Malestar en el tiempo [1][1]
(Time and it´s discontents)
John Zerzan
Últimamente, la dimensión temporal parece
ejercer una atracción considerable, a juzgar por el número de películas
recientes que versan sobre ella, como Regreso al Futuro, Terminator,
Peggy Sue se Casó, etc. En 1989, la Breve historia del tiempo, de
Stepl1en Hawking, se convirtió en un superventas y también (lo que resulta aún
más sorprendente) en una película de éxito. Además de los libros que tratan
sobre el tiempo, también son dignos de atención aquellos que sin llegar a
tanto, incluyen no obstante la palabra en el título, como The Color of Time:
Claude Monet, de Virginia Spate (1992). Tales referencias tienen que ver,
cierto es que indirectamente, con la súbita, aterrorizada conciencia del
tiempo, la inquietante sensación de estar todos atados a quien se está
revelando cada vez más claramente como una manifestación clave del
extrañamiento y la humillación que caracterizan nuestra existencia moderna:
ilumina todo su paisaje deformado y seguirá haciéndolo aún con mayor aspereza
hasta que este paisaje y las fuerzas que lo moldean cambien más allá de lo
reconocible.
La presente contribución a este tema poco
tiene que ver con la fascinación que parece ejercer sobre los directores y
productores de cine y televisión; o con el reciente interés académico que
suscitan sus concepciones geológicas y la historia de la relojería. Ni siquiera
se ocupa de la sociología del tiempo, de observaciones personales al respecto o
de consejos sobre su uso. Ni los aspectos
ni los excesos del tiempo merecen tanta
atención como su propia lógica interna, el significado de esta dimensión en sí
misma. Pues, aun cuando el carácter estupefactivo del tiempo se haya
convertido, nos dice John Michon, «en casi una obsesión intelectual» (1988), la
sociedad es sencillamente incapaz de lidiar con él. El tiempo nos enfrenta a un
enigma filosófico, un misterio psicológico, un puzzle de la lógica. Nada tiene
de sorprendente, considerando la vastísima cosificación que entraña, que no
hayan faltado quienes pusieran en duda su existencia desde que la humanidad
comenzó a distinguir entre el tiempo per se y los cambios visibles y
tangibles que se producen en el mundo. En palabras de Michael Ende (1984):
«Existe en el mundo un secreto a la vez ordinario y extraordinario. Todos
formamos parte de él y somos conscientes de el, pero son muy pocos los que
piensan en él. La mayoría se limita a aceptarlo sin cuestionárselo jamás. Este
secreto se llama tiempo».
¿A qué llamamos «tiempo»? Spengler declaró
que la pregunta misma debería estar prohibida. Richard Feynman (1988) tampoco
la contestaba: «Ni me lo pregunten siquiera: es algo en lo que me resulta
demasiado difícil pensar». Tanto empírica como teóricamente, los laboratorios
se muestran impotentes para revelamos en qué consiste el fluir del tiempo: no
existe instrumento capaz de registrar su paso. Y sin embargo, ¿por qué poseemos
una sensación tan acusada de que efectivamente es algo que pasa,
ineluctablemente y siempre en la misma dirección, cuando en realidad no es así?
¿Por qué ejerce esta «ilusión» tanto poder sobre nosotros? ...Lo que vale tanto
como preguntarse por qué la alienación nos tiene tan bien sujetos. El paso del
tiempo nos es íntimamente familiar; pero su concepto nos es burlonamente
elusivo. Bien mirado, no debería parecemos tan contradictorio en un mundo cuya
supervivencia depende de la mistificación de sus categorías más básicas.
Hemos tolerado la sustanciación del tiempo
para que éste nos parezca un hecho natural, un poder que existe por derecho
propio. El desarrollo del sentido del tiempo -esto es, la aceptación del
tiempo- constituye un proceso de adaptación a un mundo cada vez más cosificado.
Se trata de una dimensión construida que se erige en el aspecto más elemental
de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo lo convierte en un
insuperable sistema de dominación.
Cuanto más avanzamos en el tiempo, peor se
pone la cosa. Según Adorno, vivimos en una era de desintegración de la
experiencia. La presión del tiempo, corno la de ese progenitor esencial suyo
que es la división del trabajo, fragmenta y dispersa todo lo que le sale al
encuentro. La uniformidad, la equivalencia, el apartamiento son subproductos de
su áspera acción. La belleza y el significado intrínsecos de todo aquel
fragmento del mundo que no es -todavía- cultura avanzan con paso firme hacia su
aniquilación bajo un ancho reloj unicultural. Cuando Paul Ricoeur (1985) afirma
que «somos incapaces de concebir una idea de tiempo que sea a la vez
cosmológica, biológica, histórica e individua!», pasa por alto cómo todos estos
aspectos están convergiendo.
Respecto de esta «ficción» que sustenta y
acompaña toda forma de aprisionamiento, dijo elocuente mente Beenard Aaronson
(1972) que «el mundo está lleno de propaganda de su propia existencia». O, en
no menos elocuentes palabras de la poetisa Dense Levertov (1974), «toda
conciencia es conciencia del tiempo». Nada nos aliena más profundamente que el
tiempo, que nos ha convertido en súbditos regidos por su imperio, mientras
tanto el tiempo como la alienación siguen profundizando en su intrusión en
nuestra vida diaria, para envilecerla. «¿Significa esto», se pregunta David
Carr (1988), «que la principal lucha de nuestra existencia consiste en vencer
al mismísimo tiempo?» Bien pudiera ser que
éste sea el último enemigo al que debamos
vencer.
Para aprehender a este ubicuo pero
fantasmal adversario nuestro, resulta algo más sencillo determinar lo que el
tiempo no es. No es sinónimo, por razones bastante obvias, de cambio. Tampoco
es secuencia ni orden de sucesión. El perro de Pavlov, por ejemplo, debió de
aprender que el sonido de la campanilla iba seguido de alimento. ¿Cómo si no
pudo condicionársele para salivar al oírlo? y sin embargo los perros no poseen
conciencia del tiempo; por tanto, no puede afirmarse que éste esté constituido
por un antes y un después.
Algo relacionados con lo anterior están
los inadecuados intentos de explicar nuestro nada ineludible sentido del
tiempo. El neurólogo Gooddy (1988), bastante en la línea de Kant, lo describe
como una de «nuestras premisas subconscientes acerca del mundo». Otros lo han
descrito, de forma no más provechosa, como un producto de la imaginación. El
filósofo J.J.C. Smart decidió (1980) que se trata de un sentimiento que «surge
de la confusión metafísica». McTaggart (1908), F.H. Bradley (1930) y Dummett
(1978) se encuentran entre los pensadores del siglo xx
que han negado la existencia del tiempo
debido a sus características contradictorias desde el punto de vista lógico,
pero resulta meridianamente claro que la presencia de esta variable tiene
causas mucho más profundas que la simple confusión mental.
No existe nada que se parezca, siquiera
remotamente, al tiempo. Es tan natural y sin embargo tan universal como la
alienación. Como señala Chacalos (1988, la noción de presente nos, es tan
abstrusa y tan huraña como el propio tiempo. ¿Qué es el presente? Sabemos que
el presente siempre es ahora; que, en un sentido importante, estamos confinados
en él y no podemos experimentar ninguna otra «parte» del tiempo. No obstante,
nos referimos con gran soltura a otras partes de él, que llamamos «pasado» y
«futuro». Pues bien, como observa Sklar, las cosas que existen en algún otro
lugar del espacio siguen existiendo aunque no estén aquí; pero las cosas que no
existan ahora, ésas no existen en absoluto.
El tiempo, necesariamente, fluye; sin su
paso no existiría sensación de tiempo. todo lo que fluye, sin embargo, sólo
puede fluir con respecto al tiempo. Luego el tiempo fluye con respecto a sí
mismo, lo cual carece de sentido: nada puede fluir con relación a ello mismo.
No existe ningún vocabulario para una explicación abstracta del tiempo, aparte
de los vocabularios que ya lo den por presupuesto. Lo necesario es cuestionarse
todas estas premisas. Pero la metafísica, debido a la estrechez que la división
del trabajo le ha impuesto desde su incepción, carece de la anchura necesaria
para semejante tarea.
¿Qué hace al tiempo fluir, qué es lo que
lo mueve hacia el futuro? Sea lo que fuere, debe de ser algo fuera de nuestro
tiempo, más profundo, más poderoso. Debe depender, como opinaba Conly (1975),
«de fuerzas elementales que se encuentran en funcionamiento constante».
William Spanos (1987) ha observado que
ciertos términos latinos del sema cultural no sólo designan agricultura o
domesticsción, sino que son traducciones de palabras griegas referidas a la
imagen espacial del tiempo. Básicamente somos
«encuadernadores de tiempo», según el
léxico de Alfred Korzybski (1948); es decir, la especie, debido a esta
característica, crea una clase de vida simbólica, un mundo artificial. Y esta
encuadernación del tiempo se demuestra con un «enorme aumento de nuestro
control sobre la naturaleza». El tiempo se hace real porque tiene
consecuencias, y esta eficacia nunca ha sido más dolorosamente evidente.
Se dice que nuestras vidas, en su bosquejo
más desnudo, son un viaje a través del tiempo. Que también son un viaje a
través de la alienación es el más público de los secretos. «Dem glücklichem
schlägt keine Stunde[2][2]»,
sentencia un proverbio alemán. El paso del tiempo, que érase una vez carente de
significado, se ha convertido en un ritmo o lempo ineludible que nos constriñe
y nos coerce, como un espejo de la más pura y ciega autoridad. Guyau (1890)
definió su fluir como «la distinción entre lo que uno necesita y lo que uno
tiene», es decir, «el origen de todo remordimiento o pena». Carpe diem,
aconseja la máxima, pero la civilización
siempre acaba forzándonos a hipotecar el presente en aras del futuro.
El tiempo tiende continuamente hacia una
regularidad y una universalidad cuyos rigores son cada vez más estrictos. En
ausencia de tan exacta medida, el mundo tecnológico del capital no podría
calcular sus progresos, ni siquiera existiría. Como escribió Bertrand Russell
(1929), «la importancia del tiempo está menos relacionada con la verdad que con
nuestros deseos». Existe un anhelo que se ha vuelto tan palpable como el
tiempo; y la negación de nuestros deseos no puede calibrarse de manera más
definitiva que a través de esta vasta construcción abstracta.
Como la tecnología, el tiempo nunca es
neutral; muy al contrario, «siempre está dotado de significación», según el
certero juicio de Castoriadis (1991). De hecho, todo lo que eruditos como Ellul
han dicho sobre la tecnología puede aplicarse, con más razón, también al
tiempo. Ambos males son de carácter penetrante,omnipresente, básico; y tienden
a darse tan por sentados como la propia alienación. Como la tecnología, el
tiempo no sólo es un factor determinante sino también el elemento envolvente en
el que se desenvuelve la sociedad dividida. En consecuencia, exige de sus
súbditos que seamos concienzudos, «realistas», serios y ante todo devotos
trabajadores, al igual que él es, ante todo, un ente autónomo que fluye
eternamente sin depender de nadie.
Pero, como la división del trabajo,
soporte y motor del tiempo y de la tecnología, también es, después de todo, un
fenómeno socialmente aprendido. Somos los humanos (y con nosotros, el resto del
mundo) quienes nos sincronizamos con él y con su encarnación técnica, no al
revés. Un sentimiento enclavado en el
centro mismo de esta magnitud -como ocurre
también con la alienación per se- es el de estar reducidos a la
condición de espectadores impotentes. De aquí se sigue que toda rebeldía tendrá
que empezar por rebelarse contra el tiempo y su inexorabilidad; y que por tanto
toda redención habrá de empezar, en un sentido absolutamente fundamental, por
redimimos del tiempo.
EL
TIEMPO EN UN MUNDO SIMBÓLICO
El tiempo, dijo Epicuro, «es el accidente
de accidentes»; pero si uno se fija más, su génesis no parece tan misteriosa.
De hecho, a muchos se les ha ocurrido que nociones como pasado, presente y
futuro pertenecen más a la lingüística que a la física. El teórico neofreudiano
Lacan, por ejemplo, concluía que la experiencia temporal es en esencia un
efecto del lenguaje. Así, una persona sin capacidad de lenguaje probablemente
carecería de sensación del paso del tiempo. R.A. Wilson (1980), acercándose más
todavía al fondo de la cuestión, sugiere que las lenguas nacen por la necesidad
de expresar el tiempo simbólico. Gosseth (1972) observa que el desarrollo de
los tiempos verbales en las lenguas indoeuropeas es paralelo al de la
conciencia del tiempo universa lo abstracto. Tiempo y lenguaje, concluye
Derrida (1982), son entes coextensos: «No se puede estar en uno sin estar en el
otro». Y aquél es una construcción simbólica, inmediatamente anterior -hablando
en términos relativos- a todas las otras fabricaciones, que necesita del
lenguaje a fin de verificarse.
Paul Valéry (1962) aludió a la caída de
nuestra especie en el tiempo como el hito que marca nuestra enajenación de la
naturaleza: «Por una suerte de abuso, el hombre crea el tiempo», escribiría. En
la época atemporal anterior a dicha caída, esto es, durante la parte
abrumadoramente mayor de la existencia de la humanidad, la vida, como suele
recordarse, estaba dotada de ritmo, pero no de progresión. Se trataba de un
estado en el que, nos dice Rosseau, el alma podía «reunirse en la completitud
de su ser»; un estado en el que, gracias a la ausencia de estrecheces
temporales, «el tiempo no significa nada para el alma». Antes del tiempo y la
civilización, eran las propias actividades humanas (por lo general indolentes)
las que servían como puntos de referencia; la naturaleza aportaba las señales
necesarias, con absoluta independencia del «tiempo». La humanidad debe de haber
sido consciente de tener recuerdos y propósitos mucho antes de que se trazaran
cualesquiera distinciones explícitas entre pasado, presente y futuro (Fraser,
1988). Es más, tal como supuso el lingüista Whorf (1956), «las comunidades
prelingüísticas [o sea, las llamadas primitivas], lejos de ser subracionales,
bien pudieron haber estado dotadas de unas mentes capaces de funcionar en
planos de racionalidad más elevados y complejos que los que maneja el hombre
civilizado».
La tan oculta clave del mundo simbólico es
el tiempo, que en verdad se encuentra en el origen de la actividad simbólica
humana. Acarrea así la primera alienación, el desvío de nuestra riqueza y
plenitud originales, ab-orígenes. «A partir de la simultaneidad de todas las
experiencias humanas, el evento del lenguaje constituye», como apunta Charles
Simic (1971)[3][3],
«una inmersión en la linealidad del tiempo», Investigadores como Zohar (1982)
consideran que el ser humano habría sacrificado facultades telepáticas y
precognitivas, adivinatorias, en aras de su involución en la vida simbólica. Si
esto parece un tanto traído por los pelos, recuérdese que un positivista tan
sobrio como Freud (1932) consideraba que la telepatía fue muy probablemente «el
medio original y arcaico a través del cual los individuos se entendían entre
sí», Y si la percepción y la apercepción del tiempo están relacionadas con la
esencia misma dela vida cultural (Gurevich 1976), entonces el advenimiento de
dicha conciencia temporal y su concomitante, la cultura, significarán un
empobrecimiento, incluso una desfiguración de la humanidad a manos del tiempo.
Las consecuencias de esta intrusión del
tiempo a través del lenguaje indican que éste no es más inocente, neutral ni
empírico que aquél, El tiempo no sólo se encuentra, como diría Kant, en la base
de todas nuestras representaciones, sino también, por eso mismo, en la base de
nuestra adaptación a un mundo simbólico, cualitativamente reducido. Nuestra
experiencia en este mundo está sometida a una omnipresente presión para que
seamos representaciones, para que nos degrademos casi inconscientemente a la
condición de símbolos y medidas. «El tiempo», escribió el místico alemán
Meister Eckhart, «es lo que impide que la luz nos alcance».
Y la conciencia del tiempo es10 que nos
otorga la capacidad de utilizar los símbolos para relacionamos con nuestro
entorno. No hay tiempo aparte de este extrañamiento. Sólo mediante la
progresiva simbolización llega el tiempo a naturalizarse, a darse por sentado,
a suprimirse del ámbito de la producción cultural consciente. O dicho de otra
forma: «El tiempo se convierte en un atributo humano en la medida en que se
verifica desde un punto de vista narrativo» (Ricoeur 1984). Los
acrecentamientos simbólicos dentro de este proceso van estrangulando,
imperturbables, nuestro deseo instintivo; esta represión alimentará la
sensación del desdoblamiento del tiempo; la inmediatez cede el "paso a las
mediaciones -la primera de todas, el lenguaje- que posibilitan la existencia de
la historia.
Así, uno empieza a ver más allá de
banalidades como la siguiente: «El tiempo es una cualidad inaprensible del
mundo dado» (Sebba 1991). Porque el número, el arte y la religión harán sus
respectivas apariciones en este mundo «dado», como fenómenos incorpóreos de una
vida cosificada. A su vez, conjetura Gurevitch (1964), estos ritos emergentes
conducen a «la producción de nuevos contenidos simbólicos, fomentando así los
saltos hacia adelante que da el tiempo», Los símbolos, incluido, como no podía
ser de otra manera, el que nos ocupa, han llegado a poseer vida propia en esta
progresión acumulativa, interactiva, como ilustra la obra de David Braine The
Reality of Time and the Existence of God (1988), donde se afirma que la
realidad del tiempo es precisamente el factor que demuestra la existencia de
Dios: he aquí la perfecta lógica de la civilización,
Todo ritual es un intento de regresar,
mediante el simbolismo, al estado en el que el tiempo no existía. Sin embargo,
este acto de abstracción implica un paso en falso que sólo conduce a alejarnos
aún más de dicho estado. La «a temporalidad» del número forma parte de esta
trayectoria y contribuye en gran medida a la idea de tiempo como concepto
fijado. Blumenberg (1983) parece acertar de lleno cuando deduce que el «tiempo
no se mide como algo que siempre haya estado presente; por el contrario, se
produce, por primera vez, cuando empieza a medirse», No podemos expresarlo sin
cuantificarlo de alguna manera; por eso el número es esencial. Incluso después
de ya aparecido el tiempo, sólo mediante el número podrá una existencia social
paulatina- mente más dividida marchar hacia su progresiva cosificación. La
noción del paso del tiempo no es nada vívida, por ejemplo, entre los pueblos
tribales, que no lo marcan con calendarios ni relojes.
Uno de los significados originales del
griego Kpovos, tiempo, es el de división. y el número, al añadirse al
tiempo, refuerza enormemente esta división o separación. En general, los no
civilizados consideran que contar criaturas vivas «trae mala suerte», por que
suelen resistirse a adoptar esta práctica (véase, por ejemplo, Dobrizhoffer
1822), Pero aunque la intuición del número estaba bien lejos de ser algo
espontáneo e inevitable, «ya en las civilizaciones tempranas», nos informa
Schimmel (1992), «uno tiene la sensación de que los números constituían una
realidad algo así como dotada de una especie de campo magnético a su
alrededor». No tiene nada de sorprendente que las culturas antiguas -Como la
egipcia, la babilonia o la maya-, en las que el sentido del tiempo emerge con
más empuje, sean también las que asocian determinados números con deidades y
figuras rituales. y ciertamente, tanto los mayas como los babilonios tenían
dioses del número (Barrow 1992).
Mucho más tarde, el reloj y su rostro numerado
animarían a la sociedad a abstraer y cuantificar todavía más la experiencia
temporal. Toda lectura de un reloj implica un acto de medición que nos arrastra
dentro del «fluir del tiempo» y nos permite autoengañarnos, ausentes, en la
creencia de que sabemos qué es el tiempo sólo porque sabemos de qué es tiempo
ahora, porque sabemos qué hora es. Pero, como nos recuerda Shallis (1982), si
decidiéramos prescindir de los relojes, el tiempo objetivo desaparecería con
ellos. y lo que es más importante, si decidiéramos prescindir de la
especialización y la tecnología, la alienación en que vivimos se disiparía por
sí sola.
La matematización de la naturaleza sentó
las bases para el nacimiento del racionalismo y la ciencia modernos en
occidente. Tanto el uno como la otra surgían de las exigencias de número y
medida planteadas por enseñanzas similares que tenían por objeto al tiempo como
un ente al servicio del capitalismo mercantil. La continuidad del número y del
tiempo como un locus geométrico jugaría un papel fundamental en la
revolución científica, que ejecutó la sentencia de Galileo: mídase todo aquello
que sea mensurable y conviértase en mensurable todo aquello que no lo sea. El
tiempo matemáticamente divisible es pues necesario para la conquista de la naturaleza
y aun para los más básicos rudimentos de la tecnología moderna.
A partir de este dictum, el tiempo
simbólico, numerado, se volverá aplastantemente real, una construcción
abstracta «desarrimada de, e incluso contraria a, toda experiencia humana,
tanto interna o externa» (Syzamosi 1986). Bajo esta presión, el dinero y el
lenguaje, la mercancía y la información se vuelven cada vez más indistintas; y
la división del trabajo, cada vez más exagerada.
Simbolizar equivale a expresar conciencia
del tiempo, pues todo símbolo encarna la estructura temporal (Darby 1982).
Meerloo lo expresa más gráficamente: «Comprender un símbolo y su desarrollo es
atrapar la historia humana con la mano». Contrástese con la vida de los
incivilizados, vivida en un presente espacioso imposible de reducir al momento
aislado del presente matemático: a medida que la continuidad del ahora perdía
terreno frente a una creciente dependencia de sistemas de símbolos
significantes (las lenguas, el número, el arte, el ritual, el mito), desligados
del ahora, comenzaría a desarrollarse un grado mayor de abstracción: la
historia. El tiempo histórico en efecto no es más inherente a la realidad ni
tiene menos de imposición sobre ella que otras manifestaciones temporales no
tan perfeccionadas, más rudimentarias.
En un contexto gradualmente más sintético,
la observación astronómica será investida de nuevos significados: lo que antes
se justificaba en sí mismo empezará a servir de vehículo para programar los
rituales y coordinar las actividades de una sociedad compleja. Con la ayuda de
las estrellas, existirán el año y sus divisiones como instrumentos de autoridad
organizadora (Leach 1954). La creación de un calendario es una tarea básica en
la formación de la civilización: el calendario fue el primer artefacto
simbólico que reguló el comportamiento social mediante el registro del tiempo.
Pero ello no implica su control, sino lo contrario: nuestro encierro por él en
un mundo de alienación bien real. Recordemos que la palabra proviene del latín kalendae
o primer día del mes, en el que debían saldarse las cuentas comerciales.
TIEMPO
DE ORAR, TIEMPOO DE TRABAJAR
«Ningún tiempo es enteramente presente»,
afirmaba el filósofo estoico Crisipo mientras el concepto del tiempo iba
abriéndose camino empujado por la doctrina judeocristiana subyacente[4][4]:
la existencia de un camino lineal e irreversible entre la creación y la
salvación. Esta visión esencialmente histórica del tiempo está en el meollo mismo
del pensamiento cristiano. La obra de San Agustín, que data del siglo v,
contiene ya todas las nociones básicas de tiempo mensurable y unidireccional.
Al propagarse la nueva religión, se hará necesaria una estricta regulación
temporal, en un plano práctico, a fin de mantener la disciplina que exigía la
vida monástica. Las campanas que llamaban a los monjes a la oración ocho veces
al día eran audibles bastante más allá de los confines del claustro, con lo
cual esta medición del tiempo acababa imponiéndose al conjunto de la sociedad.
La población continuó exhibiendo «une vaste indifférance au temps», en
palabrasde Marc Bloch (1940), durante toda la época feudal, pero nada tiene de
casual que los primeros relojes públicos aparezcan adornando las catedrales de
la Cristiandad. En este sentido, también merece la pena señalar que la llamada
a la oración a ciertas horas fijas se convertiría en la principal
exteriorización de la fe islámica durante el medievo.
La invención del reloj mecánico es uno de
los más importantes puntos de inflexión en la historia de la ciencia y la
tecnología; y ciertamente, también del arte y la cultura (Synge 1959). Cada
perfeccionamiento de la exactitud pondría a disposición de la autoridad nuevos
y mejorados medios de opresión: un temprano devoto de los esmerados relojes
mecánicos fue, por ejemplo, el duque Gian Galeazzo Visconti, descrito en 1381
como «un sosegado pero taimado gobernante, enamorado del orden y la precisión»
(Fraser 1988). Como escribe Weizenbaum (1976), el reloj empezará a crear,
«literalmente, una nueva realidad ...que era, y sigue siendo, una versión
empeorada de la vieja».
Se había introducido un cambio
cualitativo: el tiempo no cesaría de fluir, aun cuando no ocurriera nada. A partir
de entonces, cualquier acontecimiento se rodearía de este envoltorio homogéneo,
objetivamente medido, móvil, cuyo progreso unilineal instigará movimientos de
resistencia. El más radical de ellos es el quiliasmo[5][5],
que surge en distintas partes de Europa, entre los siglos XIV y XVII Y
generalmente se presenta en forma de levantamientos de un campesinado que
aspiraba a re-crear el estado de igualdad primigenia que dictan las leyes de la
naturaleza y se oponía explícitamente a la noción de tiempo histórico. Pese a
que tales explosiones utópicas fueron sofocadas, los restos de los anteriores
conceptos de tiempo persistirían localmente en muchas áreas como un estrato
«inferior» de la conciencia popular.
El Renacimiento alcanzaría nuevas cotas de
dominación mediante el tiempo, pues los relojes públicos empezaron a tañer sus
campanas las veinticuatro horas del día; y además se les añadió otra aguja más
para marcar el paso de los segundos. El gran descubrimiento de la época será
una aguda sensación de la presencia omni-devoradora del tiempo; y nada lo
retratará de forma más gráfica que el Tiempo con mayúscula, esa deidad híbrida
del Kronos de los griegos y el Saturno de los romanos, ese lóbrego anciano, tan
familiar, que representa el poder cronológico y va armado con la fatídica
guadaña de la agricultura, la domesticación. El Dios Tiempo vino precedido de
la danza de la muerte y otros artificios relacionados con el momento mori,
pero la diferencia es que este dios renacentista pondrá el acento en el tiempo,
no en la muerte.
En el XVII la población cobraría
conciencia, por primera vez, de vivir en un siglo determinado. Toda persona
debía conocer su ubicación en el tiempo. En El nacimiento masculino del tiempo
(1603) y El avance del conocimiento (1605), Francis Bacon abrazaría esta
dimensión en auge para revelar cómo un endiosado sentido del tiempo iba a
ponerse al servicio del naciente espíritu científico. «Elegir el tiempo es
ahorrar tiempo», escribió; también: «La verdad es hija del tiempo[6][6]».
Le seguiría Descartes, quien introdujo el concepto de tiempo ilimitado y se
convertiría en uno de los primeros en abogar por la idea de progreso en su
sentido moderno, que está íntimamente relacionado con el de un tiempo lineal
sin ataduras y encuentra una expresión característica en la famosa invitación
cartesiana a que nos convirtamos en «dueños y señores de la naturaleza».
El universo mecánico de Newton, cima de la
revolución científica del XVII, se basa en su concepción del «tiempo absoluto,
verdadero y matemático, que de por sí y por su propia naturaleza fluye
uniformemente sin relación con nada eterno». El tiempo se ha convertido en el
gran regidor que no rinde cuentas ante nadie ni está sujeto a ninguna
influencia; que es completamente independiente del entorno, modelo de autoridad
impertérrita, garante perfecto de una alienación inconmovible. Y desde luego, a
pesar de los cambios en la ciencia, la concepción del tiempo cotidiana y
dominante hoy sigue ateniéndose a la física newtoniana clásica.
La aparición y la apariencia de un tiempo
independiente y abstracto encontraría su paralelo en el surgimiento de una
clase obrera numéricamente en alza y formalmente libre, pero obligada a vender
en el mercado su fuerza de trabajo o mano de obra como un artículo también
abstracto. Esta mano de obra, anterior a la instauración del factory system
pero ya sujeta a la potestad disciplinaria del tiempo, era la antítesis del
monarca Tiempo, pues de libre y de independiente no tenía más que el nombre. A
juicio de Foucault (1973), Occidente ya se había vuelto una «sociedad
carcelaria». Seguramente sea más explícito el proverbio balcánico que reza: «Mi
reloj es mi cerrojo».
En 1749 Rousseau simbolizaba su rechazo de
la ciencia y la civilización modernas tirando su reloj de bolsillo. Pero los
cincuenta y uno que le regalaron a María Antonieta para celebrar su compromiso
matrimonial encajan mejor en la tónica dominante de la época. La palabra no
puede ser más apropiada, pues en efecto el tiempo se había convertido en algo
que vigilar cada vez más estrechamente[7][7].
Los relojes no tardarían en convertirse en los primeros bienes de consumo
duraderos de la era industrial.
William Blake y Goethe coincidirían en sus
ataques contra Newton, el abanderado de los nuevos conceptos de tiempo y
ciencia, porque éste alejaba la vida de lo sensual y reducía lo natural a lo
mensurable. El ideólogo capitalista Adam Smith, por el contrario, se hizo eco
del pensamiento newtoniano e incluso lo amplió al exigir más racionalización y
más reducción de la vida a rutina. Smith, como Newton, trabajaba bajo el
hechizo de un tiempo cuyos avances hacia una exhaustiva división del trabajo se
volvían cada vez más poderosos e implacables, como condición y a la vez
resultado de un progreso tenido por objetivo y absoluto.
Los puritanos habían proclamado que perder
el tiempo era el primero y en principio el más mortal de los pecados. Un siglo
después Ben Franklin lo diría con otras palabras: «El tiempo es oro». Los
relojeros habían sido los padres del factory system y el reloj era
símbolo y manantial del orden por la misma razón por la cual la disciplina y la
represión exigían el nacimiento de un proletariado industrial.
El gran sistema hegeliano de
principios del XIX pregonaba la «irrupción en el tiempo», o sea, nuestra
incorporación a empellones en la inercia de la historia. El tiempo es nuestro
«destino y necesidad», declararía Hegel. Postone (1993) observa cuán
apretadamente se atarán entre sí «el progreso» del tiempo abstracto y «el
progreso» del capitalismo como estilo de vida. Así, las sucesivas oleadas de
industrialismo ahogarán la resistencia opuesta por los ludditas. Al hacer
balance de este período, Lyotard (1988) llega a la conclusión de que «el tiempo
se había convertido en una enfermedad incurable».
La creciente complejidad de la sociedad de
clases requiere una batería aún más elaborada de señalizaciones temporales.
Como han indicado Thompson (1967) y Hohn (1984), la lucha contra el tiempo dará
paso a la lucha por él; es decir, la radical resistencia a uncirse a su yugo se
vería por lo general derrotada y por lo común sustituida por disputas sobre
horarios laborales menos injustos y sobre una duración menos inhumana de la
jornada de trabajo (y por cierto, al dirigirse a la Primera Internacional el 28
de julio de 1868, Karl Marx defendió que el tiempo de empezar a trabajar eran
los nueve años de edad).
El reloj descenderá de las catedrales a
las cortes de los monarcas y los tribunales de justicia; y de ahí a los bancos
y las estaciones ferroviarias para acabar en la muñeca o el bolsillo de todo
ciudadano respetable. Si quería colonizar la subjetividad en serio, el tiempo
debía «democratizarse», pues como bien entendió, entre otros, Adorno, el
sometimiento de la naturaleza externa sólo tiene éxito en la medida en que
nuestra naturaleza interna también sea conquistada. Dicho de otra manera, la
victoria del tiempo en su larga guerra contra la libertad de conciencia humana
era una condición necesaria para que se liberasen energías que destinar a la
producción industrial. El industrialismo traerá consigo una transformación aún
más acusada del tiempo en una materia prima o un artículo de consumo, el tiempo
como un depredador de voracidad jamás alcanzada hasta entonces, lo que Giddens
(1981) identifica como «la clave de las más profundas alteraciones de nuestro
día a día social provocadas por el incipiente capitalismo».
«El tiempo no pasa en vano», como se suele
decir: en un mundo cada vez más dependiente del tiempo y en un tiempo cada vez
más unificado, un único reloj gigante cuelga sobre el mundo, dominándolo. Todo
lo gobierna y su corte no tiene tribunal de apelación. La regularización de una
hora universal estándar marca una victoria para la sociedad de la eficacia
mecanizada al consagrar un universalismo que deshace toda particularidad tan
ciertamente como las computadoras están conduciendo a la homogeneización de
pensamiento.
Paul Virilio (1986) ha llegado a
profetizar que «la pérdida del espacio material conducirá al gobierno de nadie
más que el tiempo». Un paso más en tan sugestiva deducción postula una
inversión del nacimiento de la historia fuera del tiempo corriente. Es más,
Virilio (1991) nos ve viviendo ya dentro de un sistema de
temporalidad tecnológica donde la historia
se ha eclipsado: «...lo principal es menos una cuestión de relaciones con la
historia que una cuestión de relaciones con el tiempo».
Dejando de lado semejantes levitaciones
teóricas, no escasean las pruebas ni los testimonios del papel central del
tiempo en nuestra sociedad. En «Time - The Next Source of Competitive Advantage»
(julio-agosto de 1988, Harvard Business Review),George Stark Jr. lo analiza
como un eje sobre el que descansa el capital: «En tanto que arma estratégica, el
tiempo equivale a dinero, productividad, calidad, incluso innovación». Desde
luego las empresas no son las únicas en gestionar el tiempo: el , estudio por
Levine (1985) de la exactitud de los relojes públicos ; en seis países demostró
que ésta era una medida exacta de la industrialización relativa de vida
nacional.
EL
TIEMPO EN LA LITERATURA
Es claro que el advenimiento de la
escritura facilitó la fijación, de los conceptos de tiempo y el principio de la
historia. Perú como ha apuntado el antropólogo Jack Goody (1991), «las culturas
orales no suelen estar nada faltas de preparación para aceptar estas
innovaciones». Después de todo, ya han sido condicionadas por el propio idioma
que hablan. y McLuhan (1962) ya explicó cómo la llegada del libro impreso y la
consiguiente alfabetización de las masas reforzó la lógica del tiempo lineal.
Fue la vida la que inexorablemente tuvo
que adaptarse. «Pues que ahora me ha hecho el Tiempo su reloj numerador», escribe
Shakespeare en su Ricardo 11. «Tiempo», al igual que «rico», era uno de las
palabras favoritas del Bardo inmortal, una figura rondada por el primero de
estos conceptos. Cien años después, el Robinson Crusoe de Defoe reflejó
cuán escasas eran las posibilidades de escapatoria: abandonado a su suerte en
una isla desierta, Crusoe está hondamente preocupado por el tiempo; y al
registrar celosamente, incluso en tan desesperadas circunstancias, sus asuntos
personales, registraba ante todo el paso de éste, al menos mientras le duraran
la tinta y la pluma.
Para Northrop Frye (1950), la «alianza
entre el tiempo y el hombre occidental» es la característica definitoria del
género novelístico. En la misma línea, The Rise of the Novel, de Jan
Watt (1957), trata del nuevo interés por el tiempo que estimularía el
florecimiento de la novela en el siglo XVIII. Jonathan Swift cuenta cómo el
protagonista de los Viajes de Gulliver (1726) nunca hace nada sin
consultar su reloj: «Lo llamaba su oráculo y decía que señalaba la hora de
todas las acciones de su vida». Los liliputienses llegarían a la conclusión de
que el reloj era su dios. Y en el Tristam Shandy de Sterne (1760),
escrito en vísperas de la Revolución Industrial, el protagonista, quien
comienza el relato ¡ narrando su propia concepción, cuenta cómo su madre
interrumpió a su padre de él en el momento del coito que realizaban una vez al
mes para recordarle que había olvidado dar cuerda al carillón[8][8].
En el siglo XIX, roe satirizó esta
autoridad de los relojes, asociándolos a la superficialidad burguesa y la
obsesión por el orden. Hauser (1956) afirma que el verdadero tema de las nove
las de Flaubert es el tiempo, del mismo modo en que lo que Walter Pater (1901)
buscaba en la literatura no era sino «el momento plenamente concreto capaz de
absorber el pasado y el futuro en una intensa consciencia del presente»; un
poco como la celebración de «epifanías» joyceana. En Mario el epicúreo
(1909), Pater describe el repentino momento en que Mario comprende «la
posibilidad de un mundo real más allá del tiempo» mientras Swinburne pedía un
respiro fuera de las «tierras heridas por el tiempo» y Baudelaire proclamaba su
miedo y su odio por el tiempo cronológico, ese voraz antagonista.
La desorientación propia de una edad demolida
por el tiempo y sujeta a la aceleración de la historia ha llevado a los
escritores modernos a tratar esta cuestión desde puntos de vista nuevos y
extremados. Proust delineó las relaciones mutuas entre sucesos que transcendían
el orden temporal convencional, violando así las concepciones de causalidad
newtoniana. Aunque suele traducirse al inglés como Remembrance of Things
Past [remembranza o recuerdo de las cosas pasadas], el título de su obra en
siete tomos Á la recherche du temps perdu (1925) también puede
traducirse más literal y precisamente como Searching for Lost Time [En
busca del tiempo perdido]. En À la recherche... Proust juzga que «un
minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros (...) al individuo
liberado del orden del tiempo»; que reconoce como «el único estado en el cual
uno podría vivir y gozar de la esencia de las cosas, es decir, completamente
fuera del tiempo».
El tiempo ha venido siendo una
preocupación recurrente para la filosofía del siglo XX. Considérense los extraviados
intentos por ubicar su auténtico ser a cargo de pensadores tan diferentes como
Bergson y Heidegger (o su virtual deificación por parte de éste último). Time
and the Novel (1952), de A.A. Mendilow, revela hasta qué punto el mismo
intenso interés ha dominado las novelas del siglo; en particular, las de Joyce,
Woolf, Conrad, James, Gide, Mann y, por supuesto, Proust. Otros estudios, como Church's
Time and Reality (1962), expanden esta lista de novelistas hasta incluir,
entre otros, a Kafka, Sartre, Faulkner y Vonnegut.
Y naturalmente es imposible confinar la
literatura herida por el tiempo al género de la novela: la poesía. T.S. Eliot a
menudo expresa un anhelo por huir de una convencionalidad ceñida y cabalgada
por el tiempo. «Burnt Norton» (1941) es un buen ejemplo; v. gr., los siguientes
versos:
Time past and time future
Allow but a little consciousness.
To be conscious is not to be in time[9][9].
Al principio de su carrera -más concretamente,
en 1931- Samuel Beckett escribió epigramáticamente de «la venenosa ingeniosidad
del Tiempo en la ciencia de la aflicción». Su Esperando a Codot (1955) es un
evidente candidato a esta catego-
ría, como lo es su Murphy (1957), donde el
tiempo se vuelve reversible en la imaginación del personaje principal. Cuando
las agujas del reloj pueden ir en cualquier dirección, nuestro sentido del
tiempo -o sea, el tiempo mismo- se evapora.
PSICOLOGÍA
DEL TIEMPO
Atendiendo a lo que comúnmente se conoce
como psicología, es inevitable regresar a una de las preguntas fundé1mentales:
el fenómeno del tiempo ¿existe realmente, independiente de cualquier
subjetivismo O reside únicamente en nuestras percepciones de él? Husserl, por
ejemplo, no acierta a explicar por qué la consciencia en el mundo moderno
parece autoconstituirse inevitablemente en términos temporales. Pues sabemos
que las experiencias, como cualquier otro tipo de acontecimiento, no son
propiamente pasadas, presentes ni futuras.
Aunque hasta los años setenta el interés
de la sociología por el tiempo fue más bien escaso, el número de los estudios
psicológicos sobre él ha venido aumentando rápidamente desde 1930 (Lauer 1988).
El psicológico quizá sea el punto de vista desde el cual resulte más
dificultoso definir esta variable. ¿Qué es el tiempo y qué es la experiencia de
él? O bien, ¿qué es la alienación y qué es la experiencia de ella? Si la
segunda cuestión no estuviera tan relegada, sería obvia la relación entre
ambas.
Davies (1977) definió el paso del tiempo
como «un fenómeno psicológico de origen misterioso» para concluir (1983) que
«sólo cuando comprendamos el secreto del tiempo habremos resuelto el secreto de
la mente». Ahora bien, dada la separación artificial que establecen entre el
individuo y la sociedad y que tanto limita su campo de trabajo, ¡cómo no van
psicólogos y psicoanalistas como Eissler (1955), Loewald (1962), Namnum (1972)
y Morris (1983) a tropezar con «grandes dificultades» al estudiar el tiempo!
Pero seamos justos: por lo menos algunas
veces sí que consiguen aproximarse parcialmente al fondo de la cuestión.
Hartcollis (1983), por ejemplo, se dio cuenta de que el tiempo no solo es una
abstracción, Sino también un sentimiento, aunque ya en 1948 Korzybski había
llevado bastante más lejos este mismo punto con su observación de que «lo que
llamamos tiempo no es ,sino una sensación provocada por las condiciones que
impone ; este mundo». Nos pasamos la vida «esperando a GodOD), en opinión de
Arlow (1986), quien creía que la experiencia temporal surge de necesidades
emocionales no satisfechas. Análogamente, Reichenbach (1956),se había referido
a las filosofías contratemporales como la religión en tanto que “documentos de
insatisfacción emocional”. Y, en términos freudianos, Bergler y Roheim (1946)
ya advirtieron que el paso del tiempo simbolizaba periodos de , separación
originados en estadios tempranos de la infancia que se remontarían hasta la
lactancia. “El calendario constituye la materialización definitiva de la
angustia que nos provoca la separación”. Si las ilaciones que fácilmente se
pueden inferir a partir de estas ideas no desarrolladas vinieran acompañadas de
un interés crucial y crítico por su contexto histórico-social, entonces se
convertirían en contribuciones muy dignas de tenerse en cuenta. No obstante,
cuando se constriñen al ámbito de la psicología, resultan extraviadas y aun
engañosas.
En un mundo de alienación ningún adulto
puede discurrir ni menos decretar esa liberación de las ataduras del tiempo que
los niños disfrutan de manera habitual ...y a la que debe obligárseles a
renunciar, pues el amaestramiento en el tiempo que constituye la esencia de la
escolarización es de vital importancia para nuestra sociedad. Dicho
amaestramiento, como expresa muy convincentemente Fraser (1984), ”contiene en
forma casi paradigmática las características del proceso civilizadop”. Una
paciente de Joost Meerlo (1966) «lo expresaba sarcásticamente: el tiempo
-decía- es civilización; lo cual significa que para ella la : programación u
organización meticulosa de los acontecimientos es la gran arma de que disponen
los adultos para forzar a los más jóvenes a la sumisión y el servilismo». Los
estudios de Piaget 1946, 1952) dan resultado negativo cuando pretenden detectar
un sentido del tiempo innato al ser humano. Claro, la noción abstracta de
«tiempo» encierra considerable dificultad para los más jóvenes; no se trata de
algo que aprendan automáticamente ni hacia lo que se orienten espontáneamente
(Hermelin y O'Connor 1971, Voyat 1977).
Existe una relación etimológica entre time
(tiempo) y tidy (ordenado[10][10])
y nuestra idea newtoniana del tiempo representa una ordenación perfecta y
universal. El peso acumulativo de esta presión cada vez más asfixiante se manifiesta
en el creciente número de pacientes que presentan síntomas de ansiedad por el
paso del tiempo (Lawson 1990). Dooley (1941) consigna «el hecho de que las
personas de carácter obsesivo, cualquiera que sea su tipo de neurosis, son
aquéllas que hacen un uso más dilatado y extensivo del tiempo». Yen su Anality
and Time (1969), Pettit presentaba argumentos harto persuasivos para
establecer una íntima conexión entre ambos [la analidad y el tiempo], igual
que Meerloo (1966) encontraría, citando el
carácter y los objetivos alcanzados por Mussolini y Eichmann, «una conexión
cierta entre la compulsión por el tiempo y la agresión fascista».
Capek (1961) llamaba al tiempo «inmensa y
crónica alucinación de la mente humana»; y en verdad existen muy pocas experiencias
que puedan calificarse como atemporales: el orgasmo, el LSD, la visión de
nuestra vida entera en un momento de peligro extremo... He aquí algunas de esas
raras y evanescentes situaciones suficientemente intensas para permitimos
escapar a la insistencia del tiempo.
La atemporalidad es el ideal del placer,
escribió Marcuse (1955). El paso del tiempo, en cambio, da alas al olvido de lo
que fue y lo que pudiera ser. Es el enemigo del eros y el fiel aliado del orden
represivo. Y de hecho, los procesos mentales del inconsciente son, nos dice
Freud (1920), atemporales: «Ni el tiempo los altera en modo alguno ni tampoco
puede aplicárseles el propio concepto temporal. Así, el deseo se sitúa ya fuera
del tiempo. Como también diría Freud en 1932: «Nada hay en el ello que
corresponda a la noción de tiempo; no existe reconocimiento de, su Paso».
Marie Bonaparte (1939) argüía que el
tiempo se torna cada vez , más plástico y obediente al principio del placer en
la misma J" medida en que nosotros mismos seamos capaces de aflojar los
lazos necesarios para el pleno control del yo. Los sueños constituyen una forma
de pensamiento para los pueblos no civilizados (Kracke 1987); y alguna vez esta
facultad debió de ser mucho más accesible para nosotros. Los surrealistas
estaban convencidos de que la realidad podía comprenderse mucho más plenamente
si conseguíamos establecer conexión con nuestras experiencias instintivas,
subconscientes. Así, Breton (1924) proclamó como objetivo radical la
inseparabilidad entre el mundo onírico y la realidad consciente.
Cuando soñamos, nuestro sentido del tiempo
es prácticamente inexistente, queda sustituido por una sensación de inmediatez.
Nada tiene de sorprendente pues que los sueños, ignorantes de las reglas
temporales, atraigan la atención de quienes buscan señales liberadoras; ni que
las «tormentas impulsivas del subconsciente» (Stem 1977) atemoricen a aquéllos
que han depositado intereses en la neurosis colectiva que llamamos
civilización. Norman O. Brown (1959) concibió el sentido del tiempo -o, dicho
de otro modo, la historia- como una función de la represión: si se aboliera
ésta, razonaba, nos liberaríamos de aquél. En este sentido, el poeta Coleridge
(1801) reconoció en el hombre de «metódica diligencia» el origen, el creador
del tiempo.
En su Crítica de la razón cínica (1987),
Peter Sloterdijk llamó al «reconocimiento radical del ello, sin reservas», una
declaración de autoafirmación narcisista que se reiría a la cara malhumorada de
nuestra bronca sociedad. Por supuesto, el narcisismo ha venido tradicionalmente
desechándose como una manía inicua, perversa, «una herejía consistente en
amarse a uno mismo». En realidad, esto significaba que se consideraba un
privilegio reservado a la clase dirigente, mientras se esperaba que todas las
demás (trabajadores, mujeres, esclavos) practicaran la sumisión e incluso se
esforzaran por pasar desapercibidos (Fine 1986). Entre los síntomas de la
personalidad narcisista se cuentan los sentimientos de vacuidad y la sensación
de irrealidad, de alienación, de que la vida no es más que una sucesión de
momentos, acompañada por un vehemente deseo de autoestima y autonomía efectivas
(Alford 1988, Grunberger 1979). Como dichos “síntomas” y deseos no pueden venir
más al caso, difícilmente podrá sorprendernos que el narcisismo pueda verse
como una fuerza potencialmente emancipadora (Zweig 1980). Su exigencia de
satistacción completa es obviamente una forma de individualismo subversivo,
como mínimo.
El narcisista «odia el tiempo, niega su
existencia» (carta al autor, Alford .1993), lo cual, como de costumbre, provoca
una severa reacción por parte de los defensores del tiempo y la autoridad.
Oigamos, por ejemplo, al psiquiatra E. Mark Stern (1977): «Puesto que el comienzo
del tiempo se sitúa fuera del control de cada cual, es preciso que cada cual
corresponda a sus exigencias [...]. El valor es la antítesis del narcisismo».
Pero si bien el narcisismo en efecto puede incluir aspectos negativos, contiene
sin embargo el germen de una realidad basada en principios constitutivos
diferentes; aspira a un no-tiempo de perfección dentro del cual ser y llegar a
ser son la misma cosa; da, implícitamente, el alto al tiempo.
EL
TIEMPO DESDE EL PUNTO DE VISTA CIENTÍFICO
«No soy científico, pero sé que todas las
cosas empiezan y terminan en la eternidad». -The Man Who Fell to Earth, Walter
Tevis.
A efectos de lo tratado en este ensayo, no
puede decirse que la ciencia resulte muy aleccionadora para establecer la
relación entre el tiempo y el extrañamiento -desde luego, no en la medida ni en
la derechura en la que la aborda, digamos, la psicología-, pero sí que es
posible reinterpretar las teorías científicas para esclarecer dicha relación,
pues no son pocos los puntos de contacto entre la ciencia y las cuestiones
humanas.
«El tiempo», concluye N.A. Kozyrev (1971),
«es el fenómeno natural más importante y misterioso. Su entendimiento está
fuera del alcance de nuestra imaginación». De hecho: algunos científicos (como
Dingle 1966) han llegado a considerar que «todos los problemas reales asociados
con la noción del tiempo son independientes de la física». y en efecto, es muy
posible que la ciencia -en concreto, la física-no tenga la última palabra en
este asunto. No obstante, provee otra fuente de comentario, aunque de por sí
alienada y generalmente indirecta.
¿Es el «tiempo físico» lo mismo que el
tiempo de que somos conscientes? Y si no, ¿en qué consiste la diferencia? Para
la física, parece ser una dimensión básica indefinida; pero de hecho, los
físicos tienden a darla por sentada como dato de partida exactamente igual que
hace el resto de la gente, lo que nos recuerda que, como ocurre con cualquier
otro pensamiento, las ideas científicas carecen de sentido fuera de su contexto
cultural. Se reducen a síntomas y símbolos de los modos de vida que sirvieron
para alumbrarlas. Según Nietzsche, toda escritura es inherentemente metafórica,
lo que también vale para la ciencia, aun cuando resulte extremadamente raro
aplicarle semejante enfoque. La ciencia se ha desarrollado a base de trazar una
separación cada vez más nítida entre mundos internos y externos, entre los
sueños y la «realidad». Para lograrlo, procedió a la matematización de la
naturaleza, lo que mayormente significaba que los procedimientos científicos
debían ceñirse a un método que los aísla de su contexto más amplio, incluidos
los orígenes y el significado de los proyectos mismos. Y no obstante, tal como
afirmó H.P. Robinson (1964), «las cosmologías que la humanidad ha constituido
en diversos momentos y lugares reflejan inevitablemente el entorno físico e
intelectual, incluidos sobre todo los intereses y la cultura de cada sociedad».
Como ha señalado P.C.W. Davies (1981), el
tiempo subjetivo «posee ciertas cualidades manifiestas, ausentes del mundo
"exterior", que son fundamentales para nuestra concepción de la
realidad». La principal de estas cualidades es su «paso». Nuestra sensación de
estar separados del mundo se debe grandemente a
esta discrepancia. Existimos en el tiempo (y en la alienación), pero
éste no se halla en el mundo físico. La variable temporal, si bien resulta útil
a la ciencia, no deja de ser una construcción teórica. «Las leyes de la
ciencia», nos explica Stephen Hawking (1988), «no distinguen entre el pasado y
el futuro». Unos treinta años antes, Einstein ya había ido más lejos cuando, en
una de sus últimas cartas, escribía: «La gente como nosotros, los que cree: mas
en la física, sabe que la distinción entra pasado, presente y futuro no es sino
una ilusión persistente, testaruda». Pero la ciencia participa de la sociedad
de otros modos relacionados con el tiempo; y lo hace muy profundamente. Cuanto
más «racional» se vuelve esta variable, más variaciones suyas son suprimidas.
La física teórica geometriza el tiempo concibiéndolo como una línea recta, por
ejemplo. La ciencia no se echa a un lado de la historia cultural del tiempo.
Sin embargo, como puede inferirse de lo
antedicho, la física no contiene la idea de un instante presente que pasa (Park
1972). Es más, sus leyes fundamentales -nos recuerda Hawking- no sólo son
completamente reversibles respecto de «la flecha del tiempo», sino que además
«los fenómenos irreversibles se producen como resultado de la particular
naturaleza de nuestra cognición humana», según señala Watanabe (1953). Una vez
más encontramos que la experiencia humana cumple una función decisiva, aun en
sus ámbitos más «objetivos». Zee (1992) lo explica así: «El tiempo es ese
concepto de la física al cual no podemos referirnos sin arrastrar al menos
cierto grado de consciencia».
Incluso en las áreas aparentemente más
claras, existen ambigüedades en todo lo que incumba al tiempo. Por ejemplo,
aunque las especies animales más complejas pueden muy bien aumentar su
complejidad, esto no se cumple necesariamente para todas las especies de manera
uniforme, lo que sugiere a J.M. Smith (1972) que «resulta arduo establecer si
la evolución como un todo sigue una dirección determinada».
Se argüirá que en términos cosmogónicos la
«flecha del tiempo» se verifica automáticamente por el hecho de que las
galaxias van distanciándose progresivamente unas de otras. Sin embargo, la
opinión de que, en lo que concierne a los cimientos de la física, el «flujo»
del tiempo es un factor irrelevante y en realidad no tiene ningún sentido
parece ser prácticamente unánime; dicho con otras palabras, las leyes
fundamentales de la física son completamente neutrales respecto de la dirección
del tiempo (Mehlberg 1961, 1971, Landsberg 1982, Squires 1986, Watanabe 1953,
1956, Swinburne 1986, Morris 1984, Mallove 1987, D'Espagnant 1989, etc.). La
física moderna llega a proveer escenarios en los que el tiempo cesa de existir
-o bien, a la inversa, empieza a existir-. Así pues, ¿por qué esa asimetría
temporal en nuestro mundo? ¿Por qué no puede el tiempo retroceder además de
avanzar? Se trata de una paradoja, por cuanto todas las dinámicas moleculares
individuales sí son reversibles. La idea principal, a la que regresaré más
adelante, es que la flecha del tiempo se revela a sí misma a medida que se
desarrolla la complejidad, en llamativo paralelismo con el mundo social.
El flujo del tiempo se manifiesta a sí
mismo en el contexto del futuro y del pasado, que a su vez dependen de un
referente que conocemos como el ahora. Desde Einstein y su relatividad, es
patente la inexistencia de un presente universal: no podemos pronunciar un
«ahora» vigente en todo el universo. No existe en absoluto ningún intervalo
fijo que pueda considerarse independiente del sistema al cual se refiere,
exactamente igual que la alienación es dependiente de su contexto.
Hurtaríamos así al tiempo la autonomía y
la objetividad de que disfrutaba en el mundo newtoniano. Decididamente, las
revelaciones de Einstein lo deslindan de forma mucho más individualizada que
como se hacía con aquel monarca universal anterior a ellas. Descubrimos así que
es relativo a condiciones específicas; concretamente, varía en función de
factores tales como la velocidad y la gravitación. Pero aunque se haya vuelto
más «descentralizado», también ha colonizado territorios de subjetividad antes
vedados. Si el tiempo y la alienación han sometido al mundo bajo su férula,
magro consuelo será el saber que dependen de circunstancias variables. El
alivio provendrá más bien de actuar en consonancia con este entendimiento, pues
la invariabilidad de la alienación es la causante de que el modelo newtoniano
de un tiempo cuyo curso es inmutable mantenga su imperio sobre nosotros,
incluso después de que sus fundamentos teóricos fueran eliminados por la
relatividad.
La teoría cuántica, que se ocupa de las
partes más diminutas del universo, es conocida como la teoría fundamental de la
materia; y su meollo se deriva de otras teorías físicas fundamentales, como la
de la relatividad, con la que coincide en no establecer distinción alguna
respecto de la dirección del tiempo (Coveny y Highfield, 1990). Una premisa
básica es el indeterminismo, según el cual el movimiento de partículas a este
nivel es una cuestión de probabilidades. La física cuántica, que se ocupa de
elementos tales como los positrones -definibles como electrones que retroceden
en el tiempo- o los taquiones –partículas más veloces que la luz y capaces de
generar efectos y contextos en los que también se invierte el orden temporal
(Gribbin 1979,i Lindley 1993)-, ha Suscitado preguntas fundamentales sobre el
tiempo y la causalidad. El micromundo cuántico ha descubierto que las
relaciones acausales corrientes transcienden el tiempo, ponen en tela de juicio
la misma noción de la ordenación de los eventos en él. Pueden existir
«conexiones y correlaciones entre eventos muy distantes en ausencia de
cualquier fuerza o señal intermediaria» que se produzcan de manera instantánea
(Zohar 1982, Aspect 1982). El eminente físico norteamericano John Wheeler ha
llamado la atención (1977, 1980, 1986) sobre fenómenos en los cuales acciones
realizadas ahora consiguen afectar el curso de acontecimientos que ya habían
sucedido.
Gleick (1992) resume la situación en estos
términos: «En cuanto desapareció la simultaneidad, la secuencialidad empezó a
zozobrar, lo cual sometió a la causalidad a considerables presiones, de manera
que la mayoría de los científicos se vio con las manos libres para considerar
posibilidades temporales que se hubieran considerado extravagantes hace una
generación». Al menos un enfoque de la física cuántica ya ha intentado
prescindir completamente de la noción de tiempo (J.G. Taylor 1972). D.Park
(1972), por ejemplo, asegura «preferir la representación atemporal a la
temporal».
Esta confusa situación de la ciencia no
puede dejar de reflejarse en las adversidades padecidas por el mundo social. Al
igual que el tiempo, la alienación genera presiones y fenómenos cada vez más
extraños, de suerte que esas preguntas fundamentales a que se enfrenta la
ciencia acaban por emerger, casi de manera inevitable, también en la sociedad.
Si ya en el siglo V San Agustín se quejaba
de no comprender en qué consistía realmente la medición del tiempo, Einstein,
aun admitiendo que no se trataba de una definición muy científica, solía
referirse al tiempo como «lo que mide el reloj». La física cuántica, por su
parte, postula la inseparabilidad del medidor y lo medido. En virtud de un proceso
que los físicos no dicen entender por completo, el acto de medir u observar no
se limita a revelar el estado de una partícula sino que de hecho lo determina
(Pagels 1983). Todo esto suscita a Wheeler (1984) la siguiente pregunta: «¿No
estará todo -incluido el tiempo- construido de la nada a partir de actos de
participación del observador?» Nos encontramos de nuevo ante otro sugestivo
paralelismo, pues la alienación, en todos sus niveles y desde su origen,
necesita, prácticamente por definición, de ese tipo exacto de participación.
La flecha del tiempo, irrevocable y
unidireccional, es un monstruo que se ha revelado más pavoroso que cualquier
proyectil físico. Dado que el tiempo sin dirección no es tiempo en absoluto,
Cambel (1993) identifica esta unidireccionalidad como «una característica
fundamental de los sistemas complejos». Schlegel (1961) concluye que el
comportamiento de reversibilidad temporal que muestran las partículas atómicas
suele trocarse en irreversibilidad cuando se observa el comportamiento de
dichos sistemas más complejos. y si no está radicado en el micromundo, ¿de
dónde procede el tiempo? Mejor dicho, ¿de dónde procede nuestro mundo atado por
él? Aquí nos tropezamos con una analogía bien sugestiva: el reversible mundo a
pequeña escala que nos describen los físicos y su misteriosa transformación en
un macromundo de sistemas complejos puede servir como metáfora del mundo social
«primitivo» y los orígenes de la división del trabajo, que nos conduce a
sociedades complejas, divididas en clases y caracterizadas por un «progreso»
aparentemente irreversible.
Un axioma generalmente aceptado por la
física postula que la flecha del tiempo depende de la segunda ley de la
termodinámica (véase, por ejemplo, Reichenbach 1956), que a su vez dice que
todo sistema tiende a un desorden cada vez mayor, a la entropía. Así pues, el
pasado es más ordenado que el futuro. Algunos patrocinadores de dicha segunda
ley (como Boltzmann 1866) han hallado en la progresión entrópica el significado
mismo de la distinción entre el pasado y el futuro.
Este principio general de irreversibilidad
se desarrollaría mediado el siglo XIX, a partir de los trabajos de Carnot en
1824, cuando el capitalismo industrial aparentemente había alcanzado un punto
sin retorno. Pero si bien de la aplicación del tiempo irreversible cabía
deducir una consecuencia optimista, las teorías evolutivas, el mismo principio
también permitía extraer una consecuencia pesimista: la segunda ley de la
termodinámica. En su enunciado original, esta ley describía el universo como un
enorme motor calórico en vías de agotamiento, cuyo trabajo se volvía cada vez
más proclive a la ineficacia y el desorden. Sin embargo, como observaría Toda
(1978), ni la naturaleza es un motor ni realiza trabajo alguno ni muestra la
menor preocupación por conceptos como «orden» y «desorden». Difícilmente podría
pasarse por alto la faceta cultural de esta teoría; a saber, el temor del
capital por su propio futuro.
Ciento cincuenta años más tarde, los
físicos teóricos cayeron en la cuenta de que la segunda ley y su supuesta
explicación de la flecha del tiempo no podían considerarse un problema resuelto
(Nueman 1982). Muchos defensores del tiempo reversible en la naturaleza
consideran la segunda ley demasiado superficial,
la consideran una ley secundaria y no
primaria (por ejemplo, Haken 1988, Penrose 1989). Otros (como Sklar 1985)
encuentran fallas y problemas en la definición misma del concepto de entropía. En
relación con la acusación de superficialidad, se argumenta que los fenómenos
descritos por la segunda ley pueden adscribirse a ciertas condiciones iniciales
en particular, pero no representan el funcionamiento de un principio general
(Davies 1981, Barrow 1991). Es más, esta diferencia entrópica está muy lejos de
darse por igualo en absoluto en todo par de eventos unidos recíprocamente por
relaciones de «anterioridad» y «posterioridad». La ciencia de la complejidad
(cuyo ámbito es más extenso que el de la teoría del caos) ha descubierto que no
todos los sistemas tienden hacia el desorden (Lewin 1992), lo que también
refutaría la segunda ley. Más todavía: aquellos sistemas aislados que no
permiten intercambio alguno muestran la tendencia a la irreversibilidad propia
de la segunda ley, pero incluso el universo podría no ser uno de esos sistemas
cerrados. Como señala Sklar (1974), no sabemos si la entropía total del
universo aumenta, disminuye o permanece estacionaria.
Pese a estas aporías u objeciones, el
movimiento hacia una «física irreversible» basada en la segunda ley continúa su
avance, del cual se derivan implicaciones muy interesantes. Ilya Prigogine,
Premio Nobel de Física en 1977, parece ser el más influyente e infatigable
valedor de la idea de que existe un tiempo innato e unidireccional en todos los
niveles de la existencia. Aunque los fundamentos de toda teoría científica
mayor sean, según se ha observado, neutrales respecto del tiempo, Prigogine
otorga a esta magnitud un énfasis primigenio en el universo. La
irreversibilidad constituye para él y sus correligionarios un axioma primario y
omnipresente. Para esta ciencia supuestamente no partidista, el tiempo se ha
convertido claramente en una cuestión política.
Escuchemos a Prigogine en un simposio
celebrado en 1985 bajo la munificencia de Honda para fomentar proyectos como el
de la Inteligencia Artificial: «Cuestiones como el origen de la vida, el origen
del universo o el origen de la materia ya no se pueden examinar sin recurrir a
la irreversibilidad». No es ninguna coincidencia que Alvin Toffler -que no
tiene nada de científico pero sí mucho de cheerleader o animador típicamente
norteamericano dispuesto a guiar al mundo a las más altas cimas tecnológicas-
propinara un entusiasta empujón a uno de los textos básicos de esta campaña pro
tiempo, Prigogine and Stenger's arder Out o/ Chaos (1984). Ervin Laszlo,
discípulo de Prigogine, puja por legitimar y extender el dogma de un tiempo
universalmente irreversible preguntándose (1985): ¿serán las leyes de la
naturaleza aplicables a la sociedad? Y como era de esperar, no tarda en
responder su propia y nada cándida pregunta: «La irreversibilidad generalizada
de la innovación tecnológica anula la indeterminación de ciertos puntos de
bifurcación individuales y conduce los procesos históricos en la dirección que
ya se ha observado desde las tribus primitivas hasta los modernos estados
tecno-industriales». ¡Cuán «científico»! Semejante transposición de las «leyes
de la naturaleza» al mundo social resulta difícilmente superable en cuanto a
descripción de lo que representan el tiempo, la división del trabajo y la
mega-máquina que aplasta toda autonomía o «reversibilidad» de las decisiones
humanas. Leggett (1987) lo expresó a la perfección: «Todo parece indicar que
esa flecha del tiempo lanzada por la aparentemente impersonal termodinámica
está íntimamente relacionada con lo que nosotros podemos o no podemos hacer
como agentes humanos».
Así pues, Prigogine y otros como él
prometen desembarazar a c las clases dirigentes del «caos», gracias al modelo
de un tiempo irreversible. El reino del capital siempre ha temido la entropía o
el desorden. La resistencia, en especial la resistencia al trabajo, es la
verdadera entropía, ésa que el tiempo, la historia y el progreso buscan
constantemente desterrar. Prigogine y Stenger (1984) lo expresan en estos
términos: «La irreversibilidad es verdadera en todos los niveles o en ninguno».
Las apuestas definitivas de este juego están, como se ve, en todo o nada.
Desde que la civilización impuso su yugo a
la humanidad, hemos tenido que vivir con la melancólica idea de que nuestras
más altas aspiraciones quizás sean imposibles en un mundo dominado por un
tiempo en ascenso inexorable. Cuanto más se aplacen y desplacen fuera de nuestro
alcance el placer y el conocimiento -y no otra es la esencia de la
civilización-, más palpable devendrá la dimensión temporal. La nostalgia del
pasado, la fascinación por la idea del viaje a través del tiempo y la acalorada
busca del aumento de nuestra longevidad son algunos de
los síntomas de esta enfermedad, para la
que no parece existir cura presta. Como advirtió Merleau-Ponty (1945), «aquello
que no transcurre en el tiempo constituye el propio transcurso del tiempo».
Pero aparte de la general y natural
antipatía que el tiempo despierta, es posible señalar algunas manifestaciones
recientes y especificas de oposición a él: la Asociación por el Retraso del
Tiempo, fundada en 1990 y activa en cuatro países europeos, cuenta con varios
cientos de socios cuyo principal objetivo, bastante menos peregrino de lo que
podría imaginarse, consiste en invertir la progresiva aceleración del tiempo en
la vida cotidiana con el fin de depararse a sí mismos una existencia más
satisfactoria. La Negative Theologtj of Time, debida a Michael Theunissen
(1991), se dirige explícitamente contra el que considera el enemigo por
antonomasia de la humanidad. Esta obra ha engendrado un muy vivo debate en
círculos filosóficos (Penta 1993), a causa de su exigencia de una reconsideración
del tiempo en negativo.
«El tiempo», escribió Merleau-Ponty
(1962), «es el único movimiento apropiado a sí mismo en todas sus partes».
Véase la completitud de la alienación en el enajenado mundo del capital.
Nuestra concepción del tiempo es anterior a la concepción de sus partes; y así,
éste nos revela la totalidad. La crisis del tiempo es la crisis del todo. Su
triunfo, incuestionable en apariencia, de hecho nunca fue completo mientras
hubiera alguien capaz de cuestionarse las premisas que originan su ser.
Nietzsche halló inspiración para su Así
habló Zaratustra sobre el lago Silviplana, «dos mil metros por encima de
los hombres y del tiempo», como anotaría en su diario. Pero no es factible
transcender el tiempo mediante un altivo desprecio por la humanidad, porque la
superación del enajenamiento que provoca no es tarea que pueda emprenderse en
solitario. En este sentido, me quedo con la formulación de Rexroth (1968): «El
único Absoluto es la Comunidad del Amor que pone fin al Tiempo».
¿Podemos poner fin al tiempo? Su
trayectoria puede contemplarse como la dueña y la medida de una existencia
social que se ha vuelto cada vez más vacía y tecnologizada. Averso a todo lo
espontáneo e inmediato, el tiempo revela con creciente claridad sus lazos con
la alienación. Por eso, el alcance de nuestro proyecto renovador deberá abarcar
toda la longitud de esta dominación conjunta que padecemos. Y nuestras vidas
fragmentadas sólo podrán llegar a vivirse plenamente -esto es, atemporalmente-
cuando hayamos borrado la causa primera de esta fragmentación.
Digitalizado por el Colectivo Libertario Oveja Negra
[1][1] Malestar en el Tiempo ha sido publicado
originariamente en la revista anrcoprimitivista estadoundensa Anarchy: a
journal of desire armed en el invierno de 1994, John Zerzan alude con este
título al conocido ensayo de Sigmund Freud El malestar en la cultura.
[2][2]
“Dichosos los que no saben de relojes” (Nota del T.)
[3][3] Evento se usa
aquí con el doble sentido de acontecimiento y contingencia. (Nota. del t.)
[4][4] Puesto que Crisipo vivió en el siglo III a. de C., Zerzan parece
dar por bueno el nexo que la historiografía convencional establece entre el
cristianismo y la filosofía estocia (nota del t.)
[5][5] El quiliasmo o milenarismo es una herejía del cristianismo que se
fundamenta en el capítulo 20 del Apocalipsis y cuya doctrina se resume en la
siguiente profecía: mil años antes del Juicio Final, Cristo volverá a la
tierra, encadenará a Satán, resucitará sólo a los justos y edificará un nuevo
reino sobre la tierra, donde los justos serán recompensados por su rectitud
compartiendo el reinado de Cristo durante un milenio y disfrutando de todos (o:,
goces temporales. (Nota del t.)
[6][6] "Vengo en verdad trayendo a vosotros la Naturaleza con todos
sus hijos, para sujetarta a vuestro servicio y hacerla vuestra esclava”. Bacon:
El nacimiento masculinos del tiempo o la gran instauración del dominio del
hombre sobre el universo.(N.del T.)
[7][7] El sustantivo inglés watch (reloj de bolsillo o de pulsera)
también denota observación, cuidado, vigilancia o vigilia. (Nota del t.)
[8][8] El descargo de Sterne, podría añadirse la respuesta del padre:
«"Por Dios" -dijo mi padre profiriendo una exclamación, aunque
cuidando al mismo tiempo de bajar la voz-."¿Es que desde que existe el
mundo puede haber mujer alguna que interrumpa a un hombre con tal estúpida
pregunta?"» (Nota del T.)
[9][9] El tiempo pasado y el futurto / no permiten sino una poca
consciencia. / Ser consciente es no ser en el tiempo. (Nota del t.)