Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían
en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada
vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grima-
do quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo
cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina
al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo
era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba
los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelu-
nios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio les encresto-
riaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfu-
rosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgu-
mio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta
del murelio, se sentían balpa-
ramar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas,
y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las
gunfias.

(-9)

Rayuela. Cátedra, Madrid: 1997.

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