Aunque el mérito fue un principio de
selección emancipador cuando en el siglo XVIII fue opuesto al nepotismo y a las
prerrogativas aristocráticas de nacimiento, la meritocracia contemporánea ha
justificado nuevos standards de exclusión y desigualdad social que resultan más
difíciles de reconocer que los que generan otros principios de exclusión. Esta
dificultad probablemente resida en que, como presupuesto básico de la cultura
moderna, la meritocracia ha sido hegemónicamente aceptada como modelo por buena
parte del espectro político de los dos últimos siglos.
Si bien en la modernidad la educación aspira a constituirse en
una instancia igualadora que sella en una tablilla en blanco saberes a los que
todo individuo estará en condiciones de acceder, una corriente antagónica
y determinista –cuyo origen acaso haya que hurgar en el providencialismo
religioso- lleva a que en gran cantidad de países a los once años se determine
darwinistamente el futuro de los niños. La eugenesia pretendió restituir el
innatismo rechazado por el mundo moderno, y aún hoy es posible observar sus
coletazos en la posibilidad de crear seres humanos mediante técnicas genéticas,
interviniendo en el genoma humano para elegir, reforzar, mejorar o eliminar
determinados rasgos. La posibilidad
de crear seres humanos diseñados mediante técnicas genéticas ya no es una mera
fantasía. En
esta rama de la manipulación genética, denominada antropotecnia, resuenan los
criterios eugenésicos que regaron el nacionalsocialismo. Si antes se
optimizaban ciertos rasgos mediante técnicas educativas, ahora se
privilegiarían mediante la intervención en el genoma. En los bancos genéticos se podrían comprar caracteres patentados y de
esta manera se redefiniría el standard
del ser humano “bien constituido”. En
combinación con los diagnósticos prenatales, se podrían aniquilar en el
seno materno o en las incubadoras los seres considerados inviables. Las
diferencias sociales podrían establecerse entre aquellos que hayan sido
modelados eugenésicamente y aquellos que nazcan en estado natural y, por ende,
sean menos "valiosos". En proyectos que, como éste, aspiran a la
optimización de la especie humana, se elabora cierta imagen del ser humano y
todo lo que no se adecua a ese modelo debe ser eliminado.
Ya el positivismo a menudo pretendió legitimar las
desigualdades sociales como naturales, articulando nexos entre pobreza y falta
de inteligencia, y manifestando su miedo al ascenso de las clases populares en
la oposición de la aristocrática figura del genio a la voluntad igualitaria de
la democracia. Entendido en sentido amplio, el evolucionismo también devino un
modo de transcribir el discurso político a términos científicos.
Contribuyó asimismo a la legitimación de la
división social del trabajo la impronta providencial que poseen los conceptos
modernos de vocación y profesión, entendidos como un llamamiento íntimo hacia
algo y como una misión impuesta por dios a cada individuo. La educación de este
modo es entendida como una habilidad productiva destinada a seleccionar a
"los más aptos" de la sociedad y no como una posibilidad de
enriquecimiento personal y social. Las
universidades tienden a ser consideradas usinas laborales y los estudiantes se
transforman en clientes. La formación se
limita a la transmisión de una destreza, al cumplimiento de un curriculum que
en el mejor de los casos permitirá
obtener un trabajo. Las reformas educativas no lograron acabar con el nepotismo, el soborno y los derechos por
herencia, pero mediante el ideal del mérito se justifica la falta de igualdad
social, desplazando a la aristocracia de nacimiento por el ideal de la
aristocracia del talento, una “aristocracia del espíritu” basada en cualidades
estrictamente individuales.
En innumerables países fallar en el ingreso
a la escalera educacional supone la futura exclusión de los lugares de
privilegio de la sociedad. Los diplomas son la condición de posibilidad para
acceder a los empleos mejor remunerados y a un capital simbólico del que el
trabajo manual es excluido casi por completo. Forma sustitutiva del gobierno de los clérigos, aún
cuando el prestigio social de la profesión universitaria declina en favor de la
figura mediática, la universidad aspira a monopolizar el acceso a los puestos
de trabajo bien remunerados y a conferir un capital simbólico que básicamente
legitima a la burguesía como clase. La contracara del sistema educativo es la
exclusión de los no diplomados de la posibilidad de acceder a las fuentes de
poder económico, político y simbólico. La movilidad social posibilitada por el
sistema educativo no atenta contra las clases sociales sino que, funcional a
ellas, contribuye a consolidarlas. El parámetro del talento es fetichizado,
borrando sus circunstancias concretas de producción.
La creciente demanda de niveles de capacitación distancia
cada vez más a los sectores favorecidos, que tienen acceso a una educación
secundaria y terciaria, de los sectores que básicamente son expulsados del
sistema educativo para su inserción en la esfera del trabajo manual. Si bien es
necesario diferenciar a los países en donde el nivel de escolarización implica
en mucha menor medida el acceso a los puestos de trabajo, aún en ellos rige
como ideal la sustitución del nepotismo, del clientelismo político, del
abolengo y del principio de selección del dinero por la meritocracia del
talento.
Ante la perspectiva de ascenso de las clases
populares, la democracia será considerada un mecanismo nocivo destinado a
nivelar y uniformar las “excelencias”. De ahí que el concepto de genio haya
comenzado designando al dios que protege a cada persona y haya terminado
destacando la “excelencia” de unos pocos hombres que, devenidos dioses,
resultan los exclusivos artífices del desarrolo social. La historia de la cultura es entendida como el producto del trabajo de
una minoría creadora, olvidando las “pirámides de sacrificio” sobre las que
está edificado el “progreso” humano.
La metafísica del mérito está basada en una confianza desmedida
en la educación; fundamenta mediante
supuestas desigualdades de talento la división social del trabajo, e ignora que
aquello que la mayor parte
de las veces pasa por constituir una
diferencia de “mérito” en realidad es
producto de puntuales desigualdades sociales
y económicas. Aún
cuando el sistema educativo posibilite cierta
movilidad social
ascendente,
su funcionamiento está básicamente al servicio de la
reproducción de la burguesía como clase y de
la legitimación de sus conocimientos–correspondientes básicamente a la esfera
intelectual-: el mérito será asociado en consecuencia a las actividades que
puede desarrollar la burguesía y no a la enorme cantidad de trabajos que
desarrollan las clases subalternas. La burguesía se
define por el ideal del mérito de forma directamente proporcional al modo en
que el proletariado se define por la privación de talento, iniciativa y
personalidad. Quienes “fracasan” en el sistema educativo son identificados con
aquellos que carecen de un “don” que ameritaría reconocimiento y deben aceptar su
destino porque supuestamente han competido en un marco de “justa igualdad de
oportunidades”. Quienes “triunfan”, por el contrario, sienten haber obtenido
mediante los exámenes y los concursos la legitimación objetiva y racional de su
mérito. Tal como señaló Marx en Miseria
de la filosofía, la “aristocracia de capacidades” se convirtió en
“imbecilidad” y miseria para el proletariado. De un lado los inteligentes, los capaces, los
talentosos, los aptos y los genios. Del otro los poco inteligentes, los incapaces,
los negados, los torpes y los estúpidos. Este modelo aparece en el contexto
fabril como uno de los arquetipos hegemónicos de la modernidad: en una fábrica
tipo, desde el siglo XIX se observa una división tajante entre los obreros
especializados, que aplican su ingenio, su capacidad de cálculo y previsión, y
los que no lo son. De un lado los administradores y los inspectores. Del otro
los que añaden monótonamente una sola pieza a la línea de montaje. A medida que
el personal técnico fue especializándose cada vez más, a medida que la maquinaria a su cargo se
hizo cada vez más compleja, los ejecutores de trabajos rutinarios vieron
simplificada su tarea y obtuvieron una consideración cada vez menor por parte
de la sociedad. De un lado la dirección y el mando. Del otro la realización y
la obediencia. De un lado el intelecto, del otro lado el cuerpo. La idea de
vocación reforzó este dualismo, dado que la impronta determinista que evidencia
por haber sido comprendida como la misión impuesta por dios a cada individuo,
contribuyó a que la división social del trabajo pareciera determinada por el
destino.
La desmitificación del mérito lleva a
replantear buena parte de los criterios declarados de selección. El ideal meritocrático no se hace cargo de la exclusión de quienes no
han salido victoriosos en los mecanismos de selección articulados por la
burguesía, sea porque no los han aprobado o porque ni siquiera han tenido
oportunidad de acceder a ellos. El discurso hegemónico ilustrado afirma que las
fortunas serán legítimamente
repartidas cuando la distribución sea proporcional a la
industriosidad y a los talentos de cada cual. Este ideal no da cuenta por un
lado de que la mayor parte de las veces lo que pasa por una desigualdad de
mérito es una desigualdad de clase, y que aún cuando el comienzo de la
“carrera” fuera parejo –es decir, aún cuando pudiera implementarse el principio
de “igualdad de oportunidades”-, quienes no han salido victoriosos en el “orden
de mérito” tienen derecho a una mínima igualdad sustantiva de la que no se hace
cargo el formalismo del principio liberal. El sistema de exámenes ilustra así
la actitud ambivalente del ideal democrático ilustrado: mientras por un lado se
resiste a la cristalización de una "casta" privilegiada de ciudadanos,
por el otro aspira a crear una élite basada en los certificados educativos. Por
otra parte, la imposibilidad de establecer una meritocracia "pura" se
revela en que con frecuencia aquello que es entendido como “mérito” es
resultado de la habilidad para gestionar en las instituciones
burocráticas.
El
ideal del mérito suele desconocer asimismo que si bien la enseñanza puede
contribuir al aprendizaje, una considerable porción de conocimientos son
adquiridos fuera de los centros educativos. A diferencia de la corporación, en
donde se produce una continuidad entre el aprendizaje y la práctica, la
universidad separa la esfera del aprendizaje de la de la producción y aspira a
emitir "certificados de racionalidad objetivos", que "hablen por
sí mismos" con necesariedad y universalidad, ontologizando y
sustancializando de ese modo un dominio que pertenece a la esfera de la
práctica. La implantación del ideal burgués de profesionalidad revela el
triunfo de la ciudad sobre el campo, y el del trabajo intelectual sobre el
trabajo manual en el ámbito de la economía y en la esfera simbólica de la lucha
por el reconocimiento.
Aún en
la definición de la que hoy dan cuenta los diccionarios el concepto de mérito
está ligado a la lógica de premios y castigos que desarrolla fundamentalmente
la escatología cristiana, pero que hunde sus raíces en la cultura clásica
griega. El modelo judicial que inspira el sistema escolar insta permanentemente
al castigo y a la recompensa –llamados “estímulos”-, a la evaluación,
clasificación y determinación constante de quien es el mejor y quien el peor.
El régimen extorsivo de premios y castigos instituido mediante el sistema de
exámenes suele ser reacio al pensamiento crítico, además de promover la
docilidad y la búsqueda del propio provecho. El principio de “igualdad de
oportunidades” propugna un tipo de “igualdad” para la competencia, es decir
para el dispositivo paradigmático del capitalismo, productor –como en la
escatología cristiana- del dualismo de los “hundidos” y los “salvados”. La exaltación de la
competencia no es de origen moderno: está presente en la épica griega y se
prolonga en el fervor ateniense por los certámenes que determinan quién es
superior y quien ha logrado la excelencia (areté)
en un determinado dominio físico y espiritual. Este artilugio planteó no pocas
tensiones con el ideal comunitario de la democracia griega y con el ideal
igualitario moderno.
Dotado de un revestimiento cientificista y
objetivista, el examen remeda un mecanismo que en esencia está presente en la
práctica griega de los concursos, en el standard competitivo de la areté, en la exaltación de la lucha y
del esfuerzo, y de la comparación permanente de cada cual consigo mismo y de
cada cual con todos, es decir, en la consideración de que lo importante es
sobresalir, ganar y ser premiado, y en
la básica exclusión de toda excelencia que pueda ser obtenida en cooperación.
Al igual que la guerra y el certamen deportivo,
en tanto métodos de selección racional del mérito los exámenes y los concursos
son planteados en términos de lucha. El ideal meritocrático, aplicado a partir
del principio de "igualdad de oportunidades", justifica la división
del trabajo y en esencia no responde a
un mecanismo competitivo del todo diverso a la forma mentis que contribuyó
al exterminio masivo de los tipos considerados no aptos.
La distancia entre la cultura de los
expertos y la de los neófitos se acrecienta día a día. Los sectores
privilegiados y los sectores más desfavorecidos están cada vez más separados por el conocimiento. El concepto de
mérito cada vez encierra más a la inteligencia en la estrechez de los
conocimientos especializados, al punto de preparar a un profesional "que
sabe cada vez más, de cada vez menos". La areté griega en este sentido se diferencia de manera crucial del
concepto moderno de mérito, ya que no refiere a una formación técnica –que es
considerada propia de ignorantes- sino a una formación integral, no apunta solo
al desarrollo de facultades intelectuales sino también al desarrollo del carácter. Las antiguas culturas indias, por su parte,
no encontraban ninguna traba frente a la posibilidad de que un mismo individuo
pintara un paisaje y trabajara con la sierra, o que a un tiempo cantara a la
luna como poeta y la estudiara como astrónomo.
Los interrogantes en
torno a los procesos creativos –expresados en la doctrina fetichista del genio
y la inspiración, en las que el acto creador aparece como una actividad
irracional, repentina y realizada sin esfuerzo- han contribuido a fortalecer el
discurso meritocrático, el innatismo –para el que el genio será un favorito de
los dioses o de la naturaleza- y el determinismo. De acuerdo a esta lógica, la
creación y la excelencia en todos los dominios del conocimiento humano siempre
serán patrimonio de unos pocos espíritus “selectos” que no reconocen deuda
alguna con el contexto comunitario.
En el
siglo XX la doctrina del genio se afirma definitivamente como una pieza clave
del culto a la personalidad y a la exaltación individualista. La adoración del
éxito a menudo aparece menos como el reconocimiento de una labor objetiva que
como el logro de atención y amor por parte de la comunidad, y será uno de los componentes cardinales del
culto contemporáneo al genio, una categoría de la que serán excluidos principalmente
quienes desarrollen trabajos manuales que no sean considerados artísticos, y de
manera secundaria quienes desarrollen tareas intelectuales subalternas. Los
trabajos fundamentales y anónimos que
conforman la historia de la cultura no ameritarán el rango de genialidad, una
categoría cuya metafísica justifica la división del trabajo en base a una
jerarquía de capacidades que ocluye los
orígenes básicamente sociales de la
desigualdad.
Si la aparición de los apellidos en la Edad
Media ya había comenzado a vincular la identidad con el universo del trabajo,
los títulos universitarios acentuarán esta tendencia en la que el ideal
ilustrado de la educación aparece como una nueva herramienta para la lucha por
el status social entendida en términos de prestigio, ventajas económicas y
poder.
La modernidad traslada el esquema aristocrático terrateniente al ideal burgués del imperio del talento. Identificada con el mundo del trabajo, la figura del profesional heredará derechos análogos a los que detenta el caballero para la posesión del feudo. Como el caballero, el universitario sella la identidad entre virtud y nobleza y suele sentirse un personaje eminente; es prestigioso en virtud de su escasez, reemplaza el título nobiliario con su título profesional –Dr., Licenciado, Ingeniero, Arquitecto- y lo antepone a su nombre y a su apellido, desprecia el trabajo manual y reclama para la tarea intelectual una dignidad que juzga superior.
En la
modernidad el desarrollo del talento forma parte del proceso de construcción
del yo. Mediante el régimen profesional de licenciaturas el individuo moderno
encuentra uno de los ejes identitarios fundamentales del conocimiento de sí en
el “descubrimiento” de una vocación que será identificada exclusivamente con su
desempeño en la esfera del trabajo. La pertenencia a una categoría
socioprofesional le brinda una red de interdependencia que tenderá a desplazar
a otras formas de sociabilidad como la familia ampliada, el barrio y la
comunidad. Se produce de este modo una cosificación en la que el status profesional se antepondrá –y a
menudo será indiferente- a su sentido ético. El individuo laico ya no ganará el
cielo con las buenas acciones sino con el trabajo. Este desplazamiento revela
por un lado la caída en descrédito de la esfera ética, y por el otro la
tendencia a identificar todos los resquicios de la vida del individuo con el ámbito laboral. La inflación del
trabajo ocluirá buena parte de las referencias
no “productivas” que puedan articular la vida humana.
El
ideal del mérito no considera que aún con la abolición de la propiedad privada
de los medios de producción seguirán existiendo trabajos desagradables pero
socialmente necesarios y que no son fruto de ningún "mérito" en
particular. Incluso en tiempos en que el desarrollo de la tecnología de punta
exige altos niveles de capacitación,
cabría preguntarse si buena parte de los trabajos socialmente necesarios no
suponen más la efectivización de un servicio que la capacidad individual
cifrada en términos de mérito o de talento.
Marx y Rousseau propugnan que cada
ciudadano aporte a la sociedad los trabajos que sean resultado de su talento
individual pero, a diferencia del ideal ilustrado, descreen que la diversidad
de ingenios amerite una retribución
económica desigual. Rousseau no jerarquiza los trabajos por orden de mérito y
propugna que cada ciudadano sea retribuido de acuerdo a los servicios que
brinda a la sociedad. Tal como afirmaron Rousseau y Marx, el ideal
meritocrático solo podrá sortear la desigualdad social si instituye el fin de
la división del trabajo y el comienzo de una especialización voluntaria acorde
a las necesidades de la sociedad y a las preferencias de cada cual.
Sería ingenuo postular aquí que el modelo meritocrático es el único que rige en los albores del siglo XXI. Otros principios de selección –fundamentalmente el económico- son más determinantes para el orden social, aunque, como se ha señalado, están íntimamente imbricados con la metafísica del talento. No obstante, su influjo no es desestimable al propugnar –al igual que otros principios de selección- el ideal de un individuo que se “realiza” en una sociedad que no se “realiza”, al erigir como modelo el de una salvación estrictamente individual, una “robinsonada” en la que la demanda de títulos se impone a la demanda de conocimiento y a la construcción de saberes en el ámbito de la praxis, y en la que la ascensión de los técnicos coincide con la abdicación de la mayor parte de los compromisos modernos de emancipación social y política.