Una
tarde casual, sentóse a solas
a
contemplar la gente
a su
alrededor.
Todo
parecía normal,
los
mismos rostros,
acostumbrados
aromas;
la hora
de siempre.
En unos
instantes, sin imaginarlo si
quiera,
se
detiene frente a ella
la
figura de un joven desconocido,
en un
momento le pareció;
pero
muy dentro de sí
sabía
que no era la primera vez
que le
veía pasar.
El
joven sin esfuerzo alguno
provocó
un leve sonreir,
mientras
se preguntaba ella,
"¿Dónde?"
"¿Cuándo
he visto yo esa sonrisa
tan
dulce,
y
esos ojos que me hablan
con
la delicadeza que nadie jamás
ha
mostrado?"
"Siempre
te veo mi ángel,
pero
hoy soy dichoso,
pues
te percataste de que me detengo
cada
tarde, para verte",
fue
su respuesta sin palabras.
Intercambiaron
frases, preguntas
a
través del brillo asomado
por
cada ventana,
esas
que nada ocultan,
esas
que en nada mienten.
Despidiéronse
con pena,
preguntando
él:
"¿Te
encontraré?"
Respondiendo
ella:
"Sabes
que siempre estoy
aquí".
Sonrieron
mientras él se perdía
en
lo angosto del camino.
Se
alejaron esperando con ansias
el
próximo atardecer.
La
ilusión creció tocando las
puertas
del
corazón;
en
esos encuentros tan puros,
sin
maldad alguna.
No
existía la pasión, ni el deseo
carnal,
sólo
un anhelo inmenso de descubrir
el
alma,
la
belleza que guardaba el otro.
Se
convirtió ella en su ángel
misterioso,
se
tornó él en su muchacho
de
mirada profunda.
Esos
eran sus nombres...
no
necesitaban de nada más.
Sin
quererlo, se quebró la
magia,
el
silencio asomó un eco
con
las palabras que aún ella
no
esperaba escuchar.
Sólo
miró los ojos de aquel
que
tan tiernamente contemplaba
y
con los suyos responde: "Aún no,
es
demasiado pronto".
"Mi
muchacho de mirada profunda,
¡Qué
mucho nos faltó por hablar!
¡Cuántas
cosas quería contarte!
¡Qué
hermosos los silencios
y
todo lo que de tí
conocí!"
Volvió
a reinar el silencio...
pero
supieron que algo había
cambiado,
y
el corazón no vibraría jamás
como
las veces que hablaban uno al
otro
a
través de la profundidad
de
las miradas.
Lydia
E. Martínez Santiago (eve)
15
de febrero de 2002
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