Roxana Kreimer
La entrega de la producción de los nuevos documentos nacionales de identidad (DNI) a la empresa privada Siemens pone en el tapete la controversia en torno a los mecanismos que posee el Estado para el llamado control de la identidad de los ciudadanos. Obligado por la legislación vigente a no desprenderse de su DNI en el espacio público, al argentino no le resulta fácil creer que en la mayoría de los países anglosajones y escandinavos el Estado no prescribe la utilización de este documento.
Cuando, tres años atrás, un ministro conservador inglés propuso crear un mecanismo para el otorgamiento del documento de identidad en Gran Bretaña, la protesta fue casi universal: políticos de izquierda y de derecha y numerosos Organismos No Gubernamentales defensores de los derechos civiles y de las minorías étnicas y sexuales, empapelaron las paredes de Londres analogando al ministro con Stalin y al documento con un "pasaporte interior". Los países de tradición liberal se han caracterizado por objetar –al menos teóricamente- los mecanismos del Estado que a su entender lesionan las libertades individuales invadiendo la privacidad de los ciudadanos. Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelandia se inscriben en esta corriente, así como un gran número de países escandinavos. El proclamado "respeto por la vida privada" fue el argumento por el cual hasta el año pasado en Inglaterra las licencias para conducir carecían de una foto identificatoria. En la práctica, cada organismo que desea identificar la identidad de los usuarios crea los documentos que considera pertinentes a tal efecto. De este modo, la tarjeta de crédito, la carta naranja, el pasaporte, la factura de electricidad o la licencia de conductor permiten abrir una cuenta bancaria, pagar los impuestos, cobrar un cheque, votar o inscribirse en un club de video. Para viajar por Europa, la mayor parte de los británicos utilizan un pase sin foto expedido por la municipalidad de la ciudad en la que viven. Solo durante la Segunda Guerra Mundial los británicos aceptaron una excepción a esta regla y crearon un documento de identidad destinado a controlar a los extranjeros por sus posibles actos de espionaje. En 1953, sin embargo, el Poder Judicial prohibió estos controles y explicó que el documento había sido creado por "razones de seguridad" y que la policía no tenía ninguna razón para exigirlo una vez finalizada la guerra.
En Francia el documento de identidad también fue creado durante un período bélico, cuando en 1914 se ejerció un severo control de la circulación de extranjeros. Pierre Piazza, investigador en Ciencias Políticas de la Universidad Paris I, afirma que mientras por un lado el país que proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre sancionó la igualdad ante la ley, por el otro intentó segregar mediante el documento de identidad a los sectores de la población que juzgó ´desviados´, prostituidos, locos, delincuentes y nómades. Mientras en un comienzo la aparición de un documento en el que debía aparecer una foto junto a las impresiones digitales hizo que los franceses juzgaran que el extranjero era tratado como un criminal, finalmente, en 1940, durante el régimen de Vichy, todo francés mayor de 16 años estuvo obligado a obtener su documento de identidad. La palabra "judío", estampada en rojo en la primera página, fue la llaga estigmatizadora del país que se había proclamado baluarte de los principios de igualdad, libertad y fraternidad. Los antecedentes del sistema de "identificación en papel" se remontaban al invento del policía francés Alfonso Bertillon, quien en 1880 creó el "retrato hablado", una ficha que identificaba a los presos mediante la explicitación de los rasgos de su fotografía. Desde 1955 en adelante el documento dejó de ser obligatorio, aunque muchos franceses tramitan uno "por las dudas", para certificar con una prueba palpable su existencia social. Durante el siglo XX un documento de policía reservado en un comienzo solo a los sectores estigmatizados de la población devino en buena parte del mundo un símbolo de integración nacional.
Aún hoy en numerosos países es habitual que la policía pida documentos por la calle en un gesto de clara discriminación al extranjero. En Alemania deben mostrar con frecuencia su carta de identidad quienes "no tienen aspecto de alemanes", particularmente los turcos, los africanos y los europeos del este. Otro tanto ocurre en Turquía, donde el documento acusa en rojo si se trata de un curdo, del mismo modo que los documentos franceses estigmatizaban a los judíos durante el régimen de Vichy. En la Argentina los bolivianos, los peruanos y los paraguayos son interceptados por la policía con mucha mayor frecuencia que los ciudadanos de nívea estirpe europea. Aunque la cédula no es obligatoria, son los trabajadores de los países limítrofes quienes mediante este documento deben probar ante su empleador que poseen un prontuario policial impoluto.
Podría pensarse que en numerosos países la ausencia de documento de identidad –o su teórico carácter opcional- disminuye el control social por parte del Estado. Sin embargo, opuesta a la realpolitik, la práctica determina que a la larga cada país establezca sus propios recursos para saber cuáles son los ciudadanos "legítimos". La información que manejan las diversas instituciones que otorgan documentos específicos (licencia de conductor, seguro social, tarjeta de crédito) no solo no es ajena a la base de datos del Estado sino que la enriquece sobremanera.
Si bien en los Estados Unidos, en el Reino Unido y en Irlanda la ley no juzga obligatorio que el ciudadano circule por la calle munido de su documento de identidad, en la práctica quien quiera evitarse problemas deberá llevar consigo su carta de identificación. Al igual que en Australia, la licencia de conductor es el documento más utilizado, y aunque no se trata de un certificado expedido por la policía, cumple las funciones de un documento de identidad. Incluso muchos ciudadanos que no tienen la más ligera intención de manejar un vehículo solicitan la licencia de conductor con el fin de obtener un trabajo o de cobrar cheques.
Recientemente en los Estados Unidos se desató una fuerte polémica en torno al carnet de seguridad social, dado que, apenas implementada su creación, el gobierno prometió que no sería utilizado como documento de identidad. Sin embargo, en los últimos tiempos, la licencia de conductor –que en la práctica obra como documento de identidad- empezó a incluir el número del carnet de seguridad social. Sin este carnet, en Canadá no es posible firmar ningún contrato laboral. A las bibliotecas no se ingresa con un documento de identidad sino con el carnet de estudiante, y muchos de los trámites que en la Argentina se realizarían con el DNI allí se efectúan con la tarjeta de crédito, un documento que en el mundo anglosajón ofrece cada vez más utilidades, dado que supone un acceso inmediato al universo del dinero.
El contrato realizado hace un par de meses por el Ministerio del Interior argentino con la empresa Siemens, que exige la renovación de la totalidad de los DNI en cinco años y eleva de quince a treinta pesos el costo por sacar o renovar el documento, delega en una firma privada el uso de datos personales que antes solo obraban en poder del Estado. Esta operación podría ser interpretada como un desplazamiento del control del Estado hacia sectores privados o, como viene constatando la experiencia europea, como la interrelación del Estado con sistemas de control que permiten configurar un cuadro cada vez más específico y completo de la vida de cada ciudadano. Tarjetas de crédito, carnets de seguridad social, licencias de conductor, cartas naranjas y azules, facturas de servicios públicos y otras formas de identificación tan o más categoriales que éstas constituyen una red que, lejos de haber privatizado la "identidad nacional", parecen extender las redes de control a regiones de la vida privada en las que décadas atrás el Estado jamás pensó en intervenir.