Roxana Kreimer
El reaggiornamiento de la "ética de la empresa" –una suerte de "hierro de madera" originado en la década del ´70 en Estados Unidos y remozado por académicos neoliberales del ´90- es una buena ocasión para reconsiderar el legado de Marx a cierto cincuenta años de la publicación del Manifiesto Comunista. Si en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels, mucho antes que Foucault, analogaron las fábricas a los cuarteles militares, la solicitud "ética" del neoliberalismo hoy se propone resignificar a la empresa como una institución "cultural" en la que el empresario y el asalariado comparten valores y trabajan de manera armoniosa y creativa en un proyecto común. Si en el acta de nacimiento del movimiento obrero moderno los conceptos de dominación, explotación, lucha económica y lucha política confluían en la interpretación de la historia como lucha de clases, los portavoces de la "ética de la empresa" afirman, por el contrario, que la historia ya no debe ser analizada en esos términos, sencillamente porque a su entender las clases sociales han desaparecido.
Así como hubo que demostrar a los colonizadores españoles que los llamados "indios" eran seres humanos, la "ética de la empresa" se propone demostrar al empresario –horizonte de esta cruzada filosófica- que su empleado es una persona que, como él, tiene derecho a ser creativo, innovador, emprendedor y hasta saludable. El trabajador desfavorecido por el mercado aparece como amo y artífice de su propia desgracia y se le aconseja que, como el "bienestar" no debe ser arriesgado en "emprendimientos heroicos", recupere su autoestima transfigurando los fines de la empresa en su propio "proyecto de vida".
La autodenominada "ética de la empresa" nos suministra un ejemplo más de cómo, en palabras del Manifiesto Comunista, la moral predominante del capitalismo es presentada como mero disfraz de los intereses de la burguesía. Amparado en la bibliografía etiquetada con la rúbrica "ética de la empresa", un rápido galope a través de la historia de la ética de la que no están ausentes Platón, Aristóteles ni el mismísimo Kant, opera como punta de lanza de esta iniciativa que pretende amalgamar la virtud a la riqueza, dos esferas que buena parte de la historia del pensamiento mantuvo separadas. El intento de unirlas no es nuevo y fue abordado en la modernidad toda vez que el teórico liberal quiso ponerse a resguardo de las promesas incumplidas del utilitarismo, que auguró una ética que traería felicidad al mayor número posible de personas.
Si es cierto que los grandes hechos de la historia aparecen la primera vez como tragedia y la segunda como farsa, en este último registro habría que inscribir a una segunda consideración del capital, ya no, como señaló Marx, en tanto relación social que genera iniquidad sino –como nos enseña la "ética de la empresa"- en tanto "capital-simpatía", "una mancomunión con los consumidores que los lleva a preferir una empresa y no otra".
Como si descubriera por primera vez la célebre metáfora de la mano invisible –aunque sin mencionar a la metáfora ni a su autor- la "ética de la empresa" sostiene que quienes objetan sus propuestas en realidad no advierten que procurando el bienestar individual coadyuvamos al bienestar general. ¡Gran descubrimiento! ¡El mercado es racional! Discípulos de Adam Smith que –sospechamos- no han leído o tal vez han olvidado a su maestro pero que, sin embargo, prodigan a su memoria una honra sin par.
Cuando los argumentos de la "ética de la empresa" han agotado prácticamente su única afirmación proveniente del campo de la ética (la de la responsabilidad civil por las mercancías fabricadas o por los servicios prestados a la comunidad), cuando se ha recomendado que la empresa priorice la satisfacción de necesidades sociales por sobre la obtención de beneficios económicos (consejo que ganará la piadosa sonrisa del alumno-empresario), se echa mano a una última sentencia que –se presume- resultará irrebatible a los oídos del gerente general: "La ética es rentable". Se silencia de este modo que por contraposición al capitalismo en general y a la empresa comercial en particular, que se basan en valores cuantitativos, los conceptos éticos sobre "lo bueno y lo malo, lo humano y lo inhumano" son valores cualitativos irreductibles a la esfera de la rentabilidad y de la masificación de beneficios.
Como señalaron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, la ética de la empresa muestra que la explotación ya no aparece velada por ilusiones políticas: se trata de "una explotación abierta, descarnada, brutal", una explotación que "reduce la dignidad personal a un simple valor de cambio" y que muestra que nunca, como hoy, el capital había logrado ejercer un dominio tan absoluto –imponiendo sus reglas, su ética y su política- no solo al conjunto del planeta sino también al conjunto de los intereses humanos. Nunca antes el capital había logrado afirmar lisa y llanamente, con un cinismo espeluznante que mueve a la consternación: "La ética es rentable".
Si Marx evidenció una pormenorizada investigación sobre las condiciones específicas del trabajo alienado, la doctrina neoliberal presenta un modelo de empresa abstracto según el cual necesariamente todo trabajo puede y debe abrazar la creatividad. Su desconocimiento de las particularidades del campo laboral le impiden resolver, por ejemplo, de qué modo podría convertirse en "creativo" el trabajo en las minas (que hasta hace pocos años ocasionaba un muerto por mes y un lesionado por día), o de qué modo podrían convertirse en "creativos" innumerables trabajos vinculados a la esfera de la construcción (cuyos presupuestos incluyen el resarcimiento por muertos en accidentes) o, por citar un solo ejemplo en el área de servicios, el trabajo de la empleada que recibe los reclamos en una central telefónica. La "ética de la empresa" tampoco explica por qué el trabajador desearía necesariamente intercambiar un salario por su tantas veces invocada "creatividad". El discurso que pretende tornar presentable al neoliberalismo victorioso resulta de este modo tan abstracto como la familia tipo del manual escolar de primer grado cuya célebre frase, "mamá amasa la masa", repetíamos con tan poca creatividad como la que aún supone el trabajo en cualquier línea de montaje fabril.
La herencia de Marx resulta de crucial importancia para el análisis de discursos "políticamente correctos" como el de la "ética de la empresa": en el Manifiesto Comunista se critica al reformismo que en lugar de propugnar la abolición de las relaciones burguesas de producción se contenta con meros cambios administrativos que no perturban los vínculos entre el capital y el trabajo asalariado. La crítica se aplica con sorprendente eficacia a la aspiración reformista de Adela Cortina, teórica de la "ética de la empresa" e inspiradora de sus filiales vernáculas. Aunque el Manifiesto Comunista hoy resulte discutible por su elogio incondicional del desarrollo técnico de la burguesía, su legado es del todo vigente cuando en los albores del siglo XXI la "escandalosa desigualdad en la distribución de la riqueza" a la que refirieron Marx y Engels ciento cincuenta años atrás, aún nos sigue interpelando.