simios.

 

4. Remítase a Le temps du Sida, p 123.

 

5. Remítase a Michel Bounan, La vie innommable, p 76. 6. Remítase Idem, p 77.

 

7. Sobre el tema de las relaciones entre genes y entorno, véase La Eugenesia, de Daniel Soutullo (Talasa), pp 98-110. Existe una influencia recíproca tanto entre genes dentro del organismo como de los genes con el entorno. Además, a veces puede resultar difícil asignar un defecto a un gen en particular cuando este mismo gen puede simultáneamente presentar ventajas. Es por ejemplo el caso del gen de la drepanocitosis (enfermedad de la sangre) que en su estado heterocigoto aporta una resistencia frente al paludismo. Estos factores dificultan la pretensión de la medicina predictiva genética, basada en los genes de susceptibilidad (predisposición para algunas enfermedades). Sin embargo, queda claro cual es su ventaja redentora para los industriales: algunos de los trabajadores de la industria química, tras unas pruebas de diagnóstico genético, podrán ser informados de su susceptibilidad frente a ciertos productos, es decir frente al entorno contaminado de la industria química. ¡Por poco, ellos serían los responsables de la contaminación!

 

8. A menudo se olvida que el eugenismo fue impulsado al principio por científicos antes de que lo retomasen los nazis. Las leyes norteamericanas que, entre 1907 y 1931, imponían la esterilización de los individuos genéticamente “inferiores”, fueron aprobadas también bajo el impulso de eminentes genetistas.

 

9. Remítase a Marcel Blanc, L’ère de la génétique, p 40.

 

10. Ambas citas en La Eugenesia, de Daniel Soutullo, p 195.

 

etc….

etc….