EXAMEN DEFINITIVO

El examen

 

 

Democracia y procedimientos de selección

 

 

  En las sociedades modernas el examen constituye una forma emblemática de saber y poder. La civilización moderna se caracteriza por un creciente refinamiento de los métodos evaluativos, tanto en el ámbito de la educación como en el de la ciencia, en el del sistema penal, en el del trabajo y en el del sistema de salud. El examen también es una herramienta de la que se vale la burguesía para la certificación y  consagración del mérito, un ideal que  legitima a esta clase por oposición al principio selectivo del abolengo, propio del esquema aristocrático.

   El examen aparece así como un mecanismo democrático articulador de los ideales ilustrados de igualdad,  racionalidad y libertad. El acceso a los puestos de trabajo en general y a los cargos burocráticos en particular estaría mediado por una instancia frente a la cual aparentemente todos los ciudadanos se encontrarían en igualdad de condiciones, y que les otorgaría en la jerarquía social un lugar proporcional a su industriosidad y a su talento.

  Por su contenido y por su forma, el examen ha sido considerado el regulador fundamental para la adquisición de cultura legítima, revelando, como han señalado teóricos de la reproducción (Bourdieu y Passeron, entre otros), la autonomía relativa del sistema educativo en relación al  sistema de clases.

  Como observó Max Weber,  mediante el instrumento del examen, el ideal democrático ilustrado muestra una actitud ambivalente: por un lado propugna la selección de individuos calificados provenientes de todos los estamentos sociales, pero por el otro se resiste a que un sistema de mérito y certificados educativos cree una "casta" privilegiada de ciudadanos.[1]

   Para el análisis de esta aporía que presenta el ideal democrático frente al instrumento de selección meritocrática del examen, me propongo realizar una genealogía y una crítica del examen como instancia productora y certificadora del mérito, teniendo en cuenta a partir de una matriz de análisis foucaultiana los antecedentes del examen en la historia del pensamiento y su consolidación como forma emblemática en que los saberes entran en circulación en las sociedades disciplinarias. Salvo algunas referencias aisladas de Foucault, que no trabajó específicamente la problemática del sistema educativo, el examen que tiene lugar en este ámbito aún no ha sido abordado como sujeto filosófico. En el prólogo de la segunda edición de Los intelectuales en la Edad Media Le Goff reconoce que su libro debería haber hecho referencia a este mecanismo fundamental que nace con las universidades medievales.

  Me referiré asimismo al examen como instrumento propio del sistema educativo en su primera aparición en la universidad medieval y a su impronta religiosa en relación al universo transmundano de premios y castigos, al contexto en el que aparecen por primera vez en Occidente los títulos universitarios como certificados públicos de oficio, al ideal de profesión y vocación a la luz del análisis que efectúa Max Weber sobre el origen del examen  por la necesidad de reclutamiento de expertos en la conformación de las organizaciones burocráticas, al sistema chino de exámenes, desarrollado mil trescientos años antes de la aparición del examen en Occidente para el acceso a los cargos burocráticos, al análisis que efectúan los teóricos de la reproducción sobre el examen como instrumento de control social y, por último, intentaré problematizar las prácticas vinculadas al examen como instrumento de selección meritocrática.

 

 

La perspectiva foucaultiana

 

 

  Foucault define al examen como un tipo particular de poder vinculado al saber que implica "una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar".[2] Si bien caracteriza al examen como un mecanismo propio de los sistemas disciplinarios nacidos a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, sus antecedentes se remontan a la antigüedad clásica.

  La palabra examen procede del latín y remite a la acción de pesar, apreciar o calcular el valor de una cosa. En el mundo moderno examinar ya no significa pesar (práctica vinculada con el uso de la balanza, que durante siglos fue considerada una metáfora del concepto de justicia) sino investigar o experimentar, formular una disertación crítica o escudriñar una doctrina. La etimología de la palabra examen, que remite a prácticas tan diversas como la del examen de conciencia, el examen médico, el examen universitario, la estadística, la indagación sobre las capacidades de una persona o el examen de una doctrina científica, da cuenta sin embargo de una matriz común analizada por Michel Foucault a través de toda su obra.

  Esta matriz común da cuenta de un poder que se ejerce haciendo preguntas y que  ha signado la relación que Occidente mantuvo con el conocimiento y con la idea de verdad.  De allí -cabría agregar- la polisemia de la palabra cuestionar, que por un lado remite a la acción de la pregunta (en inglés, question) y por el otro a la crítica de sesgo negativo. Por ello esferas tan disímiles pueden referir a una única palabra -examen- que si bien deriva en una multiplicidad de significados, imprime a todos ellos cierto "aire de familia" común.

  Foucault encuentra en la historia de Edipo un testimonio del origen de esta forma de conocimiento a la que denomina indagación, y que constituyó un antecedente del  examen. Primer testimonio de las prácticas judiciales griegas, la tragedia de Sófocles es representativa de un determinado tipo de relación entre poder, política y conocimiento. Mientras en las sociedades indoeuropeas del Oriente mediterráneo el saber era un atributo del poder político -el rey y quienes lo rodeaban administraban un saber que no debía ser comunicado a los demás grupos sociales-, Edipo es un rey que indaga porque ignora la verdad -que ha matado a su padre y se ha casado con su madre- testimoniada por un pastor, alguien ubicado en el extremo más bajo de la escala social.

  Esta forma de entender la verdad fue "una conquista de la democracia griega; el derecho de dar testimonio, de oponer la verdad al poder, se logró al cabo de un largo proceso nacido en Atenas durante el siglo V".[3] La prueba fue el procedimiento anterior al que se opuso este mecanismo llamado indagación. En Homero la prueba aparece como una disputa reglamentada entre dos guerreros para demostrar quien ha violado el derecho del otro. No hay juez, sentencia, indagación ni testimonio que dé cuenta de la voluntad de conocimiento de una verdad. Se trata de un litigio entre individuos, de modo que nadie acusa en representación de la sociedad o del poder. Tampoco se identifica justicia con paz: el derecho es una forma reglamentada de conducir la guerra, de encadenar los actos de venganza.[4] No se prueba la verdad sino la fuerza.  El verdadero "complejo de Edipo" es para Foucault la revolución en el descubrimiento judicial de la verdad que testimonia esta historia y que constituirá un modelo para otros saberes (filosóficos, retóricos, empíricos).

  El precepto del oráculo de Delfos "Conócete a ti mismo" dará cuenta del nacimiento de esta forma de indagación que profundizarán Sócrates y la tradición racionalista occidental en su conjunto. Si para los pitagóricos, que se apropian de la tecnología oriental del examen de sí mismo,  la indagación era una forma de purificación[5], para estoicos y epicúreos se desarrollará como un examen de conciencia referido al "cuidado de sí" en el que, a diferencia del examen de conciencia cristiano, las faltas son  buenas intenciones que han quedado sin realizar; no se trata de un modelo jurídico sino de un punto de vista administrativo sobre la propia vida. Entre pitagóricos, estoicos y epicúreos, el examen de conciencia opera como una forma diaria de contabilizar el mal y el bien realizados en relación a los deberes de cada uno, de modo que cada individuo pueda medir el progreso en el dominio de sí mismo. Antes de dormir, en las cartas a los amigos, en la interpretación de los sueños, el estoico examina su propia conciencia. A simple vista -escribe Foucault-, "parece que el yo es a la vez juez y acusado (...) pero visto de cerca es algo bastante distinto a un juicio". [6] Las metáforas de Séneca no son jurídicas sino administrativas, "como cuando un arquitecto controla un edificio". El examen de sí implica la adquisición de un bien.

  Del análisis de Foucault es posible inferir que el pasaje del autoexamen, procedimiento en el que cada quien es su propio censor, al tipo de examen en el que otra persona jerarquicamente superior es quien inquiere y -eventualmente- castiga, implicará un giro crucial para la cultura de Occidente. El cristianismo se apropiará del examen de conciencia que promovió el mundo helénico: la confesión, realizada con el fin de que el sacerdote descubra los pecados cometidos, será una evidencia del paso de la función administrativa que tuvo durante el helenismo a la función judicial que adoptará en el cristianismo. A diferencia del cristianismo primitivo, para el que la penitencia es un estatuto impuesto solo a quienes cometen faltas muy serias, la Iglesia instituye el ritual del castigo y requiere otra forma de verdad, diferente de la de la fe, basada en la obediencia.

  Mientras para Séneca la relación del maestro con el discípulo termina cuando el alumno "accede a esta vida", en el cristianismo la obediencia no se basa solo en la necesidad de perfeccionamiento de sí: el destino final no es la autonomía sino el control total de la conducta por parte del maestro, "el yo debe constituirse a sí mismo a través de la obediencia".[7] Por contraposición al líder griego que, sin carecer de tierra, se ocupa fundamentalmente de calmar hostilidades, el líder hebreo y, luego, el cristiano -a los que Foucault llama "pastores"-  promete la salvación en una tierra que habrá de obtenerse en el futuro. En el pastorado cristiano "hace falta saber cómo se encuentra cada oveja" a cada instante. El propósito del examen no es el de cultivar la conciencia de uno mismo sino el de permitir que se abra por completo a su director para revelarle las profundidades del alma.[8] Por contraposición al estoicismo, en el cristianismo para saber si los pensamientos son de buena calidad hay que contárselos al maestro, renunciando -llegado el caso- al deseo propio. En el siglo XIII este tipo de examen se complementará con la penitencia. En Omnes et singulatim Foucault señala que ese poder individualizador, creador de formas de subjetividad -ese poder que él no vincula solo con la coerción sino con su aspecto productivo- comenzó a desplazarse al Estado, mediante iniciativas tendientes a controlar grandes masas de población. En su misión "pastoral" el gobierno habría creado la biopolítica, el control de la natalidad, las migraciones y otras técnicas de la anatomopolítica.[9]

   Foucault señala que mientras en los textos griegos y romanos la exhortación al deber de conocerse a sí mismo está siempre asociada con el principio del cuidado de sí, ya que para los antiguos el cuidado de uno mismo es el punto de partida para la preocupación por la vida política,  la tradición filosófica moderna enfatiza el "Conócete a ti mismo" en desmedro del "Cuídate a ti mismo".[10] Desde la perspectiva de la evolución de la idea de mérito, este análisis de Foucault  puede ser leído como el deslizamiento del concepto desde el universo ético -por cuanto en la antigüedad la ética equivale al cuidado de sí- al universo del conocimiento y del trabajo. En la modernidad uno de los ejes identitarios fundamentales del conocimiento de sí es el "descubrimiento" de una vocación que deberá circunscribirse al  universo del trabajo. El concepto de mérito ya no será asociado, como en la antigüedad y en la Edad Media, a la esfera de la ética: la "realización" y la salvación a la que se ve compelido el individuo moderno proviene del ámbito laboral; esta consideración del talento o de la vocación proyectará su sombra sobre los valores éticos, a los que -si se entiende la palabra ética en su sentido antiguo y medieval-  ya no se circunscribirá el ideal del mérito. En la modernidad el mérito ya no equivaldrá a la bondad de carácter sino al talento desarrollado en la esfera del trabajo.

  El procedimiento de la indagación, que surge por primera vez en Grecia -Foucault lo ilustra mediante el ejemplo de Edipo y del examen de conciencia- practicamente desaparece tras la caída del Imperio Romano. En el medioevo el litigio entre individuos se vuelve a establecer a través del sistema de  la prueba, entendiendo al derecho como una forma reglamentada de conducir la guerra. En el régimen de la prueba no se certifica la verdad sino la fuerza física, el peso o la importancia de quien dice algo. Foucault señala que en el viejo derecho de Borgoña del siglo XI, el acusado podía establecer su inocencia reuniendo a doce testigos que juraban que el acusado no había cometido asesinato alguno. Con ello se ponía en evidencia la solidaridad social que un individuo era capaz de concitar. También eran usuales las pruebas corporales, llamadas ordalías: si el acusado, por ejemplo, caminaba sobre hierro al rojo y dos días después tenía cicatrices, perdía el proceso. En otro tipo de prueba, se amarraba la mano derecha de una persona a su pie izquierdo y se la arrojaba al agua. Si no se ahogaba perdía el proceso porque eso significaba que el agua no la había recibido bien; si se ahogaba lo ganaba porque era evidente que el agua no la había rechazado.[11] El juego de preguntas y respuestas era innecesario; el juez no atestiguaba una verdad sino la regularidad del procedimiento.

  La indagación resurge en los siglos XII y XIII, pero de un modo bastante diferente al que se observa en la tragedia de Edipo, ya que la Iglesia la implementa fundamentalmente como indagación espiritual sobre los pecados -lo que supone una inqusición tanto sobre bienes y riquezas como sobre corazones, actos e intenciones- y el Imperio Carolingio lo utiliza como una forma de determinar la verdad haciendo preguntas a las personas notables y capaces.[12] El juego de preguntas y respuestas se prolonga en el procedimiento de la confesión, que desempeña un papel importante para el control de las faltas -y no solo las referidas al sexo- en las instituciones penales y religosas. Poco a poco el Estado tiende a monopolizar todo el procedimiento judicial: si antes los conflictos eran resueltos por los individuos entre sí -el mediador solo comprobaba la regularidad del procedimiento-, en los siglos XII y XIII aparece un nuevo personaje, el procurador, representante de un soberano que ahora se declara personalmente afectado por el delito. Siglos más tarde será el Estado el que justificará su intervención declarando que la sociedad toda se ve afectada por el conflicto entre dos individuos.

  El análisis de Foucault sobre los mecanismos de poder de las formas de examen y de indagación que, en sus diversas formas, han signado a la cultura Occidental, encuentra una de sus aristas más ilustrativas en el fenómeno europeo de la Inquisición. A partir del siglo XIII se instala en Europa este "espectáculo" en el que mediante un juego de preguntas y respuestas se aúna la tortura moral con el suplicio físico. En su batalla contra los herejes, la Iglesia implementa un mecanismo de preguntas y respuestas en el que el sospechoso es obligado a formular su confesión en  determinados intervalos de tiempo. Los inquisidores consiguen así que el relato del acusado esté en relación con lo que se desea oír. La confesión es obtenida ante la vista de instrumentos de suplicio, en medio de amenazas y torturas. Violencia intelectual, parálisis de pensamiento, suplicio físico: ante la pregunta, la confesión debe brotar como sea,  se trate de una "herejía" real o de una falta imaginaria.

  Del procedimiento inquisitorial se desprende para Foucault la técnica que será implementada en las metodologías modernas de investigación de las ciencias empíricas.[13] En contraste con el saber contemplativo premoderno, la voluntad de Bacon de "torturar" a la naturaleza con preguntas es una muestra del ello. Picco de la Mirándola cuestiona la interpretación instituida, basada en la autoridad -"Lo dijo Aristóteles"- en favor de la posibilidad de verificación. Originada en la práctica judicial, la indagación (enquête), tal como la practican los científicos -geógrafos, botánicos, zoologos, economistas- es una forma característica de la verdad en las sociedades modernas. Tras sufrir una "depuración especulativa", el procedimiento articuló ciencias como la psiquiatría, la psicología y la sociología en la modalidad de tests, conversaciones, interrogatorios y consultas. El ritual discursivo de la confesión se prolongará en las técnicas de la psicología en general y del psicoanálisis en particular.

  La metodología moderna de investigación encuentra una de sus condiciones de posibilidad en el examen de conciencia protestante. Fundamento de la interpretación personal de la escritura -cuya exégesis autorizada ya no será la de la jerarquía sacerdotal-sacramental-, el examen de conciencia protestante sustentará el  ideal moderno de libre pensamiento. No obstante, esta búsqueda personal de la verdad entrará en contradicción con otro examen, heterónomo y no autónomo, mediante el cual el creyente protestante puede ser condenado por Dios al suplicio del infierno.

  Hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, el suplicio físico comienza a ser rechazado  y desaparecen la horca, el látigo y la picota, que ahora serán una muestra de la barbarie de los siglos.[14] La pena no apuntará ya a producir dolor en el cuerpo sino en el alma, cuyas representaciones se manipulan mediante una vigilancia jerárquica y normalizadora permanente: "el castigo pasó de ser el arte de las sensaciones insoportables a la economía de los derechos suspendidos". [15] Se pone así en evidencia menos la preocupación por la "humanidad" de los condenados que una justicia más sutil que aumenta la intolerancia frente a los delitos económicos.  Lo esencial ahora no será castigar sino corregir, reformar y curar en nombre de la sociedad toda. Relevarán al verdugo vigilantes, médicos, capellanes, psiquiatras y educadores.

  El análisis de Foucault puede ser referido con pertinencia a los cambios operados en el sistema educativo: la implementación del examen en esta esfera denota la progresiva intención de desplazar el castigo infligido en el cuerpo del alumno -habitual por lo menos desde la cultura greco-romana en adelante- al castigo infligido en su alma. Desde la perspectiva de Foucault, se puede trazar un paralelo entre la aplicación de castigos físicos en el ámbito educativo y el castigo en el derecho monárquico, que utiliza las marcas rituales de la venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado y despliega ante los ojos de los espectadores un efecto de terror. Tanto el suplicio como el castigo corporal en el ámbito educativo comienzan a disminuir a fines del siglo XVIII: ambos responden a un régimen de producción en el que el cuerpo humano no tiene ni el sentido utilitario ni el valor comercial que les conferirá la economía industrial; en ambos el castigo como teatro de ahí en más será juzgado de manera negativa y tenderá a ser ocultado. De la percepción casi cotidiana del castigo se pasa a la conciencia abstracta de él, ya no el teatro abominable sino la certidumbre de ser castigado-reprobado. En la nueva tecnología del poder el castigo se ocultará y solo se publicitará la sentencia. Es como si el modelo que lo reemplaza, en su afan de corregir, reformar y "curar" tuviera "vergüenza de castigar"[16]; la pena ya no estará cifrada en el dolor del cuerpo sino en la recalificación del alma; de lo que se trata ahora es de evitar el castigo corporal para respetar tanto la "humanidad" del asesino como la del alumno. En el desplazamiento del momento del suplicio al de la investigación, se pasa del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador. Otro tanto ocurre con la implementación del examen en el sistema educativo: del enfrentamiento físico con el maestro que, llegado el caso, inflige al alumno castigos corporales, se pasa a una lucha intelectual entre ambos, posibilitada por el mecanismo del examen. Foucault encuentra que la prisión es entendida como un castigo igualitario[17]; otro tanto puede decirse del aplazo en el examen: en el pasaje de una tecnología de poder a otra no se trata de castigar menos sino de prevenir y castigar mejor, con mayor necesariedad y universalidad. Los tres mecanismos del panóptico -vigilancia, control y corrección- constituyen la dimensión fundamental de ambas modalidades de la sociedad disciplinaria. En tiempos de gran crecimiento demográfico, el castigo podría realizarse con mayor eficacia y en nombre de la sociedad toda. Así como el delincuente ya no aparece como enemigo del soberano sino como enemigo del pacto social, a través del sistema de exámenes que monopoliza el Estado el alumno será aprobado o reprobado en nombre de la sociedad toda.

   Estos dispositivos disciplinarios, que aparecen a fines del siglo XVIII y que están relacionados con la consolidación del capitalismo, suponen una retícula de poder de la que casi nada se escapa. El examen opera así como una exacerbación de los procedimientos que lo antecedieron: mediante su ejercicio todo el individuo está incluido en actividades que posibilitan una vigilancia constante. Las disciplinas controlan el tiempo de las personas, sus actos, sus conocimientos, sus gestos. Estuvieron presentes en las órdenes monásticas medievales, en los cuarteles,  y en el siglo XVII comienzan a aplicarse a los procesos del trabajo.

  Instrumento por excelencia de la disciplina, el examen es un tipo de poder que se manifiesta como una forma de registro, en general escrito, cuya mirada "celular", individualizante, clasificadora, calificadora y normalizadora, coloca al individuo en un marco permanente de vigilancia.[18] El examen establece una visibilidad que permite diferenciar y sancionar; es la fijación "científica" de las diferencias individuales. El poder del examen no debe ser entendido exclusivamente en términos negativos de coerción sino también como fabricación de una subjetividad celular. El individuo debe ser encauzado, corregido, clasificado, normalizado o excluido. Por ello en todos los dispositivos de la disciplina el examen está altamente ritualizado. Se examinará en el hospital, en la prisión, en la fábrica, en la escuela.  Las formas del examen dieron origen a la sociología, a la psicología, a la psicopatología, a la criminología y al psicoanalisis con el objeto de producir cierto número de controles políticos y sociales. El examen se vincula con la estadística en la caracterización de hechos colectivos y con la estimación de las desviaciones de unos individuos  respecto a otros.[19]

  La minucia de los reglamentos y la mirada puntillosa de las inspecciones en la escuela, el cuartel, el hospital y la prisión son dispositivos de poder de una racionalidad económica que percibirá hasta el más pequeño acontecimiento, hasta el detalle más fino de la existencia humana. Foucault juzga que este mecanismo fue prefigurado por la influencia "pastoral" cristiana, un poder individualizador ajeno al pensamiento griego que se ejerce continuamente sobre los individuos a través de la demostración de su verdad particular. Los dispositivos en los que se lleva a cabo este control son espacios cerrados en los que los individuos ocupan un lugar fijo; sus movimientos más ínfimos están permanentemente controlados, localizados y registrados.  Estructuras militares, hospitalarias, escolares, penales y laborales seguirán el diagrama  de la jerarquía y la disciplina.  La estructura arquitectónica del panóptico materializa el modelo de control: una periferia en forma de anillo en la que se alinean celdas unitarias, con una torre central de anchas ventanas desde las que un vigilante individualiza a las figuras cautivas. Ve pero no es visto, de modo que quien se encuentra en la celda se siente permanentemente mirado. Poco importa quien ejerce un poder que funciona de modo anónimo y automático. El panoptismo es la figura de una nueva anatomía política: no está diseñado para la violencia física sino que es un modelo que bajo la apariencia de socorrer, curar y educar, funciona como un dispositivo carcelario que se sirve de procedimientos de individualización (basados en divisiones binarias sobre lo normal y lo anormal) para marcar exclusiones (el loco, el preso, el enfermo, el anormal, el alumno reprobado).

  Clasificar a los obreros según su habilidad para optimizar el proceso de producción, clasificar a los enfermos para evitar el contagio, jerarquizar a los alumnos según sus méritos. No perder tiempo ni dilapidar dinero. En el corazón de todos estos sistemas disciplinarios funciona un mismo modelo penal. Los edificios de la disciplina están diseñados en derredor de un pequeño tribunal que adopta la forma teatral del gran aparato judicial.

  Vigilar y castigar no se propone una mera historia del sistema penal sino fundamentalmente la reflexión en torno a las formas paradigmáticas de racionalidad generadas por el proyecto iluminista. Se trata de formas de verdad originadas en el derecho penal, formas que bajo una apariencia de emancipación propugnaron un control que Foucault juzga más estricto que el de la sociedad tradicional.

  En este instrumento básico de la disciplina que es el examen se superponen el saber y el poder: mientras el hospital antes era un centro de asistencia, ahora es un ámbito de confrontación de conocimientos.[20] Los individuos son sometidos a examen a partir de la noción normal-anormal: mediante el examen en la escuela cada alumno es permanentemente comparado y diferenciado de su compañero. Mientras en la tradición corporativa valía la aptitud adquirida -la "obra maestra" autenticaba una transmisión de saber ya hecha-, el examen une al saber con cierto tipo de ejercicio del poder. Escribe Foucault: "El sistema escolar se basa también en una especie de poder judicial: todo el tiempo se castiga y se recompensa, se evalúa, se clasifica, se dice quien es el mejor y quien es el peor. (...) ¿Por qué razón para enseñar algo a alguien ha de castigarse o recompensarse?".[21]

  La escuela pasa a ser una suerte de aparato de examen ininterrumpido que acompaña todo el proceso de enseñanza.[22] En la escuela se verán cada vez menos  torneos en los que los alumnos confrontan sus fuerzas y cada vez más ejercicios en los que se realiza  una comparación perpetua de cada cual con todos, que permite a la vez medir y sancionar. Los parámetros de normalidad son estipulados de manera tal que el examen no se limita a certificar un aprendizaje sino que opera como uno de los factores permanentes de producción de subjetividad.

   La época de la escuela "examinatoria" marca el comienzo de una pedagogía que funciona como ciencia. A través de la práctica vigilante y jerarquizante del examen La Salle establece un instrumento de vigilancia continua e ininterrumpida;  sueña con una clase cuya distribución espacial refleje el grado de adelanto de los alumnos, el valor de cada uno, su mayor o menor bondad de carácter, su limpieza y la fortuna de sus padres. [23] La clase conformaría así un gran cuadro ante la mirada clasificadora del maestro. En la escuela que sueña La Salle el castigo y la penitencia son entendidos como formas de hacer progresar al alumno a partir de sus propias faltas. "Toda la conducta cae en el campo de las buenas y de las malas notas, de los buenos y de los malos puntos".[24] Foucault señala que los jesuitas influyeron grandemente para que el aprendizaje se desarrollara generando rivalidad entre los alumnos bajo la forma de un torneo o de una guerra en la que se enfrentan dos ejércitos. "¿Puede extrañar que la prisión celular, con sus cronologías rimadas, su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y notación, sus maestros de normalidad, que revelan y multiplican las funciones del juez, se hayan convertido en el instrumento moderno de la penalidad? ¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales?"[25]  De este modo el examen promueve lo que Hernández Ruiz llama "facilismo pedagógico": "cuando el alumno no entiende, se lo manda a examen, y cuando no quiere estudiar, se lo obliga mediante la calificación".[26]

  El examen es una ceremonia del poder y también una forma de experiencia que procura el establecimiento de una verdad mediante la docilidad y el sometimiento de aquellos que son perseguidos como objetos.[27] En su juego de preguntas y respuestas, en su sistema de notación y clasificación se encuentra implicado todo un dominio del saber y todo un tipo de poder. Por ello es la forma paradigmática en la que entran en circulación los saberes en las sociedades disciplinarias. Estamos en la "época del examen infinito", escribe Foucault.[28] La "curiosidad encarnizada del examen" es la de un "ideal de la penalidad" en el que se desarrolla "un interrogatorio sin término".[29]

 

 

La creación de las licenciaturas profesionales

 

 

  Este trabajo se propone ampliar la genealogía del examen en un ámbito que, como el de la educación, no fue investigado específicamente por Foucault. De modo que el resto del capítulo recorrerá el análisis que sobre este tema ofrecen otros autores, y procurará plantear críticamente la instrumentalización del mecanismo del examen en el sistema educativo contemporáneo.

  En los siglos XII y XIII nace en Occidente una nueva institución educativa: la universidad (universitas significó originariamente corporación o gremio). ¿Qué la diferencia de otras instituciones anteriores? En principio, difiere de las escuelas antiguas en que otorga grados académicos o títulos de valor jurídico a sus discípulos o egresados. Sin antecedentes en la antigüedad clásica, el título de doctor o la licentia docendi que otorgan las universidades medievales y modernas constituye una institución completamente nueva en Occidente, que con anterioridad había conocido tres maneras de acceder al poder: el nacimiento -la más importante-, la riqueza y el sorteo, de alcance limitado en algunas ciudades antiguas griegas.[30] El criterio del mérito, en estricta referencia a la esfera del conocimiento, aparece como posibilidad de acceso a los puestos de trabajo y a los cargos políticos con la creación de las universidades.

 

 

Si bien a la universidad concurren fundamentalmente miembros de la nobleza y jovenes burgueses (que resultarán  ante todo intelectuales orgánicos de la Iglesia y del Estado, aunque muchos también rayen en la herejía), unos pocos campesinos pueden ascender socialmente mediante la acreditación suministrada en forma de "título".[31]

   Los títulos comienzan a otorgarse en la universidad a comienzos del siglo XIII. Con anterioridad las licencias no eran necesarias para enseñar: profesor universitario era aquel que lograba atraer a un grupo de estudiantes que siguieran sus clases. En la universidad de París la licentia docendi se obtenía solo con un permiso sujeto al arbitrio del canciller de Notre Dame, director de la escuela catedralicia.

  Durante los siglos XII y XIII los títulos fundamentales se otorgan en las carreras de teología, leyes, artes y medicina.

  ¿En qué se diferencian los procedimientos de licenciatura universitarios de los sistemas previos de habilitación para la práctica de un oficio? En la antigua Roma los discípulos del médico acompañaban al maestro en sus visitas a los enfermos.[32] Tiempo después el colegio de médicos votaba la aceptación del nuevo médico, que de ese modo podía comenzar a ejercer. Tampoco en la corporación, de la que la universidad hereda la exigencia de convertir a los discípulos en maestros, había título de magister o autorización (licentia o facultas) sino un reconocimiento por parte del maestro, que seguía de cerca la evolución de su alumno. Todos estos son antecedentes de la licentia o facultas que cristalizará más tarde en la universidad medieval.

  En un comienzo, el sistema de graduación solo formaba parte de la economía interna de la institución, pero a comienzos del siglo XIII, con el surgimiento de las nuevas universidades, los títulos empiezan a tener valor más allá del ámbito académico. A principios del siglo XIII, a partir del momento en que  monarcas y papas comienzan a fundar universidades por razones políticas, el papa, como jefe religioso de Europa, o el emperador, como jefe secular del Imperio, son quienes deben autorizar a la universidad para que sus títulos adquieran validez general. Hacia fines del siglo XIII los títulos de la mayoría de las universidades, incluso los de las más antiguas como Oxford o París, deben obtener el reconocimiento del papa. Poco a poco las universidades europeas van cayendo por completo bajo la jurisdicción del papa, y la licencia de enseñanza que originariamente había sido otorgada por el canciller de la catedral o por algún dignatario eclesiástico con fines puramente locales, comienza a ser librada  en nombre del papa como una suerte de habilitación universal para el ejercicio de una profesión.[33] A partir de la Reforma protestante, cuando Lutero escribe sobre la necesidad de que el Estado garantice la formación de ciudadanos sabios (y no ricos), la educación comienza a pasar de manos de la iglesia a manos de un Estado que  monopolizará los procedimientos de licenciatura.

   Los títulos universitarios serán una pieza clave de la lucha moderna por el reconocimiento.  Si los apellidos, que aparecen por primera vez en el medioevo,  ya habían comenzado a ligar la identidad al mundo del trabajo, los títulos universitarios acentuarán esta tendencia en la que la educación aparece como una nueva herramienta para  la lucha por el status social.

  El concepto moderno de profesión lleva la impronta de las categorías religiosas imperantes cuando la educación estaba fundamentalmente en manos de la Iglesia. Profesión, profesante, profeso, profesor y confesión son palabras que derivan del latín profiteri, que significa "declarar abiertamente". Al igual que el sacramento de la confesión, la profesión opera como una declaración de oficio. El profesional "confiesa" públicamente una habilidad revelada por un "llamado" -de ahí la palabra vocación, que deriva del latín vocatio, llamamiento- en el que se conjugarán aptitudes e intereses.

  Mientras en la corporación se produce una continuidad entre el aprendizaje y la práctica, en la universidad el otrogamiento de títulos escinde estas dos instancias: si en la corporación para ejercer hacía falta obtener la aprobación personal del maestro, en la universidad poco a poco se aspira a que los certificados de licenciatura "hablen por sí mismos", más allá de la consideración subjetiva de una persona en particular. La universidad refleja en este sentido la evolución de las intituciones burocráticas modernas, su carácter anónimo, su aspiración de "racionalidad", objetividad y eficacia.

 

 

El nacimiento del examen en la universidad medieval

 

  Una característica que diferencia a la universidad de otras instituciones es la aparición del examen, un mecanismo de promoción que la antigüedad clásica no había conocido y que a partir de ese momento se convertirá en una pieza clave del sistema educativo. La universidad medieval instaura los exámenes que abren o cierran el paso de unas etapas del estudio a otras, de modo que el funcionamiento íntegro del aprendizaje gire en torno a estos sistemas de admisión.

  El juego de preguntas y respuestas del examen se remonta al momento en que los maestros paganos, convertidos al cristianismo, intentan conciliar sus nuevas creencias religiosas con la herencia de la filosofía griega. Estas escuelas, llamadas "catequísticas", emplean el método de preguntas y respuestas heredero de la dialéctica griega. En un principio se trató de  una enseñanza destinada a la formación de dirigentes eclesiásticos, pero con el tiempo se extiende a la enseñanza laica, que concede más importancia a la razón.

  El examen es implementado por algunas de las escuelas episcopales más poderosas, que luego serán  convertidas en universidades. A estas escuelas se ingresaba a los catorce años tras rendir un examen en el que se debía probar un eficiente dominio oral y escrito del latín. La enseñanza se extendía de cuatro a siete años más, cuando a través de otro examen había que probar que se sabía discutir defendiendo una "obra maestra". Si se lograba sortear todas estas instancias, se obtenía la licencia para enseñar. Hacia fines del siglo XIII esta herencia será recogida por los numerosos exámenes implementados en diversas etapas de cada carrera universitaria: en un principio se trata de exámenes orales que ponen a prueba la capacidad de discutir del alumno; más tarde aparecerán los exámenes escritos.

  La universidad conserva numerosos rasgos de las corporaciones medievales: al igual que en otros gremios, como requisito para la maestría el aprendiz permanece entre cinco y siete años bajo la tutela de algún maestro reconocido. Pero mientras en la corporación el conocimiento del alumno por parte del profesor era suficiente para la iniciación de la práctica del oficio, en la universidad comienzan a implementarse pruebas que obran como una presentación formal en sociedad. Avalado por su maestro, el alumno da una clase "magistral" llamada inceptio frente a otros maestros, y en caso de aprobar queda admitido como magister por la intitución. Más tarde hasta quienes no tienen intención de dedicarse a enseñar buscan el honor de la maestría y se establece la diferencia entre docentes y no docentes (magistri regentes y magistri non-regentes). De este modo, la palabra maestría comienza a deslindarse de la enseñanza y a certificar que se ha completado un tipo particular de estudio. Aunque las palabras maestro y profesor designan a las personas que enseñan después de haber estudiado, el término magister connota una cualidad de elevación moral, mientras professor a menudo es utilizada con ironía para mofarse de quienes confian demasiado en su propio saber.

   El título de doctor, que certifica siete años de estudio,  se obtiene tras aprobar dos exámenes; en el primero, que comienza con el juramento de obediencia al rector, el alumno debe estudiar dos textos que recibe en el momento y exponerlos en privado frente a otros doctores; en el segundo debe mantener una discusión pública con los estudiantes en la catedral. Aprobados ambos exámenes el flamante doctor recibe la licentia docenti sentado en la silla magistral (cathedra), donde se le coloca un anillo de oro en el dedo y un birrete sobre la cabeza, quizá para demostrar que su rango no es inferior al del caballero.

  Desde el nacimiento de las universidades, los magistri quieren diferenciarse por un lado de los rustici (la plebe) y, en sentido ascendente, de la clase de los nobles y de los terratenientes, a quienes opone la identidad entre virtud y nobleza.[34] El universitario se siente un personaje eminente, desprecia el trabajo manual y reclama para la tarea intelectual la dignidad del trabajo, de un trabajo que juzga superior a los demás, de allí la equivalencia entre caballería y ciencia, la voluntad a dar a quienes portan el título de doctor los mismos derechos que tiene el caballero. El humanismo divorciará definitivamente el impulso que durante los siglos XII y XIII acercaba las artes liberales a las mecánicas.[35] Del deseo que tiene el universitario medieval de diferenciarse de los rustici queda testimonio en los ritos de iniciación en los que el nuevo estudiante es conminado a "purificar" su rusticidad primitiva. "Los compañeros se burlan de su olor de fiera salvaje, de su mirada perdida, de sus largas orejas, de sus dientes. Lo desembarazan de cuernos y excrecencias. Lo lavan, le pulen los dientes. En una parodia de confesión el novato revela vicios extraordinarios. De esta manera el futuro intelectual abandona su condición "primitiva", que se parece mucho a la del campesino, a la del rústico de la literatura satírica de la época. El joven pasa de la bestialidad a la humanidad, de la rusticidad a la urbanidad (...) El intelectual ha sido divorciado del clima rural, de la civilización agraria, del salvaje mundo de la tierra".[36] Desde el origen de las universidades, los estudiantes gozan de una serie de privilegios que hasta entonces solo había tenido el clero: entre otros, exención de impuestos y del servicio militar, y juicios en tribunales especiales.

  Los primeros exámenes universitarios aún guardan una fuerte impronta de la relación personal que aprendiz y maestro mantenían en la corporación: es sumamente inusual que un profesor repruebe a un alumno, ya que cada uno de ellos debe ser presentado por su maestro, al que conoce perfectamente, dada la duración de los estudios.[37]

 

 

 

 

La impronta del dogma católico en la configuración de la universidad

 

 

   El cristianismo constituye una influencia clave del pensamiento educativo moderno. La disciplina universitaria es heredera de la educación cristiana medieval, cuyos principios básicos se apoyan en una antropología que considera que  dado que la naturaleza humana es proclive al pecado, es necesario sujetarla y lograr la obediencia con vigilancia permanente y severos castigos (en el ámbito de la educación, la vara era considerada "el mejor maestro"). El monaquismo mantuvo viva la tradición antigua y promovió una férrea disciplina tras la conquista de los bárbaros y bajo el imperio de Carlomagno.

  La estructura académica y disciplinaria de la universidad está impregnada de categorías religiosas, muchas de las cuales son herencia de las escuelas medievales, que en su conjunto constituyen una bisagra con la cultura antigua. Antes de la conformación de las ciudades, la iniciativa cultural estaba en manos de las abadías y de las pocas catedrales que podían organizar y administrar la enseñanza. La corporación universitaria es ante todo una corporación eclesiástica, aún cuando algunos de sus miembros no hayan recibido las órdenes y cada vez haya más laicos. Todos los universitarios pasan por clérigos y corresponden a jurisdicciones eclesiásticas, aún cuando formen parte de un movimiento que tenderá hacia el laicismo.[38] La palabra claustro, que hoy designa a un conjunto de profesores o a la junta que interviene en el gobierno de las universidades, remitió originariamente al patio principal de las catedrales, donde funcionaban las escuelas catedralicias, algunas de las cuales tiempo después se convertirían en universidades.

  Uno de los rasgos del dogma cristiano que impregnó decisivamente la estructura disciplinaria de la universidad fue la exigencia de ortodoxia, que a menudo condenó como herejía toda alternativa de pensamiento crítico. Razonar pero sin alejarse del dogma. Certificar mediante la razón la verdad que Dios proclama en  las escrituras. "No hay otra autoridad -escribe Honorio de Autun- que la verdad probada por la razón; lo que la autoridad nos enseña a creer la razón nos lo confirma por sus pruebas. Lo que la autoridad evidente de las Escrituras proclama, la razón discursiva lo confirma".[39]

  La universidad de París, una de las tres primeras en ser creadas y modelo para el desarrollo de otras universidades fundadas con posterioridad, nació para el estudio de la teología, al servicio de las exigencias doctrinales de la Iglesia Católica (en ese contexto son asociados los estudiantes de filosofía y los de teología). En mucha mayor medida que las religiones paganas, el cristianismo impone obligaciones muy estrictas de verdad, dogma y canon: es menester considerar cierto número de libros como verdad permanente pero, además, "no se trata solo de creer ciertas cosas sino de demostrar que uno las cree y aceptar institucionalmente la autoridad".[40]

  Esta exigencia de ortodoxia hizo que aún durante el siglo XIX  Schopenhauer reclamara  la "mayoría de edad" de los claustros académicos, dado que a su entender hasta el momento  filosofía y universidad se mostraban como un tandem incompatible: mientras la filosofía es esencialmente pensamiento crítico, la universidad -impregnada de categorías religiosas- tiende a conservar el saber instituido.[41]

  En su Crítica a la filosofía del Estado de Hegel, Marx analogó la función del examinador con la del cura, entendió al examen como un mecanismo propio del Estado racional -Weber seguirá reflexionando en esta dirección- que ubica al profesor en el lugar del saber sagrado y absoluto. En su crítica al proyecto de Hegel de instituir un sistema de exámenes para acceder a los cargos públicos, escribe: "El examen no es otra cosa que el bautismo burocrático del saber, el reconocimiento oficial de la transustanciación del saber profano en saber sagrado (claro está que en todo examen el examinador lo sabe todo)".[42]

  No debería dejar de reconocerse, sin embargo, que también cierta tradición "herética" creció al amparo de la universidad. "Aprendí de mis maestros árabes -escribe Abelardo, representante paradigmático de esta corriente- a tomar a la razón como guía, en tanto tú te contentas, como cautivo, con seguir la cadena de una autoridad basada en fábulas. ¿Qué otro nombre dar a la autoridad que el de cadena?" [43] Si bien la preparación de profesionales se fue convirtiendo poco a poco en el fin primordial de la universidad, desde sus orígenes, no obstante, mediante instituciones como la disputatio,  la práctica de la investigación fue considerada de gran relevancia, constituyendo un antecedente del ideal moderno de "libre pensamiento". Los seminarios académicos -palabra que aún designa el estudio de los jóvenes que se dedicarán al estado eclesiástico- nacieron con el propósito de no apuntar, como las controversias, a la consolidación de un canon de verdades establecidas, sino de adiestrar a los alumnos en la libre investigación.

  Uno de los rasgos característicos del examen, la permanente comparación y competencia entre los alumnos, revela, tal como subraya Foucault, la influencia de la educación jesuita, que hace de la rivalidad el instrumento privilegiado de la enseñanza destinada a la juventud aristocrática. Los jesuitas forman el homo hierarchicus, trasponiendo el culto aristocrático de la gloria al ámbito del éxito mundano, de la proeza literaria y de la vanidad escolar.[44]

  Ignacio Loyola, fundador en el siglo XVI de esta orden destinada a combatir a la Reforma, recalca la importancia de la educación superior y trabaja en la estructuración de modelos militares en colegios y universidades. El mismo había sido militar y por eso bautiza a su orden "el regimiento de Jesús" y a su jefe "el General". En las instituciones de enseñanza que caen bajo su influjo se da gran importancia a los premios y a la promoción por exámenes, a los que se somete en forma permanente tanto a los alumnos como a los profesores.

  Bourdieu señala un rasgo fundamental por el que la universidad hereda la impronta de la estructura eclesiástica: forma sustitutiva del gobierno de los clérigos, la universidad va constituyéndose en un monopolio que aspira a someter todos los actos de la vida civil y política a su magisterio moral.[45]

 

 

El concepto de mérito en el dogma cristiano y en la reforma protestante

 

 

  El sistema de otorgamiento de títulos (y su contracara, la exclusión de los no diplomados) es heredero del esquema extorsivo de premios y castigos que subyace en la doctrina católica del mérito. El mérito ético que el catolicismo exigirá para que un cristiano gane el derecho a la bienaventuranza eterna en el mundo moderno será desplazado a la esfera laboral y del conocimiento. Si el católico ganaba el cielo con buenas acciones, obteniendo de ese modo el reconomiento de Dios y de sus congéneres, el ciudadano moderno aspirará a "salvarse" ocupando en la sociedad un lugar que en principio parece determinado por la conjunción de un saber (certificado mediante los títulos académicos que otorga el Estado) y de una eficiencia referida estrictamente al universo del trabajo. Así como Dios ha sido el gran remunerador de méritos (éticos), destinando la gloria a algunos seres humanos y la reprobación a otros, el Estado como monopolizador del otorgamiento de los títulos universitarios ha sido planteado en la modernidad como el gran remunerador de méritos (profesionales), incluso cuando la matriculación no garantice el acceso a los puestos de trabajo.

  El legado escatológico del cristianismo en el régimen de exámenes propio del sistema educativo moderno es particularmente visible  en una escena de La Divina Comedia en la que Dante establece una analogía entre el examen al que Dios lo somete en el cielo y el examen al que el profesor lo somete en la universidad: "Así como el bachiller se prepara y no habla hasta que el maestro propone la pregunta que debe aprobar, pero no resolver, del mismo modo preparaba yo todas mis razones, mientras ella[46] hablaba, para estar pronto a contestar a tal examinador y a tal profesión: ´Dime, buen cristiano, explícate, ¿qué es la  fe?´".[47] Dante había sido estudiante universitario y percibe este "aire de familia" entre la interrogación ultramundana que hará pasible al cristiano de la bienaventuranza o del castigo eterno y la  interrogación al que lo somete el profesor en la universidad. En el examen la demostración de la fe ha sido pesada y examinada con el cuidado con que se pesa y examina una moneda: "Ha salido bien la prueba y el peso de esta moneda; pero dime si la tienes en tu bolsa".[48]

   La escatología cristiana y la práctica de la confesión preparan el terreno para un desplazamiento clave en la historia del pensamiento occidental: el que se produce entre el autoexamen que signa a la filosofía antigua, una instancia "administrativa" que cada invididuo realiza sobre sus acciones y sobre su propia conciencia, y el examen al que un individuo somete a otro para tornar conscientes los pecados que lo harán pasible de castigo.

  Del legado escatológico cristiano es deudora la idea moderna de un futuro abierto de salvación que puede compensar el continuo sacrificio del presente. El ideal de salvación fue secularizado por los filósofos laicos y rearticulado en la convergencia del capital y el Estado: de la búsqueda egoísta de cada ciudadano meritorio surgiría el mejor de los mundos posibles.

  El desplazamiento del pecado al error (la fuerte impronta del castigo de los pecados que aún guarda el castigo por el error en el ámbito del sistema educativo) también  revela el desplazamiento del interés por el universo ético al interés por el universo del conocimiento y del trabajo.

  Un ejemplo de cómo la modernidad escinde el concepto de mérito de la esfera ética y lo asocia exclusivamente al mundo del trabajo y de las capacidades individuales: en 1999 el director de cine Elia Kazan, delator de sus colegas durante el maccartismo, recibe por sus méritos artísticos un Oscar honoracio de la Academia de Hollywood. Las críticas de las que es objeto este premio son ahogadas por argumentos como el de Arthur Miller, que sale en su defensa: "Un hombre vale por su obra -escribe-; soy sensible a cualquier intento destinado a destruir el nombre de un artista por sus costumbres o acciones políticas. Kazan hizo un trabajo lo suficientemente extraordinario en cine y teatro como para que merezca un reconocimiento".[49] En la esfera privada (ya que en este orden se suscribe la ética moderna) Kazan puede ser un delator; en la esfera pública (donde se obtiene reconocimiento al mérito) Kazan puede ser premiado.

   El diccionario da cuenta de la inescindible referencia del concepto de mérito al esquema cristiano de premios y castigos.[50] Aunque la palabra mérito no aparece en las escrituras, la doctrina católica del mérito se nutre de ciertos pasajes bíblicos: "Alegraos y regocijaos porque la recompensa que os aguarda en el cielo es grande". (Mat.5.12) "Cada uno recibirá su propia recompensa a la medida de su trabajo" (1.Cor.3,8). "¿No sabéis que de los que corren en el estadio, si bien corren todos, uno solo se lleva el premio? Corred, pues, de manera que lo genéis" (1.Cor 9, 24-25). En el Nuevo Testamento el concepto de mérito aparece en varios libros, en los evangelios sinópticos, en las cartas de San Pablo, en las epístolas católicas, en el Apocalipsis y en el Evangelio de San Juan. La iglesia promueve muy pronto la idea de mérito bajo el impulso de Tertuliano quien, por influencia de su educación especializada en el estudio de las leyes, interpreta la relación entre Dios y el hombre desde una perspectiva jurídica.[51] Agustín apoya esta concepción y advierte que "cuando Dios corona nuestros merecimientos no hace sino coronar sus propios dones".[52] La doctrina del mérito es confirmada por la iglesia en los siglos posteriores: en el Concilio de Trento (32-33) se lee que "el justo puede por medio de sus buenas obras merecer el aumento de la gracia, la vida eterna y la gloria".

   La cuestión del trabajo y de la vocación (amt, deber, misión) es abordada en la parábola bíblica de los talentos (Mateo 24-14), donde se afirma que Dios dio a cada persona una cuota diversa de talento, conforme a su capacidad, de modo tal que  “al que tiene (talento), le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado”. Cada persona cumplirá la función social que le ha sido encomendada y en el Juicio Final el hombre dará cuenta de los dones recibidos por Dios. En el dogma cristiano esta parábola ha legitimado la desigualdad social en la reafirmación de la división social del trabajo. Bertoldo de Ratisbona (Berthold von Regensburg), un conocido predicador del siglo XIII, analiza en uno de sus sermones la parábola de los talentos. Sin remitirse al severo triple esquema que propusieron a principios del siglo XI los arzobispos franceses Adalberón de Laon y Gerardo de Cambrai (“los que rezan” (oratores), “los que luchan” (bellatores) y “los que trabajan” o “cultivan la tierra” (laboratores, aratores), afirma:

 

“Las obligaciones están distribuidas de un modo sabio, no como a nosotros nos gustaría, sino por voluntad del Señor. A muchos les gustaría ser jueces, pero se ven obligados a ser zapateros. Alguno de vosotros preferiría ser caballero, y se ve forzado a continuar siendo un campesino. (...) ¿Quién araría la tierra si todos fuerais señores” (...) ¿Quién cosería los zapatos si tú fueras lo que deseas? Tu debes ser lo que Dios quiere que seas”.

 

  Las personas no eligen el trabajo que desarrollarán a lo largo de su vida, el oficio cumple una predestinación divina.  Dios asigna la vocación de papa, de emperador, de rey o de arzobispo, de caballero o de conde. “Y si a ti te corresponde un deber bajo, tu corazón no debe lamentarse, ni gritar tus labios: ´¡Ah, Señor, ¿por qué me has dado una vida tan dura, y has concedido a otros grandes honores y riquezas?´. Tú has de decir: ´Señor, loado seas por la generosidad que me has otorgado y sigues otorgando”. (...) Si Dios os hiciera a todos señores, entonces el mundo sería un desorden y en el país no habría ni tranquilidad ni orden”.[53] En una sociedad estamentaria, señala Aaron Gurevich, el “trabajo” tiene las connotaciones de “servicio”, “subordinación”, “dominio” y “fidelidad”.[54]  Nadie debe permanecer ocioso. Bertoldo juzga que Dios no concede el tiempo para que sea consagrado al juego, al baile ni a la lujuria sino a la plegaria, al ayuno, a la limosna y a la asistencia a la iglesia. Cada vez que se recita un Pater noster o un Ave María, se reduce el tiempo de pena del purgatorio.    

  El protestantismo rechaza en principio la doctrina del mérito, subrayando que este concepto no es bíblico: las buenas acciones no son la condición de posibilidad para la bienaventuranza eterna sino el reconocimiento de una salvación que Dios ha predeterminado incluso antes de la creación del universo (su contracara, la de las malas acciones, revela a los "no elegidos" que están predestinados al infierno). El puritanismo entendió que la obtención de logros terrenales era una prueba de la elección divina, un anticipo de la salvación. El rechazo radical de Kant a una ética fundada en el régimen de premios y castigos será un claro ejemplo del rechazo protestante a la doctrina del mérito. Kant juzga a las acciones como fines en sí mismas que deben ser producto de la ley de la razón y no del régimen extorsivo de premios y castigos. A su modo de ver la doctrina del mérito degrada la moral, fomenta el egoísmo y reduce la virtud al cálculo, buscando en las acciones buenas letras de cambio para el banco atendido por Dios en el cielo.

 

 

 

 

 

Weber y el examen como emblema de la racionalidad moderna.

 

 

   Weber juzga que el sistema educativo está determinado por el tipo social a producir. De este modo, una educación centrada en la preparación de especialistas tendrá como rasgo distintivo un sistema de exámenes. La esencia del capitalismo no sería a su entender la explotación sino la pretensión de racionalidad de sus métodos, asociados paradigmáticamente al cálculo. El examen en este sentido es presentado como un método "racional" y "objetivo" por excelencia.

  Para  Weber el examen es una herramienta clave en el régimen de especialización propio del proceso burocrático que tiene lugar en el capitalismo. A su entender los sistemas expertos modernos tornan necesario el examen, para el que a menudo se estudia con el fin de obtener prebendas y ventajas económicas.[55]

  Weber advierte que no siempre la educación de especialistas fue considerada como la más apropiada para acceder al estrato gobernante: tanto en la antigua Grecia como en China, se desestimó la educación especializada en favor del modelo humanista de hombre cultivado. Estas opciones son para Weber el tandem oculto en el que oscilan  numerosas discusiones sobre el sistema educativo.

  En el contexto de racionalización de la enseñanza promovido por el reclutamiento de expertos en las organizaciones burocráticas, Max Weber juzga que la democracia moderna tiene una actitud ambivalente frente a los exámenes, aún cuando a través de ellos pretenda eliminar las atribuciónes arbitrarias de un  jefe. Por un lado los exámenes "parecen implicar una ´selección´de individuos calificados provenientes de todos los estamentos sociales en vez de un gobierno de notables", pero por el otro quienes implementan este mecanismo se resisten a que un sistema de mérito y certificados cree una ´casta´privilegiada´ de ciudadanos.[56]    

  El reclamo para la creación de certificados de estudio en todos los dominios del trabajo también constituye para Weber  el reclamo de privilegios tales como el de contraer matrimonio en el seno de familias notables, el de ser recibido en círculos en donde se cultivan "códigos de honor", pero, sobre todo, el de acaparar posiciones social y económicamente ventajosas. Como la prueba de legitimidad para la nobleza, hoy el examen es "un requisito previo para la igualdad de estirpe, una calificación para la sinecura y para los cargos estatales".[57] Su concepto de legitimidad, que luego desarrollaría Bourdieu, sería aplicable al modo en que la educación forma parte de la lucha por el status de diversos grupos que aspiran a lograr prestigio, ventajas económicas y poder.

  Para Weber no es el "ansia de educación" lo que anima a la instauración de exámenes y concursos por doquier "sino el deseo de restringir la oferta para esas posiciones y su acaparamiento por parte de los titulares de certificados educativos. Hoy en día el examen es el medio universal de ese acaparamiento y, por esto, los exámenes se expanden irresistiblemente".[58] El estilo de vida caballeresco que calificaba para la posesión del feudo fue reemplazado por el requisito de poseer certificados de estudio.

  En una de sus tesis más conocidas Weber postula que lo propio de la Reforma luterana  es que el comportamiento moral empieza a cifrarse en la conciencia del deber de desempeñar una labor profesional en el mundo. Con el protestantismo nace un concepto religioso de profesión.[59] Si bien para Tomás de Aquino la articulación estamentaria y profesional del individuo también es obra de la divina providencia, de un "llamamiento", de una vocación,  a su entender el trabajo es un deber que atañe al conjunto de los seres humanos, pero no a cada uno individualmente. El católico, afirma Weber, es menos ambicioso y prefiere dormir tranquilo: a su modo de ver la brevedad de la vida hace que no tenga sentido dar demasiada importancia al tipo de trabajo que se desarrolla.[60] Para Lutero, en cambio, la vida monacal descuida sus obligaciones en su paso por el mundo; es menester que cada quien procure su propio sustento, tal como ordenó el Antiguo Testamento.

  El puritano debe ser un buen profesional: el desempeño de un rol llenará su vida de significado. Lo específico de la Reforma es haber acrecentado el interés religioso por el trabajo mundano, entendiéndolo como una misión impuesta por Dios a cada individuo. La palabra profesión, señala Weber, al igual que vocación, que originariamente significó el llamamiento divino a una vida de santidad en el claustro o como clérigo, acentúa la intención de "llamamiento" íntimo hacia el desempeño de una tarea. El trabajo contiene así un factor providencial, se trata de un destino; "cada uno debe mantenerse en una profesión que Dios le asignó de golpe y para siempre". El calvinismo acentuará este componente de predestinación. Incluso desde antes de la creación del universo Dios ha decidido quienes ganarán la salvación eterna y quienes se hundirán en los abismos del infierno. Weber subraya que no habrá creyente que deje de plantearse en este contexto problemas tales como: ¿Soy parte del círculo de los elegidos? ¿Cómo estar seguro de que lo soy?

  Del análisis de Weber también es posible concluir que mientras en la premodernidad el concepto de mérito es asociado al universo ético (la salvación está reservada a los buenos), desde la reforma protestante el concepto de mérito es asociado al mundo del trabajo (la salvación está reservada fundamentalmente a los profesionales). El comportamiento ético será focalizado en un tipo de acción particular, vinculada a la eficacia en el desempeño de una labor profesional en el mundo.

  Aunque Weber no se ocupa de la evolución semántica de la palabra talento, su cambio de significado también da cuenta del énfasis que la Reforma pone en el imperativo del trabajo. Las palabras talento y talante proceden del vocablo latino talentum, que en un principio significó balanza y tiempo más tarde fue identificado con una unidad monetaria. Durante la Edad Media preponderó en el latín vulgar la palabra talante, como sinónimo de voluntad, disposición, gusto, fundamentalmente por la tendencia eclesiástica a preferir la buena voluntad a la inteligencia. Asociada al  sentido de "dotes intelectuales", la palabra talento quedó confinada al latín erudito, de donde las lenguas vulgares toman su significado. Con la moderna revalorización del trabajo que tiene lugar en el Renacimiento y en la Reforma, vuelve a utilizarse el vocablo talento como sinónimo de aptitud, capacidad intelectual y dotes naturales. Ser laborioso -tener talento y demostrarlo- más que justo -disponer de buen talante, es decir, de buena voluntad-, eficiente más que bueno (o bueno por haber sido eficiente): tales las virtudes propugnadas por la moderna razón instrumental.

 

 

Los exámenes en la China postfeudal

 

 

 

  Durante trece siglos -mil trescientos años antes de la aparición del examen en Occidente- la China postfeudal también  implementó un sistema de exámenes para acceder a los cargos burocráticos del servicio imperial. En el sistema anterior los funcionarios locales designaban a sus propios sucesores. Tras la implementación del sistema de exámenes el país comienza a ser gobernado por "profesionales" que acreditan certificados de mérito. Desde la perspectiva del emperador, el propósito del examen es el de quebrar la aristocracia hereditaria y reunir talentos para el Estado. Con el fin de acabar con el favoritismo se implementa un sistema de becas y se crean escuelas públicas locales al amparo del principio de "igualdad de oportunidades". En una serie de casos que adquieren gran repercusión, los examinadores que habían tratado de favorecer a sus parientes son ejecutados.

  Originariamente el examen había sido elaborado para sondear el conocimiento de los clásicos confucionistas. Encerrados en una pequeña habitación con una cajita de comida, los candidatos escribían poesías y elaborados ensayos sobre los textos clásicos y sobre problemas políticos y filosóficos. La rutina, sin embargo, condujo a la supresión de las cuestiones especulativas. Los examinadores comienzan  a destacar la memorización; los concursantes prestan más atención a las preguntas de los antiguos exámenes que al significado de los libros antiguos. Se termina poniendo a prueba  la capacidad de prepararse para un examen al punto en que el novelista Ching-tzu se ve obligado a escribir: "El talento se gana preparándose para el examen. Si Confucio viviera, él mismo se consagraría a la preparación del examen. De otra forma, ¿cómo podría obtener el cargo?"[61]

 

 

Bourdieu y el examen como mecanismo funcional

a la estructura de clases

 

 

   Bourdieu y Passeron advierten que la función del examen no se reduce al servicio que presta a la institución.[62] El tandem aprobado-desaprobado oculta a su entender la exclusión que realiza el sistema educativo antes de que se exista ocasión de presentarse a la instancia selectiva del examen. De esta manera se disimulan los lazos entre el sistema escolar y la estructura de clases, ocluyendo la autonomía relativa de ambos. En su empresa de conservación social, el sistema escolar debe presentar al examen como su propia verdad. "No hay nada mejor que el examen -escriben- para inspirar a todos el reconocimiento de la legitimidad de los veredictos escolares y de las jerarquias sociales que éstos legitiman, porque conduce a los eliminados a asimilarse a los que fracasan, mientras permite a los que son elegidos entre el reducido número de elegibles ver en su elección el reconocimiento de un mérito o de un don que habría hecho preferibles a los demás en cualquier caso".[63] Los que triunfan creen haber legitimado objetivamente su mérito y los que fracasan deben aceptar la justicia de su destino, porque han tenido su oportunidad. Los juicios de los examinadores retraducen de este modo la lógica escolar, y los alumnos menos favorecidos en la escala social deben soportar un handicap tanto más pesado cuanto más alejados estén  estos valores de los de su clase de origen.

    Al examinar, el juicio del docente está inevitablemente condicionado por una serie de rasgos de adscripción de clase tales como los modales, el vestido e incluso la cosmética. Las categorías utilizadas por los profesores a menudo tienen el sesgo oculto de su clase social, afirman Bourdieu y Passeron, ya que no evalúan solo los conocimientos y las habilidades sino también matices sutiles de estilo que tienen clara raíz en el origen social de los alumnos.

  Aunque el examen aparece como una creciente expresión de neutralidad y justicia, aunque en apariencia "se trata cada vez más a todos por igual", no hay que creer que  "objetivizar" los criterios y las técnicas de juicio bastaría para liberarlo de su dinámica de exclusión. Ni la racionalización de las calificaciones  ni el concurso racional y anónimo con apariencia de cientificidad y neutralidad en el que muchos universitarios creen "con confianza jacobina" desplazará al examen de su función legitimadora del sistema de clases.

  De este modo, la movilidad social que posibilita la educación es funcional a la conservación de las relaciones de clase mediante la selección controlada de un número limitado de individuos. El examen resulta así uno de los instrumentos más eficaces para la empresa de inculcación de la cultura dominante: no reconoce más valores que los que ya se encuentran instituidos en la universidad  e instaura el  modelo pedagocrático de someter todos los actos de la vida civil y política al magisterio moral de la universidad.[64]

  Althusser también entiende en 1970 que el sistema educativo asegura la reproducción calificada de la fuerza de trabajo en el régimen capitalista. Contrariamente a lo que sucede en las formaciones sociales esclavistas y serviles, donde la reproducción de la calificación de la fuerza de trabajo tiende a producirse en el lugar mismo en el que se trabaja, en el capitalismo este aprendizaje se produce fuera del ámbito de la producción.[65] La escuela para Althusser suple las funciones de la iglesia, el anterior aparato ideológico dominante, y con su apariencia de neutralidad -dado que es laica- reproduce la sumisión a las reglas del orden establecido, en particular a través del respeto a la división social del trabajo mediante procedimientos como el de las sanciones, las exclusiones y la selección.[66] A su entender se produce de este modo "una autonomía relativa" de la superestructura respecto a la base.[67]

 

 

 

 

 

 

 

Apogeo del examen en el modelo  positivista de educación

 

 

 

                                      "Cuando rinden examen los estudiantes están

                                         muy nerviosos, suelen tomar Actemín; las

                                       mujeres lloran. ¿Qué clase de terrorismo

                                                                 es ese?" (J.L. Borges)[68]

 

 

  Durante el siglo XIX el examen se generaliza como medio de selección y disciplinamiento. Herramienta clave de las disciplinas, es incorporado sin restricciones al conjunto del sistema educativo con la finalidad de suministrar un registro y un control  cada vez más minucioso del rendimiento del alumno. En pleno siglo XIX Buisson caracteriza sus rasgos disciplinarios de este modo: "El examen, en todos los países, es una norma oficial, indispensable para marcar la meta y obligar a la juventud a dedicar a su logro un esfuerzo más enérgico y sostenido. Cuando maestros y alumnos están ante la perspectiva de un examen, las cosas ya no pueden seguir como en familia, es decir, blanda e irregularmente. Cada uno tiene que esforzarse por mantener la línea; algunos tienen de continuo buena aplicación. Para todos, la enseñanza será más severa y precisa: hay que llegar".[69]

  Como en el cuartel, como en la fábrica, la disciplina escolar aspira a un control económico y eficaz de la subjetividad. En las escuelas francesas llega a implementarse un sistema de calificación diaria que finalmente es desestimado porque se afirma que el espíritu de competencia que genera entre los alumnos origina incesantes conflictos, además de la presión de los padres para que diariamente sus hijos ganen el cielo de la honrosa calificación.[70]

  Tal como revela el análisis de Foucault, el examen es una herramienta fundamental de las sociedades disciplinarias: en el marco del sistema educativo este mecanismo encontrá un terreno singularmente fértil para el registro y el control. El sistema de exámenes torna necesario someter constantemente al alumno a pruebas "para que distinga entre las verdades científicas y la mera superstición o creencia irracional, entre la información objetiva y la interesada".[71] Cuestionarios, registros de conductas observadas, de prolijidad, puntualidad, "higiene" -se verifica, por ejemplo, si el alumno se come las uñas-, conducta -llamado de atención si, por ejemplo, el alumno reacciona de manera agresiva mientras lo amonestan-. Nada debe escapar a la racionalidad clínica del examen. "Para examinar una clase de treinta alumnos el docente debería disponer teóricamente de por lo menos seis horas, dedicar cincuenta minutos a cada alumno suponiendo que sus respuestas no sobrepasarán los ocho o nueve minutos con el fin de aportarles en todo momento una ayuda esclarecida y eficiente".[72]

  Herramienta clave de la sociedad disciplinaria, el examen fue concebido "para obligar a la juventud a hacer un esfuerzo más enérgico y sostenido"[73], dividiendo aguas entre "lo normal y lo anormal", entre el "saber sagrado y el saber sacrílego", constatando "un saber suficiente y sanos hábitos mentales adquiridos con la ayuda de ese saber", procurando determinar cuanto antes, en una época temprana del proceso educativo, quienes son los "ineptos" que no ameritarán la graduación.

   La escuela y la prisión utilizan técnicas similares de poder. Foucault no dice que sean exactamente iguales: se trata de una analogía, no de una ecuación. Ambas se valen de exámenes estandarizados que operan como técnicas normalizadoras. Tanto el alumno como el preso son interrogados y se espera que respondan en una forma desposeída de poder , dócil y transparente. En ambos casos lo inconveniente es castigado. Violencia intelectual, parálisis de pensamiento y suplicio físico: tres procedimientos de la Inquisición que las posteriores prácticas del examen conservarán: así como los inquisidores consiguen que el relato del acusado esté en relación con lo que se desea oír, ante una pregunta cuya respuesta ignora, el alumno probablemente caiga en la tentación de hablar sobre aquello que desconoce para "confesar" lo que el examinador desea oír.

  El examen presupone que la función del maestro es menos la de suscitar un interés que la de juzgar el rendimiento de un alumno. Vigilante como el guardiacárcel, al velar para que el alumno no se copie la función del profesor deviene policíaca. Tanto en la prisión como en la escuela, quienes están ubicados en el escalón más alto de la jerarquía "cobran" sus vendettas personales mediante el castigo de los individuos que están bajo su poder. Más allá de las buenas intenciones, el docente es obligado a ejercer la represión indirecta bajo la forma de la coacción moral y física. La práctica del examen lleva a preguntarse si los exámenes y el régimen de asistencia obligatoria son recursos legítimos para que un profesor se garantice una audiencia. Cercado y maniatado por la disciplina, el conocimiento deja de ser un fin en sí mismo para ser rebajado a la mera extorsión que comporta la presente tecnología disciplinaria.

  Surgido en el contexto del empirismo y del positivismo, el sistema educativo moderno entendió al examen como una instancia "racional", "democrática", "imparcial" y "objetiva", cifrable en la exactitud de los números.[74] Newton  y el racionalismo del siglo XVII promovieron la idea de que el mundo es una gran máquina que obra por leyes matemáticas. Identificando al mundo matematizado con la verdad, el Iluminismo convierte a las matemáticas en ritual del pensamiento. Solo cuando el concepto de razón es asociado exclusivamente al cálculo es imaginable la pretensión de reducir el conocimiento a un número. La calificación numérica del conocimiento -la nota- se propone desplazar  a una subjetividad que constituyó el pilar de la relación maestro-discípulo en el medioevo, pero que en la modernidad será considerada como un factor perturbador de la disciplina y de la actitud de imparcialidad exigida al  educador.  Toda la confianza estará depositada en la cualidad "técnica" del examen y en su contracara: la tecnificación del educador. Hasta donde fuera posible la técnica eliminaría el carácter parcial de los juicios del docente. A mediados del siglo XIX, Horace Mann, Secretario del Concejo de Educación de Massachusetts, promueve el uso del examen por considerarlo "imparcial, justo para los alumnos, más completo que otros mecanismos usados con anterioridad, ya que imposibilita la interferencia del maestro y dice claramente si la enseñanza recibida por los alumnos ha sido competente".[75] Los libros de pedagogía de los siglos XIX y XX revelan una verdadera obsesión por reducir al mínimo los rasgos subjetivos del examinador: de allí que se implementen exámenes de multiple choice, que se utilicen bolilleros  o que se elaboren modelos de examen que admiten respuestas binarias del tipo verdadero-falso, sí-no, nunca-siempre, correcto-incorrecto. Se pretende así  eliminar factores considerados azarosos como el cansancio del profesor, el agrado o el desagrado por la presencia física del alumno, es decir, factores externos al contenido mismo de la evalucación.

   Hoy en día el ideal  de objetividad del examen sigue siendo destacado -por ejemplo- por el  comunitarista Michael Walzer, que subraya  la estrecha relación de la meritocracia con los exámenes, pues a su entender los exámenes se han convertido en un mecanismo distributivo central al proporcionar "un historial sencillo y objetivo" en el procedimiento de selección.[76] Se presupone de este modo los oficios de un profesor imparcial y se aspira a borrar todas las marcas de subjetividad que puedan establecer un nexo entre el profesor y el alumno.

   La práctica del examen se generaliza cuando la aspiración de "objetividad" de la pedagogía positivista se asienta en crecientes dominios del sistema educativo. Con la aspiración de sustraer toda subjetividad al tribunal evaluador, el examen permitiría desarrollar modelos generales que pudieran distinguir fácilmente lo bueno de lo malo, lo eficaz de lo ineficaz, lo educable de lo no educable. En su empeño por borrar las marcas de subjetividad, los exámenes y los concursos ocluyen el hecho de que examinadores y examinados pueden (y a menudo suelen) conocerse antes de llegar a la instancia de la evaluación, circunstancia que no solo no tiene en sí misma nada de recusable sino que puede ser de gran provecho y que  aleja considerablemente a este mecanismo del ideal objetivo de "tabula rasa" propugnado por el régimen de exámenes.

  El correlato del requerimiento de profesores  "objetivos" es la demanda de pruebas "objetivas", uniformes, ciegas a la diferencia, que excluyen la consideración de los ritmos diversos de aprendizaje de cada alumno. El examen presupone la similación de complejos contenidos en lapsos muy breves y cierta proporción entre el conocimiento y el número que lo cifra. Tal como ocurrió con el régimen meritocratico de la China postfeudal, el examen a menudo crea intelectos dóciles y reacios al pensamiento crítico. No es extraño que el mecanismo del examen tienda a generar, tal como ocurrió en China mil trescientos años antes de la aparición del examen en Occidente, expertos en exámenes que han salido victoriosos en el juego ambigüo del secreto y la divulgación, que es el procedimiento de exclusión que subyace tras la aparente intercambiabilidad de los saberes, procedimiento que mantiene al sistema educativo como una forma más de conservar los discursos existentes.

  Los filósofos de la dinastía Sung impugnaron el sistema de exámenes imperiales porque solo ponían a prueba la memoria (una memoria de escasísimo alcance), no la destreza en la resolución de problemas, y porque su efecto sobre el carácter era deplorable: la distribución de premios y castigos solo garantizaba docilidad y búsqueda del propio provecho. Buena parte de la memoria de examen es efímera, al poco tiempo cae en el olvido. El aprendizaje de este modo se convierte menos en la construcción de un saber sobre motivaciones personales y sociales que en la mera repetición de contenidos previamente determinados. La libertad de expresión del alumno es meramente nominal cuando el profesor tiene el poder de castigarlo con un número. En el taller medieval, donde el aprendiz se formaba en la práctica, el examen hubiera revelado el descrédito del maestro. ¿Quién sino él podía saber si su alumno había aprendido? Cualquier crítica seria a la concepción iluminista de racionalidad -un concepto que en la modernidad es asociado paradigmáticamente al cálculo- deberá comprender una crítica al mecanismo del examen. Así lo entendió Foucault al vincular su crítica a la racionalidad moderna con la genealogía de las disciplinas.

 

  Deseosos de encontrar alguna sistematización de la sociedad, los positivistas argentinos encontraron en las últimas décadas del siglo XIX y en las primeras del XX que los diversos tipos de exámenes -el "científico", el universitario- contituian una herramienta adecuada para frenar el impulso de las masas en ascenso, representadas por inmigrantes que disputaban el poder a la oligarquía. El departamento de paidología de la Universidad de La Plata desarrolló instrumentos como el craneocefalógrafo, que tenía la finalidad de producir mediciones científicas que permitirían seleccionar capacidades que también serían evaluadas con tests de rendimiento. El ritual del examen era clave para conservar las relaciones de clase y sostener las diferencias entre jóvenes y adultos.[77] La Reforma Universitaria de 1918 rechazó la máscara científica de las mediciones, a las que consideró pletóricas de clasismo, racismo y enciclopedismo elitista.

 

 

 

La Reforma Universitaria de 1918, el mayo francés y otras corrientes críticas del sistema de exámenes

 

 

 

       Aunque durante el siglo XX se extenderá el uso del examen, procurando tornarlo cada vez más racional y objetivo, a partir de la reforma universitaria del ´18, de la impugnación que hace Piéron en la década del ´30 de la memoria de corto alcance que pone en juego el examen y, décadas más tarde, del análisis que efectúan los teóricos de la reproducción, que juzgarán al examen como una herramienta reproductora del orden social, este mecanismo empezará a ser cuestionado para, por lo general, volver a aceptarlo con ligeras modificaciones.

  En 1918 los  estudiantes que llevaron adelante la Reforma Universitaria argentina escribían:

 

"La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando sino sugiriendo y amando: enseñando (...)  Si no existe un vínculo espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen cuartelario, pero no una labor científica".[78]

 

 En un escrito de 1930 titulado "Palabras sobre los exámenes", Deodoro Roca,  redactor del Manifiesto de la Reforma Universitaria de 1918 escribía:

 

"Exámenes a la vista: bolilleros, bolilleros, más bolilleros (...) El alumno acude con su número. No siempre saca premio. Hay que pasar de alumno a médico, a abogado, ingeniero. (...) Todo esto será tuyo si me respondes a estas preguntas, si tienes suerte con estas bolillas desde donde te miro. El alumno observa la irreal riqueza que se le muestra y entrega por ese falso botín su alma indefensa y simple. Lo humano, lo verdaderamente humano, sería irle apuntando, a lo largo de su vida y aprendizaje, qué cosas y qué ideas no parecen  convenirle; qué cosas y qué ideas le serían de fácil adquisición. (...) El examen debiera quedar catalogado para siempre entre los juegos prohibidos, en defensa de la inteligencia".[79]

 

  Para Deodoro Roca el problema de los exámenes no se circunscribe a tal o cual "profesor satanida" sino al sistema de enseñanza en su conjunto, que a veces "hace depender de un éxito, de una buena jugada toda una vida". El examen a su entender pone en juego recursos mecánicos en los que intervienen factores extraños al conocimiento; el examen fomenta la fe y no la duda, la credulidad y no la pregunta descarnada; se nutre de diálogos preconcebidos y de "premios y castigos bárbaramnente llamados estímulos".  Roca juzga que el examen no favorece el desarrollo del alumno sino que se trata de un medio por el cual el profesor adquiere un poder ilegítimo sobre él. El mecanismo del examen promueve una "falsa educación que reposa en una cabal falta de respeto por el discípulo":

 

"¡Menos loterías, señores profesores! –escribe-. Las verdaderas pruebas no deben cifrarse  en las respuestas del discípulo sino en sus preguntas. De la desnuda y oportuna pregunta del discípulo debe inferirse su curiosidad, su capacidad, su aptitud, la calidad de su espíritu, su grado de saber y su posibilidad. La única relación legítima y fecunda que debe trasuntar un examen que aspire a salvarse, es la de un discípulo que pregunta y la de un ´tribunal´ que responde. ¡Son ustedes los que deben ´rendir´, señores profesores! Mientras eso no ocurra, se seguirán oyendo en escuelas, liceos, colegios y universidades las dramáticas y fatídicas palabras del ´croupier´ docente: ¡No va más!!!".

 

 

  La Reforma Universitaria del 18, no obstante, inaugura un nuevo sistema de exámenes: el de los  concursos públicos y de oposición para el ingreso de los docentes a la universidad, y la obligación de someterse a un nuevo examen periódicamente. Se introducen reformas en los métodos de evaluación, creando jurados de profesores que reemplazan el contacto individual entre el docente y el alumno, innovación que también revela la voluntad de tornar más "objetivos" a los exámenes (hoy sabemos que difícilmente un docente subordinado desautorice el juicio que sobre un examen formula el titular de la cátedra a la que pertenece). La Reforma se propuso perfeccionar el sistema de evaluación, volverlo público, transparente a los ojos de la sociedad, para acabar con los criterios elitistas de las antiguas Academias.

  En el marco del replanteo de las formas y de los contenidos tradicionales de la enseñanza, el movimiento de mayo del ´68 rechazará el modelo de estudiante cosificado promovido por el mercado capitalista. Los estudiantes del mayo francés encuentran que el examen es un instrumento a través del cual la burguesía conserva sus prerrogativas de clase y legitima las diferencias sociales. Así lo expresan los grafittis escritos en las paredes de las universidades francesas: "Queremos nuestros exámenes. Los burgueses"[80],  "Examen: servilismo, promoción social, sociedad jerárquica", "Nada de exámenes", "En los exámenes, responda con preguntas".  Los estudiantes del ´68 aspiran a un tipo de vida radicalmente nuevo: como señala Marcuse, "a un mundo donde la competencia, la lucha de unos individuos contra otros" ya no tengan razón de ser[81], a una sociedad que rechace  la cuantificación capitalista como procedimiento universal de conocimiento (consciente de la carga simbólica que poseen las notas para los alumnos, un estudiante escribe en el  hall del anfiteatro de la Sorbona: "El que puede atribuirle una cifra a un texto es un boludo"). El mayo francés plantea el derecho de los alumnos a formular la siguiente pregunta: ¿Por qué y en qué medida lo que usted me enseña es interesante o importante?[82]

 

 

 

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  El extenso campo semántico de la palabra examen abarca desde una investigación sobre el alma,  la naturaleza, el cuerpo o una doctrina, hasta la indagación sobre el rendimiento en los estudios o la inquisición judicial sobre la culpabilidad o la inocencia de una persona. Aún teniendo en cuenta las diferencias entre estas formas de examen, todas se inscriben en un tipo de racionalidad común, particularmente emblemática de la forma en que los saberes entran en circulación en las sociedades disciplinarias, en las que el examen es una mirada normalizadora y vigilante que permite calificar, clasificar y castigar. En estas sociedades el examen constituye una ceremonia de poder y también una práctica que procura el establecimiento de una verdad mediante la docilidad y el sometimiento de quienes son perseguidos como objetos. Saber y poder confluyen en este juego de preguntas y respuestas que aparece provisto de un sistema de notación y clasificación que adopta el modelo penal de la interrogación sin término.

  La prehistoria del examen moderno se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental, al precepto délfico "Conócete a ti mismo", refrendado por Sócrates y los estoicos en prácticas concretas tales como el examen escrito de conciencia mediante el cual cada individuo sopesa sus obras y sus palabras con el fin de dormir tranquilo tras haber sido el censor de sus propios actos. Los Padres de la Iglesia recibirán esta máxima pero introducirán un nuevo elemento, el del pecado como cifra de la maldad de la conducta humana. Mientras en los tres primeros siglos de literatura cristiana el examen de conciencia diario no aparece entre las prácticas propuestas para progresar en la vida interior, en San Agustín comienza a destacarse la necesidad de autoconocimiento, especialmente cuando el hombre se erige en juez de sí mismo para condenar sus pecados y obtener así el perdón de Dios[83]. En el siglo XI el examen de conciencia diario ya aparece en la literatura cristiana con descripciones detalladas de cómo cada creyente debe expurgar los pecados que lo aparten de Dios.

   El cristianismo transforma el examen de conciencia en una práctica diaria en la que para progresar en las virtudes el creyente se prepara a sí mismo  antes de la confesión sacramental. Para el cristiano el examen pasa a ser una forma de tornar conscientes los pecados cometidos. Se produce de este modo una instancia intermedia entre el autoexamen que signa a la filosofía antigua, que revela la actitud "administrativa" que cada individuo tiene en relación a sus propias acciones,  y el examen al que un individuo someterá a otro para extraer una "verdad" que eventualmente lo hará pasible de castigo.

  En el marco de la educación, el examen nace con la universidad medieval en los albores de la modernidad. Es un mecanismo de promoción que la antigüedad clásica no conoció y se convierte en una pieza clave del sistema educativo moderno como instancia productora y certificadora del mérito.

  De la escatología cristiana el examen que se implementa en la esfera de la educación adopta el gusto por la evaluación tarifada de méritos y penas, que otorgará una matriz común al sistema penal y al sistema educativo, y la idea de un futuro abierto de salvación que puede compensar el continuo sacrificio del presente. Aún cuando la universidad forme parte de un movimiento que tiende al laicismo, su estructura académica y universitaria está impregnada de categorías religiosas: las palabras profesión, profesor, cátedra, seminario y claustro; la exigencia de razonar sin alejarse demasiado del dogma; la interpretación del vínculo entre el hombre y dios -es decir, entre el hombre y el conocimiento- desde una perspectiva jurídica y penal; el desplazamiento de la conducta ética desde las buenas acciones a un tipo de acción particular vinculada con la eficacia en el desempeño de una labor profesional en el mundo; la rivalidad como un instrumento privilegiado de la enseñanza; la implementación de una vigilancia permanente y de castigos para sujetar a una naturaleza humana desviada. La universidad nace como una corporación eclesiástica, aún cuando algunos de sus miembros no reciban las órdenes y haya cada vez más laicos. Forma sustitutiva del gobierno de los clérigos, aspira a monopolizar el acceso a los puestos de trabajo bien remunerados y a conferir un capital simbólico que básicamente legitima a la burguesía como clase. La contracara de un sistema educativo articulado en torno al mecanismo del examen es la exclusión de los no diplomados de la posibilidad de acceder a las fuentes de poder económico, político y simbólico. Aún cuando el prestigio social de  la profesión universitaria declina en favor de la figura mediática, la universidad promueve el ideal pedagocrático de someter por entero a su monopolio el universo del trabajo.

  En el sistema educativo moderno el examen tiende a reemplazar a los castigos corporales, muy extendidos en la educación desde la antigüedad. Así como en el sistema penal se pasa del suplicio a la práctica de la investigación, es decir, del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador, en el ámbito de la educación el enfrentamiento físico entre el niño y el maestro tiende a ser reemplazado por una práctica intelectual (desarrollada a menudo en términos de lucha) en la que el alumno y el maestro se enfrentan en un juego de preguntas y respuestas. En caso de tornarse necesario el castigo, su objeto ya no será corporal sino espiritual, y su finalidad será la de encauzar, corregir, clasificar, normalizar y excluir. En la modenidad el examen es la fijación "científica" de las diferencias individuales. Cada alumno es permanentemente comparado y diferenciado de su compañero, declarando quien es el mejor y quien es el peor. Al ser examinado el niño aprende a competir, incorporando de este modo uno de los mecanismos fundamentales de la sociedad capitalista: considerado el régimen de premios y castigos como un estímulo, su relación con el conocimiento se dará en un marco de permanente rivalidad y búsqueda del propio provecho.  Paradójicamente, la voluntad diferenciadora del examen se verá seriamente limitada por la objetivación numérica de las "notas", que uniforman drásticamente las particularidades que presenta cada alumno en su relación con el conocimiento.

  El pasaje del único examen que tenía lugar durante el proceso de aprendizaje y que permitía obtener la licencia docente en la universidad medieval, al  mecanismo por el cual se juzga necesario someter al alumno a una permanente examinación (llegando al extremo del examen diario), revela el tránsito a una sociedad disciplinaria en la que el examen trazará el ideal de "control total" en ámbitos aparentemente tan disímiles como la medicina, la educación, el sistema penal, la psicopatología, la física o la sociología. Al manifestar un interés cada vez más centrado en propósitos evaluativos, el sistema de exámenes supone que la función del maestro es menos la de suscitar un interés que la registrar y calificar minuciosamente el "rendimiento" del alumno. Bajo la matriz de los procedimientos característicos del sistema penal, al promover el ejercicio de la represión indirecta bajo la forma de la coacción moral y física, el sistema de exámenes torna policíaca la función del docente.

  La época de la escuela concebida como un aparato de examen ininterrumpido marcará el inicio de una pedagogía que funciona como ciencia. El examen deviene así un emblema de la racionalidad moderna. Concebido con los mismos rasgos de "objetividad" -cifrable en la exactitud de los números-, "neutralidad", "universalidad", "instrumentalidad" y "democratismo" que la ciencia, al mecanismo del examen se le pueden formular las mismas críticas de las que es pasible el discurso científico moderno. Tras el ideal de objetividad tanto el científico como el docente han ocultado las huellas subjetivas del examen. La calificación numérica del conocimiento -la nota- se propone desplazar a una subjetividad que fue el pilar de la relación maestro-discípulo en el medioevo, pero que en la modernidad será considerada un factor perturbador de la disciplina y de la actitud de imparcialidad exigida al educador. La práctica  del examen se generaliza cuando la aspiración de objetividad de la pedagogía positivista se asienta en crecientes dominios del sistema educativo con la pretensión de distinguir lo "bueno" de lo "malo", lo "eficaz" de lo "ineficaz", lo "educable" de lo "no educable". A diferencia de la corporación, en donde se produce una continuidad entre el aprendizaje y la práctica, la universidad separa la esfera del aprendizaje de la de la producción y aspira a emitir "certificados de racionalidad objetivos", que "hablen por sí mismos" con necesariedad y universalidad, ontologizando y sustancializando de ese modo un dominio que pertenece a la esfera de la práctica, una práctica que -aunque el examen pretenda negarlo- se nutre de relaciones personales que inevitablemente pesan a la hora de determinar quienes aprueban los exámenes o ganan concursos que se pretenden "objetivos". Por su cariz metafísico, los títulos universitarios reflejan asimismo la enorme confianza que Occidente ha depositado en la palabra escrita, así como el carácter anónimo de las instituciones burocráticas modernas.

  El sistema numérico de calificaciones aspira a constituir un mecanismo justo, democrático, basado en el principio de "igualdad ante la ley". El alumno más estudioso ameritará el "premio" de una alta calificación numérica. Sin embargo, lejos de resultar una técnica igualitaria, esta lógica es uniformadora por cuanto excluye la consideración de los ritmos diversos de aprendizaje de cada alumno (ritmos que dependen de factores sumamente diversos, muchos de los cuales están vinculados con su adscripción de clase). El mecanismo del examen también resulta uniformador por cuanto no suele atender a la posibilidad de que existan diversas respuestas para una única pregunta; el examen presupone la asimilación de complejos contenidos en lapsos muy breves, entrena para buscar respuestas, no para formular buenas preguntas, hace olvidar que todas las respuestas son provisorias y con ello no es infrecuente que una  la voluntad de saber al orgullo y a la autosuficiencia. Por otra parte, la libertad de expresión del alumno es meramente nominal cuando el profesor tiene el poder de castigarlo con un número. De este modo, la educación impartida con vistas al examen suele ser conservadora y niveladora, tiende a crear intelectos dóciles, reacios al pensamiento crítico, y al promover la aparición de "expertos en exámenes"  pone a prueba la memoria (una memoria de escasísimo alcance), no la destreza en la resolución de problemas. El examen evidencia la preocupación por obtener resultados inmediatos en el proceso educativo, denota una concepción del conocimiento meramente instrumental, afirmando a la ciencia como una forma monopólica de racionalidad que se subordina cada vez más a las exigencias del mercado capitalista.

  No deja de resultar conflictivo en una crítica del sistema de exámenes el tratamiento de los problemas vinculados con la responsabilidad civil en el ámbito de ciertas profesiones. Sin matrícula profesional, ¿qué garantía mínima de idoneidad podría suministrar un médico o un ingeniero? Cabría preguntarse, no obstante, si la garantía es tal, si la reificación de los títulos no legitimó nuevas formas de impunidad ante la mala praxis, o si la supremacía que Occidente otorgó a la teoría sobre la práctica no se expresa en un sistema en el que la eficacia de la praxis es desplazada en favor de la declaración fundamentalmente teórica que reflejan los títulos universitarios. 

  El examen también revela una concepción instrumental del conocimiento, cuya función se circunscribiría exclusivamente al acceso a los puestos de trabajo. Conocimiento y trabajo: dos esferas que para un antiguo resultan del todo ajenas, ya que el trabajo es tarea de esclavos y no amerita un saber que, como el que declaran certificar los títulos universitarios, implique una pieza clave de la lucha por el reconocimiento.

  Esta identidad asociada al mundo del trabajo heredará numerosos rasgos del ideal caballeresco: quienes portan el título de doctor ameritarán derechos análogos a los que detenta el caballero para la posesión del feudo. Como el caballero, el universitario sella la identidad entre virtud y nobleza y suele sentirse  un personaje eminente; desprecia el trabajo manual y reclama para la tarea intelectual una dignidad que juzga superior. La aparición de la universidad se inscribe en la revolución urbana que se produce entre el siglo X y el XIII. La implantación del sistema de exámenes y del ideal burgués de profesionalidad revela así el triunfo de la ciudad sobre el campo, y el del trabajo intelectual sobre el trabajo manual en el ámbito de la economía y en la esfera simbólica de la lucha por el reconocimiento. El reclamo por la creación de certificados de estudio en todos los dominios del trabajo revelará también el reclamo por privilegios económicos y simbólicos mediante los cuales se acapararán  posiciones social y económicamente ventajosas. El examen troca de este modo medios por fines. Se convierte en el eje central de la educación y relega a último lugar su finalidad manifiesta. El declarado propósito educativo de la escuela se ve así superado por la exigencia de calificación. Dado que una vertiente hegemónica del pensamiento moderno concibe a la escuela -por contraposición al mercado- como generadora social de virtud, el reprobado aparece como un ciudadano que no solo antenta contra sí mismo sino también contra la patria. En el marco del reclutamiento de expertos en las organizaciones burocráticas modernas, sin embargo,  no es el deseo de educación lo que anima a la instauración de exámenes y concursos  por doquier sino la voluntad de restringir la oferta para esas posiciones y de promover su acaparamiento por parte de los titulares de certificados.

  Los exámenes están al servicio de la hiperespecialización, de modo que al amparo de cierto ideal de igualdad -el vacuo y formal principio de igualdad de oportunidades- resultan funcionales a la desigualdad que trasunta la presente división social del trabajo. "El pueblo no cree en la realidad de eso que denominan vocación -escribe Proudhon-. Piensa que todo hombre, sano de espíritu y cuerpo e instruido debidamente, puede y debe ser, con algunas excepciones que casi se desubren por sí mismas,  apto para todo: he aquí, según su sentir, el privilegio de la inteligencia".[84] El examen no es para Proudhon más que una forma de competencia que alienta "el espíritu que precisa ser confortado por el elogio o por el cebo de las recompensas. Tal es el objeto de nuestras academias, ateneos, concursos de la virtud, sociedades de templanza, comicios y premios".[85] Contribuye a la legitimación de la división social del trabajo la impronta providencial que poseen los conceptos modernos de vocación y profesión, entendidos como un llamamiento íntimo hacia algo y como una misión impuesta por Dios a cada individuo.

  En tanto mecanismo igualdador, el ideal iluminista de la  escolaridad universal fue planteado con el objetivo de dar a todos la misma oportunidad para ocupar los puestos de trabajo. Sin embargo, como señala Ivan Illich, este ideal desconoce que si bien la enseñanza puede contribuir al aprendizaje, las personas adquieren buena parte de sus conocimientos fuera de los centros educativos. Illich llega a proponer que se convierta en tabú toda indagación sobre el historial de aprendizaje de una persona, así como lo son su filiación política o religiosa.[86]

  En los Estados modernos el examen surge como una respuesta ante el excesivo número de aspirantes a los puestos de trabajo. También en ese sentido se nutre del ideal democrático iluminista de neutralidad e igualdad ante la ley, pero como se trata de un concepto de igualdad meramente formal, no sustantivo -tal el ideal de "igualdad de oportunidades"[87]- necesariamente propugna la exclusión de buena parte de los aspirantes a ingresar al sistema. La concepción moderna de individuo mantiene así rasgos aristocráticos de la sociedad aristocrática medieval[88]; rasgos que la universidad contribuyó bastante a cristalizar -el homo academicus es prestigioso en virtud de su escasez- dadas las expectativas que el proyecto ilustrado cifra en el conocimiento. Un ejemplo de esta lógica se refleja en cierto discurso reformista que circunscribe la  problemática del examen a la posibilidad de que los "realmente capacitados" no sean admitidos, y aspira a resolver la cuestión tornando más "objetivos" los procedimientos de la prueba y eliminado a los "ineptos" en una época temprana del proceso educativo.

  El examen supone la idea de individuo; la "salvación" que promueve es estrictamente individual y su articulación en el capitalismo se insertará en  la lógica competitiva de mercado. No hay que creer, sin embargo, que tornar más "objetivos" los criterios de juicio bastaría para librar al examen de su dinámica de exclusión. La movilidad social que posibilita el régimen de exámenes y de acreditaciones universitarias -de escaso alcance en relación a la cantidad de estudiantes que no acceden a la universidad o que son expulsados de ella- resulta funcional a la conservación de las relaciones de clases. Nada mejor que identificar a quienes "fracasan" en el sistema educativo con aquellos que carecen de un "don" que ameritaría reconocimiento. Quienes "triunfan" creen haber logrado mediante los exámenes la legitimación objetiva de su mérito; quienes "fracasan" deben aceptar su destino porque han competido en un marco de "igualdad de oportunidades". La práctica de los tests, promovida por el positivismo, se basa en una teoría política que pretende legitimar las desigualdades sociales como naturales, articulando  nexos entre la delincuencia, la pobreza y la falta de inteligencia. La burguesía encuentra de este modo en el examen una de las herramientas fundamentales mediante las cuales conserva sus prerrogativas de clase.

  El sistema de exámenes ilustra así la actitud ambivalente del ideal democrático ilustrado: mientras por un lado se resiste a la cristalización de una "casta" privilegiada de ciudadanos, por el otro aspira a crear una élite  basada en los certificados educativos. El principio selectivo del mérito, acaso más sutil y difícil de reconocer que otros principios de exclusión, convierte en relaciones de poder las relaciones de saber y transforma las diferencias de clase en distinciones de talento, inteligencia  y aplicación, justificando la teodicea de una clase cuyo poder se legitima en nombre de la ciencia y del capital cultural heredado.

 

 



[1] Max Weber. ¿Qué es la burocracia? Leviatán. Buenos Aires. 1991 p.108

[2] Michel Foucault. Vigilar y castigar. Siglo XXI. . Buenos Aires. 1989 p.189

[3] Michel foucault. La verdad y las formas jurídicas. Gedisa. Barcelona. 1992 p.64

[4] Ibid p.67

[5] Michel Foucault. Tecnologías del yo. Paidós.Barcelona. 1991 p.79

[6] Ibid p.70

[7] Ibid p.87

[8] Ibid p.115

[9]  Ibid p.98

[10] Ibid p.50

[11] La verdad y las formas jurídicas p.70

[12] Ibid p.79

[13] Vigilar y castigar p.228

[14] Ibid  p.17

[15] Ibid  p.18

[16] Vigilar y castigar p.18

[17] Ibid p.234

[18] Ibid p.29

[19] Ibid p.195

[20] Michel Foucault. Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid. 1992 p.189

[21] La verdad y las formas jurídicas p.134

[22] Vigilar y castigar p.191

[23] La Salle. Guía de las escuelas cristianas. París. Procuraduría General. 1900

[24] Ibid p.185

[25] Ibid p.230

[26] Hernández Ruiz. Didáctica general. México. Fernández Editores. 1972

[27] Ibid p.189

[28] Ibid p.193

[29] Ibid p.230

[30] Jacques Le Goff. Los intelectuales en la Edad Media. Gedisa. Mexico. 1987  p.11

[31] Ibid

[32] Rodolfo Mondolfo. Universidad: pasado y presente. Editorial Universitaria de Buenos Aires. Buenos Aires. 1966 p.13

[33] Boyd-King. Historia de la educación. Huemul. Buenos Aires. 1977

[34] Mariateresa Fumagalli Beonio Brocchieri. El intelectual entre Edad Media y Renacimiento. Traducción de Silvia Magnavacca. Universidad de Buenos Aires. 1997 p.54

[35] Los intelectuales en la Edad Media p.120

[36] Los intelectuales en la Edad Media p.83

[37] María Angeles Galino. Historia de la educación. Gredos. Madrid. 1973 p.542

[38] Los intelectuales en la Edad Media  p.76

[39] Ibid p.63

[40] Vigilar y castigar p.80

[41] Arthur Shopenhauer. Sobre la filosofía de universidad. Tecnos. Madrid. 1991

[42] Carlos Marx. Crítica de la filosofía del Estado de Hegel. Grijalbo. 1968 p.65 y 66

[43] Los intelectuales en la Edad Media p.76

[44] Ibid p.201

[45] Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron. La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. Fontamara. México. 1996 p.196

[46] Dante hace referencia a Beatriz.

[47] Dante. La divina comedia. Paraíso. Canto XXIV

[48] San Pedro le pregunta a Dante si posee esa fe en el corazón, además de dar cuenta de ella mediante palabras.

[49] Arthur Miller. Diario Clarín. 18 de ,marzo de 1999

[50] El mérito es definido por casi todos los diccionarios como la acción que hace al hombre digno de premios y castigos.

[51] Diccionario enciclopédico Uteha. México. 1953

[52] Ep.194, n.19. Migne, 33, 880.

[53] Tomado de Aaron Gurevich. Los orígenes del individualismo europeo. Crítica. Barcelona. 1997 p.144

[54] Ibid p.146

[55] ¿Qué es la burocracia?  p.109

[56] Ibid  p.108

[57] Ibid p.109

[58] Ibid p.110

[59] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Coyoacán. Mexico. 1994 p.49

[60] Ibid p.53

[61] Por comodidad la cita  fue tomada del libro de Michael Walzer Las esferas de la  justicia. Fondo de Cultura Económica. 1993 p.155 Otras referencias al sistema chino de exámenes fueron extraidas de Ronald Dore. La fiebre de los diplomas. Fonde de Cultura Económica. México.1983

[62] Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron. La reproducción. Fontamara. México. 1996 p.207

[63] Ibid p.218

[64] Ibid p.199

[65] Louis Althusser. Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Nueva Visión. Buenos Aires. 1988 p.13

[66] Ibid p.27

[67] Ibid p.17

[68] J.L.Borges Revista Pájaro de fuego. Abril. 1978

[69] Nouveau dictionnarie de pédagogie p.54

[70] F. Hotyat. Los exámenes. Kapeluz 1965 p.61

[71] Ibid p.103

[72] Ibid p.145

[73] Nouveau dictionnarie de pédagogie  p.150

[74] Nouveau dictionnarie de pedagogie. Hachette. Paris. 1911

[75] Gran Enciclopedia Rialp. Madrid. 1981

[76] Michael Walzer. Las esferas de la justicia. Fondo de Cultura Económica. México. 1989 p.141

[77] Adriana Puiggros y Pedro Krotsche. Universidad y evaluación. Estado del debate. Aique. Buenos Aires. 1994 p.9

[78] Manifiesto de la Reforma Universitaria en Argentina. Córdoba, junio de 1918. Redactado por Deodoro Roca. Tomado de J.C.Portantiero, Estudiantes y política en América Latina. Siglo XXI. México. 1978

[79] Deodoro Roca. Palabras sobre los exámenes. Inédito. 9 de noviembre de 1930

[80] Los grafitti del ´68. Perfil. Buenos Aires. 1997 p.36

[81] Cohn Bendit, Sartre, Marcuse. La imaginación al poder. Paris. Mayo del ´68. Argonauta. Barcelona. 1978 p.57

[82] Cornelius Castoriadis. El avance de la insignificancia. Buenos Aires. Eudeba. 1977

[83] Agustín. Sermo 351,7,.narrationes in Psalmos 31.II, 12

[84] Proudhon. La educación. El trabajo. Sempere. Valencia. 1909 p.251

[85] Ibid p.246

[86] Ivan Illich. La sociedad desescolarizada. Búsqueda. 1986. Buenos Aires p.42

[87] La crítica al ideal de "igualdad de oportunidades" es abordada en el capítulo sobre el ideal del mérito en Marx y Rousseau.

[88] Mario Heler La cuestión del individuo. Biblos. En prensa.