(Los dos problemas fundamentales de la ética)
La doctrina fundamental del libro más antiguo del mundo, los Vedas sagrados, cuyo corpus esotérico está en los Upanishads, afirma que todos los individuos de este mundo, coexistentes y sucesivos, por infinito que sea el número, son uno y el mismo ser. En ellos se manifiesta un ser presente e idéntico, realmente existente. También sirvió de base a la sabiduría de Pitágoras, como se demuestra por las escasas noticias que nos han llegado de su filosofía. Por esta doctrina también fueron influenciados los neoplatónicos. Entre los mahometanos la encontramos en la mística apasionada de los Sufis. En Occidente Giordano Bruno tuvo que pagar con una muerte vergonzosa el impulso de expresar esa verdad. En nuestro siglo reaparece en Schelling, y gracias a él ese conocimiento adquirió validez entre los sabios de Alemania. Nuestros actuales profesores universitarios se ven en serios apuros a la hora de combatir el panteísmo.
Esta doctrina afirma que la multiplicidad no es más que fenómeno, que es un solo y mismo ser el que se manifiesta en todo lo que vive. Así, no nos equivocamos cuando suprimimos toda barrera entre el yo y el no yo. Este es el transfondo de lo que llamamos compasión, es decir, se trataría de la base metafísica de la ética y consistiría en que un individuo se reconocería directamente en el otro a sí mismo.
La virtud ética supera en mucho a la sabiduría teórica. Esta última no es más que una obra imperfecta, no llega a su fin más que por un camino indirecto, el del razonamiento, mientras que aquella llega de golpe. El hombre que tiene nobleza moral, por mucho que le falte el mérito intelectual, revelará por sus actos el pensamiento más profundo y la sabiduría más sublime: hace enrojecer al hombre de talento y de saber, si éste, por su conducta, deja ver que la gran verdad ha quedado extraña a su corazón.
La individuación es real. Cada individuo es un ser totalmente diferente a los otros. Solo en el propio yo tengo mi verdadero ser, todo lo demás es no-yo y extraño a mí. Este es el conocimiento cuya verdad atestiguan la carne y los huesos, el que sirve de base a todo egoísmo, y cuya expresión real es toda acción desprovista de caridad, injusta o mala.
En la compasión se basa toda virtud verdadera, pues el conocimiento que supone es un recuerdo de que todos somos uno y el mismo ser. El egoísmo y la envidia, el odio, la alegría del mal ajeno y la crueldad, en cambio, solo refieren a la exclusiva creencia en la individuación. Desde esta perspectiva, la relación con el mundo solo puede presentarse como hostil. La asistencia de los otros es recibida sin gratitud porque es percibida como un signo de locura; se es incapaz de reconocer al propio ser en el ajeno. Ese aislamiento moral lleva con facilidad a la desesperación. El generoso que perdona al enemigo y responde al mal con el bien, es sublime y recibe la máxima alabanza; porque reconoció también su propio ser donde niega decisivamente su identidad.
Quien da una limosna sin más remoto fin que aliviar en algo la miseria lo hace en tanto se reconoce él mismo bajo esa triste figura. Quien va a la muerte por su patria se ha liberado de la ilusión que limita la existencia a la propia persona: extiende su propio ser a sus compatriotas, en los que continúa viviendo.
Para quien todos los demás fueron siempre el no-yo, quien solo tiene por real a su propia persona y considera a los demás solo como fantasmas que pueden ser medios para sus fines u oponerse a ellos, de modo que se establece un profundo abismo entre su persona y los otros no-yo, ése ve que en la muerte también desaparece, con su yo, toda la realidad y todo el mundo.