Roxana Kreimer
El automóvil es un instrumento mitológico que
el individuo moderno siente haber articulado "a su imagen y semejanza”: el
sujeto como principio rector, la conciencia clara y distinta de un individuo
racional, la autonomía, la libertad, la utopía democrática y universalista de
la dignidad igualitaria, el progreso, la aceleración del tiempo, la realidad
mediatizada, la reducción de distancias, la autenticidad, el poder del
individuo en torno a las actividades económicas que se desarrollan en el
espacio urbano, tales los rasgos propios de la modernidad que el automóvil
encarna como ningún otro instrumento concebido en sus entrañas. El éxito del
coche privado en todo el mundo desarrollado muestra las hondas conexiones entre
la constitución del individuo moderno propia del tecnohumanismo democrático y
la conformación del ideal de cambio y
desplazamiento sin fin como señal de libertad personal.
El
automóvil es mucho más que un medio de transporte: transforma no solo el
espacio público sino también el espacio privado, encarna a un tiempo la representación
material y el símbolo de una cultura. En el siglo XX su uso ha modificado
decisivamente la estrucura de las ciudades, el medio ambiente y las conductas.
En los dos
últimos siglos la fe en el progreso es asociada estrechamente al despliegue de
los medios e infraestructuras para la movilidad. Históricamente el transporte
es una de las esferas fundamentales en las que se dirime el enfrentamiento de
la especie humana con la naturaleza. "Civilizar" la naturaleza
significa atravesarla y abrirla para trasladar y manipular los recursos
naturales y convertirlos en bienes económicos susceptibles de intercambio y
acumulación.
De todos los
instrumentos generados por la
tecnología moderna, el automóvil es el que suscita mayor cantidad de muertes.
Pero mientras las muertes suscitadas por las dos guerras mundiales han creado
corrientes adversas al ideal de progreso, las muertes suscitadas por el
transporte automotor, por el contrario,
aparecen justificadas como una consecuencia inevitable del progreso
tecnológico.
Un hombre
que vive en un horizonte delimitado, como muchos campesinos de la Edad Media,
no tiene la misma conciencia del mundo que aquel que viaja miles de kilómetros
en unas horas. El mapping-mental se
desarrolla con revoluciones que, como la de los transportes y la de las
transmisiones, empequeñecen el planeta. La medida del mundo hoy parece
adecuarse a la medida del desarrollo científico-técnico. Tal como señaló Benjamin,
los cambios desarrollados en los últimos siglos a partir del efecto que ha producido
la revolución de los transportes en la ciudad apelan a la necesidad de
recolocar el cuerpo con relación al otro, a la cuestión del prójimo y la
alteridad, y obligan a replantear la interrelación entre el espacio público y
el espacio privado.
En el siglo
XV, por ejemplo, se produce una lucha
de los geómetras por hacer olvidar la dimensión de la altura, que obraba en
directa referencia a Dios, en beneficio de los conceptos de lo lejano y lo
cercano. En este contexto dominar la naturaleza significa, antes que nada,
poder moverse a través de ella con una libertad y una facilidad crecientes.
Durante los dos últimos siglos la rapidez de los cambios vinculados a los
medios de transporte llegó a niveles nunca antes alcanzados. Mientras Napoleón
aún se movía a la velocidad del César, el primer camino de diligencias entre
París y Marsella, que regularmente hacía más de 100 km por día, precedió en
solo setenta años al primer tren que hacía 100 km por hora en 1853.
Mientras
las palabras premodernas que comienzan con el prefijo auto dan cuenta de la autonomía del movimiento humano, a partir del
siglo XVIII revelan mayoritariamente la autonomía de la máquina. Cabría
preguntarse si el estatuto progresista del automóvil ha cumplido su promesa de autonomía en el contexto de la
ampliación de distancias que supone el incremento de la velocidad y la libertad
de movimiento. Cabría preguntarse si el automóvil representa más un logro como
instrumento de la ingeniería social y económica que la ampliación de la autonomía
que auguraría su éxito como medio de transporte.
***
Los accidentes automovilisticos representan la
primera causa de muerte a nivel mundial en personas de hasta cuarenta y cinco
años. Estadísticas de la última década proporcionadas por el Worldwatch
Institute de Washington revelan que en todo el mundo en un año mueren más de
250.000 personas en accidentes de tránsito. Los más perjudicados son los
peatones, y entre ellos los ancianos y los niños, dado que su velocidad de
reacción no es parangonable a la de una persona adulta. Las víctimas del
tráfico han alcanzado cifras que superan las bajas de una guerra sangrienta.
“¿Cómo es
que en un tiempo en que la gente pelea por la cabeza de un asesino recurriendo
a opuestas visiones del mundo- se
pregunta Jünger-, no existe apenas diversidad de posiciones en lo relativo a
las innúmeras víctimas de la técnica y en especial de la téncica del tráfico?
Que eso no siempre fue así podemos verlo fácilmente leyendo textos de las
primeras leyes sobre los ferrocarriles. En esos textos se expresa claramente el
empeño de hacer caer sobre el propio ferrocarril la responsabilidad de todos
los daños resultantes del puro hecho de su existencia. Hoy se ha impuesto, por
el contrario, la concepción de que el peatón no solo ha de adaptarse al tráfico
sino que es responsable de las infracciones cometidas contra la disciplina
vial”. [1]
Al
rebarsar determinado límite en el consumo de energía, considerada en términos
generales, la industria del transporte
dicta la configuración del espacio social. El acortamiento de las distancias
supone un cambio global en la organización de las relaciones humanas en general
y en los grados de autonomía de cada conjunto social en particular. Históricamente se ha empleado entre el tres y el ocho por ciento de las horas de vigilia para
transportarse; sin embargo, el habitante de la ciudad hoy pasa buena parte del
día viajando. La extensión del radio de desplazamiento tiene entonces como
contrapartida la reducción de las alternativas de los puntos de destino. Cada
vez se pasa más tiempo en desplazamientos no deseados. Cada vez la sociedad
invierte más tiempo en la industria del transporte que el que ahorra viajando.
Ivan Illich afirma que en Estados Unidos el ciudadano consagra a su auto más de
mil quinientas horas al año (es decir,
treinta horas por semana, y cuatro por día, incluyendo los
domingos). Esto incluye tanto el tiempo
que ocupa manejando su auto como el que ocupa en ganar el dinero para
comprarlo, pagar la nafta, los arreglos, el seguro y los peajes.[2]
Durante las
horas pico, en las grandes ciudades los autos circulan a una velocidad inferior
a la de la bicicleta o a la de los carros a caballo. Como señala André Gorz, el
abaratamiento del automóvil en los países desarrollados parecería convertir en
democrático a este instrumento. Sin embargo, aunque la técnica se pretende
democrática, si cada ciudadano circulara en un automóvil las ciudades serían
instransitables. Los embotellamientos en parte son resultado de este proceso de
“democratización”.[3]
El automóvil refleja ideales constitutivos
de la burguesía por cuanto presupone un orden general que no surge de la
planificación sino de los múltiples egoísmos particulares. La racionalidad
general que la mano invisible postulada por Adam Smith auguraba para un mercado
que estaría constituido por los respectivos egoísmos particulares, se traslada
en la esfera del tránsito al presupuesto de que si cada individuo conduce su
auto al destino deseado, una mano invisible configurará un tránsito ordenado y
armonioso. La experiencia indica que, por el contrario, el tránsito representa
un rasgo medular del mercado capitalista: la guerra de todos contra todos que
Hobbes creyó ver en la naturaleza humana y que ya en los tiempos que le tocó
vivir revela el estado de la naciente burguesía. Los automóviles han
contribuido decisivamente a que, por oposición a la ciudad antigua, que era
vista como lugar de encuentro, de orden y de realización de la esencia racional
humana, la ciudad contemporánea, que
durante siglos fue considerada como el ámbito deseado de la civilización, sea
identificada con el desorden y el desencuentro, con un “infierno” ruidoso, sofocante, maloliente,
inhabitable y congestionado del que se quiere huir lo más pronto posible.
André Gorz
señala que una vez que los autos han “asesinado a la ciudad”, se tornan
necesarios autos más veloces para escapar por las autopistas a los suburbios.
“Se trata de un impecable argumento circular –escribe-: obtengamos más autos
para poder escapar de la destrucción causada por los autos”. Sin embargo,
apunta Gorz, después de matar a la ciudad el auto está matando al auto. La
industria del automóvil prometió que cada conductor sería capaz de conducir al
lugar que deseara y cuando lo deseara, a una velocidad cada vez mayor. Sin
embargo, de todos los vehículos, el auto es el que ha demostrado ser más
esclavizante, riesgoso y poco confiable. Durante las horas pico, en las grandes
ciudades los autos circulan a una velocidad inferior a la de la bicicleta o a la
de los carros a caballo. Pero si es necesario que el auto prevalezca por sobre
otros medios de transporte, aún resta una solución, escribe Gorz: “librarse de
las ciudades”, es decir, extenderlas por cientos de kilómetros a lo largo de
enormes autopistas que permitan ingresar en los suburbios. Es la solución que
Estados Unidos ha encontrado para este problema.
El fenómeno
del automóvil está para Gorz estrechamente vinculado al modo en que la
estrucutra de nuestras ciudades contribuye a consolidar y a acrecentar la
división social del trabajo, compartimentando diversas esferas de la vida: la
del trabajo, la de la vivienda, la del aprovisionamiento de bienes materiales,
la de la educación y la del entretenimiento. Al igual que la división del
trabajo dentro de la fábrica, corta a una persona en rebanadas, fracciona su
tiempo de modo que en cada una de estas
esferas el ciudadano se convierta en usuario, en pasivo consumidor, de modo que
“jamás el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de
las necesidades y la vida personal puedan ser unificarse en un único proyecto
sostenido por la comunidad”.
Muy
lentamente la fe en la supuesta “racionalidad” del sistema automotor comienza a
quebrantarse. En 1991 fue creado en Londres el movimiento Reclaim the streets con el fin de resistir al costo social y
económico que implica la generalización del uso del automóvil en las ciudades
contemporáneas. Reclaim the streets
toma al auto como el instrumento y como el símbolo de una cultura fragmentada
en la que se ha degradado la calidad de vida de los ciudadanos. A su entender
el auto ha contribuido a la destrucción del lazo social, reduciendo las sendas
peatonales, convirtiendo a la ciudad en un lugar de desencuentro, jaqueado de
manera omnipresente por la velocidad y el ruido. En la ciudad –afirman- no hay
un solo angulo desde el que los autos no sean visibles, al punto en que las
calles se han convertido en meros pasajes de vehículos. Los reclamos, que ocho
años despúes de la creación del movimiento se realizan a través de
movilizaciones y fiestas callejeras en cincuenta ciudades de Europa, Asia y
América, van más allá del rechazo a la presencia omnímoda del automóvil en las
ciudades y se extienden a las fuerzas políticas y económicas que conducen a la cultura
automotriz en el capitalismo. Reclaim the
streets entiende que la crítica a los automóviles no puede ser abordada sin
efectuar una critica al capitalismo en sí mismo, por ello su lema “Devuélvan
las calles a los ciudadanos” alude a una demanda que excede el fenómeno del
automóvil, interpretándolo como el símbolo de una cultura.
Más allá de
su valor de uso, el automóvil revela un valor simbólico análogo al conjunto de
significados que tuvo el caballo para el mundo feudal. En un contexto de
cultura narcisista, el automóvil encarna una metáfora que convierte a la
autorealización en el valor principal de la vida y que parece reconocer pocos
compromisos éticos con los demás. El automóvil ubica al individuo en un status
económico y sexual determinado mediante una blasonería rica en imágenes de caballos, toros,
panteras y leones.
***
Como
expresión del individualismo moderno y de la dispersión del espacio público en
grandes estructuras sociales centralizadas verticalmente y desarticuladas en el
plano horizontal, el automóvil es un símbolo del capitalismo en general y del
triunfo de la burguesía en la vida cotidiana en particular.
En pos de
su empresa autónoma e individualista el automóvil mediatiza una piel humana con
una piel férrea; yuxtapone corazas que rivalizan, colisionan, aplastan y
retuercen a toda velocidad las pieles humanas que declara resguardar. Con el
automóvil no se ejerce el terror en nombre de ideales colectivos sino de la
propia individualidad. Peatón y automovilista prácticamente no cruzan miradas.
Entre ellos no cabe el diálogo sino el insulto. Como la guerra, que también
prescinde la mirada y del diálogo, el
auto mata en nombre del progreso y la civilización.
Se podría
seguir impugnando al automóvil desde flancos heterogéneos; hay, sin embargo, un
argumento que bastaría por sí solo para cuestionarlo radicalmente: un vehículo que supera los 25 kilómetros por hora y
cuyo trayecto es en buena medida indeterminable, necesariamente atentará segundo
a segundo contra la vida humana, incluso en los países en donde se respetan las
señales de tránsito. Estadios rebosantes de muertos en accidentes
automovilísticos oirían gustosos un discurso sobre la imprescindibilidad del
auto, las bondades del progreso y la expansión del PBI gracias a la industria
del transporte. ¿Existe metáfora más contundente de la modernidad que la de un
ataúd lustroso y reclinable que calza su propio “cinturón de seguridad” y mata
con certificado?
BIBLIOGRAFIA
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Minotauro. Buenos Aires. 1973
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- Gorz, André . The
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