Dante y Borges: Nacimiento y crítica del sujeto moderno.

Roxana Kreimer

  Por veces medieval, por veces renacentista, la Divina Comedia es un mirador de singular valía para el estudio del giro subjetivo de la cultura moderna: del contexto medieval cristiano, Dante afirma un yo sustancial, simple e independiente que presupone libre albedrío, responsabilidad individual e inmortalidad del alma en el esquema trascendente de premios y castigos; siguiendo la tradición tomista, afirma el origen etimológico del concepto de individuo (ejemplar indivisible, único en sí mismo) en la unidad del compuesto de alma y cuerpo; del contexto de la subjetividad moderna adopta, entre otros rasgos, un relato del giro personal, valiéndose del empleo de pronombre y verbo en primera persona –con las relevantes consecuencias que acarreará esta decisión narrativa-, la demanda de reconocimiento a sus méritos como autor y el anhelo de gloria que conlleva dicho registro.

  Así como la obra de Dante se inscribe en los albores de la subjetividad moderna, la de Borges traza sus límites en la crítica al sujeto reificado, dueño y señor absoluto de sus representaciones, de sus actos y de sus horizontes de sentido. Moderno en su defensa de la individualidad, medieval en las “sospechosas” referencias de sus citas (a menudo “apócrifas”)  y en su desconsideración del estatuto moderno de autoría, Borges encuentra dificultades en el dios personal del judaísmo y del cristianismo y prefiere reemplazarlo por la idea de dios infinito de Spinoza[1], afirmación que desestima la idea de identidad última y se inclina por la consideración de diversas identidades provisorias, variantes de la divinidad continua, un dios que es cada una de sus criaturas y de sus destinos, un dios que supone “no tomar demasiado en serio el hecho de que ahora seamos individuos diferentes”.[2] En la línea de Eriúgena, Borges advierte que cualquier nomenclatura limita a dios, incluso el superlativo omni, reservado para la naturaleza hasta que el cristianismo edificó el respetuoso caos de adjetivos imaginables para dios, sumándose a la práctica de magnificación hasta la nada habitual en otros cultos. Shakespeare, señala Borges, se revela así como la modificación de una única sustancia infinita; se asemeja a todos los seres humanos, o a lo que todos los seres humanos pueden llegar a ser.[3]

  Aunque sustenten antropologías y artículos de fe disímiles, aunque más de seis siglos medien entre la obra de uno y otro, aunque la comedia pertenece en buena medida al imaginario medieval mientras el universo del compadrito finisecular borgiano solo es concebible en el marco crítico de la cultura moderna, el valor de la confrontación de las obras de Dante y de Borges se revela cuando ambas resisten la bipartición y Dante afirma valores modernos en contraste con Borges y, en sentido inverso, los momentos en los que Borges, por contraposición a Dante, se inscribe en el universo de referentes medievales.

  Partidarios de la inmanencia aristotélica (con variantes tomistas en el caso de Dante), para ambos es el objeto sensible el que proporciona mayor grado de conocimiento. El destino literario acaso no sea ajeno a esta elección formulada en la esfera gnoseológica: no es la teoría sino la aproximación a una historia singular revelada por la “ficción” literaria la que suministra un mayor grado de conocimiento. Toda práctica literaria en ese sentido comporta por un lado la afirmación del sujeto mediante un acto de reflexividad radical, y por el otro la disolución del sujeto en una mediación que supone el acceso a una memoria intersubjetiva.

  La adscripción de Dante y Borges al aristotelismo no excluye fuertes resonancias platónicas tanto en el ascenso de Dante al paraíso, que evoca el ascenso erótico hacia el conocimiento en el Banquete, como en la pertinaz referencia borgeana a los arquetipos platónicos en tanto artificios literarios. El confeso aristotelismo borgiano no descarta sin embargo su resistencia a toda forma de sustancialismo que exceda el orden práctico y desborde en las reificaciones a las que constantemente nos compele el lenguaje: el idioma de Tlon, escribe Borges en Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, no contempla un conjunto de objetos en el espacio sino una serie heterogénea de actos independientes; los sustantivos, que solo se forman por acumulación de adjetivos, son desestimados a favor de los verbos impersonales.[4]

 

I

 

  Tal como se destacó párrafos atrás, acaso el sesgo más distintivamente moderno de la Comedia sea el giro personal del relato, el empleo de pronombre y verbo en primera persona. Este recurso permite a Dante desdoblarse por lo menos en tres voces que se entrelazan, aúnan y enfrentan en la ardua empresa de hurgar en los peores abismos del alma humana: son las voces del Dante-actor que desciende a los infiernos para ser reconducido al paraíso, la del Dante-autor , que urde una justicia poética para sus criaturas y la del Dante-Dios , que se hace eco de la justicia divina.

  “Dante definió a Dios por su justicia y guardó para sí los atributos de la comprensión y la piedad” –señala Borges; si la distancia con los condenados hubiera sido demasiado grande, agrega, el poema hubiera resultado literariamente ineficaz: “su topografía de la muerte es un artificio exigido por la escolástica y por la forma literaria”.[5] En el célebre episodio de Paolo y Francesca, mientras Dante-autor reserva para sí la compasión y se siente desmayar “como quien muere” (él mismo podría ser uno de los condenados), Dante-autor sentencia a los lujuriosos a girar eternamente en la borrasca infernal.[6] Dante-actor admira a los condenados del limbo: él mismo aspira a sumarse a la lista de poetas ilustres. “Como teólogo, como creyente, como hombre ético, condena a los pecadores; pero sentimentalmente no condena”, escribe Benedetto Croce en una cita que reproduce Borges.[7] Aunque el escritor romano Catón de Utica fue un pagano que, además, se suicidó, Dante se atreve a encomendarle la custodia de la montaña del Purgatorio, es decir, se aventura a confiarle nada menos que el control del acceso al lugar en donde se expían los pecados capitales del orgullo, la envidia, la cólera, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria.[8]

  Si bien a medida que Dante-actor desciende a los círculos más profundos del infierno, los juicios de “los tres Dantes” coinciden cada vez con mayor frecuencia (quien traiciona a un amigo, por ejemplo, no le merece la más mínima piedad), a diferencia de dios, Dante-actor valora al que se arriesga por una elección, de ahí su respeto por quienes han transgredido a fondo y su desprecio por los viles que no se juegan por nada (el Ulises del Dante es el prototipo del descubridor, es decir del que se arriesga al conocimiento).

  Dante se desdobla para perdonar, admira, se conmueve y acaso envidia a algunos de sus condenados. Distanciándose de ciertas sentencias de dios, el juicio de Dante-actor comienza a afirmar un rasgo constitutivo del sujeto moderno: la posibilidad de un pensamiento autónomo que se eleve por encima de toda autoridad, rechazando aquello que no haya soportado la prueba de la investigación personal. Sabido es que la inclusión por parte de Dante de la instancia intermedia del purgatorio coadyuvó con el tiempo a morigerar el castigo infernal propio del dualismo de la trascendencia cristiana.

 

En su deber, aquí se restaura,

Aquí vuelve a batir el remo retrasado

 

                               (Purgatorio XVIII, 86-86)

 

Y él me dijo: “Esta montaña es tal

Que siempre se le hace muy dura al que comienza

Pero más leve al que en su ascenso avanza”.

 

                                 (Purgatorio IV, 88-90)

 

  El paso por el purgatorio supone cierta reificación del sujeto en aras de una posibilidad de superación que rehabilita una esperanza –el anhelo del cielo, por contraposición al temor al infierno- que la modernidad disparará decididamente hacia el futuro.

 

 Nos hallábamos en lo más alto de la escalera

Allí donde por segunda vez se corta la montaña

Que hace que el mal se borre mientras se la asciende

       

                                                 (Purgatorio XIII, 1-3)

 

  En la cornisa del Purgatorio las almas imploran llorando, tendidas en el suelo, por el progreso en la ascensión:

 

Oh elegidos de Dios, cuyos sufrimientos

Por la justicia y la esperanza se vuelven menos duros

Ayudádnos a dar con los peldaños ascendentes.

 

                                                   (Purgatorio XIX, 76-78)

 

  En la promesa de un cielo por ganar desde el Purgatorio, Dante prefigura el imaginario moderno afirmando a un sujeto que comienza a ser comprendido como artífice de un destino propio, progresivo y ascendente, por contraposición a un pasado que suscita temor y del que, consiguientemente, solo cabe alejarse cuanto antes.

 

II

 

  Que se haya conquistado la Galia tiene menos importancia para el humanista que De Bello Gallico, de César.[9] Nuevo refugio “sagrado”, moral e intelectual, el arte refleja al ser humano en su condición de portador de la chispa divina; porque es capaz de crear, como dios, deviene digno a su imagen y semejanza; gracias a la acción ejemplar del único Autor, la creación se multiplicará al infinito en sus diversas criaturas. En el lecho de muerte, un florentino del siglo XV rechaza el crucifijo que le colocan sobre el pecho porque es feo: desligado de su función específica, el crucifijo deviene creación humana.[10]

 

  La tradición que concibe al ser humano como microcosmos, desarrollada por el pensamiento estoico tradicional, conservada por la tradición hermética y reformulada por Nicolás de Cusa, supone un individuo que conforma en sí mismo un pequeño todo porque tiene la potencia de elegir ser cualquier cosa. En la modernidad la naturaleza humana sucederá a la acción como corolario de una secuencia de creaciones en las que el autor y la obra se identifican. En el Discurso sobre la dignidad del hombre, Pico della Mirándola se atreve a poner en boca de dios palabras que estipulan la misión creadora del hombre “(te he puesto en el centro) para que desde allí elijas mejor todo lo que está en el mundo, (...) para que te plasmes y te esculpas a ti mismo en la forma que hayas elegido, casi cual libre y soberano artífice”.[11]

  En este contexto, el artista aparece como ejemplo paradigmático de autocreación: el ideal moderno de construirse a sí mismo como un ser original, fiel a sí mismo y a un particular modo de ser se nutre del ideal de artista que alumbró el renacimiento italiano. Formulada en términos de creación identitaria, la autocomprensión renacentista abrevó en el hábito socrático de mentar una “profundidad interna” y en la introspección agustiniana, para la cual el camino hacia dios pasa por la propia autoconsciencia. “El hombre ha visto el orden de los cielos –escribe Marsilio Ficino-, el origen de sus movimientos, su progresión, sus distancias y su acción: ¿quién podría, pues, negar que posee el genio del Creador y que sería capaz de construir los cielos si encontrara los instrumentos y la materia celeste?”.[12]

  Pletórico de “personalidades”, el renacimiento italiano exalta una individualidad en la que todos pueden ser vistos como centros o puntos de referencia: nadie teme llamar la atención, ser (y parecer) distinto a los demás. Burckhardt arriesga que en Florencia no había moda masculina: cada uno procuraba distinguir su vestimenta de la de los demás.[13]

  La exaltación de la individualidad se refleja en la importancia que adquiere el retrato y en una nueva forma de valorización hacia el exterior: el sentido moderno de la gloria. Los historiadores comienzan a encontrar relevantes los rasgos personales y surgen colecciones de biografías de contemporáneos célebres. La autobiografía había sido casi desconocida en la antigüedad; por mucho tiempo Agustín prácticamente no tuvo sucesores.[14] Exultante mercado de gloria, Florencia desarrolla el culto a las casas natales y a las tumbas de hombres célebres. Dante, Petrarca y Boccaccio contaron con suntuosos sepulcros. Durante el siglo XV, cuando Lorenzo el Magnífico hizo gestiones para que le cedieran los restos del pintor Fra Filippo Lippi, le contestaron que no podían complacerlo porque no andaban tan sobrados de prestigios como para poder prescindir de tan ilustre difunto.

  En la creación medieval, que en líneas generales desconoció la figura moderna del autor y entendió al artista como un vocero impersonal de santos y héroes, aceptando y a veces prefiriendo la cadena de citas, se origina la búsqueda de la “autoridad” que prefiguró al concepto de “autor” mediante la exégesis, que pretendía probar el valor de un texto para adoptarlo o rechazarlo. Los filósofos griegos y los padres de la iglesia fueron en líneas generales aquellas “autoridades” erigidas en discurso autorizado, por contraposición al acento puesto en la creación de un autor que desde el renacimiento hablará en nombre propio y se arrogará una gloria que gradualmente secularizará el estatuto divino.

  En los albores mismos de la modernidad Dante vindica ser reconocido como autor (durante el siglo XIII las obras ya se firman) y, aunque invoca a las musas (Paraíso, XVIII, 82) –los medievales no lo hacían porque las musas eran paganas-, desestima la intervención divina en la inspiración y reclama sin rodeos el laurel de poeta. Retornará a este mundo con otra voz y con otro pelo para ser coronado con el debido reconocimiento:

 

Con otra voz entonces, con otro pelo

Retornaré poeta, y en la pila

De mi bautismo he de obtener corona

 

                               (Paraíso, XXV, 7)

 

  En De monarchia, Dante declara abordar el estudio de  la monarquía no solo para ser útil al mundo, sino también para sumar aplausos al premio de su gloria (“ut palman tanti bravii primus in mean gloriam adipiscar”).[15]

  En el marco de su crítica general a la idea de sujeto –que abarca un amplio espectro temático con los argumentos fundamentales de la crítica al yo del budismo, la exaltación del sueño como acceso a la creación en la disolución de la conciencia y la problematización de las culpas en relación a las faltas-, Borges es partícipe de las críticas con que las vanguardias desustancializan el concepto de autor, niega la consideración de la obra como propiedad privada y el nombre del creador como garantía de fábrica. Testigo de cómo en su veloz búsqueda de originalidad el arte tiende a progresar hacia su propia autoaniquilación, Borges no juzga a las creaciones artísticas como formas de la conciencia individual, descree que el reconocimiento de la figura del creador de una obra aporte un elemento sustancial a la experiencia poética; advierte que en esencia todos los poetas son plagiarios y aspira a que con el tiempo una idea suya circule en forma anónima, limada de barroquismos por la transmisión oral. Con frecuencia sus citas son “sospechosas” para las exigencias formales modernas; muchos de sus escritos –particularmente los de juventud- aparecen firmados con seudónimos múltiples (que recuerdan a los heterónimos de Pessoa).

  Tras concluir el cuento El otro, Borges asegura haber caído en la cuenta de que en realidad se trataba de un cuento de Papini. “Si mis novelas sobreviven, espero que el porvenir las atribuya a cuatro personas distintas”, anota.[16]

  En la valoración del carácter anónimo de una obra Borges no solo hace justicia a las tramas de interlocución que el pensamiento moderno ha procurado acallar sistemáticamente, sino también a los sucesivos pulimientos que ha llevado a cabo la transmisión oral. Libre de barroquismos, la tradición oral forja un estilo que recusa lo superfluo: “Tolstoi y Rushkin escribieron muy sencillo, de modo casi anónimo”, declara Borges en una conversación.[17] “Recuerdo una frase de George Moore que me impresionó”, señala en otra oportunidad. “Para elogiar a alguien, dijo: ´Escribía en un estilo casi anónimo´, y me pareció que era el mejor elogio que podía hacerse a un escritor (...) Creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en boca se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo, puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y en el primero, por centenares.”[18]

  La crítica borgeana supone el cuestionamiento del monopolio del sentido por parte del autor; el lector reescribe horizontes de significados siempre abiertos, tal el problema planteado en Pierre Menard, autor del Quijote.[19] Porque la lectura de un relato no constituye menor mérito que su escritura, afirma Borges, “la Divina Comedia es un texto más rico ahora que cuando Dante lo escribió, ya que ha sido enriquecido por Benedetto Croce y por De Sanctis (para citar solo a dos de los lectores”, así como Shakespeare es más rico ahora “enriquecido por Goethe, Coleridge y también por cada uno de nosotros (...) Todo verso eficaz debe ser sentido de muchos modos distintos”.[20]

  Entiende Borges, siguiendo a Valéry, inspirador de los estudios sobre estética de la recepción que comenzaron a desarrollarse a partir de la década del ´60, que la historia de la literatura no debe ser la historia de los autores y de los accidentes de sus carreras sino “la historia del espíritu como productor y consumidor de esa literatura”. Aún no se ha logrado una historia de la literatura que podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor[21]; los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son más bien una historia de los literatos.[22] Fueron los hebreos quienes cumplieron con el sueño de Valéry al encuadernar juntos sus mejores libros y atribuírselos al Espíritu. “ la larga, todo será anónimo”, preconiza Borges en consonancia con Dante[23]:

 

¿Qué mayor fama si se parte vieja

de ti la carne, o si te mueres antes

que dejes de decir ´pan´ o ´dinero´,

 

podrás tener pasados los mil años?

 

                               (Purgatorio XI 91 y subs)

 

  Aunque Dante quizá fijaría límites a la interpretación y no dejaría de juzgarse causa eficiente de su obra, con el gesto de explicitar una doble posibilidad de lectura, una literal y una metafórica, acaso abra un horizonte de significaciones propio del giro moderno que por momentos denota La Divina Comedia. Es el lector quien completa el desplazamiento de sentido de la metáfora, es el lector, finalmente, quien opta por uno o ambos niveles de lectura; solo él llenará los “huecos” que ofrende la falta de literalidad.

  Crítico de las ideas de autoría y talento, Borges aventura que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo que no la logre[24]. “Yo sé de un hombre en Inglaterra –un hombre modesto-“, escribe en El jardín de los senderos que se bifurcan, “que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe”.[25] En Utopía de un hombre que está cansado Borges desestima al mundo en que solo lo publicado es verdadero: las imágenes y la letra impresa se han tornado más reales que las cosas, de modo que “ser es ser retratado”. El paraíso urdido por Borges surge, por contraposición, como un mundo en donde “no hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y artes que necesita”. “Cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes”.[26] Una idea análoga aparece formulada en Pierre Menard, autor del Quijote: “Pensar, analizar, inventar, no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”.[27] La crítica a la reificación del concepto de talento supone asimismo que no todas las obras de los buenos autores son dignas de atención: “Uno no puede negar la importancia histórica de Poe –reconoce Borges-, pero eso no quiere decir que cada uno de sus cuentos, poemas o ensayos sea especialmente admirable”.[28]

 

 

III

 

 

  En un contexto de exaltación de la individualidad, uno de cuyos capítulos es el nacimiento de la moderna figura de autor, Florencia promueve la gloria de sus artistas rindiendo tributo a las casas natales y a las tumbas de hombres célebres. Albertino Masattus, poeta contemporáneo de Dante, era glorificado en Padua con un fervor que rozaba la idolatría. Cada año desfilaban en solemne procesión ante su casa estudiantes y doctores de colegios universitarios con trompetas y hachas encendidas. En vida Petrarca gozó de una celebridad que antiguamente era reservada a los héroes y a los santos, circunstancia que, a juzgar por su Epístola a la posteridad, le habría ocasionado no pocas molestias e incomodidades.[29]

  El poeta aparece también como el gran administrador de la gloria y la inmortalidad de los demás, una inmortalidad que poco a poco comienza a pretenderse menos ultraterrena y más próxima  la fugacidad de la inmanencia. Legitimando la obra de otros, el poeta legitima la suya propia. Boccacio se queja de la imperturbabilidad de una dama que ha celebrado en una canción; al no ablandar su corazón como para seguir hablando de ella en canciones posteriores, continuidad que la revestiría de cierta notoriedad, le da a entender que en adelante hará la prueba con el vituperio.[30]

  Si bien Dante reclama para sí el reconocimiento de sus méritos como autor, seguido de los consiguientes “laureles” por los que clama en el canto XXV del Paraíso (verso 7), no por ello deja de problematizar la vanidad de la fama: “ante lo eterno esto dura menos que un pestañear frente al más lento cielo” (Purgatorio, XI, 91). La metáfora del pestañeo da lugar a la metáfora del “soplo de viento” (Ibid. 100), estrechamente vinculada a la metáfora musical utilizada por Borges cuando observa que “la fama dura menos que la liviana melodía!.[31]

  Mientras las almas cargadas y desfallecidas caminan alrededor del primer círculo para purificarse de las vanidades del mundo y del gran deseo de sobresalir, Oderisi de Gubbio refiere a la vanidad de la fama mundana de los pintores italianos:

 

¡Oh vana gloria del quehacer humano,

cuán poco dura el verde de tu cima,

si una edad más grosera no despunta!

 

El humano rumor es solo un soplo

De viento, que de aquí y de allí se acerca,

Y muda el nombre porque muda el sitio

 

                        (Purgatorio XI, 91-96)

 

  Fugaz como un rumor, el qué-dirán-de-mí que usurpa el privilegio divino permanece casi siempre como una promesa incumplida: su brevedad la convierte en un deseo que, sabiéndose vano, pervive en su avidez por otorgar un sentido que la modernidad comienza a problematizar.

  Voluble como un soplo, “soberbia o puta” (Purgatorio, 11, 114), frágil como la hierba –las tres metáforas son postuladas por Dante-, la fama cambia de nombre y de sitio con estrepitosa rapidez:

 

Cimabué creyó que en la pintura

Tenía el campo, pero ahora es Giotto,

Y la fama de aquél se ha oscurecido.

 

 

 

 

Así ya un Guido le ha quitado al otro

La gloria de la legua, y ha nacido

Quien de su nido acaso lo arroje

 

                                    (Purgatorio, 11, 94-99)

 

  El éxito o el fracaso –“esos dos impostores”, dirá Borges[32]- no son suscitados solo por valores inmanentes a la obra, se los busca con ansias de inmortalidad pero se trata de eventualidades manipulables, arbitrarias, imprevisibles, caprichosas. “García Lorca tuvo la suerte de ser fusilado”, declara Borges, “creo que eso contribuye a la fama”.[33]

  La esfera de Mercurio del Paraíso es la sede de los que aspiraron a la gloria en la tierra y agraviaron con ello “los rayos del verdadero amor”:

 

Esta pequeña estrella se ornamenta

Con espíritus buenos, siempre activos

Para que honor y fama los sucedan:

 

Y cuando los deseos aquí pasan,

Al desviarse, se explica que los rayos

De Amor se alcen menos vivamente.

 

                                 (Paraíso. Canto VI. 112-117)

 

  A “los rayos del verdadero amor” también refiere Borges cuando afirma que es preferible ser querido a ser admirado[34]; por ello, escribe en el Poema de los justos, “nadie merece la fama”[35], “ese reflejo de sueños en el sueño de otro espejo”, esa copia de la copia por la que Spinoza no se ha dejado tentar.[36] “La gloria es una incomprensión, y quizá la peor”, por ello “el Quijote fue ante todo un libro agradable”, afirma Pierre Menard, y “ahora es una ocasión para el brindis patriótico, para la soberbia gramatical y para obscenas ediciones de lujo”.[37]

En El informe de Bordie Borges imagina una tribu en donde el poeta es alguien a quien se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas; no puede contenerse y las dice a los gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. “Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado. El poeta ha sido tocado por el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte”.[38]

  Sin condenar de plano a la sed de fama, Tomás de Aquino juzgó que si bien no se trataba de un bien en sí, la fama podía ser aceptada accidentalmente. No obstante, sin llegar a constituirse en pecado mortal, el amor a la gloria podía devenir un pecado peligroso pues predisponía al olvido del verdadero fin de las buenas acciones.[39] El esquema cristiano de premios y castigos, tan decisivo para la conformación del imaginario moderno, compromete decisivamente –pese a las advertencias de Tomás- la posibilidad de que las buenas acciones constituyan fines en sí mismas. Dante no está libre de esta contradicción cuando por un lado afirma un destino trascendente de premios y castigos y hace explícito su reclamo de gloria e inmortalidad, y por el otro, adscribiendo a las consideraciones de Tomás, equipara la recompensa con el mérito, de modo tal que la acción no procuraría un fin más allá de sí misma:

 

Mas el conmensurar la recompensa

Con el mérito, es parte de nuestra alegría,

Pues no la vemos grande ni pequeña.

 

                           (Paraíso. VI. 112-114)

 

  Procuradora de beatitud, la acción meritoria a la que no se aspira por ninguna razón que vaya más allá de sí misma, paradójicamente es premiada con el fin ulterior del paraíso trascendente.

 

 

IV

 

 

  Aún cuando concibe la instancia intermedia del purgatorio, con la consiguiente desreificación que ello implica en lo que respecta a la expiación de las faltas, la eternización del yo en el esquema de premios y castigos configura un elemento irreductible de la adhesión de Dante al dogma cristiano. Borges, en cambio, encuentra en la muerte una redentora posibilidad de disolución del yo; juzga un error la inmortalidad personal aunque, admite, le parece tolerable “a condición de olvidar esta vida”: “Acepto la inmortalidad –concede- si puedo olvidarme de que soy Borges”.[40]

  En una conferencia sobre el tema de la inmortalidad, Borges cita y discute la afirmación de Tomás: “La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre” (“Intellectus naturaliter desiderat esse semper”), sosteniendo que a menudo también la mente desea cesar.[41] Por ello, afirma en otra oportunidad, la amenaza de inmortalidad resulta indudablemente más temible que la amenaza de muerte.[42]

  La única concesión que hace Borges a la inmortalidad personal es la que propugna el infierno de Swedemborg, quien, “a diferencia de Dante, mantuvo el libre albedrío después de la muerte”. Swedemborg, que publica sus libros anónimamente, desea la salvación de todos los seres humanos, no condena a nadie al infierno, que es el lugar en donde se encuentran, por propia voluntad, aquellos que solo son felices conspirando permanentemente unos contra otros, pletóricos de odio en un mundo de baja política. El morador del infierno deplora el paraíso: las conversaciones que tienen lugar allí, su fragancia, todo le resulta deleznable. El de Swedemborg, subraya Borges, es un cielo de amor (y no de recompensa) en el que la salvación ética es insuficiente si no es acompañada por la salvación intelectual. “El tonto no entrará en el cielo por santo que sea”, agrega, y recuerda una tercera instancia redentora postulada por Blake: “Para salvarse el hombre también debe ser artista”.[43]

  Pero así como Swedemborg perdona y concibe infierno y paraíso a la medida de sus moradores, Dante, señala Borges, “comprende y no perdona; tal la paradoja insoluble” de quien sintió que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad”.[44] Es Borges quien sugiere el condicionamiento de toda acción humana cuando escribe que en la realidad no hay, estrictamente, asesinos; “hay individuos a quienes la torpeza de los lenguajes incluye en un indeterminado conjunto”. Quien ha leído la novela de Dostoievsky, postula, ha sido en cierto modo Raskolnikov y sabe que su “crimen” no es libre, “pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso. El hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia. La ficción jurídica el asesino bien puede merecer la pena de muerte, no el desventurado que asesinó, urgido por su historia pretérita y quizá -¡oh marqués de Laplace!- por la historia del universo. Madame de Stael ha compendiado esos razonamientos en una sentencia famosa: Tout comprendre c´est tout pardonner”.[45]

 

 

V

 

 

  Señala Horkheimer en Crítica a la razón instrumental que pese a que podría suponerse que el individuo cristiano se sintió pequeño y desamparado frente a un dios infinito y trascendente, pese a que el precio de la salvación eterna pudo haber sido la total negación de sí, el cristianismo afirmó el principio de individualidad mediante la concepción de un alma inmortal que, a fuerza de procurar la salvación de cada individuo en forma separada, acondicionó la honda escisión de los lazos comunitarios que luego profundizaría el liberalismo.[46]

  Cabe discernir el exultante acento puesto en la individualidad que se observa en el período pre-humanístico en el que vive Dante, individualidad entendida como la valoración de los rasgos que acentúan la singularidad de cada sujeto (de ahí el ideal que concibe la vida como obra de arte), del individualismo que surge como declinación de la individualidad en el marco del industrialismo moderno. El individualismo suma a la disciplina ascética del protestantismo una salvación secularizada que se inserta en el marco de la teoría y de la praxis del liberalismo, que configura a un sujeto escindido de sus lazos de interlocución. Mientras la era del individualismo supone una verdad reducida al papel de herramienta útil para el dominio de la naturaleza, en tiempos de Dante el desarrollo de la esfera de la experimentación aún no obstaculizaba la posibilidad de una verdad poética.

  Metamorfoseado en individualismo, el fundamento de la cultura humanística –que a menudo tanto se glorifica- ha sido desplazado por completo. Borges vive en tiempos en que la cultura de masas niega los atributos de la individualidad, por ello su crítica a la idea de sujeto convive sin contradicción con la afirmación de la singularidad de cada ser humano en particular. Al ideal de uniformidad postulado por la cultura de masas Borges opone –particularmente en el último período de su vida- el ideal de igualdad que con frecuencia animó al panteísmo en general y al budismo en particular, un ideal eminentemente moderno al que Dante suscribe en consonancia con el cristianismo primitivo, una aspiración prefigurada en muchos sentidos por el estoicismo y por uno de sus principales antecesores, Diógenes, el perro, a quien Dante destaca en la morada del limbo junto a sus filósofos más preciados. En tiempos de Dante los perímetros del mundo comienzan a multiplicarse, los centros se disgregan, las jerarquías abolidas por Diógenes comienzan a ser cuestionadas a favor de otros principios de selección que convivirán de manera problemática con la moderna aspiración de igualdad.

 

 

VI

 

 

  En esta aproximación al problema del sujeto en Dante y en Borges se ha hecho referencia someramente a una serie de temas vinculados con el nacimiento y con la crítica del sujeto moderno, cuestiones que explícita o implícitamente ambos escritores han puesto de manifiesto en sus respectivas obras. Del contexto medieval cristiano, en lo concerniente a la problemática abordada Dante mantiene la concepción de un yo sustancial (morigerado con la renovada mediación del purgatorio, alternativa desreificadora del sujeto), la topografía de premios y castigos trascendentes y el ideal de un lazo comunitario por recuperar. De la forma mentis moderna, al distanciarse de algunas de las sentencias divinas valiéndose de una pluralidad de voces narrativas (circunstancia que no parece del todo ajena al nacimiento, pocos siglos antes, de la polifonía), Dante comienza a afirmar un ideal de pensamiento autónomo que se eleva por encima de toda autoridad que no haya pasado por el examen de la investigación personal, afirma la figura del autor y reivindica de modo problemático una aspiración de fama que si bien había sido exaltada por la ética pagana caballeresca, en la esfera eclesiástica fue desestimada por considerarse que solo dios era digno de gloria eterna.

  Entre los valores modernos, Borges afirma al individuo como ámbito de libertad inalienable, pero desarrolla asimismo a lo largo de toda su obra una crítica tenaz a la moderna concepción de sujeto, desetimando la idea de identidad última a favor de la consideración de diversas identidades provisorias, dando cuenta de las discontinuidades del yo como cruce de fuerzas, sin por ello desestimar la unidad narrativa que también presupone un sujeto consciente y autorresponsable (la mera disgregación perceptual convierte a Funes el memorioso en un individuo incapaz de pensar). Su cuestionamiento a la idea de autor se inserta en el marco general de la crítica finisecular decimonónica a la idea de sujeto, crítica que es revivificada, entre otros, por las vanguardias estéticas  de la década del ´20, paralelamente a la desarticulación de las falsas promesas de una fama magnificada hasta la nada por la industria cultural

  Por caminos disímiles, Dante y Borges, no obstante, se dan cita en un terreno común: ambos conciben su literatura con un propósito ético; Borges lo hace en el marco secularizado de la pérdida de unidad del sujeto moderno y Dante en el marco del cristianismo, valiéndose de la figura del poeta educador, que no era rara para una época que reivindicaba los viajes de los héroes antiguos, muchos de los cuales incluían un descenso a los infiernos, la exploración de un sórdido mundo de sombras al que Dante se propone descender en persona.

  La figura del poeta educador encarnada por Dante evidencia que no es el castigo el propósito de su topografía infernal. La Divina Comedia no es pasible de la acusación que más de una vez se ha formulado al cristianismo en relación al carácter impiadoso de un dios que pergeña el infierno sabiendo de antemano y, por tanto, deseando que los seres humanos sean condenados a un horrible y eterno tormento; Dante se interna en la caverna platónica de sombras y urde una justicia poética para que, una vez afuera, la expresión tormentosa conjure la desgracia.

  En tiempos de Dante aún era concebible una “verdad poética” que no escindiera en esferas autónomas a la poesía, a la filosofía y a la ética: en el siglo XIII el poeta presupone al filósofo, la metáfora aún no ha sido sustraída del campo de la verdad. En tiempos de Borges, en cambio, cuando la verdad ha sido devaluada a cálculo, el poeta o el escritor han sido “expurgados” del campo de la filosofía. Borges, no obstante, reingresa a Dante a una esfera unificada del clivage filosofía-literatura, identificando al poeta con cada uno de los destinos de sus personajes[47]: Dante se afirma como sujeto creador de La Divina Comedia pero en ese mismo movimiento, al igual que la noción panteísta que identifica al dios con cada una de sus criaturas, se disuelve en Virgilio, Beatriz y en cada uno de los condenados a quienes acerca su verdad y su justicia poética.

 

BIBLIOGRAFIA GENERAL

 

 

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[1] Borges.  Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Agalma. Buenos Aires. 1993. “Baruch Spinoza” p.60-61

[2] Borges. Borges oral. Conferencias. Emecé/Editorial de Belgrano. Buenos Aires. 1995. “El cuento policial” p.88

[3] Borges. Ficcionario. FCE. México. 1995 p.383

[4] Ibid p.151

[5] Borges. Nueve ensayos dantescos. Espasa Calpe. Madrid. 1982 p.121 y 90

[6] Dante Alighieri. La Divina Comedia. Traducción de Angel J. Battistessa. Infierno. Canto V:

[7] Benedetto Croce. La poesía di Dante. 78. Citado por Borges en Nueve ensayos dantescos p.121

[8] Dante Op.cit. Purgatorio. I 70-75

[9]  Jean Gimpel. Contra el arte y los artistas. Gedisa. Barcelona 1979 p.48

[10] Ibid p.50

[11] Giovanni Pico della Mirándola. De hominis dignitate. Vallecchi. Florencia. 1942 p.104-106

[12] Marsilio Ficino. Theología Platónica XIII, 3 Opera. Basilea, 1576, p.298. Citado en J. Chastel. Marsile Ficin et lárt. Masse. Paris 1946 p.60

[13] Jacob Burckhardt, La cultura del renacimiento en Italia. Iberia. Barcelona. 1987 p.101

[14] Colin Morris. La scoperta dell´Individuo (1050-1200). Liguori Editores. 1985 p.93

[15] Dante. De monarchia. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires. 1984. Libro I. Cap. I.

[16] Borges. Textos cautivos. Tusquets. Buenos Aires. 1986 p.179

[17] Borges. Borges, el memorioso. Conversaciones de Borges con Antonio Carrizo. FCE. Buenos Aires. 1982 p.238

[18] Borges. Siete conversaciones con Borges. Fernando Sorrentino. Pardo. Buenos Aires. 1973 p.95 y 14

[19] Borges. Ficciones. Alianza. Madrid. 1971

[20] Borges. Diálogos. Néstor Montenegro. Nemont. Buenos Aires. 1983 p.51

[21] Borges. Ficcionario p.211

[22] Borges. Textos cautivos p.242

[23] Borges. Diálogos. Néstor Montenegro p.75

[24] Borges. Ficciones. Alianza. Madrid 1971. “Examen de la obra de Herbert Quain” p.82

[25] Ibid. “El jardín de los senderos que se bifurcan” p.104

[26] Borges. El libro de arena. Emecé. Buenos Aires. 1975 p.130

[27] Borges. Ficciones p.59

[28] Borges. Siete conversaciones con Borges. Fernando Sorrentino p.68

[29] Burckhardt. Op cit p.107

[30] Ibid p.114

[31] Borges. Diálogos. Néstor Montenegro p.53

[32] Borges. Diálogos. Montenegro p.22

[33] Ibid p.11

[34] Borges. Diálogos. Montenegro p.41

[35] Borges. Obra poética. Emecé. 1986 p.25

[36] Borges. Ficcionario. “Spinoza” p.359

[37] Borges. Ficciones p.58

[38] Borges. El informe de Bordie. Emecé. Buenos aires. 1970 p.149

[39] Tomás de Aquino. Summa theologica, Secunda secundae, quaestio CXXXII, art.1 y 3

[40] Borges. Borges el memorioso p.36

[41] Borges. Borges oral. Conferencias p.41

[42] Borges. Diálogos. Montenegro p.15

[43] Borges. Borges oral. Conferencias p.64 y subs

[44] Borges. Nueve ensayos dantescos p.123

[45] Ibid p.122

[46] Max Horkheimer. Crítica a la razón instrumental. Sur. Buenos Aires. 1973 p.147

[47] Borges. Nueve ensayos dantescos p.93