En las
sociedades modernas el examen constituye una forma emblemática de saber y
poder. La civilización moderna se caracteriza por un creciente refinamiento de
los métodos evaluativos, tanto en el ámbito de la educación como en el de la
ciencia, en el del sistema penal, en el del trabajo y en el del sistema de
salud. El examen también es una herramienta de la que se vale la burguesía para
la certificación y consagración del
mérito, un ideal que legitima a esta
clase por oposición al principio selectivo del abolengo, propio del esquema
aristocrático.
El
examen aparece así como un mecanismo democrático articulador de los ideales
ilustrados de igualdad, racionalidad y
libertad. El acceso a los puestos de trabajo en general y a los cargos
burocráticos en particular estaría mediado por una instancia frente a la cual
aparentemente todos los ciudadanos se encontrarían en igualdad de condiciones,
y que les otorgaría en la jerarquía social un lugar proporcional a su
industriosidad y a su talento.
Por su
contenido y por su forma, el examen ha sido considerado el regulador
fundamental para la adquisición de cultura legítima, revelando, como han señalado
teóricos de la reproducción (Bourdieu y Passeron, entre otros), la autonomía
relativa del sistema educativo en relación al
sistema de clases.
Como
observó Max Weber, mediante el
instrumento del examen, el ideal democrático ilustrado muestra una actitud
ambivalente: por un lado propugna la selección de individuos calificados
provenientes de todos los estamentos sociales, pero por el otro se resiste a
que un sistema de mérito y certificados educativos cree una "casta"
privilegiada de ciudadanos.[1]
Para
el análisis de esta aporía que presenta el ideal democrático frente al
instrumento de selección meritocrática del examen, me propongo realizar una
genealogía y una crítica del examen como instancia productora y certificadora
del mérito, teniendo en cuenta a partir de una matriz de análisis foucaultiana
los antecedentes del examen en la historia del pensamiento y su consolidación
como forma emblemática en que los saberes entran en circulación en las
sociedades disciplinarias. Salvo algunas referencias aisladas de Foucault, que
no trabajó específicamente la problemática del sistema educativo, el examen que
tiene lugar en este ámbito aún no ha sido abordado como sujeto filosófico. En
el prólogo de la segunda edición de Los
intelectuales en la Edad Media Le Goff reconoce que su libro debería haber
hecho referencia a este mecanismo fundamental que nace con las universidades
medievales.
Me
referiré asimismo al examen como instrumento propio del sistema educativo en su
primera aparición en la universidad medieval y a su impronta religiosa en
relación al universo transmundano de premios y castigos, al contexto en el que
aparecen por primera vez en Occidente los títulos universitarios como
certificados públicos de oficio, al ideal de profesión y vocación a la luz del
análisis que efectúa Max Weber sobre el origen del examen por la necesidad de reclutamiento de
expertos en la conformación de las organizaciones burocráticas, al sistema
chino de exámenes, desarrollado mil trescientos años antes de la aparición del examen
en Occidente para el acceso a los cargos burocráticos, al análisis que efectúan
los teóricos de la reproducción sobre el examen como instrumento de control
social y, por último, intentaré problematizar las prácticas vinculadas al
examen como instrumento de selección meritocrática.
La perspectiva foucaultiana
Foucault
define al examen como un tipo particular de poder vinculado al saber que
implica "una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar,
clasificar y castigar".[2]
Si bien caracteriza al examen como un mecanismo propio de los sistemas
disciplinarios nacidos a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, sus
antecedentes se remontan a la antigüedad clásica.
La
palabra examen procede del latín y remite a la acción de pesar, apreciar o
calcular el valor de una cosa. En el mundo moderno examinar ya no significa
pesar (práctica vinculada con el uso de la balanza, que durante siglos fue
considerada una metáfora del concepto de justicia) sino investigar o
experimentar, formular una disertación crítica o escudriñar una doctrina. La
etimología de la palabra examen, que remite a prácticas tan diversas como la
del examen de conciencia, el examen médico, el examen universitario, la
estadística, la indagación sobre las capacidades de una persona o el examen de
una doctrina científica, da cuenta sin embargo de una matriz común analizada
por Michel Foucault a través de toda su obra.
Esta
matriz común da cuenta de un poder que se ejerce haciendo preguntas y que ha signado la relación que Occidente mantuvo
con el conocimiento y con la idea de verdad.
De allí -cabría agregar- la polisemia de la palabra cuestionar, que por
un lado remite a la acción de la pregunta (en inglés, question) y por el otro a la crítica de sesgo negativo. Por ello
esferas tan disímiles pueden referir a una única palabra -examen- que si bien
deriva en una multiplicidad de significados, imprime a todos ellos cierto
"aire de familia" común.
Foucault encuentra en la historia de Edipo un testimonio del origen de
esta forma de conocimiento a la que denomina indagación, y que constituyó un antecedente del examen. Primer testimonio de las prácticas
judiciales griegas, la tragedia de Sófocles es representativa de un determinado
tipo de relación entre poder, política y conocimiento. Mientras en las
sociedades indoeuropeas del Oriente mediterráneo el saber era un atributo del
poder político -el rey y quienes lo rodeaban administraban un saber que no
debía ser comunicado a los demás grupos sociales-, Edipo es un rey que indaga porque
ignora la verdad -que ha matado a su padre y se ha casado con su madre-
testimoniada por un pastor, alguien ubicado en el extremo más bajo de la escala
social.
Esta
forma de entender la verdad fue "una conquista de la democracia griega; el
derecho de dar testimonio, de oponer la verdad al poder, se logró al cabo de un
largo proceso nacido en Atenas durante el siglo V".[3]
La prueba fue el procedimiento
anterior al que se opuso este mecanismo llamado indagación. En Homero la prueba
aparece como una disputa reglamentada entre dos guerreros para demostrar quien
ha violado el derecho del otro. No hay juez, sentencia, indagación ni
testimonio que dé cuenta de la voluntad de conocimiento de una verdad. Se trata
de un litigio entre individuos, de modo que nadie acusa en representación de la
sociedad o del poder. Tampoco se identifica justicia con paz: el derecho es una
forma reglamentada de conducir la guerra, de encadenar los actos de venganza.[4]
No se prueba la verdad sino la fuerza.
El verdadero "complejo de Edipo" es para Foucault la
revolución en el descubrimiento judicial de la verdad que testimonia esta
historia y que constituirá un modelo para otros saberes (filosóficos,
retóricos, empíricos).
El
precepto del oráculo de Delfos "Conócete a ti mismo" dará cuenta del
nacimiento de esta forma de indagación que profundizarán Sócrates y la
tradición racionalista occidental en su conjunto. Si para los pitagóricos, que
se apropian de la tecnología oriental del examen de sí mismo, la indagación era una forma de purificación[5],
para estoicos y epicúreos se desarrollará como un examen de conciencia referido
al "cuidado de sí" en el que, a diferencia del examen de conciencia
cristiano, las faltas son buenas
intenciones que han quedado sin realizar; no se trata de un modelo jurídico
sino de un punto de vista administrativo sobre la propia vida. Entre
pitagóricos, estoicos y epicúreos, el examen de conciencia opera como una forma
diaria de contabilizar el mal y el bien realizados en relación a los deberes de
cada uno, de modo que cada individuo pueda medir el progreso en el dominio de
sí mismo. Antes de dormir, en las cartas a los amigos, en la interpretación de
los sueños, el estoico examina su propia conciencia. A simple vista -escribe
Foucault-, "parece que el yo es a la vez juez y acusado (...) pero visto
de cerca es algo bastante distinto a un juicio". [6]
Las metáforas de Séneca no son jurídicas sino administrativas, "como
cuando un arquitecto controla un edificio". El examen de sí implica la
adquisición de un bien.
Del
análisis de Foucault es posible inferir que el pasaje del autoexamen,
procedimiento en el que cada quien es su propio censor, al tipo de examen en el
que otra persona jerarquicamente superior es quien inquiere y -eventualmente-
castiga, implicará un giro crucial para la cultura de Occidente. El
cristianismo se apropiará del examen de conciencia que promovió el mundo
helénico: la confesión, realizada con el fin de que el sacerdote descubra los
pecados cometidos, será una evidencia del paso de la función administrativa que
tuvo durante el helenismo a la función judicial que adoptará en el
cristianismo. A diferencia del cristianismo primitivo, para el que la
penitencia es un estatuto impuesto solo a quienes cometen faltas muy serias, la
Iglesia instituye el ritual del castigo y requiere otra forma de verdad,
diferente de la de la fe, basada en la obediencia.
Mientras para Séneca la relación del maestro con el discípulo termina
cuando el alumno "accede a esta vida", en el cristianismo la
obediencia no se basa solo en la necesidad de perfeccionamiento de sí: el
destino final no es la autonomía sino el control total de la conducta por parte
del maestro, "el yo debe constituirse a sí mismo a través de la
obediencia".[7] Por
contraposición al líder griego que, sin carecer de tierra, se ocupa
fundamentalmente de calmar hostilidades, el líder hebreo y, luego, el cristiano
-a los que Foucault llama "pastores"- promete la salvación en una tierra que habrá de obtenerse en el
futuro. En el pastorado cristiano "hace falta saber cómo se encuentra cada
oveja" a cada instante. El propósito del examen no es el de cultivar la
conciencia de uno mismo sino el de permitir que se abra por completo a su
director para revelarle las profundidades del alma.[8]
Por contraposición al estoicismo, en el cristianismo para saber si los
pensamientos son de buena calidad hay que contárselos al maestro, renunciando
-llegado el caso- al deseo propio. En el siglo XIII este tipo de examen se
complementará con la penitencia. En Omnes
et singulatim Foucault señala que ese poder individualizador, creador de
formas de subjetividad -ese poder que él no vincula solo con la coerción sino
con su aspecto productivo- comenzó a desplazarse al Estado, mediante
iniciativas tendientes a controlar grandes masas de población. En su misión
"pastoral" el gobierno habría creado la biopolítica, el control de la
natalidad, las migraciones y otras técnicas de la anatomopolítica.[9]
Foucault señala que mientras en los textos griegos y romanos la
exhortación al deber de conocerse a sí mismo está siempre asociada con el
principio del cuidado de sí, ya que para los antiguos el cuidado de uno mismo
es el punto de partida para la preocupación por la vida política, la tradición filosófica moderna enfatiza el
"Conócete a ti mismo" en desmedro del "Cuídate a ti mismo".[10]
Desde la perspectiva de la evolución de la idea de mérito, este análisis de
Foucault puede ser leído como el
deslizamiento del concepto desde el universo ético -por cuanto en la antigüedad
la ética equivale al cuidado de sí- al universo del conocimiento y del trabajo.
En la modernidad uno de los ejes identitarios fundamentales del conocimiento de
sí es el "descubrimiento" de una vocación que deberá circunscribirse
al universo del trabajo. El concepto de
mérito ya no será asociado, como en la antigüedad y en la Edad Media, a la
esfera de la ética: la "realización" y la salvación a la que se ve
compelido el individuo moderno proviene del ámbito laboral; esta consideración
del talento o de la vocación proyectará su sombra sobre los valores éticos, a
los que -si se entiende la palabra ética en su sentido antiguo y medieval- ya no se circunscribirá el ideal del mérito.
En la modernidad el mérito ya no equivaldrá a la bondad de carácter sino al
talento desarrollado en la esfera del trabajo.
El
procedimiento de la indagación, que surge por primera vez en Grecia -Foucault
lo ilustra mediante el ejemplo de Edipo y del examen de conciencia-
practicamente desaparece tras la caída del Imperio Romano. En el medioevo el litigio
entre individuos se vuelve a establecer a través del sistema de la prueba, entendiendo al derecho como una
forma reglamentada de conducir la guerra. En el régimen de la prueba no se
certifica la verdad sino la fuerza física, el peso o la importancia de quien
dice algo. Foucault señala que en el viejo derecho de Borgoña del siglo XI, el
acusado podía establecer su inocencia reuniendo a doce testigos que juraban que
el acusado no había cometido asesinato alguno. Con ello se ponía en evidencia
la solidaridad social que un individuo era capaz de concitar. También eran
usuales las pruebas corporales, llamadas ordalías: si el acusado, por ejemplo,
caminaba sobre hierro al rojo y dos días después tenía cicatrices, perdía el
proceso. En otro tipo de prueba, se amarraba la mano derecha de una persona a
su pie izquierdo y se la arrojaba al agua. Si no se ahogaba perdía el proceso
porque eso significaba que el agua no la había recibido bien; si se ahogaba lo
ganaba porque era evidente que el agua no la había rechazado.[11]
El juego de preguntas y respuestas era innecesario; el juez no atestiguaba una
verdad sino la regularidad del procedimiento.
La
indagación resurge en los siglos XII y XIII, pero de un modo bastante diferente
al que se observa en la tragedia de Edipo, ya que la Iglesia la implementa
fundamentalmente como indagación espiritual sobre los pecados -lo que supone
una inqusición tanto sobre bienes y riquezas como sobre corazones, actos e
intenciones- y el Imperio Carolingio lo utiliza como una forma de determinar la
verdad haciendo preguntas a las personas notables y capaces.[12]
El juego de preguntas y respuestas se prolonga en el procedimiento de la
confesión, que desempeña un papel importante para el control de las faltas -y
no solo las referidas al sexo- en las instituciones penales y religosas. Poco a
poco el Estado tiende a monopolizar todo el procedimiento judicial: si antes
los conflictos eran resueltos por los individuos entre sí -el mediador solo
comprobaba la regularidad del procedimiento-, en los siglos XII y XIII aparece
un nuevo personaje, el procurador, representante de un soberano que ahora se
declara personalmente afectado por el delito. Siglos más tarde será el Estado
el que justificará su intervención declarando que la sociedad toda se ve afectada
por el conflicto entre dos individuos.
El
análisis de Foucault sobre los mecanismos de poder de las formas de examen y de
indagación que, en sus diversas formas, han signado a la cultura Occidental,
encuentra una de sus aristas más ilustrativas en el fenómeno europeo de la
Inquisición. A partir del siglo XIII se instala en Europa este
"espectáculo" en el que mediante un juego de preguntas y respuestas
se aúna la tortura moral con el suplicio físico. En su batalla contra los
herejes, la Iglesia implementa un mecanismo de preguntas y respuestas en el que
el sospechoso es obligado a formular su confesión en determinados intervalos de tiempo. Los inquisidores consiguen así
que el relato del acusado esté en relación con lo que se desea oír. La
confesión es obtenida ante la vista de instrumentos de suplicio, en medio de
amenazas y torturas. Violencia intelectual, parálisis de pensamiento, suplicio
físico: ante la pregunta, la confesión debe brotar como sea, se trate de una "herejía" real o
de una falta imaginaria.
Del
procedimiento inquisitorial se desprende para Foucault la técnica que será
implementada en las metodologías modernas de investigación de las ciencias
empíricas.[13] En
contraste con el saber contemplativo premoderno, la voluntad de Bacon de "torturar"
a la naturaleza con preguntas es una muestra del ello. Picco de la Mirándola
cuestiona la interpretación instituida, basada en la autoridad -"Lo dijo
Aristóteles"- en favor de la posibilidad de verificación. Originada en la
práctica judicial, la indagación (enquête),
tal como la practican los científicos -geógrafos, botánicos, zoologos,
economistas- es una forma característica de la verdad en las sociedades
modernas. Tras sufrir una "depuración especulativa", el procedimiento
articuló ciencias como la psiquiatría, la psicología y la sociología en la
modalidad de tests, conversaciones, interrogatorios y consultas. El ritual
discursivo de la confesión se prolongará en las técnicas de la psicología en
general y del psicoanálisis en particular.
La metodología
moderna de investigación encuentra una de sus condiciones de posibilidad en el
examen de conciencia protestante. Fundamento de la interpretación personal de
la escritura -cuya exégesis autorizada ya no será la de la jerarquía
sacerdotal-sacramental-, el examen de conciencia protestante sustentará el ideal moderno de libre pensamiento. No
obstante, esta búsqueda personal de la verdad entrará en contradicción con otro
examen, heterónomo y no autónomo, mediante el cual el creyente protestante
puede ser condenado por Dios al suplicio del infierno.
Hacia
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, el suplicio físico comienza a ser
rechazado y desaparecen la horca, el
látigo y la picota, que ahora serán una muestra de la barbarie de los siglos.[14]
La pena no apuntará ya a producir dolor en el cuerpo sino en el alma, cuyas
representaciones se manipulan mediante una vigilancia jerárquica y
normalizadora permanente: "el castigo pasó de ser el arte de las
sensaciones insoportables a la economía de los derechos suspendidos". [15]
Se pone así en evidencia menos la preocupación por la "humanidad" de
los condenados que una justicia más sutil que aumenta la intolerancia frente a
los delitos económicos. Lo esencial
ahora no será castigar sino corregir, reformar y curar en nombre de la sociedad
toda. Relevarán al verdugo vigilantes, médicos, capellanes, psiquiatras y
educadores.
El
análisis de Foucault puede ser referido con pertinencia a los cambios operados
en el sistema educativo: la implementación del examen en esta esfera denota la
progresiva intención de desplazar el castigo infligido en el cuerpo del alumno
-habitual por lo menos desde la cultura greco-romana en adelante- al castigo
infligido en su alma. Desde la perspectiva de Foucault, se puede trazar un paralelo
entre la aplicación de castigos físicos en el ámbito educativo y el castigo en
el derecho monárquico, que utiliza las marcas rituales de la venganza que
aplica sobre el cuerpo del condenado y despliega ante los ojos de los
espectadores un efecto de terror. Tanto el suplicio como el castigo corporal en
el ámbito educativo comienzan a disminuir a fines del siglo XVIII: ambos
responden a un régimen de producción en el que el cuerpo humano no tiene ni el
sentido utilitario ni el valor comercial que les conferirá la economía
industrial; en ambos el castigo como teatro de ahí en más será juzgado de
manera negativa y tenderá a ser ocultado. De la percepción casi cotidiana del
castigo se pasa a la conciencia abstracta de él, ya no el teatro abominable
sino la certidumbre de ser castigado-reprobado. En la nueva tecnología del
poder el castigo se ocultará y solo se publicitará la sentencia. Es como si el
modelo que lo reemplaza, en su afan de corregir, reformar y "curar"
tuviera "vergüenza de castigar"[16];
la pena ya no estará cifrada en el dolor del cuerpo sino en la recalificación
del alma; de lo que se trata ahora es de evitar el castigo corporal para
respetar tanto la "humanidad" del asesino como la del alumno. En el
desplazamiento del momento del suplicio al de la investigación, se pasa del
enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y
el investigador. Otro tanto ocurre con la implementación del examen en el
sistema educativo: del enfrentamiento físico con el maestro que, llegado el
caso, inflige al alumno castigos corporales, se pasa a una lucha intelectual
entre ambos, posibilitada por el mecanismo del examen. Foucault encuentra que
la prisión es entendida como un castigo igualitario[17];
otro tanto puede decirse del aplazo en el examen: en el pasaje de una
tecnología de poder a otra no se trata de castigar menos sino de prevenir y
castigar mejor, con mayor necesariedad y universalidad. Los tres mecanismos del
panóptico -vigilancia, control y corrección- constituyen la dimensión fundamental
de ambas modalidades de la sociedad disciplinaria. En tiempos de gran
crecimiento demográfico, el castigo podría realizarse con mayor eficacia y en
nombre de la sociedad toda. Así como el delincuente ya no aparece como enemigo
del soberano sino como enemigo del pacto social, a través del sistema de
exámenes que monopoliza el Estado el alumno será aprobado o reprobado en nombre
de la sociedad toda.
Estos
dispositivos disciplinarios, que aparecen a fines del siglo XVIII y que están
relacionados con la consolidación del capitalismo, suponen una retícula de
poder de la que casi nada se escapa. El examen opera así como una exacerbación
de los procedimientos que lo antecedieron: mediante su ejercicio todo el
individuo está incluido en actividades que posibilitan una vigilancia
constante. Las disciplinas controlan el tiempo de las personas, sus actos, sus
conocimientos, sus gestos. Estuvieron presentes en las órdenes monásticas
medievales, en los cuarteles, y en el
siglo XVII comienzan a aplicarse a los procesos del trabajo.
Instrumento por excelencia de la disciplina, el examen es un tipo de
poder que se manifiesta como una forma de registro, en general escrito, cuya
mirada "celular", individualizante, clasificadora, calificadora y
normalizadora, coloca al individuo en un marco permanente de vigilancia.[18]
El examen establece una visibilidad que permite diferenciar y sancionar; es la
fijación "científica" de las diferencias individuales. El poder del
examen no debe ser entendido exclusivamente en términos negativos de coerción
sino también como fabricación de una subjetividad celular. El individuo debe
ser encauzado, corregido, clasificado, normalizado o excluido. Por ello en
todos los dispositivos de la disciplina el examen está altamente ritualizado. Se
examinará en el hospital, en la prisión, en la fábrica, en la escuela. Las formas del examen dieron origen a la
sociología, a la psicología, a la psicopatología, a la criminología y al
psicoanalisis con el objeto de producir cierto número de controles políticos y
sociales. El examen se vincula con la estadística en la caracterización de
hechos colectivos y con la estimación de las desviaciones de unos
individuos respecto a otros.[19]
La
minucia de los reglamentos y la mirada puntillosa de las inspecciones en la
escuela, el cuartel, el hospital y la prisión son dispositivos de poder de una
racionalidad económica que percibirá hasta el más pequeño acontecimiento, hasta
el detalle más fino de la existencia humana. Foucault juzga que este mecanismo
fue prefigurado por la influencia "pastoral" cristiana, un poder
individualizador ajeno al pensamiento griego que se ejerce continuamente sobre
los individuos a través de la demostración de su verdad particular. Los
dispositivos en los que se lleva a cabo este control son espacios cerrados en
los que los individuos ocupan un lugar fijo; sus movimientos más ínfimos están
permanentemente controlados, localizados y registrados. Estructuras militares, hospitalarias,
escolares, penales y laborales seguirán el diagrama de la jerarquía y la disciplina.
La estructura arquitectónica del panóptico materializa el modelo de
control: una periferia en forma de anillo en la que se alinean celdas
unitarias, con una torre central de anchas ventanas desde las que un vigilante
individualiza a las figuras cautivas. Ve pero no es visto, de modo que quien se
encuentra en la celda se siente permanentemente mirado. Poco importa quien
ejerce un poder que funciona de modo anónimo y automático. El panoptismo es la
figura de una nueva anatomía política: no está diseñado para la violencia
física sino que es un modelo que bajo la apariencia de socorrer, curar y
educar, funciona como un dispositivo carcelario que se sirve de procedimientos
de individualización (basados en divisiones binarias sobre lo normal y lo
anormal) para marcar exclusiones (el loco, el preso, el enfermo, el anormal, el
alumno reprobado).
Clasificar a los obreros según su habilidad para optimizar el proceso de
producción, clasificar a los enfermos para evitar el contagio, jerarquizar a
los alumnos según sus méritos. No perder tiempo ni dilapidar dinero. En el
corazón de todos estos sistemas disciplinarios funciona un mismo modelo penal.
Los edificios de la disciplina están diseñados en derredor de un pequeño
tribunal que adopta la forma teatral del gran aparato judicial.
Vigilar y castigar no se propone una
mera historia del sistema penal sino fundamentalmente la reflexión en torno a
las formas paradigmáticas de racionalidad generadas por el proyecto iluminista.
Se trata de formas de verdad originadas en el derecho penal, formas que bajo
una apariencia de emancipación propugnaron un control que Foucault juzga más
estricto que el de la sociedad tradicional.
En
este instrumento básico de la disciplina que es el examen se superponen el
saber y el poder: mientras el hospital antes era un centro de asistencia, ahora
es un ámbito de confrontación de conocimientos.[20]
Los individuos son sometidos a examen a partir de la noción normal-anormal:
mediante el examen en la escuela cada alumno es permanentemente comparado y
diferenciado de su compañero. Mientras en la tradición corporativa valía la
aptitud adquirida -la "obra maestra" autenticaba una transmisión de
saber ya hecha-, el examen une al saber con cierto tipo de ejercicio del poder.
Escribe Foucault: "El sistema escolar se basa también en una especie de
poder judicial: todo el tiempo se castiga y se recompensa, se evalúa, se
clasifica, se dice quien es el mejor y quien es el peor. (...) ¿Por qué razón
para enseñar algo a alguien ha de castigarse o recompensarse?".[21]
La
escuela pasa a ser una suerte de aparato de examen ininterrumpido que acompaña
todo el proceso de enseñanza.[22]
En la escuela se verán cada vez menos
torneos en los que los alumnos confrontan sus fuerzas y cada vez más
ejercicios en los que se realiza una
comparación perpetua de cada cual con todos, que permite a la vez medir y
sancionar. Los parámetros de normalidad son estipulados de manera tal que el
examen no se limita a certificar un aprendizaje sino que opera como uno de los
factores permanentes de producción de subjetividad.
La
época de la escuela "examinatoria" marca el comienzo de una pedagogía
que funciona como ciencia. A través de la práctica vigilante y jerarquizante
del examen La Salle establece un instrumento de vigilancia continua e
ininterrumpida; sueña con una clase
cuya distribución espacial refleje el grado de adelanto de los alumnos, el
valor de cada uno, su mayor o menor bondad de carácter, su limpieza y la
fortuna de sus padres. [23]
La clase conformaría así un gran cuadro ante la mirada clasificadora del
maestro. En la escuela que sueña La Salle el castigo y la penitencia son
entendidos como formas de hacer progresar al alumno a partir de sus propias
faltas. "Toda la conducta cae en el campo de las buenas y de las malas
notas, de los buenos y de los malos puntos".[24]
Foucault señala que los jesuitas influyeron grandemente para que el aprendizaje
se desarrollara generando rivalidad entre los alumnos bajo la forma de un
torneo o de una guerra en la que se enfrentan dos ejércitos. "¿Puede
extrañar que la prisión celular, con sus cronologías rimadas, su trabajo
obligatorio, sus instancias de vigilancia y notación, sus maestros de
normalidad, que revelan y multiplican las funciones del juez, se hayan convertido
en el instrumento moderno de la penalidad? ¿Puede extrañar que la prisión se
asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los
hospitales?"[25] De este modo el examen promueve lo que
Hernández Ruiz llama "facilismo pedagógico": "cuando el alumno
no entiende, se lo manda a examen, y cuando no quiere estudiar, se lo obliga
mediante la calificación".[26]
El
examen es una ceremonia del poder y también una forma de experiencia que
procura el establecimiento de una verdad mediante la docilidad y el
sometimiento de aquellos que son perseguidos como objetos.[27]
En su juego de preguntas y respuestas, en su sistema de notación y
clasificación se encuentra implicado todo un dominio del saber y todo un tipo
de poder. Por ello es la forma paradigmática en la que entran en circulación
los saberes en las sociedades disciplinarias. Estamos en la "época del
examen infinito", escribe Foucault.[28]
La "curiosidad encarnizada del examen" es la de un "ideal de la
penalidad" en el que se desarrolla "un interrogatorio sin
término".[29]
La creación de las licenciaturas profesionales
Este
trabajo se propone ampliar la genealogía del examen en un ámbito que, como el
de la educación, no fue investigado específicamente por Foucault. De modo que
el resto del capítulo recorrerá el análisis que sobre este tema ofrecen otros
autores, y procurará plantear críticamente la instrumentalización del mecanismo
del examen en el sistema educativo contemporáneo.
En los
siglos XII y XIII nace en Occidente una nueva institución educativa: la
universidad (universitas significó
originariamente corporación o gremio).
¿Qué la diferencia de otras instituciones anteriores? En principio, difiere de
las escuelas antiguas en que otorga grados académicos o títulos de valor
jurídico a sus discípulos o egresados. Sin antecedentes en la antigüedad
clásica, el título de doctor o la licentia
docendi que otorgan las universidades medievales y modernas constituye una
institución completamente nueva en Occidente, que con anterioridad había
conocido tres maneras de acceder al poder: el nacimiento -la más importante-,
la riqueza y el sorteo, de alcance limitado en algunas ciudades antiguas
griegas.[30] El criterio
del mérito, en estricta referencia a la esfera del conocimiento, aparece como
posibilidad de acceso a los puestos de trabajo y a los cargos políticos con la
creación de las universidades.
Si bien a la universidad concurren
fundamentalmente miembros de la nobleza y jovenes burgueses (que
resultarán ante todo intelectuales
orgánicos de la Iglesia y del Estado, aunque muchos también rayen en la
herejía), unos pocos campesinos pueden ascender socialmente mediante la
acreditación suministrada en forma de "título".[31]
Los
títulos comienzan a otorgarse en la universidad a comienzos del siglo XIII. Con
anterioridad las licencias no eran necesarias para enseñar: profesor
universitario era aquel que lograba atraer a un grupo de estudiantes que
siguieran sus clases. En la universidad de París la licentia docendi se obtenía solo con un permiso sujeto al arbitrio del
canciller de Notre Dame, director de la escuela catedralicia.
Durante los siglos XII y XIII los títulos fundamentales se otorgan en
las carreras de teología, leyes, artes y medicina.
¿En
qué se diferencian los procedimientos de licenciatura universitarios de los
sistemas previos de habilitación para la práctica de un oficio? En la antigua
Roma los discípulos del médico acompañaban al maestro en sus visitas a los
enfermos.[32] Tiempo
después el colegio de médicos votaba la aceptación del nuevo médico, que de ese
modo podía comenzar a ejercer. Tampoco en la corporación, de la que la
universidad hereda la exigencia de convertir a los discípulos en maestros,
había título de magister o
autorización (licentia o facultas) sino un reconocimiento por
parte del maestro, que seguía de cerca la evolución de su alumno. Todos estos
son antecedentes de la licentia o facultas que cristalizará más tarde en
la universidad medieval.
En un
comienzo, el sistema de graduación solo formaba parte de la economía interna de
la institución, pero a comienzos del siglo XIII, con el surgimiento de las
nuevas universidades, los títulos empiezan a tener valor más allá del ámbito
académico. A principios del siglo XIII, a partir del momento en que monarcas y papas comienzan a fundar universidades
por razones políticas, el papa, como jefe religioso de Europa, o el emperador,
como jefe secular del Imperio, son quienes deben autorizar a la universidad
para que sus títulos adquieran validez general. Hacia fines del siglo XIII los
títulos de la mayoría de las universidades, incluso los de las más antiguas
como Oxford o París, deben obtener el reconocimiento del papa. Poco a poco las
universidades europeas van cayendo por completo bajo la jurisdicción del papa,
y la licencia de enseñanza que originariamente había sido otorgada por el
canciller de la catedral o por algún dignatario eclesiástico con fines
puramente locales, comienza a ser librada
en nombre del papa como una suerte de habilitación universal para el
ejercicio de una profesión.[33]
A partir de la Reforma protestante, cuando Lutero escribe sobre la necesidad de
que el Estado garantice la formación de ciudadanos sabios (y no ricos), la
educación comienza a pasar de manos de la iglesia a manos de un Estado que monopolizará los procedimientos de
licenciatura.
Los
títulos universitarios serán una pieza clave de la lucha moderna por el
reconocimiento. Si los apellidos, que
aparecen por primera vez en el medioevo,
ya habían comenzado a ligar la identidad al mundo del trabajo, los
títulos universitarios acentuarán esta tendencia en la que la educación aparece
como una nueva herramienta para la
lucha por el status social.
El
concepto moderno de profesión lleva la impronta de las categorías religiosas
imperantes cuando la educación estaba fundamentalmente en manos de la Iglesia. Profesión, profesante, profeso, profesor y confesión son palabras que derivan del latín profiteri, que significa "declarar abiertamente". Al
igual que el sacramento de la confesión, la profesión opera como una declaración
de oficio. El profesional "confiesa" públicamente una habilidad
revelada por un "llamado" -de ahí la palabra vocación, que deriva del
latín vocatio, llamamiento- en el que
se conjugarán aptitudes e intereses.
Mientras en la corporación se produce una continuidad entre el
aprendizaje y la práctica, en la universidad el otrogamiento de títulos escinde
estas dos instancias: si en la corporación para ejercer hacía falta obtener la
aprobación personal del maestro, en la universidad poco a poco se aspira a que
los certificados de licenciatura "hablen por sí mismos", más allá de
la consideración subjetiva de una persona en particular. La universidad refleja
en este sentido la evolución de las intituciones burocráticas modernas, su
carácter anónimo, su aspiración de "racionalidad", objetividad y
eficacia.
El nacimiento del examen en la universidad medieval
Una
característica que diferencia a la universidad de otras instituciones es la
aparición del examen, un mecanismo de promoción que la antigüedad clásica no
había conocido y que a partir de ese momento se convertirá en una pieza clave
del sistema educativo. La universidad medieval instaura los exámenes que abren
o cierran el paso de unas etapas del estudio a otras, de modo que el
funcionamiento íntegro del aprendizaje gire en torno a estos sistemas de
admisión.
El
juego de preguntas y respuestas del examen se remonta al momento en que los
maestros paganos, convertidos al cristianismo, intentan conciliar sus nuevas
creencias religiosas con la herencia de la filosofía griega. Estas escuelas,
llamadas "catequísticas", emplean el método de preguntas y respuestas
heredero de la dialéctica griega. En un principio se trató de una enseñanza destinada a la formación de
dirigentes eclesiásticos, pero con el tiempo se extiende a la enseñanza laica,
que concede más importancia a la razón.
El
examen es implementado por algunas de las escuelas episcopales más poderosas,
que luego serán convertidas en
universidades. A estas escuelas se ingresaba a los catorce años tras rendir un
examen en el que se debía probar un eficiente dominio oral y escrito del latín.
La enseñanza se extendía de cuatro a siete años más, cuando a través de otro
examen había que probar que se sabía discutir defendiendo una "obra maestra".
Si se lograba sortear todas estas instancias, se obtenía la licencia para
enseñar. Hacia fines del siglo XIII esta herencia será recogida por los
numerosos exámenes implementados en diversas etapas de cada carrera
universitaria: en un principio se trata de exámenes orales que ponen a prueba
la capacidad de discutir del alumno; más tarde aparecerán los exámenes
escritos.
La
universidad conserva numerosos rasgos de las corporaciones medievales: al igual
que en otros gremios, como requisito para la maestría el aprendiz permanece
entre cinco y siete años bajo la tutela de algún maestro reconocido. Pero
mientras en la corporación el conocimiento del alumno por parte del profesor
era suficiente para la iniciación de la práctica del oficio, en la universidad
comienzan a implementarse pruebas que obran como una presentación formal en
sociedad. Avalado por su maestro, el alumno da una clase "magistral"
llamada inceptio frente a otros
maestros, y en caso de aprobar queda admitido como magister por la intitución.
Más tarde hasta quienes no tienen intención de dedicarse a enseñar buscan el
honor de la maestría y se establece la diferencia entre docentes y no docentes
(magistri regentes y magistri non-regentes). De este modo, la
palabra maestría comienza a deslindarse de la enseñanza y a certificar que se
ha completado un tipo particular de estudio. Aunque las palabras maestro y
profesor designan a las personas que enseñan después de haber estudiado, el
término magister connota una cualidad
de elevación moral, mientras professor a
menudo es utilizada con ironía para mofarse de quienes confian demasiado en su
propio saber.
El
título de doctor, que certifica siete años de estudio, se obtiene tras aprobar dos exámenes; en el
primero, que comienza con el juramento de obediencia al rector, el alumno debe
estudiar dos textos que recibe en el momento y exponerlos en privado frente a
otros doctores; en el segundo debe mantener una discusión pública con los
estudiantes en la catedral. Aprobados ambos exámenes el flamante doctor recibe
la licentia docenti sentado en la
silla magistral (cathedra), donde se
le coloca un anillo de oro en el dedo y un birrete sobre la cabeza, quizá para
demostrar que su rango no es inferior al del caballero.
Desde
el nacimiento de las universidades, los magistri
quieren diferenciarse por un lado de los rustici
(la plebe) y, en sentido ascendente, de la clase de los nobles y de los
terratenientes, a quienes opone la identidad entre virtud y nobleza.[34]
El universitario se siente un personaje eminente, desprecia el trabajo manual y
reclama para la tarea intelectual la dignidad del trabajo, de un trabajo que
juzga superior a los demás, de allí la equivalencia entre caballería y ciencia,
la voluntad a dar a quienes portan el título de doctor los mismos derechos que
tiene el caballero. El humanismo divorciará definitivamente el impulso que
durante los siglos XII y XIII acercaba las artes liberales a las mecánicas.[35]
Del deseo que tiene el universitario medieval de diferenciarse de los rustici queda testimonio en los ritos de
iniciación en los que el nuevo estudiante es conminado a "purificar"
su rusticidad primitiva. "Los compañeros se burlan de su olor de fiera
salvaje, de su mirada perdida, de sus largas orejas, de sus dientes. Lo
desembarazan de cuernos y excrecencias. Lo lavan, le pulen los dientes. En una
parodia de confesión el novato revela vicios extraordinarios. De esta manera el
futuro intelectual abandona su condición "primitiva", que se parece
mucho a la del campesino, a la del rústico de la literatura satírica de la
época. El joven pasa de la bestialidad a la humanidad, de la rusticidad a la
urbanidad (...) El intelectual ha sido divorciado del clima rural, de la
civilización agraria, del salvaje mundo de la tierra".[36]
Desde el origen de las universidades, los estudiantes gozan de una serie de
privilegios que hasta entonces solo había tenido el clero: entre otros,
exención de impuestos y del servicio militar, y juicios en tribunales
especiales.
Los
primeros exámenes universitarios aún guardan una fuerte impronta de la relación
personal que aprendiz y maestro mantenían en la corporación: es sumamente
inusual que un profesor repruebe a un alumno, ya que cada uno de ellos debe ser
presentado por su maestro, al que conoce perfectamente, dada la duración de los
estudios.[37]
La impronta del dogma católico en la configuración de
la universidad
El
cristianismo constituye una influencia clave del pensamiento educativo moderno.
La disciplina universitaria es heredera de la educación cristiana medieval,
cuyos principios básicos se apoyan en una antropología que considera que dado que la naturaleza humana es proclive al
pecado, es necesario sujetarla y lograr la obediencia con vigilancia permanente
y severos castigos (en el ámbito de la educación, la vara era considerada
"el mejor maestro"). El monaquismo mantuvo viva la tradición antigua
y promovió una férrea disciplina tras la conquista de los bárbaros y bajo el
imperio de Carlomagno.
La
estructura académica y disciplinaria de la universidad está impregnada de
categorías religiosas, muchas de las cuales son herencia de las escuelas
medievales, que en su conjunto constituyen una bisagra con la cultura antigua.
Antes de la conformación de las ciudades, la iniciativa cultural estaba en
manos de las abadías y de las pocas catedrales que podían organizar y
administrar la enseñanza. La corporación universitaria es ante todo una
corporación eclesiástica, aún cuando algunos de sus miembros no hayan recibido
las órdenes y cada vez haya más laicos. Todos los universitarios pasan por
clérigos y corresponden a jurisdicciones eclesiásticas, aún cuando formen parte
de un movimiento que tenderá hacia el laicismo.[38]
La palabra claustro, que hoy designa a un conjunto de profesores o a la junta
que interviene en el gobierno de las universidades, remitió originariamente al
patio principal de las catedrales, donde funcionaban las escuelas
catedralicias, algunas de las cuales tiempo después se convertirían en
universidades.
Uno de
los rasgos del dogma cristiano que impregnó decisivamente la estructura
disciplinaria de la universidad fue la exigencia de ortodoxia, que a menudo
condenó como herejía toda alternativa de pensamiento crítico. Razonar pero sin
alejarse del dogma. Certificar mediante la razón la verdad que Dios proclama
en las escrituras. "No hay otra
autoridad -escribe Honorio de Autun- que la verdad probada por la razón; lo que
la autoridad nos enseña a creer la razón nos lo confirma por sus pruebas. Lo
que la autoridad evidente de las Escrituras proclama, la razón discursiva lo
confirma".[39]
La
universidad de París, una de las tres primeras en ser creadas y modelo para el
desarrollo de otras universidades fundadas con posterioridad, nació para el
estudio de la teología, al servicio de las exigencias doctrinales de la Iglesia
Católica (en ese contexto son asociados los estudiantes de filosofía y los de
teología). En mucha mayor medida que las religiones paganas, el cristianismo
impone obligaciones muy estrictas de verdad, dogma y canon: es menester
considerar cierto número de libros como verdad permanente pero, además,
"no se trata solo de creer ciertas cosas sino de demostrar que uno las
cree y aceptar institucionalmente la autoridad".[40]
Esta
exigencia de ortodoxia hizo que aún durante el siglo XIX Schopenhauer reclamara la "mayoría de edad" de los
claustros académicos, dado que a su entender hasta el momento filosofía y universidad se mostraban como un
tandem incompatible: mientras la filosofía es esencialmente pensamiento
crítico, la universidad -impregnada de categorías religiosas- tiende a
conservar el saber instituido.[41]
En su Crítica a la filosofía del Estado de Hegel,
Marx analogó la función del examinador con la del cura, entendió al examen como
un mecanismo propio del Estado racional -Weber seguirá reflexionando en esta
dirección- que ubica al profesor en el lugar del saber sagrado y absoluto. En
su crítica al proyecto de Hegel de instituir un sistema de exámenes para
acceder a los cargos públicos, escribe: "El examen no es otra cosa que el
bautismo burocrático del saber, el reconocimiento oficial de la
transustanciación del saber profano en saber sagrado (claro está que en todo
examen el examinador lo sabe todo)".[42]
No
debería dejar de reconocerse, sin embargo, que también cierta tradición
"herética" creció al amparo de la universidad. "Aprendí de mis
maestros árabes -escribe Abelardo, representante paradigmático de esta
corriente- a tomar a la razón como guía, en tanto tú te contentas, como
cautivo, con seguir la cadena de una autoridad basada en fábulas. ¿Qué otro
nombre dar a la autoridad que el de cadena?" [43]
Si bien la preparación de profesionales se fue convirtiendo poco a poco en el
fin primordial de la universidad, desde sus orígenes, no obstante, mediante
instituciones como la disputatio, la práctica de la investigación fue
considerada de gran relevancia, constituyendo un antecedente del ideal moderno
de "libre pensamiento". Los seminarios académicos -palabra que aún
designa el estudio de los jóvenes que se dedicarán al estado eclesiástico- nacieron
con el propósito de no apuntar, como las controversias, a la consolidación de
un canon de verdades establecidas, sino de adiestrar a los alumnos en la libre
investigación.
Uno de
los rasgos característicos del examen, la permanente comparación y competencia
entre los alumnos, revela, tal como subraya Foucault, la influencia de la
educación jesuita, que hace de la rivalidad el instrumento privilegiado de la
enseñanza destinada a la juventud aristocrática. Los jesuitas forman el homo hierarchicus, trasponiendo el culto
aristocrático de la gloria al ámbito del éxito mundano, de la proeza literaria
y de la vanidad escolar.[44]
Ignacio Loyola, fundador en el siglo XVI de esta orden destinada a
combatir a la Reforma, recalca la importancia de la educación superior y
trabaja en la estructuración de modelos militares en colegios y universidades.
El mismo había sido militar y por eso bautiza a su orden "el regimiento de
Jesús" y a su jefe "el General". En las instituciones de
enseñanza que caen bajo su influjo se da gran importancia a los premios y a la
promoción por exámenes, a los que se somete en forma permanente tanto a los
alumnos como a los profesores.
Bourdieu señala un rasgo fundamental por el que la universidad hereda la
impronta de la estructura eclesiástica: forma sustitutiva del gobierno de los
clérigos, la universidad va constituyéndose en un monopolio que aspira a
someter todos los actos de la vida civil y política a su magisterio moral.[45]
El concepto de mérito
en el dogma cristiano y en la reforma protestante
El sistema de otorgamiento de títulos (y su
contracara, la exclusión de los no diplomados) es heredero del esquema
extorsivo de premios y castigos que subyace en la doctrina católica del mérito.
El mérito ético que el catolicismo exigirá para que un cristiano gane el
derecho a la bienaventuranza eterna en el mundo moderno será desplazado a la
esfera laboral y del conocimiento. Si el católico ganaba el cielo con buenas
acciones, obteniendo de ese modo el reconomiento de Dios y de sus congéneres,
el ciudadano moderno aspirará a "salvarse" ocupando en la sociedad un
lugar que en principio parece determinado por la conjunción de un saber
(certificado mediante los títulos académicos que otorga el Estado) y de una
eficiencia referida estrictamente al universo del trabajo. Así como Dios ha
sido el gran remunerador de méritos (éticos), destinando la gloria a algunos
seres humanos y la reprobación a otros, el Estado como monopolizador del
otorgamiento de los títulos universitarios ha sido planteado en la modernidad
como el gran remunerador de méritos (profesionales), incluso cuando la
matriculación no garantice el acceso a los puestos de trabajo.
El legado escatológico del cristianismo en
el régimen de exámenes propio del sistema educativo moderno es particularmente
visible en una escena de La Divina Comedia en la que Dante
establece una analogía entre el examen al que Dios lo somete en el cielo y el
examen al que el profesor lo somete en la universidad: "Así como el
bachiller se prepara y no habla hasta que el maestro propone la pregunta que
debe aprobar, pero no resolver, del mismo modo preparaba yo todas mis razones,
mientras ella[46] hablaba,
para estar pronto a contestar a tal examinador y a tal profesión: ´Dime, buen
cristiano, explícate, ¿qué es la
fe?´".[47]
Dante había sido estudiante universitario y percibe este "aire de
familia" entre la interrogación ultramundana que hará pasible al cristiano
de la bienaventuranza o del castigo eterno y la interrogación al que lo somete el profesor en la universidad. En
el examen la demostración de la fe ha sido pesada y examinada con el cuidado
con que se pesa y examina una moneda: "Ha salido bien la prueba y el peso
de esta moneda; pero dime si la tienes en tu bolsa".[48]
La escatología cristiana y la práctica de
la confesión preparan el terreno para un desplazamiento clave en la historia
del pensamiento occidental: el que se produce entre el autoexamen que signa a
la filosofía antigua, una instancia "administrativa" que cada
invididuo realiza sobre sus acciones y sobre su propia conciencia, y el examen
al que un individuo somete a otro para tornar conscientes los pecados que lo
harán pasible de castigo.
Del legado escatológico cristiano es deudora
la idea moderna de un futuro abierto de salvación que puede compensar el
continuo sacrificio del presente. El ideal de salvación fue secularizado por
los filósofos laicos y rearticulado en la convergencia del capital y el Estado:
de la búsqueda egoísta de cada ciudadano meritorio surgiría el mejor de los
mundos posibles.
El desplazamiento del pecado al error (la
fuerte impronta del castigo de los pecados que aún guarda el castigo por el
error en el ámbito del sistema educativo) también revela el desplazamiento del interés por el universo ético al
interés por el universo del conocimiento y del trabajo.
Un ejemplo de cómo la modernidad escinde el
concepto de mérito de la esfera ética y lo asocia exclusivamente al mundo del
trabajo y de las capacidades individuales: en 1999 el director de cine Elia
Kazan, delator de sus colegas durante el maccartismo, recibe por sus méritos
artísticos un Oscar honoracio de la Academia de Hollywood. Las críticas de las
que es objeto este premio son ahogadas por argumentos como el de Arthur Miller,
que sale en su defensa: "Un hombre vale por su obra -escribe-; soy
sensible a cualquier intento destinado a destruir el nombre de un artista por
sus costumbres o acciones políticas. Kazan hizo un trabajo lo suficientemente
extraordinario en cine y teatro como para que merezca un reconocimiento".[49]
En la esfera privada (ya que en este orden se suscribe la ética moderna) Kazan
puede ser un delator; en la esfera pública (donde se obtiene reconocimiento al
mérito) Kazan puede ser premiado.
El diccionario da cuenta de la inescindible
referencia del concepto de mérito al esquema cristiano de premios y castigos.[50]
Aunque la palabra mérito no aparece en las escrituras, la doctrina católica del
mérito se nutre de ciertos pasajes bíblicos: "Alegraos y regocijaos porque
la recompensa que os aguarda en el cielo es grande". (Mat.5.12) "Cada
uno recibirá su propia recompensa a la medida de su trabajo" (1.Cor.3,8).
"¿No sabéis que de los que corren en el estadio, si bien corren todos, uno
solo se lleva el premio? Corred, pues, de manera que lo genéis" (1.Cor 9,
24-25). En el Nuevo Testamento el concepto de mérito aparece en varios libros,
en los evangelios sinópticos, en las cartas de San Pablo, en las epístolas
católicas, en el Apocalipsis y en el Evangelio de San Juan. La iglesia promueve
muy pronto la idea de mérito bajo el impulso de Tertuliano quien, por
influencia de su educación especializada en el estudio de las leyes, interpreta
la relación entre Dios y el hombre desde una perspectiva jurídica.[51]
Agustín apoya esta concepción y advierte que "cuando Dios corona nuestros
merecimientos no hace sino coronar sus propios dones".[52]
La doctrina del mérito es confirmada por la iglesia en los siglos posteriores:
en el Concilio de Trento (32-33) se lee que "el justo puede por medio de
sus buenas obras merecer el aumento de la gracia, la vida eterna y la
gloria".
La cuestión del trabajo y de la vocación (amt, deber, misión) es abordada en la
parábola bíblica de los talentos (Mateo
24-14), donde se afirma que Dios dio a cada persona una cuota diversa de
talento, conforme a su capacidad, de modo tal que “al que tiene (talento), le será dado, y tendrá más; y al que no
tiene, aun lo que tiene le será quitado”. Cada persona cumplirá la función
social que le ha sido encomendada y en el Juicio Final el hombre dará cuenta de
los dones recibidos por Dios. En el dogma cristiano esta parábola ha legitimado
la desigualdad social en la reafirmación de la división social del trabajo.
Bertoldo de Ratisbona (Berthold von Regensburg), un conocido predicador del
siglo XIII, analiza en uno de sus sermones la parábola de los talentos. Sin
remitirse al severo triple esquema que propusieron a principios del siglo XI
los arzobispos franceses Adalberón de Laon y Gerardo de Cambrai (“los que
rezan” (oratores), “los que luchan” (bellatores) y “los que trabajan” o
“cultivan la tierra” (laboratores,
aratores), afirma:
“Las obligaciones están distribuidas de un modo sabio, no como a nosotros nos gustaría, sino por voluntad del Señor. A muchos les gustaría ser jueces, pero se ven obligados a ser zapateros. Alguno de vosotros preferiría ser caballero, y se ve forzado a continuar siendo un campesino. (...) ¿Quién araría la tierra si todos fuerais señores” (...) ¿Quién cosería los zapatos si tú fueras lo que deseas? Tu debes ser lo que Dios quiere que seas”.
Las personas no eligen el trabajo que
desarrollarán a lo largo de su vida, el oficio cumple una predestinación
divina. Dios asigna la vocación de
papa, de emperador, de rey o de arzobispo, de caballero o de conde. “Y si a ti
te corresponde un deber bajo, tu corazón no debe lamentarse, ni gritar tus
labios: ´¡Ah, Señor, ¿por qué me has dado una vida tan dura, y has concedido a
otros grandes honores y riquezas?´. Tú has de decir: ´Señor, loado seas por la
generosidad que me has otorgado y sigues otorgando”. (...) Si Dios os hiciera a
todos señores, entonces el mundo sería un desorden y en el país no habría ni
tranquilidad ni orden”.[53]
En una sociedad estamentaria, señala Aaron Gurevich, el “trabajo” tiene las
connotaciones de “servicio”, “subordinación”, “dominio” y “fidelidad”.[54] Nadie debe permanecer ocioso. Bertoldo juzga
que Dios no concede el tiempo para que sea consagrado al juego, al baile ni a
la lujuria sino a la plegaria, al ayuno, a la limosna y a la asistencia a la
iglesia. Cada vez que se recita un Pater
noster o un Ave María, se reduce
el tiempo de pena del purgatorio.
El protestantismo rechaza en
principio la doctrina del mérito, subrayando que este concepto no es bíblico:
las buenas acciones no son la condición de posibilidad para la bienaventuranza
eterna sino el reconocimiento de una salvación que Dios ha predeterminado
incluso antes de la creación del universo (su contracara, la de las malas
acciones, revela a los "no elegidos" que están predestinados al
infierno). El puritanismo entendió que la obtención de logros terrenales era
una prueba de la elección divina, un anticipo de la salvación. El rechazo
radical de Kant a una ética fundada en el régimen de premios y castigos será un
claro ejemplo del rechazo protestante a la doctrina del mérito. Kant juzga a
las acciones como fines en sí mismas que deben ser producto de la ley de la
razón y no del régimen extorsivo de premios y castigos. A su modo de ver la
doctrina del mérito degrada la moral, fomenta el egoísmo y reduce la virtud al
cálculo, buscando en las acciones buenas letras de cambio para el banco
atendido por Dios en el cielo.
Weber y el examen como emblema de la racionalidad
moderna.
Weber
juzga que el sistema educativo está determinado por el tipo social a producir.
De este modo, una educación centrada en la preparación de especialistas tendrá
como rasgo distintivo un sistema de exámenes. La esencia del capitalismo no
sería a su entender la explotación sino la pretensión de racionalidad de sus
métodos, asociados paradigmáticamente al cálculo. El examen en este sentido es
presentado como un método "racional" y "objetivo" por
excelencia.
Para Weber el examen es una
herramienta clave en el régimen de especialización propio del proceso
burocrático que tiene lugar en el capitalismo. A su entender los sistemas
expertos modernos tornan necesario el examen, para el que a menudo se estudia
con el fin de obtener prebendas y ventajas económicas.[55]
Weber
advierte que no siempre la educación de especialistas fue considerada como la
más apropiada para acceder al estrato gobernante: tanto en la antigua Grecia
como en China, se desestimó la educación especializada en favor del modelo
humanista de hombre cultivado. Estas opciones son para Weber el tandem oculto
en el que oscilan numerosas discusiones
sobre el sistema educativo.
En el
contexto de racionalización de la enseñanza promovido por el reclutamiento de
expertos en las organizaciones burocráticas, Max Weber juzga que la democracia
moderna tiene una actitud ambivalente frente a los exámenes, aún cuando a
través de ellos pretenda eliminar las atribuciónes arbitrarias de un jefe. Por un lado los exámenes "parecen
implicar una ´selección´de individuos calificados provenientes de todos los
estamentos sociales en vez de un gobierno de notables", pero por el otro
quienes implementan este mecanismo se resisten a que un sistema de mérito y
certificados cree una ´casta´privilegiada´ de ciudadanos.[56]
El
reclamo para la creación de certificados de estudio en todos los dominios del
trabajo también constituye para Weber
el reclamo de privilegios tales como el de contraer matrimonio en el
seno de familias notables, el de ser recibido en círculos en donde se cultivan
"códigos de honor", pero, sobre todo, el de acaparar posiciones
social y económicamente ventajosas. Como la prueba de legitimidad para la
nobleza, hoy el examen es "un requisito previo para la igualdad de
estirpe, una calificación para la sinecura y para los cargos estatales".[57]
Su concepto de legitimidad, que luego desarrollaría Bourdieu, sería aplicable
al modo en que la educación forma parte de la lucha por el status de diversos
grupos que aspiran a lograr prestigio, ventajas económicas y poder.
Para
Weber no es el "ansia de educación" lo que anima a la instauración de
exámenes y concursos por doquier "sino el deseo de restringir la oferta
para esas posiciones y su acaparamiento por parte de los titulares de
certificados educativos. Hoy en día el examen es el medio universal de ese
acaparamiento y, por esto, los exámenes se expanden irresistiblemente".[58]
El estilo de vida caballeresco que calificaba para la posesión del feudo fue
reemplazado por el requisito de poseer certificados de estudio.
En una
de sus tesis más conocidas Weber postula que lo propio de la Reforma
luterana es que el comportamiento moral
empieza a cifrarse en la conciencia del deber de desempeñar una labor
profesional en el mundo. Con el protestantismo nace un concepto religioso de
profesión.[59] Si bien
para Tomás de Aquino la articulación estamentaria y profesional del individuo
también es obra de la divina providencia, de un "llamamiento", de una
vocación, a su entender el trabajo es
un deber que atañe al conjunto de los seres humanos, pero no a cada uno
individualmente. El católico, afirma Weber, es menos ambicioso y prefiere
dormir tranquilo: a su modo de ver la brevedad de la vida hace que no tenga
sentido dar demasiada importancia al tipo de trabajo que se desarrolla.[60]
Para Lutero, en cambio, la vida monacal descuida sus obligaciones en su paso
por el mundo; es menester que cada quien procure su propio sustento, tal como
ordenó el Antiguo Testamento.
El
puritano debe ser un buen profesional: el desempeño de un rol llenará su vida
de significado. Lo específico de la Reforma es haber acrecentado el interés
religioso por el trabajo mundano, entendiéndolo como una misión impuesta por
Dios a cada individuo. La palabra profesión,
señala Weber, al igual que vocación,
que originariamente significó el llamamiento divino a una vida de santidad en el
claustro o como clérigo, acentúa la intención de "llamamiento" íntimo
hacia el desempeño de una tarea. El trabajo contiene así un factor
providencial, se trata de un destino; "cada uno debe mantenerse en una
profesión que Dios le asignó de golpe y para siempre". El calvinismo
acentuará este componente de predestinación. Incluso desde antes de la creación
del universo Dios ha decidido quienes ganarán la salvación eterna y quienes se
hundirán en los abismos del infierno. Weber subraya que no habrá creyente que
deje de plantearse en este contexto problemas tales como: ¿Soy parte del
círculo de los elegidos? ¿Cómo estar seguro de que lo soy?
Del
análisis de Weber también es posible concluir que mientras en la premodernidad
el concepto de mérito es asociado al universo ético (la salvación está
reservada a los buenos), desde la reforma protestante el concepto de mérito es
asociado al mundo del trabajo (la salvación está reservada fundamentalmente a
los profesionales). El comportamiento ético será focalizado en un tipo de
acción particular, vinculada a la eficacia en el desempeño de una labor
profesional en el mundo.
Aunque
Weber no se ocupa de la evolución semántica de la palabra talento, su cambio de
significado también da cuenta del énfasis que la Reforma pone en el imperativo
del trabajo. Las palabras talento y talante proceden del vocablo latino talentum, que en un principio significó
balanza y tiempo más tarde fue identificado con una unidad monetaria. Durante
la Edad Media preponderó en el latín vulgar la palabra talante, como sinónimo de voluntad, disposición, gusto,
fundamentalmente por la tendencia eclesiástica a preferir la buena voluntad a
la inteligencia. Asociada al sentido de
"dotes intelectuales", la palabra talento quedó confinada al latín
erudito, de donde las lenguas vulgares toman su significado. Con la moderna
revalorización del trabajo que tiene lugar en el Renacimiento y en la Reforma,
vuelve a utilizarse el vocablo talento como
sinónimo de aptitud, capacidad intelectual y dotes naturales. Ser laborioso
-tener talento y demostrarlo- más que
justo -disponer de buen talante, es
decir, de buena voluntad-, eficiente más que bueno (o bueno por haber sido
eficiente): tales las virtudes propugnadas por la moderna razón instrumental.
Durante trece siglos -mil trescientos años antes de la aparición del
examen en Occidente- la China postfeudal también implementó un sistema de exámenes para acceder a los cargos
burocráticos del servicio imperial. En el sistema anterior los funcionarios
locales designaban a sus propios sucesores. Tras la implementación del sistema
de exámenes el país comienza a ser gobernado por "profesionales" que
acreditan certificados de mérito. Desde la perspectiva del emperador, el
propósito del examen es el de quebrar la aristocracia hereditaria y reunir
talentos para el Estado. Con el fin de acabar con el favoritismo se implementa
un sistema de becas y se crean escuelas públicas locales al amparo del
principio de "igualdad de oportunidades". En una serie de casos que
adquieren gran repercusión, los examinadores que habían tratado de favorecer a
sus parientes son ejecutados.
Originariamente el examen había sido
elaborado para sondear el conocimiento de los clásicos confucionistas. Encerrados
en una pequeña habitación con una cajita de comida, los candidatos escribían
poesías y elaborados ensayos sobre los textos clásicos y sobre problemas
políticos y filosóficos. La rutina, sin embargo, condujo a la supresión de las
cuestiones especulativas. Los examinadores comienzan a destacar la memorización; los concursantes prestan más atención
a las preguntas de los antiguos exámenes que al significado de los libros
antiguos. Se termina poniendo a prueba
la capacidad de prepararse para un examen al punto en que el novelista
Ching-tzu se ve obligado a escribir: "El talento se gana preparándose para
el examen. Si Confucio viviera, él mismo se consagraría a la preparación del
examen. De otra forma, ¿cómo podría obtener el cargo?"[61]
Bourdieu y el examen
como mecanismo funcional
a la estructura de
clases
Bourdieu y Passeron advierten que la función del examen no se reduce al
servicio que presta a la institución.[62]
El tandem aprobado-desaprobado oculta a su entender la exclusión que realiza el
sistema educativo antes de que se exista ocasión de presentarse a la instancia
selectiva del examen. De esta manera se disimulan los lazos entre el sistema
escolar y la estructura de clases, ocluyendo la autonomía relativa de ambos. En
su empresa de conservación social, el sistema escolar debe presentar al examen
como su propia verdad. "No hay nada mejor que el examen -escriben- para
inspirar a todos el reconocimiento de la legitimidad de los veredictos
escolares y de las jerarquias sociales que éstos legitiman, porque conduce a
los eliminados a asimilarse a los que fracasan, mientras permite a los que son
elegidos entre el reducido número de elegibles ver en su elección el
reconocimiento de un mérito o de un don que
habría hecho preferibles a los demás en cualquier caso".[63]
Los que triunfan creen haber legitimado objetivamente su mérito y los que
fracasan deben aceptar la justicia de su destino, porque han tenido su
oportunidad. Los juicios de los examinadores retraducen de este modo la lógica
escolar, y los alumnos menos favorecidos en la escala social deben soportar un
handicap tanto más pesado cuanto más alejados estén estos valores de los de su clase de origen.
Al
examinar, el juicio del docente está inevitablemente condicionado por una serie
de rasgos de adscripción de clase tales como los modales, el vestido e incluso
la cosmética. Las categorías utilizadas por los profesores a menudo tienen el
sesgo oculto de su clase social, afirman Bourdieu y Passeron, ya que no evalúan
solo los conocimientos y las habilidades sino también matices sutiles de estilo
que tienen clara raíz en el origen social de los alumnos.
Aunque
el examen aparece como una creciente expresión de neutralidad y justicia,
aunque en apariencia "se trata cada vez más a todos por igual", no hay
que creer que "objetivizar"
los criterios y las técnicas de juicio bastaría para liberarlo de su dinámica
de exclusión. Ni la racionalización de las calificaciones ni el concurso racional y anónimo con
apariencia de cientificidad y neutralidad en el que muchos universitarios creen
"con confianza jacobina" desplazará al examen de su función
legitimadora del sistema de clases.
De
este modo, la movilidad social que posibilita la educación es funcional a la
conservación de las relaciones de clase mediante la selección controlada de un
número limitado de individuos. El examen resulta así uno de los instrumentos
más eficaces para la empresa de inculcación de la cultura dominante: no
reconoce más valores que los que ya se encuentran instituidos en la universidad e instaura el modelo pedagocrático de someter todos los actos de la vida civil
y política al magisterio moral de la universidad.[64]
Althusser también entiende en 1970 que el sistema educativo asegura la
reproducción calificada de la fuerza de trabajo en el régimen capitalista.
Contrariamente a lo que sucede en las formaciones sociales esclavistas y
serviles, donde la reproducción de la calificación de la fuerza de trabajo
tiende a producirse en el lugar mismo en el que se trabaja, en el capitalismo
este aprendizaje se produce fuera del ámbito de la producción.[65]
La escuela para Althusser suple las funciones de la iglesia, el anterior
aparato ideológico dominante, y con su apariencia de neutralidad -dado que es
laica- reproduce la sumisión a las reglas del orden establecido, en particular
a través del respeto a la división social del trabajo mediante procedimientos
como el de las sanciones, las exclusiones y la selección.[66]
A su entender se produce de este modo "una autonomía relativa" de la
superestructura respecto a la base.[67]
"Cuando rinden examen
los estudiantes están
muy
nerviosos, suelen tomar Actemín; las
mujeres
lloran. ¿Qué clase de terrorismo
es
ese?" (J.L. Borges)[68]
Durante el siglo XIX el examen se generaliza como medio de selección y
disciplinamiento. Herramienta clave de las disciplinas, es incorporado sin
restricciones al conjunto del sistema educativo con la finalidad de suministrar
un registro y un control cada vez más
minucioso del rendimiento del alumno. En pleno siglo XIX Buisson caracteriza
sus rasgos disciplinarios de este modo: "El examen, en todos los países,
es una norma oficial, indispensable para marcar la meta y obligar a la juventud
a dedicar a su logro un esfuerzo más enérgico y sostenido. Cuando maestros y
alumnos están ante la perspectiva de un examen, las cosas ya no pueden seguir
como en familia, es decir, blanda e irregularmente. Cada uno tiene que
esforzarse por mantener la línea; algunos tienen de continuo buena aplicación.
Para todos, la enseñanza será más severa y precisa: hay que llegar".[69]
Como
en el cuartel, como en la fábrica, la disciplina escolar aspira a un control
económico y eficaz de la subjetividad. En las escuelas francesas llega a
implementarse un sistema de calificación diaria que finalmente es desestimado porque
se afirma que el espíritu de competencia que genera entre los alumnos origina
incesantes conflictos, además de la presión de los padres para que diariamente
sus hijos ganen el cielo de la honrosa calificación.[70]
Tal
como revela el análisis de Foucault, el examen es una herramienta fundamental
de las sociedades disciplinarias: en el marco del sistema educativo este
mecanismo encontrá un terreno singularmente fértil para el registro y el
control. El sistema de exámenes torna necesario someter constantemente al
alumno a pruebas "para que distinga entre las verdades científicas y la
mera superstición o creencia irracional, entre la información objetiva y la
interesada".[71]
Cuestionarios, registros de conductas observadas, de prolijidad, puntualidad,
"higiene" -se verifica, por ejemplo, si el alumno se come las uñas-,
conducta -llamado de atención si, por ejemplo, el alumno reacciona de manera
agresiva mientras lo amonestan-. Nada debe escapar a la racionalidad clínica
del examen. "Para examinar una clase de treinta alumnos el docente debería
disponer teóricamente de por lo menos seis horas, dedicar cincuenta minutos a
cada alumno suponiendo que sus respuestas no sobrepasarán los ocho o nueve
minutos con el fin de aportarles en todo momento una ayuda esclarecida y
eficiente".[72]
Herramienta clave de la sociedad disciplinaria, el examen fue concebido
"para obligar a la juventud a hacer un esfuerzo más enérgico y
sostenido"[73], dividiendo
aguas entre "lo normal y lo anormal", entre el "saber sagrado y
el saber sacrílego", constatando "un saber suficiente y sanos hábitos
mentales adquiridos con la ayuda de ese saber", procurando determinar
cuanto antes, en una época temprana del proceso educativo, quienes son los
"ineptos" que no ameritarán la graduación.
La
escuela y la prisión utilizan técnicas similares de poder. Foucault no dice que
sean exactamente iguales: se trata de una analogía, no de una ecuación. Ambas
se valen de exámenes estandarizados que operan como técnicas normalizadoras.
Tanto el alumno como el preso son interrogados y se espera que respondan en una
forma desposeída de poder , dócil y transparente. En ambos casos lo
inconveniente es castigado. Violencia intelectual, parálisis de pensamiento y
suplicio físico: tres procedimientos de la Inquisición que las posteriores
prácticas del examen conservarán: así como los inquisidores consiguen que el
relato del acusado esté en relación con lo que se desea oír, ante una pregunta
cuya respuesta ignora, el alumno probablemente caiga en la tentación de hablar sobre
aquello que desconoce para "confesar" lo que el examinador desea oír.
El
examen presupone que la función del maestro es menos la de suscitar un interés
que la de juzgar el rendimiento de un alumno. Vigilante como el guardiacárcel,
al velar para que el alumno no se copie la función del profesor deviene
policíaca. Tanto en la prisión como en la escuela, quienes están ubicados en el
escalón más alto de la jerarquía "cobran" sus vendettas personales
mediante el castigo de los individuos que están bajo su poder. Más allá de las
buenas intenciones, el docente es obligado a ejercer la represión indirecta
bajo la forma de la coacción moral y física. La práctica del examen lleva a
preguntarse si los exámenes y el régimen de asistencia obligatoria son recursos
legítimos para que un profesor se garantice una audiencia. Cercado y maniatado
por la disciplina, el conocimiento deja de ser un fin en sí mismo para ser
rebajado a la mera extorsión que comporta la presente tecnología disciplinaria.
Surgido en el contexto del empirismo y del positivismo, el sistema
educativo moderno entendió al examen como una instancia "racional",
"democrática", "imparcial" y "objetiva", cifrable
en la exactitud de los números.[74]
Newton y el racionalismo del siglo XVII
promovieron la idea de que el mundo es una gran máquina que obra por leyes
matemáticas. Identificando al mundo matematizado con la verdad, el Iluminismo
convierte a las matemáticas en ritual del pensamiento. Solo cuando el concepto
de razón es asociado exclusivamente al cálculo es imaginable la pretensión de
reducir el conocimiento a un número. La calificación numérica del conocimiento
-la nota- se propone desplazar a una
subjetividad que constituyó el pilar de la relación maestro-discípulo en el
medioevo, pero que en la modernidad será considerada como un factor perturbador
de la disciplina y de la actitud de imparcialidad exigida al educador.
Toda la confianza estará depositada en la cualidad "técnica"
del examen y en su contracara: la tecnificación del educador. Hasta donde fuera
posible la técnica eliminaría el carácter parcial de los juicios del docente. A
mediados del siglo XIX, Horace Mann, Secretario del Concejo de Educación de
Massachusetts, promueve el uso del examen por considerarlo "imparcial,
justo para los alumnos, más completo que otros mecanismos usados con
anterioridad, ya que imposibilita la interferencia del maestro y dice
claramente si la enseñanza recibida por los alumnos ha sido competente".[75]
Los libros de pedagogía de los siglos XIX y XX revelan una verdadera obsesión
por reducir al mínimo los rasgos subjetivos del examinador: de allí que se
implementen exámenes de multiple choice, que se utilicen bolilleros o que se elaboren modelos de examen que
admiten respuestas binarias del tipo verdadero-falso, sí-no, nunca-siempre,
correcto-incorrecto. Se pretende así
eliminar factores considerados azarosos como el cansancio del profesor,
el agrado o el desagrado por la presencia física del alumno, es decir, factores
externos al contenido mismo de la evalucación.
Hoy
en día el ideal de objetividad del
examen sigue siendo destacado -por ejemplo- por el comunitarista Michael Walzer, que subraya la estrecha relación de la meritocracia con
los exámenes, pues a su entender los exámenes se han convertido en un mecanismo
distributivo central al proporcionar "un historial sencillo y
objetivo" en el procedimiento de selección.[76]
Se presupone de este modo los oficios de un profesor imparcial y se aspira a
borrar todas las marcas de subjetividad que puedan establecer un nexo entre el
profesor y el alumno.
La
práctica del examen se generaliza cuando la aspiración de
"objetividad" de la pedagogía positivista se asienta en crecientes
dominios del sistema educativo. Con la aspiración de sustraer toda subjetividad
al tribunal evaluador, el examen permitiría desarrollar modelos generales que
pudieran distinguir fácilmente lo bueno de lo malo, lo eficaz de lo ineficaz,
lo educable de lo no educable. En su empeño por borrar las marcas de
subjetividad, los exámenes y los concursos ocluyen el hecho de que examinadores
y examinados pueden (y a menudo suelen) conocerse antes de llegar a la
instancia de la evaluación, circunstancia que no solo no tiene en sí misma nada
de recusable sino que puede ser de gran provecho y que aleja considerablemente a este mecanismo del
ideal objetivo de "tabula rasa" propugnado por el régimen de
exámenes.
El
correlato del requerimiento de profesores
"objetivos" es la demanda de pruebas "objetivas",
uniformes, ciegas a la diferencia, que excluyen la consideración de los ritmos
diversos de aprendizaje de cada alumno. El examen presupone la similación de
complejos contenidos en lapsos muy breves y cierta proporción entre el
conocimiento y el número que lo cifra. Tal como ocurrió con el régimen meritocratico
de la China postfeudal, el examen a menudo crea intelectos dóciles y reacios al
pensamiento crítico. No es extraño que el mecanismo del examen tienda a
generar, tal como ocurrió en China mil trescientos años antes de la aparición
del examen en Occidente, expertos en exámenes que han salido victoriosos en el
juego ambigüo del secreto y la divulgación, que es el procedimiento de
exclusión que subyace tras la aparente intercambiabilidad de los saberes,
procedimiento que mantiene al sistema educativo como una forma más de conservar
los discursos existentes.
Los
filósofos de la dinastía Sung impugnaron el sistema de exámenes imperiales
porque solo ponían a prueba la memoria (una memoria de escasísimo alcance), no
la destreza en la resolución de problemas, y porque su efecto sobre el carácter
era deplorable: la distribución de premios y castigos solo garantizaba
docilidad y búsqueda del propio provecho. Buena parte de la memoria de examen
es efímera, al poco tiempo cae en el olvido. El aprendizaje de este modo se
convierte menos en la construcción de un saber sobre motivaciones personales y
sociales que en la mera repetición de contenidos previamente determinados. La
libertad de expresión del alumno es meramente nominal cuando el profesor tiene
el poder de castigarlo con un número. En el taller medieval, donde el aprendiz
se formaba en la práctica, el examen hubiera revelado el descrédito del
maestro. ¿Quién sino él podía saber si su alumno había aprendido? Cualquier
crítica seria a la concepción iluminista de racionalidad -un concepto que en la
modernidad es asociado paradigmáticamente al cálculo- deberá comprender una
crítica al mecanismo del examen. Así lo entendió Foucault al vincular su
crítica a la racionalidad moderna con la genealogía de las disciplinas.
Deseosos de encontrar alguna sistematización de la sociedad, los
positivistas argentinos encontraron en las últimas décadas del siglo XIX y en
las primeras del XX que los diversos tipos de exámenes -el "científico",
el universitario- contituian una herramienta adecuada para frenar el impulso de
las masas en ascenso, representadas por inmigrantes que disputaban el poder a
la oligarquía. El departamento de paidología de la Universidad de La Plata
desarrolló instrumentos como el craneocefalógrafo, que tenía la finalidad de
producir mediciones científicas que permitirían seleccionar capacidades que
también serían evaluadas con tests de rendimiento. El ritual del examen era
clave para conservar las relaciones de clase y sostener las diferencias entre
jóvenes y adultos.[77]
La Reforma Universitaria de 1918 rechazó la máscara científica de las
mediciones, a las que consideró pletóricas de clasismo, racismo y
enciclopedismo elitista.
La Reforma Universitaria de 1918, el mayo francés y
otras corrientes críticas del sistema de exámenes
Aunque durante el siglo XX se extenderá el uso del examen, procurando tornarlo cada vez más racional y objetivo, a partir de la reforma universitaria del ´18, de la impugnación que hace Piéron en la década del ´30 de la memoria de corto alcance que pone en juego el examen y, décadas más tarde, del análisis que efectúan los teóricos de la reproducción, que juzgarán al examen como una herramienta reproductora del orden social, este mecanismo empezará a ser cuestionado para, por lo general, volver a aceptarlo con ligeras modificaciones.
En
1918 los estudiantes que llevaron
adelante la Reforma Universitaria argentina escribían:
"La autoridad, en un hogar de estudiantes,
no se ejercita mandando sino sugiriendo y amando: enseñando (...) Si no existe un vínculo espiritual entre el
que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y por consiguiente
infecunda. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de
un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen
cuartelario, pero no una labor científica".[78]
En un escrito de 1930 titulado "Palabras sobre los exámenes", Deodoro Roca, redactor del Manifiesto de la Reforma Universitaria de 1918 escribía:
"Exámenes a la vista:
bolilleros, bolilleros, más bolilleros (...) El alumno acude con su número. No
siempre saca premio. Hay que pasar de alumno a médico, a abogado, ingeniero.
(...) Todo esto será tuyo si me respondes a estas preguntas, si tienes suerte
con estas bolillas desde donde te miro. El alumno observa la irreal riqueza que
se le muestra y entrega por ese falso botín su alma indefensa y simple. Lo
humano, lo verdaderamente humano, sería irle apuntando, a lo largo de su vida y
aprendizaje, qué cosas y qué ideas no parecen
convenirle; qué cosas y qué ideas le serían de fácil adquisición. (...)
El examen debiera quedar catalogado para siempre entre los juegos prohibidos,
en defensa de la inteligencia".[79]
Para
Deodoro Roca el problema de los exámenes no se circunscribe a tal o cual
"profesor satanida" sino al sistema de enseñanza en su conjunto, que
a veces "hace depender de un éxito, de una buena jugada toda una
vida". El examen a su entender pone en juego recursos mecánicos en los que
intervienen factores extraños al conocimiento; el examen fomenta la fe y no la
duda, la credulidad y no la pregunta descarnada; se nutre de diálogos
preconcebidos y de "premios y castigos bárbaramnente llamados
estímulos". Roca juzga que el
examen no favorece el desarrollo del alumno sino que se trata de un medio por
el cual el profesor adquiere un poder ilegítimo sobre él. El mecanismo del
examen promueve una "falsa educación que reposa en una cabal falta de
respeto por el discípulo":
"¡Menos loterías, señores profesores! –escribe-. Las verdaderas pruebas no deben cifrarse en las respuestas del discípulo sino en sus preguntas. De la desnuda y oportuna pregunta del discípulo debe inferirse su curiosidad, su capacidad, su aptitud, la calidad de su espíritu, su grado de saber y su posibilidad. La única relación legítima y fecunda que debe trasuntar un examen que aspire a salvarse, es la de un discípulo que pregunta y la de un ´tribunal´ que responde. ¡Son ustedes los que deben ´rendir´, señores profesores! Mientras eso no ocurra, se seguirán oyendo en escuelas, liceos, colegios y universidades las dramáticas y fatídicas palabras del ´croupier´ docente: ¡No va más!!!".
La
Reforma Universitaria del 18, no obstante, inaugura un nuevo sistema de
exámenes: el de los concursos públicos
y de oposición para el ingreso de los docentes a la universidad, y la
obligación de someterse a un nuevo examen periódicamente. Se introducen
reformas en los métodos de evaluación, creando jurados de profesores que
reemplazan el contacto individual entre el docente y el alumno, innovación que
también revela la voluntad de tornar más "objetivos" a los exámenes
(hoy sabemos que difícilmente un docente subordinado desautorice el juicio que
sobre un examen formula el titular de la cátedra a la que pertenece). La Reforma
se propuso perfeccionar el sistema de evaluación, volverlo público,
transparente a los ojos de la sociedad, para acabar con los criterios elitistas
de las antiguas Academias.
En el
marco del replanteo de las formas y de los contenidos tradicionales de la enseñanza,
el movimiento de mayo del ´68 rechazará el modelo de estudiante cosificado
promovido por el mercado capitalista. Los estudiantes del mayo francés
encuentran que el examen es un instrumento a través del cual la burguesía
conserva sus prerrogativas de clase y legitima las diferencias sociales. Así lo
expresan los grafittis escritos en las paredes de las universidades francesas:
"Queremos nuestros exámenes. Los burgueses"[80], "Examen: servilismo, promoción social,
sociedad jerárquica", "Nada de exámenes", "En los exámenes,
responda con preguntas". Los
estudiantes del ´68 aspiran a un tipo de vida radicalmente nuevo: como señala
Marcuse, "a un mundo donde la competencia, la lucha de unos individuos
contra otros" ya no tengan razón de ser[81],
a una sociedad que rechace la
cuantificación capitalista como procedimiento universal de conocimiento
(consciente de la carga simbólica que poseen las notas para los alumnos, un
estudiante escribe en el hall del
anfiteatro de la Sorbona: "El que puede atribuirle una cifra a un texto es
un boludo"). El mayo francés plantea el derecho de los alumnos a formular
la siguiente pregunta: ¿Por qué y en qué medida lo que usted me enseña es
interesante o importante?[82]
El extenso campo semántico de la palabra
examen abarca desde una investigación sobre el alma, la naturaleza, el cuerpo o una doctrina, hasta la indagación
sobre el rendimiento en los estudios o la inquisición judicial sobre la
culpabilidad o la inocencia de una persona. Aún teniendo en cuenta las
diferencias entre estas formas de examen, todas se inscriben en un tipo de
racionalidad común, particularmente emblemática de la forma en que los saberes
entran en circulación en las sociedades disciplinarias, en las que el examen es
una mirada normalizadora y vigilante que permite calificar, clasificar y
castigar. En estas sociedades el examen constituye una ceremonia de poder y
también una práctica que procura el establecimiento de una verdad mediante la
docilidad y el sometimiento de quienes son perseguidos como objetos. Saber y
poder confluyen en este juego de preguntas y respuestas que aparece provisto de
un sistema de notación y clasificación que adopta el modelo penal de la
interrogación sin término.
La
prehistoria del examen moderno se remonta a los orígenes mismos de la cultura
occidental, al precepto délfico "Conócete a ti mismo", refrendado por
Sócrates y los estoicos en prácticas concretas tales como el examen escrito de
conciencia mediante el cual cada individuo sopesa sus obras y sus palabras con
el fin de dormir tranquilo tras haber sido el censor de sus propios actos. Los
Padres de la Iglesia recibirán esta máxima pero introducirán un nuevo elemento,
el del pecado como cifra de la maldad de la conducta humana. Mientras en los
tres primeros siglos de literatura cristiana el examen de conciencia diario no
aparece entre las prácticas propuestas para progresar en la vida interior, en
San Agustín comienza a destacarse la necesidad de autoconocimiento,
especialmente cuando el hombre se erige en juez de sí mismo para condenar sus
pecados y obtener así el perdón de Dios[83].
En el siglo XI el examen de conciencia diario ya aparece en la literatura
cristiana con descripciones detalladas de cómo cada creyente debe expurgar los
pecados que lo aparten de Dios.
El
cristianismo transforma el examen de conciencia en una práctica diaria en la
que para progresar en las virtudes el creyente se prepara a sí mismo antes de la confesión sacramental. Para el
cristiano el examen pasa a ser una forma de tornar conscientes los pecados
cometidos. Se produce de este modo una instancia intermedia entre el autoexamen
que signa a la filosofía antigua, que revela la actitud
"administrativa" que cada individuo tiene en relación a sus propias
acciones, y el examen al que un
individuo someterá a otro para extraer una "verdad" que eventualmente
lo hará pasible de castigo.
En el
marco de la educación, el examen nace con la universidad medieval en los
albores de la modernidad. Es un mecanismo de promoción que la antigüedad
clásica no conoció y se convierte en una pieza clave del sistema educativo
moderno como instancia productora y certificadora del mérito.
De la
escatología cristiana el examen que se implementa en la esfera de la educación
adopta el gusto por la evaluación tarifada de méritos y penas, que otorgará una
matriz común al sistema penal y al sistema educativo, y la idea de un futuro
abierto de salvación que puede compensar el continuo sacrificio del presente.
Aún cuando la universidad forme parte de un movimiento que tiende al laicismo,
su estructura académica y universitaria está impregnada de categorías
religiosas: las palabras profesión, profesor, cátedra, seminario y claustro; la
exigencia de razonar sin alejarse demasiado del dogma; la interpretación del
vínculo entre el hombre y dios -es decir, entre el hombre y el conocimiento-
desde una perspectiva jurídica y penal; el desplazamiento de la conducta ética
desde las buenas acciones a un tipo de acción particular vinculada con la eficacia
en el desempeño de una labor profesional en el mundo; la rivalidad como un
instrumento privilegiado de la enseñanza; la implementación de una vigilancia
permanente y de castigos para sujetar a una naturaleza humana desviada. La
universidad nace como una corporación eclesiástica, aún cuando algunos de sus
miembros no reciban las órdenes y haya cada vez más laicos. Forma sustitutiva
del gobierno de los clérigos, aspira a monopolizar el acceso a los puestos de
trabajo bien remunerados y a conferir un capital simbólico que básicamente
legitima a la burguesía como clase. La contracara de un sistema educativo
articulado en torno al mecanismo del examen es la exclusión de los no
diplomados de la posibilidad de acceder a las fuentes de poder económico, político
y simbólico. Aún cuando el prestigio social de
la profesión universitaria declina en favor de la figura mediática, la
universidad promueve el ideal pedagocrático de someter por entero a su
monopolio el universo del trabajo.
En el
sistema educativo moderno el examen tiende a reemplazar a los castigos
corporales, muy extendidos en la educación desde la antigüedad. Así como en el
sistema penal se pasa del suplicio a la práctica de la investigación, es decir,
del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal
y el investigador, en el ámbito de la educación el enfrentamiento físico entre
el niño y el maestro tiende a ser reemplazado por una práctica intelectual
(desarrollada a menudo en términos de lucha) en la que el alumno y el maestro
se enfrentan en un juego de preguntas y respuestas. En caso de tornarse
necesario el castigo, su objeto ya no será corporal sino espiritual, y su
finalidad será la de encauzar, corregir, clasificar, normalizar y excluir. En
la modenidad el examen es la fijación "científica" de las diferencias
individuales. Cada alumno es permanentemente comparado y diferenciado de su
compañero, declarando quien es el mejor y quien es el peor. Al ser examinado el
niño aprende a competir, incorporando de este modo uno de los mecanismos
fundamentales de la sociedad capitalista: considerado el régimen de premios y
castigos como un estímulo, su relación con el conocimiento se dará en un marco
de permanente rivalidad y búsqueda del propio provecho. Paradójicamente, la voluntad diferenciadora
del examen se verá seriamente limitada por la objetivación numérica de las
"notas", que uniforman drásticamente las particularidades que
presenta cada alumno en su relación con el conocimiento.
El
pasaje del único examen que tenía lugar durante el proceso de aprendizaje y que
permitía obtener la licencia docente en la universidad medieval, al mecanismo por el cual se juzga necesario
someter al alumno a una permanente examinación (llegando al extremo del examen
diario), revela el tránsito a una sociedad disciplinaria en la que el examen
trazará el ideal de "control total" en ámbitos aparentemente tan
disímiles como la medicina, la educación, el sistema penal, la psicopatología,
la física o la sociología. Al manifestar un interés cada vez más centrado en
propósitos evaluativos, el sistema de exámenes supone que la función del
maestro es menos la de suscitar un interés que la registrar y calificar
minuciosamente el "rendimiento" del alumno. Bajo la matriz de los
procedimientos característicos del sistema penal, al promover el ejercicio de
la represión indirecta bajo la forma de la coacción moral y física, el sistema
de exámenes torna policíaca la función del docente.
La
época de la escuela concebida como un aparato de examen ininterrumpido marcará
el inicio de una pedagogía que funciona como ciencia. El examen deviene así un
emblema de la racionalidad moderna. Concebido con los mismos rasgos de
"objetividad" -cifrable en la exactitud de los números-,
"neutralidad", "universalidad", "instrumentalidad"
y "democratismo" que la ciencia, al mecanismo del examen se le pueden
formular las mismas críticas de las que es pasible el discurso científico
moderno. Tras el ideal de objetividad tanto el científico como el docente han ocultado
las huellas subjetivas del examen. La calificación numérica del conocimiento
-la nota- se propone desplazar a una subjetividad que fue el pilar de la
relación maestro-discípulo en el medioevo, pero que en la modernidad será
considerada un factor perturbador de la disciplina y de la actitud de
imparcialidad exigida al educador. La práctica
del examen se generaliza cuando la aspiración de objetividad de la
pedagogía positivista se asienta en crecientes dominios del sistema educativo
con la pretensión de distinguir lo "bueno" de lo "malo", lo
"eficaz" de lo "ineficaz", lo "educable" de lo
"no educable". A diferencia de la corporación, en donde se produce
una continuidad entre el aprendizaje y la práctica, la universidad separa la
esfera del aprendizaje de la de la producción y aspira a emitir
"certificados de racionalidad objetivos", que "hablen por sí
mismos" con necesariedad y universalidad, ontologizando y sustancializando
de ese modo un dominio que pertenece a la esfera de la práctica, una práctica
que -aunque el examen pretenda negarlo- se nutre de relaciones personales que
inevitablemente pesan a la hora de determinar quienes aprueban los exámenes o
ganan concursos que se pretenden "objetivos". Por su cariz
metafísico, los títulos universitarios reflejan asimismo la enorme confianza
que Occidente ha depositado en la palabra escrita, así como el carácter anónimo
de las instituciones burocráticas modernas.
El
sistema numérico de calificaciones aspira a constituir un mecanismo justo,
democrático, basado en el principio de "igualdad ante la ley". El
alumno más estudioso ameritará el "premio" de una alta calificación
numérica. Sin embargo, lejos de resultar una técnica igualitaria, esta lógica
es uniformadora por cuanto excluye la consideración de los ritmos diversos de
aprendizaje de cada alumno (ritmos que dependen de factores sumamente diversos,
muchos de los cuales están vinculados con su adscripción de clase). El
mecanismo del examen también resulta uniformador por cuanto no suele atender a
la posibilidad de que existan diversas respuestas para una única pregunta; el
examen presupone la asimilación de complejos contenidos en lapsos muy breves,
entrena para buscar respuestas, no para formular buenas preguntas, hace olvidar
que todas las respuestas son provisorias y con ello no es infrecuente que
una la voluntad de saber al orgullo y a
la autosuficiencia. Por otra parte, la libertad de expresión del alumno es
meramente nominal cuando el profesor tiene el poder de castigarlo con un
número. De este modo, la educación impartida con vistas al examen suele ser
conservadora y niveladora, tiende a crear intelectos dóciles, reacios al
pensamiento crítico, y al promover la aparición de "expertos en
exámenes" pone a prueba la memoria
(una memoria de escasísimo alcance), no la destreza en la resolución de
problemas. El examen evidencia la preocupación por obtener resultados
inmediatos en el proceso educativo, denota una concepción del conocimiento
meramente instrumental, afirmando a la ciencia como una forma monopólica de
racionalidad que se subordina cada vez más a las exigencias del mercado
capitalista.
No
deja de resultar conflictivo en una crítica del sistema de exámenes el
tratamiento de los problemas vinculados con la responsabilidad civil en el
ámbito de ciertas profesiones. Sin matrícula profesional, ¿qué garantía mínima
de idoneidad podría suministrar un médico o un ingeniero? Cabría preguntarse,
no obstante, si la garantía es tal, si la reificación de los títulos no
legitimó nuevas formas de impunidad ante la mala praxis, o si la supremacía que
Occidente otorgó a la teoría sobre la práctica no se expresa en un sistema en
el que la eficacia de la praxis es desplazada en favor de la declaración
fundamentalmente teórica que reflejan los títulos universitarios.
El
examen también revela una concepción instrumental del conocimiento, cuya
función se circunscribiría exclusivamente al acceso a los puestos de trabajo.
Conocimiento y trabajo: dos esferas que para un antiguo resultan del todo
ajenas, ya que el trabajo es tarea de esclavos y no amerita un saber que, como
el que declaran certificar los títulos universitarios, implique una pieza clave
de la lucha por el reconocimiento.
Esta
identidad asociada al mundo del trabajo heredará numerosos rasgos del ideal
caballeresco: quienes portan el título de doctor ameritarán derechos análogos a
los que detenta el caballero para la posesión del feudo. Como el caballero, el
universitario sella la identidad entre virtud y nobleza y suele sentirse un personaje eminente; desprecia el trabajo
manual y reclama para la tarea intelectual una dignidad que juzga superior. La
aparición de la universidad se inscribe en la revolución urbana que se produce
entre el siglo X y el XIII. La implantación del sistema de exámenes y del ideal
burgués de profesionalidad revela así el triunfo de la ciudad sobre el campo, y
el del trabajo intelectual sobre el trabajo manual en el ámbito de la economía
y en la esfera simbólica de la lucha por el reconocimiento. El reclamo por la
creación de certificados de estudio en todos los dominios del trabajo revelará
también el reclamo por privilegios económicos y simbólicos mediante los cuales
se acapararán posiciones social y
económicamente ventajosas. El examen troca de este modo medios por fines. Se
convierte en el eje central de la educación y relega a último lugar su
finalidad manifiesta. El declarado propósito educativo de la escuela se ve así
superado por la exigencia de calificación. Dado que una vertiente hegemónica
del pensamiento moderno concibe a la escuela -por contraposición al mercado-
como generadora social de virtud, el reprobado aparece como un ciudadano que no
solo antenta contra sí mismo sino también contra la patria. En el marco del
reclutamiento de expertos en las organizaciones burocráticas modernas, sin
embargo, no es el deseo de educación lo
que anima a la instauración de exámenes y concursos por doquier sino la voluntad de restringir la oferta para esas
posiciones y de promover su acaparamiento por parte de los titulares de
certificados.
Los exámenes
están al servicio de la hiperespecialización, de modo que al amparo de cierto
ideal de igualdad -el vacuo y formal principio de igualdad de oportunidades-
resultan funcionales a la desigualdad que trasunta la presente división social
del trabajo. "El pueblo no cree en la realidad de eso que denominan
vocación -escribe Proudhon-. Piensa que todo hombre, sano de espíritu y cuerpo
e instruido debidamente, puede y debe ser, con algunas excepciones que casi se
desubren por sí mismas, apto para todo:
he aquí, según su sentir, el privilegio de la inteligencia".[84]
El examen no es para Proudhon más que una forma de competencia que alienta
"el espíritu que precisa ser confortado por el elogio o por el cebo de las
recompensas. Tal es el objeto de nuestras academias, ateneos, concursos de la
virtud, sociedades de templanza, comicios y premios".[85]
Contribuye a la legitimación de la división social del trabajo la impronta
providencial que poseen los conceptos modernos de vocación y profesión,
entendidos como un llamamiento íntimo hacia algo y como una misión impuesta por
Dios a cada individuo.
En
tanto mecanismo igualdador, el ideal iluminista de la escolaridad universal fue planteado con el objetivo de dar a
todos la misma oportunidad para ocupar los puestos de trabajo. Sin embargo,
como señala Ivan Illich, este ideal desconoce que si bien la enseñanza puede
contribuir al aprendizaje, las personas adquieren buena parte de sus
conocimientos fuera de los centros educativos. Illich llega a proponer que se
convierta en tabú toda indagación sobre el historial de aprendizaje de una
persona, así como lo son su filiación política o religiosa.[86]
En los
Estados modernos el examen surge como una respuesta ante el excesivo número de
aspirantes a los puestos de trabajo. También en ese sentido se nutre del ideal
democrático iluminista de neutralidad e igualdad ante la ley, pero como se
trata de un concepto de igualdad meramente formal, no sustantivo -tal el ideal
de "igualdad de oportunidades"[87]-
necesariamente propugna la exclusión de buena parte de los aspirantes a
ingresar al sistema. La concepción moderna de individuo mantiene así rasgos
aristocráticos de la sociedad aristocrática medieval[88];
rasgos que la universidad contribuyó bastante a cristalizar -el homo academicus es prestigioso en virtud
de su escasez- dadas las expectativas que el proyecto ilustrado cifra en el
conocimiento. Un ejemplo de esta lógica se refleja en cierto discurso
reformista que circunscribe la
problemática del examen a la posibilidad de que los "realmente
capacitados" no sean admitidos, y aspira a resolver la cuestión tornando
más "objetivos" los procedimientos de la prueba y eliminado a los
"ineptos" en una época temprana del proceso educativo.
El
examen supone la idea de individuo; la "salvación" que promueve es
estrictamente individual y su articulación en el capitalismo se insertará
en la lógica competitiva de mercado. No
hay que creer, sin embargo, que tornar más "objetivos" los criterios
de juicio bastaría para librar al examen de su dinámica de exclusión. La
movilidad social que posibilita el régimen de exámenes y de acreditaciones
universitarias -de escaso alcance en relación a la cantidad de estudiantes que
no acceden a la universidad o que son expulsados de ella- resulta funcional a
la conservación de las relaciones de clases. Nada mejor que identificar a
quienes "fracasan" en el sistema educativo con aquellos que carecen
de un "don" que ameritaría reconocimiento. Quienes
"triunfan" creen haber logrado mediante los exámenes la legitimación
objetiva de su mérito; quienes "fracasan" deben aceptar su destino
porque han competido en un marco de "igualdad de oportunidades". La
práctica de los tests, promovida por el positivismo, se basa en una teoría
política que pretende legitimar las desigualdades sociales como naturales,
articulando nexos entre la
delincuencia, la pobreza y la falta de inteligencia. La burguesía encuentra de
este modo en el examen una de las herramientas fundamentales mediante las
cuales conserva sus prerrogativas de clase.
El
sistema de exámenes ilustra así la actitud ambivalente del ideal democrático
ilustrado: mientras por un lado se resiste a la cristalización de una
"casta" privilegiada de ciudadanos, por el otro aspira a crear una
élite basada en los certificados educativos.
El principio selectivo del mérito, acaso más sutil y difícil de reconocer que
otros principios de exclusión, convierte en relaciones de poder las relaciones
de saber y transforma las diferencias de clase en distinciones de talento,
inteligencia y aplicación, justificando
la teodicea de una clase cuyo poder se legitima en nombre de la ciencia y del
capital cultural heredado.
[1] Max Weber. ¿Qué es la burocracia? Leviatán. Buenos Aires. 1991 p.108
[2] Michel Foucault. Vigilar y castigar. Siglo XXI. . Buenos Aires. 1989 p.189
[3] Michel foucault. La verdad y las formas jurídicas. Gedisa. Barcelona. 1992 p.64
[4] Ibid p.67
[5] Michel Foucault. Tecnologías del yo. Paidós.Barcelona. 1991 p.79
[6] Ibid p.70
[7] Ibid p.87
[8] Ibid p.115
[9] Ibid p.98
[10] Ibid p.50
[11] La verdad y las formas jurídicas p.70
[12] Ibid p.79
[13] Vigilar y castigar p.228
[14] Ibid p.17
[15] Ibid p.18
[16] Vigilar y castigar p.18
[17] Ibid p.234
[18] Ibid p.29
[19] Ibid p.195
[20] Michel Foucault. Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid. 1992 p.189
[21] La verdad y las formas jurídicas p.134
[22] Vigilar y castigar p.191
[23] La Salle. Guía de las escuelas cristianas. París. Procuraduría General. 1900
[24] Ibid p.185
[25] Ibid p.230
[26] Hernández Ruiz. Didáctica general. México. Fernández Editores. 1972
[27] Ibid p.189
[28] Ibid p.193
[29] Ibid p.230
[30] Jacques Le Goff. Los intelectuales en la Edad Media. Gedisa. Mexico. 1987 p.11
[31] Ibid
[32] Rodolfo Mondolfo. Universidad: pasado y presente. Editorial Universitaria de Buenos Aires. Buenos Aires. 1966 p.13
[33] Boyd-King. Historia de la educación. Huemul. Buenos Aires. 1977
[34] Mariateresa Fumagalli Beonio Brocchieri. El intelectual entre Edad Media y Renacimiento. Traducción de Silvia Magnavacca. Universidad de Buenos Aires. 1997 p.54
[35] Los intelectuales en la Edad Media p.120
[36] Los intelectuales en la Edad Media p.83
[37] María Angeles Galino. Historia de la educación. Gredos. Madrid. 1973 p.542
[38] Los intelectuales en la Edad Media p.76
[39] Ibid p.63
[40] Vigilar y castigar p.80
[41] Arthur Shopenhauer. Sobre la filosofía de universidad. Tecnos. Madrid. 1991
[42] Carlos Marx. Crítica de la filosofía del Estado de Hegel. Grijalbo. 1968 p.65 y 66
[43] Los intelectuales en la Edad Media p.76
[44] Ibid p.201
[45] Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron. La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. Fontamara. México. 1996 p.196
[46] Dante hace referencia a Beatriz.
[47] Dante. La divina comedia. Paraíso. Canto XXIV
[48] San Pedro le pregunta a Dante si posee esa fe en el corazón, además de dar cuenta de ella mediante palabras.
[49] Arthur Miller. Diario Clarín. 18 de ,marzo de 1999
[50] El mérito es definido por casi todos los diccionarios como la acción que hace al hombre digno de premios y castigos.
[51] Diccionario enciclopédico Uteha. México. 1953
[52] Ep.194, n.19. Migne, 33, 880.
[53] Tomado de Aaron Gurevich. Los orígenes del individualismo europeo. Crítica. Barcelona. 1997 p.144
[54] Ibid p.146
[55] ¿Qué es la burocracia? p.109
[56] Ibid p.108
[57] Ibid p.109
[58] Ibid p.110
[59] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Coyoacán. Mexico. 1994 p.49
[60] Ibid p.53
[61] Por comodidad la cita fue tomada del libro de Michael Walzer Las esferas de la justicia. Fondo de Cultura Económica. 1993 p.155 Otras referencias al sistema chino de exámenes fueron extraidas de Ronald Dore. La fiebre de los diplomas. Fonde de Cultura Económica. México.1983
[62] Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron. La reproducción. Fontamara. México. 1996 p.207
[63] Ibid p.218
[64] Ibid p.199
[65] Louis Althusser. Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Nueva Visión. Buenos Aires. 1988 p.13
[66] Ibid p.27
[67] Ibid p.17
[68] J.L.Borges Revista Pájaro de fuego. Abril. 1978
[69] Nouveau dictionnarie de pédagogie p.54
[70] F. Hotyat. Los exámenes. Kapeluz 1965 p.61
[71] Ibid p.103
[72] Ibid p.145
[73] Nouveau dictionnarie de pédagogie p.150
[74] Nouveau dictionnarie de pedagogie. Hachette. Paris. 1911
[75] Gran Enciclopedia Rialp. Madrid. 1981
[76] Michael Walzer. Las esferas de la justicia. Fondo de Cultura Económica. México. 1989 p.141
[77] Adriana Puiggros y Pedro Krotsche. Universidad y evaluación. Estado del debate. Aique. Buenos Aires. 1994 p.9
[78] Manifiesto de la Reforma Universitaria en Argentina. Córdoba, junio de 1918. Redactado por Deodoro Roca. Tomado de J.C.Portantiero, Estudiantes y política en América Latina. Siglo XXI. México. 1978
[79] Deodoro Roca. Palabras sobre los exámenes. Inédito. 9 de noviembre de 1930
[80] Los grafitti del ´68. Perfil. Buenos Aires. 1997 p.36
[81] Cohn Bendit, Sartre, Marcuse. La imaginación al poder. Paris. Mayo del ´68. Argonauta. Barcelona. 1978 p.57
[82] Cornelius Castoriadis. El avance de la insignificancia. Buenos Aires. Eudeba. 1977
[83] Agustín. Sermo 351,7,.narrationes in Psalmos 31.II, 12
[84] Proudhon. La educación. El trabajo. Sempere. Valencia. 1909 p.251
[85] Ibid p.246
[86] Ivan Illich. La sociedad desescolarizada. Búsqueda. 1986. Buenos Aires p.42
[87] La crítica al ideal de "igualdad de oportunidades" es abordada en el capítulo sobre el ideal del mérito en Marx y Rousseau.
[88] Mario Heler La cuestión del individuo. Biblos. En prensa.