Historia de las dietas

 

Roxana Kreimer

 

Hace apenas ochenta años la barriga no era considerada un signo de insalubridad o de negligencia sino una marca de riqueza, vigor y respetabilidad social. Nada resultaba menos atractivo que una mujer huesuda, laxa, de rostro lánguido y piernas de tero. Por entonces no se juzgaba a la grasa como "inútil" ni perniciosa sino, por el contrario, como una evidencia de lozanía, vitalidad y holgada posición social.

La irrupción de las dietas para adelgazar se produce en el período de entreguerras y forma parte de una compleja operación en la que el cuerpo es rehabilitado frente a una tradición cristiana que lo hacía blanco de permanente sospecha, y en la que los modelos de salubridad y belleza comienzan a ser asociados a la delgadez y no a la prodigalidad de la figura corpulenta y rolliza.

Mientras el crecimiento de la economía global se conjuga con el incesante aumento del número de personas que se encuentran por debajo de la línea de indigencia, y que por tanto no acceden a una alimentación que permita cubrir necesidades catalogadas como "superbásicas", en los países desarrollados la obesidad ya es considerada como una epidemia que anualmente suscita miles de muertos a través de las enfermedades asociadas con el exceso de peso. Estudios difundidos por la Asociación Médica Estadounidense (AMA) afirman que la obesidad mata en Estados Unidos a unas 300.000 personas por año, y que si la tendencia creciente se mantiene, en el año 2230 más del noventa por ciento de la población será obesa. En Europa, el país con más obesos es Alemania. Le siguen Inglaterra, Suecia y Finlandia, países en los que la literatura vinculada con los regímenes para adelgazar ha superado con creces el volúmen de papel comprometido en la reimpresión de las sagradas escrituras.

Algunas de las causas de la nueva "epidemia" son cifradas en los cambios producidos por las tecnologías relacionadas con el confort: el uso del automóvil, de los electrodomésticos, de los portones electrónicos y, sobre todo, del control remoto tornan la vida cada vez más sedentaria, mientras los nuevos hábitos de alimentación (comida rápida, grasosa y pesada) incrementan las posibilidades de contraer un abanico de enfermedades (coronarias, cáncer, Parkinson y Alzheimer, entre otras) que prácticamente son desconocidas en países en los que, como en China o en Japón, no se superan las 2000 o 2200 calorías diarias.

Los imperativos de salubridad del siglo XX, presentes en la preocupación por imponer una alimentación más ligera, han ido de la mano de un nuevo ideal de belleza. Si el traje antiguo ocultaba y aprisionaba a un cuerpo connotado negativamente por el cristianismo, la renovada figura que se impuso en el período de entreguerras admitió polleras más cortas y medias que realzaban las piernas. Durante el verano las familias comenzaron a sentarse a la mesa en traje de baño, sin

ocultarse ante la mirada de sus hijos. Las revistas femeninas recomendaban a las mujeres que permanecieran atractivas si querían conservar a sus maridos, y prescribían para ello que diariamente ejercitaran sus abdominales y comieran carnes asadas a la parrilla y legumbres verdes.

Por aquellos años la revista francesa Marie Claire recibió innumerables cartas que protestaban porque "se pedía demasiado de la mujer", y porque la cosmética tan puntillosa (el rojo fulgente de los labios, las cremas y las sombras de color para la cara) antes eran patrimonio exclusivo de las mujeres "de vida alegre", mientras que a partir de ese momento realzar los propios encantos parecía convertirse en una operación "honesta". Por aquellos años la explosión publicitaria aceleró abruptamente la adopción de prácticas corporales que los médicos venían preconizando desde comienzos de siglo.

A mediados de los ´60 la publicidad extiendió los hábitos veraniegos de la burguesía al ideal de la vida cotidiana. Hombres y mujeres en traje de baño, junto a una piscina y con una cancha de tenis en segundo plano figuraban como los nuevos arquetípos de belleza: ya no la barriga "respetable" del circunspecto padre de familia sino el cuerpo delgado y atlético del tenista sonriente. Se generalizó el uso de ropa deportiva en la calle y en la oficina, y volver bronceado de las vacaciones se tornó un emprendimiento "de primera necesidad".

El imperativo de valerse de las dietas para adelgazar, producto de este cambio de mentalidad que comienza a observarse particularmente en el período de entreguerras, acaso sea uno de los medios de disciplinamiento fundamentales de las sociedades contemporáneas y, en particular, de las mujeres menores de cuarenta años. La bulimia y la anorexia, enfermedades que resultan del exceso y de la merma en la ingestión de alimentos por la voluntad de adecuarse a un ideal escuálido y esmirriado de figura femenina, fueron enfermedades desconocidas con anterioridad al siglo XX.

Si en la antigua Grecia la dieta era un componente del arte del buen vivir, una técnica de la existencia cuyos secretos podían ser conocidos y practicados por cada persona en particular, en las sociedades contemporáneas el individuo suele ignorar los pilares de la dietética, una disciplina que fue convertida en un conjunto mecánico de instrucciones destinadas a evitar enfermedades y a conformar un cuerpo que responda estrictamente a los cánones del modelo hegemónico establecido por los medios de difusión. Los antiguos no concibieron a la dieta como una obediencia ciega al saber de otro. Si bien se consideraba conveniente escuchar los consejos del médico, el aprendizaje adoptaba la forma de la persuasión: a la larga cada quien debía observarse a sí mismo y anotar qué alimento, qué bebida y qué ejercicio le resultaban más convenientes. Así fue como Platón distinguió dos tipos de médicos: los que son buenos para los esclavos y se limitan a prescribir dietas sin dar explicaciones, y los que se dirigen a los hombres libres, que conversan y dan razones mediante argumentos.

La generalización contemporánea de las dietas para adelgazar, que un antiguo consideraría propia de esclavos y no de hombres libres, lleva a gran cantidad de mujeres a perder el gusto por uno de los mayores placeres que depara la vida: la práctica habitual de comer con culpa parece heredar la impronta de otras culpas y otros ascetismos institucionalizados por el dogma cristiano. La satisfacción narcisista de la autocontemplación funda un nuevo modo de habitar el cuerpo. No casualmente del sinnúmero de productos dietéticos -light- parece haberse derivado la caracterización del posmodernismo en su conjunto como una cultura light, hedonista por fuera y disciplinaria por dentro, autónoma en la superficie pero heterónoma en sus crecientes exigencias de privación y sacrificio.