HISTORIA DEL ESPEJO

 

Roxana Kreimer

Desde hace por lo menos veinticinco siglos al más antiguo instrumento de la óptica se le atribuye la amplificación de una multiplicidad de poderes físicos y simbólicos. El espejo ha desempeñado un papel cardinal en la separación y en la reunión de hombres y mujeres. Su remisión al tema de la identidad, su movimiento fluctuante entre lo falso y lo veraz, a menudo ha planteado múltiples universos de referencia expresados en historias como las que Lewis Carroll urde en Alicia a través del espejo, o como las que imagina Borges cuando escribe que "al igual que la cópula, el espejo multiplica a las personas innecesariamente".

Si bien el espejo transparente es una conquista tardía en la historia de la cultura, los antiguos contaban con un metal pulido que cumplía las mismas funciones que el espejo contemporáneo. Sócrates recomendaba el uso del espejo a sus discípulos para que, si eran hermosos, se hicieran moralmente dignos de su belleza, y, si eran feos, lo ocultaran mediante el cultivo de su espíritu. No obstante, en la Grecia antigua el espejo era considerado un instrumento estrictamente femenino. El ciudadano consideraba que su uso era vergonzoso y solo en la peluquería observaba sin pudor el reflejo de su imagen. Como al varón que se enamoraba de mujeres (y no de hombres), al que se contemplaba en el espejo se lo juzgaba afeminado.

La imagen femenina paradigmática del esquema mítico muestra a Afrodita, diosa del amor, sosteniendo un espejo en una de sus manos; su equivalente masculino es Apolo, dios de la guerra, que sostiene un arco y una flecha. La reflexividad masculina solo aparecía autorizada por el vino, que en los banquetes liberaba la verdad de lo invisible en el diminuto cuerpo de la palabra. Siglos más tarde Esquilo escribiría: "El espejo de la belleza es el bronce pulido: el del alma, el vino". Mientras la virtud cardinal femenina era una belleza que debía obtener su legitimación en la reflexividad del espejo, los hombres encontraban su vocación en la lucha y en el uso de la palabra.

Las representaciones antiguas del espejo evidentemente dan cuenta de una mirada masculina sobre el universo de las mujeres. Aristóteles afirmó que durante la menstruación la mujer que se contempla en el espejo ve reflejada una nube sangrienta. La "inferioridad" de las mujeres, por otra parte, se vería probada por su dificultad para contemplar directamente su propio sexo. El ciudadano griego encontraba en el espejo una prolongación del cuerpo de la mujer joven. Numerosas representaciones dan cuenta de la desazón que sentía la mujer cuando veía reflejadas sus arrugas en el espejo. La vejez aparecía de este modo como una preocupación estrictamente femenina. Solo la metáfora del espejo asociada al tiempo alcanzaría a los varones, como cuando Eurípides le hace decir a Fedra: "El tiempo descubre a los malvados cual si fuera un espejo presentado a una doncella".

A los clásicos debemos también la idea de que la totalidad de una persona puede ser resumida en su rostro (el griego clásico reconoce una sola palabra para rostro, persona y personaje). El rostro femenino, al igual que su imagen reflejada en el espejo, fue blanco de permanente sospecha: la afición por el maquillaje fue asociada al engaño, dado que permitía ocultar defectos de cuya existencia al varón le convendría anoticiarse. En la Edad Media a las mujeres que se pintaban se las acusaba de "alterar el rostro de Dios" (¿Acaso la humanidad no había sido creada a imagen y semejanza del Señor?). Todavía en 1616 Thomas Tuke se preguntaba cómo podían las damas orar a Dios "con un rostro que no les pertenecía".

Para los griegos el espejo aparecía también como un productor de falsas apariencias; por tanto, las metáforas que se valen de su imagen no fueron asociadas al conocimiento de sí. Será Séneca quien siglos más tarde afirmó que los espejos fueron inventados para que el hombre se conociera a sí mismo y no para que se afeitara la barba frente al espejo. A través de esta dimensión metafórica el espejo fue vinculado con la identidad y se acentuó la idea de que para conocerse es necesaria una mediación, tomar distancia de uno mismo y contemplarse como objeto. En los primeros siglos de esta era Plutarco pretendió demostrar que la mujer debía ser el "espejo natural" del esposo (idea que prefiguraría el conocido refrán de que "detrás de todo gran hombre hay -se refleja- una gran mujer"). Mediante esta operación aspiró a probar que el amor mixto, de preferencia conyugal, vale lo mismo que el homosexual (la forma de amor más valorada por los griegos). En este contexto de exaltación de la familia, los hijos deberían reproducir especularmente la imagen de su padre.

Los escritores de la Roma imperial ya tomaron conciencia de que una de las limitaciones del espejo es la de ignorar lo que no aparece de frente. Séneca relató cómo su contemporáneo Hostius Quadra -verdadero precursor de mecanismos mucho más sofisticados- recorría los baños públicos con un juego de espejos cóncavos y convexos que le permitían mirarse el trasero y acrecentar su apetito sexual mediante el agrandamiento de las distintas partes del cuerpo, propias o ajenas.

Siglos más tarde el romanticismo generalizó la metáfora del espejo como señal de reciprocidad de los amantes. Al reflejarse unos en otros, los ojos se modelan mutuamente. La mujer, sin embargo, pocas veces aparecía como amante activa: su papel por lo general no era el de tomar la iniciativa sino el de responder o rechazar el amor masculino. Privada de luz propia, debía reflejar el halo de luz irradiado por el varón. Ya en la antigua Roma Aquiles Tacio le había hecho decir a su héroe: "Convéncela de que la amas, y ella te imitará".

El mito de Narciso concentra prácticamente todos los motivos de la metáfora del espejo como emblema identitario. En el ojo del espejo, un libro de Francoise Frontisi-Ducroux que acaba de ser editado por el Fondo De Cultura Económica, propone una interpretación del mito que diverge de la lectura psicoanalítica. Para esta investigadora francesa el mito de Narciso no representa la excesiva complacencia consigo mismo, ya que tras una efímera fascinación con su propia imagen reflejada en el agua, Narciso reconoce el error de no haber correspondido a la solicitud de su amor, se sume en la desesperación y muere desgraciado por no ser diferente a sí mismo.

Para Frontisi-Ducroux el mito refleja la imposibilidad de construir la identidad masculina en el espejo, es decir, en la reflexividad exclusiva de la belleza. El espejo no es un instrumento masculino porque lo propio del varón es la apertura al otro, la palabra, la vida activa y la socialización. Un hombre que vive solo del crédito que le otorga su belleza está condenado a la muerte, como Narciso. Aunque desde Helena de Troya la belleza femenina sea fuente de infinitas desdichas, la mujer, lejos de morir, nace al constituir su imagen en el ojo artificial del espejo.

Uno de los arquetipos de mujer más frecuentados en el siglo XX –el de la joven delgada y esbelta que no azarosamente es llamada "modelo"- enfrenta a la cámara que multiplicará su cuerpo al infinito como si escrutara complacida su propia imagen en el espejo. Aún en un siglo de proclamada emancipación, el ejemplo ilustra hasta qué punto la conformación de la subjetividad femenina es deudora de una cultura que, como la griega, colocó en manos de las mujeres un instrumento que a menudo les impidió representarse el mundo más allá de sí mismas.