La areté homérica
El nacimiento del concepto de mérito es inescindible
del nacimiento del concepto de sujeto. Su condición de posibilidad es el
reconocimiento de virtudes individuales que si bien pueden ser suscitadas por
un dios, no dependen del linaje ni –al menos en forma declarada- de la riqueza
económica. Junto con el concepto de sujeto, cuya prehistoria se remonta a la
Grecia clásica, nace el ideal de la
excelencia (areté), según el cual
cada persona deberá ser capaz de alcanzar el dominio de sí misma en base a sus
propias destrezas y capacidades.
Aunque en términos generales, tal como se
señaló en capítulos anteriores, en la premodernidad el concepto de mérito es
asociado fundamentalmente a la esfera ética y en la modernidad al universo del
trabajo y de la profesionalidad, la tensión entre acción y conocimiento ya está
presente en la antigüedad clásica. Este problema aparece planteado en los
escritos de los filósofos, que viven personalmente el dilema de privilegiar la
vida contemplativa, dedicada al estudio, o la vida política, consagrada a la
acción inserta en el contexto
comunitario. Si bien el ideal de la areté
estará conformado por un conjunto de cualidades –morales, intelectuales,
físicas y prácticas-, la tensión entre la esfera intelectual y la esfera
práctica no es ajena a los escritos filosóficos. La exaltación de los valores
intelectuales en desmedro de las capacidades asociadas al trabajo manual dejará
profundas huellas en la restricción que hace la modernidad del concepto de
mérito al universo del conocimiento en estricta correspondencia con la esfera
del trabajo.
Los mecanismos modernos de selección
meritocrática -exámenes y concursos basados en la destreza individual-
encuentran su prehistoria en el carácter individual de la acción heroica, que
pasó en buena medida a ser el prototipo de acción tutelar de la antigüedad
clásica. La práctica del certámen de méritos individuales –deportivos,
retóricos o artísticos-, el espíritu agonal de mostrar al propio yo en una
pugna permanente por revelarse superior a los demás, un modelo evidentemente
heredado del contexto guerrero, fue
habitual en una cultura que posibilitó la recontextualización moderna de este
mecanismo en la esfera del trabajo y de la profesionalidad, donde el
reconocimiento del mérito aspirará a ser la condición de posibilidad del acceso
a los puestos de trabajo.
Como es sabido, a través de la mediación del
latino virtus (virtud), el término areté adquiere en el lenguaje moderno un
sentido distinto del de su origen griego. El héroe homérico es “bueno” (agathós), es decir, posee la areté, por cuanto tiene capacidad para
perseguir objetivos específicos con su valor y audacia personal. Mientras la areté del caballo de carrera es la
velocidad y la del caballo de tiro la fuerza, la del guerrero será su valentía,
su capacidad de soportar el dolor y salvar dificultades en cualquier
circunstancia, vencer a un joven en el
lanzamiento del disco, despedazar y cocinar un buey y conmoverse hasta las
lágrimas por una canción.
La areté
es fundamentalmente una cualidad del hombre libre. Eumaeus se lamenta de que
los esclavos no hayan cuidado como es debido al perro de Odiseo y saca la
conclusión de que los esclavos nunca se portan bien cuando sus amos están
ausentes “porque Zeus sustrae la mitad de la areté a un hombre cuando es esclavizado”.[1]
El término areté no connota solo excelencia sino también capacidad para
sobresalir. Mediante su influjo el agathós
(bueno) se convierte en aristós (el
mejor). Los personajes del universo
homérico no se conforman con desarrollar una acción o una tarea con entusiasmo
y eficacia: el arquetipo agónico, el modelo del guerrero que compite por el
botín, deja una impronta esencialmente aristocrática en el concepto de areté: de lo que se trata no es de ser
"bueno" sino de ser "el mejor". En el canto XI de la Ilíada Néstor cuenta cómo Peleo aconseja
a su hijo "ser siempre el mejor (aristeuein)
y estar por encima de los otros".[2]
Ser el mejor es un imperativo de la lógica bélica. Matar o morir, tal el dilema
del guerrero, y el de la vida entendida como combate. En el contexto homérico
la areté aparece planteada como una
cuestión de supervivencia. El guerrero no es virtuoso por sus intenciones, sus
acciones deben ser juzgadas por sus resultados: si carece de areté puede morir o ser capturado como
esclavo. En Homero lograr algo significa sobresalir, pero también significa
ganar. El agon es el concurso formal
y reglamentado que articula esta relación propia del contexto guerrero.
La épica en la que se educa el ciudadano
antiguo refleja a la existencia como una justa deportiva en la que lo
importante es sobresalir. Cada cual debe ser permanentemente comparado con los
otros. El héroe no está conforme si no
se siente superior a los demás. Ser superior implica gozar del favor de los
dioses para el desarrollo de un mérito particular, y también decidir sobre la
vida o sobre los actos de los demás, como cuando Héctor dice a Aquiles:
“Tu
eres poderoso pues tu madre es una diosa, pero Agamenón es más valioso porque
domina sobre los demás”.[3]
En La
condición humana Hannah Arendt afirma que la polis asumió la idea de combate como modalidad no solo legítima
sino necesaria para su propia organización.
En consonancia con el análisis de Adorno y Horkheimer en Dialéctica del Iluminismo, Arendt afirma
que el carácter individual de la acción
heroica "pasó a ser el prototipo de acción en la antigüedad griega e
influyó, bajo la forma del llamado espíritu agonal, en el apasionado impulso de
mostrar al propio yo midiéndolo en pugna con otro, perspectiva que sustenta el
concepto de política prevalenciente en las ciudades-Estado".[4]
En Qué es la política, Arendt agrega que en el concepto de aristeúein se ve la aspiración del
ciudadano a mostrar lo mejor en cada ocasión: "Esta competencia todavía
tenía su modelo en la lucha –escribe-, que es completamente independiente de la
victoria o la derrota y que dio a Héctor y a Aquiles la oportunidad de
mostrarse tal como eran, de manifestarse realmente, o sea, de ser plenamente
reales".[5]
En los siguientes versos Héctor implora por
el reconocimiento de la superioridad de su hijo frente a los demás guerreros.
No ruega para que su hijo obtenga el botín sino para que mediante su valentía y su esfuerzo promueva el
reconocimiento indirecto de su propia excelencia:
"¡Zeus
y demás dioses. Concedédme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los
teucros y muy esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él
cuando vuelva de la batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!; y que,
cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije de su
madre el alma”. [6]
La hazaña del guerrero nunca es
completamente individual: precisa del reconocimiento del otro, que alguien sepa
de su excelencia y la promueva. "No quisiera morir cobardemente y sin
gloria sino realizando algo grande -dice Héctor-, que llegue al conocimiento de
los venideros".[7]
El héroe precisa del lenguaje para vivir en la memoria de los otros, exige un
espacio ideal que trascienda los "hechos". El poeta incluso
reconocerá la excelencia - y por tanto la gloria- del guerrero vencido:
"Fue Ifidamante Antenorida valiente y alto de cuerpo".[8]
La "muerte dicha" de Antenorida hará nacer su fama. El amor a la
gloria aparece de este modo como el vector fundamental de la ética
aristocrática. La valentía y el esfuerzo no serán suficientes. Los versos
llegarán más lejos que las armas.
El griego concibe al torneo como una ofrenda
a los dioses articulada para estimular y desarrollar la areté humana. Guerreros como Aquiles llevan una vida cortesana en
la que permanentemente organizan y arbitran juegos.[9]
El vencedor en los grandes juegos es considerado un héroe y como tal recibe el
homenaje de sus conciudadanos. Los honores públicos que se le tributan hasta
pueden incluir el privilegio de comer a costa del erario público por el resto
de sus días.[10] El certamen
del período aristocrático, que será básicamente físico, representa una de las
primeras formas de la prueba aparecidas en Occidente. En la etapa de la polis las pruebas se tornan
espirituales: la palabra adquiere otro status:
se convierte en instrumento legítimo para la lucha política, da
nacimiento a la filosofía y propugna el conocimiento de sí mediante la compleja
filigrana de los argumentos.
Al igual que la guerra, el deporte es
planteado en términos de lucha; se desafía a la competencia deportiva como se
desafía al enemigo en el campo de batalla. Laodamas, hijo del rey, se acerca a
Odiseo para invitarlo a competir en una prueba de atletismo:
"¡Ea, padre huésped!
Ven tú también a probarte en los juegos, si aprendiste alguno; y debes
conocerlos, que no hay gloria más ilustre para el varón en esta vida, que la de
campear por las obras de sus pies o de sus manos".
La competencia deportiva pone en juego una
destreza personal que aparece en las antípodas del lucro económico. Odiseo no
acepta competir en la prueba a la que lo desafía Laodamas, actitud por la que
es increpado severamente:
"¡Huésped! No creo, en
verdad, que seas un varón instruido en los muchos juegos que se usan entre los
hombres; antes pareces un capitán de marineros traficantes, que permaneciera
asiduamente en la nave de muchos bancos para acordarse de la carga y vigilar
las mercancías y el lucro debido a las rapiñas".[11]
El modelo del examen disciplinario moderno
guardará una fuerte impronta de aquel esquema agonístico de vencedores y
vencidos. La ética homérica articuló el fervor del griego por los concursos,
por juegos en los que si bien no se libra una lucha cuerpo a cuerpo,
permanentemente se plantean instancias de rivalidad en las que se trata de
comparar permanentemente a cada cual con el resto, estableciendo quien es el
mejor y quien el peor. Los alumnos no rinden exámenes pero participan en forma
asidua de los concursos: los hay de caligrafía, de lectura, de poesía, de
música, de atletismo y se conservan numerosas listas que dan cuenta de la
distribución de premios en Pérgamo, Teos o Quíos.[12]
Durante el siglo I AC en Atenas se torna
habitual el concurso de elogios, un discurso literario característico del arte
de la retórica que consiste en elogiar a una persona viva o muerta (muchos se
tornan oraciones fúnebres) según parámetros determinados tales como la
educación recibida, los amigos, la gloria conquistada, la agudeza de
sensibilidad, las acciones altruistas y desinteresadas, el interés por la cosa
pública, los sentimientos virtuosos (sabiduría, templanza, coraje, justicia,
piedad, nobleza y sentimientos de grandeza) y
la capacidad de “hacer más que los otros”.[13]
Al ejercicio y a la práctica del elogio se agrega su antítesis, la invectiva,
la comparación, la descripción y la etopeya (por ejemplo, las lamentaciones de
Níobe ante los cadáveres de sus hijos). Este antecedente también ejercerá una
enorme influencia en la práctica del examen y el concurso como procedimientos
modernos de selección meritocrática. Aunque al no existir exámenes tampoco se
producía el castigo “espiritual” del aplazo,
el nexo entre la educación y los castigos corporales era estrecho para
un griego del período helenístico.[14]
Herondas da cuenta de los lamentos de un alumno que pide clemencia cuando lo
azotan con un látigo de cola de buey:
"¡Te lo suplico,
Lamprisco, por las musas y por la vida de tu pequeña Cutis, no me des con el
duro! ¡Azótame con el otro!".[15]
La práctica del concurso presupone una
noción de mérito individual. El linaje y el poder económico no son sometidos a
certamen. Tal como subrayan Adorno y Horkheimer en Dialéctica del Iluminismo y Rodolfo Mondolfo en La comprensión del sujeto humano en la
cultura antigua[16], la
proeza individual de la épica articula la prehistoria del sujeto moderno,
mostrando al yo enfrentado y compitiendo permanentemente con los demás. Por
otra parte, los dioses griegos no favorecen a los "hombres
insignificantes" sino a quien consideran que está por encima de la
vulgaridad. El hecho de que Aquiles deba su fuerza a alguna divinidad no
disminuye en lo más mínimo su grandeza. El dios ayuda a quien ya ha sido
favorecido por alguna excelencia.
La lógica de los certámenes hace que el
régimen de premios (más que el de castigos) desarrollado por el dogma católico
se encuentre en ciernes en la tradición clásica griega. Adam Ferguson subraya
este fenómeno cuando escribe en Un ensayo
sobre la historia de la sociedad civil:
"Los atenienses dieron un sentido de
refinamiento a cada objeto de reflexión o de pasión mediante recompensas que
consistían en beneficios u honores con
los que premiaban todo esfuerzo de ingenio empleado en conseguir el placer, el
adorno o las comodidades de la vida; mediante la variedad de situaciones en que
se encontraban los ciudadanos, mediante las diferencias de fortuna y por sus
diversas empresas en la guerra, en la política, en el comercio y las artes
lucrativas, los griegos despertaron cuanto hay de bueno y de malo en las
aptitudes naturales de los hombres. Se abrió camino hacia la perfección, la
elocuencia, la fortaleza y el arte militar, la envidia, la calumnia, la
parcialidad y la traición, incluso la misma poesía fue cultivada para procurar
dar importancia a un pueblo activo, ingenioso y turbulento".[17]
Homero
canta lo que los nobles quieren oír pero al mismo tiempo les muestra que no
todo es como ellos suponen. En el canto IX de la Ilíada Aquiles dice que le resulta indiferente pelear en una guerra
inventada por dioses malvados, que preferiría morir pobre y en su tierra natal.
Por momentos parece aconsejar a los
nobles que dejen de piratear y conquistar otros pueblos y se dediquen al
comercio. Por otra parte, tal como señala Simone Weil, Homero unifica en una
misma dignidad a vencedores y vencidos. “Apenas si se nota que el poeta es
griego y no troyano”, escribe.[18]
De este modo el mérito se torna más importante que el éxito obtenido en el
campo de batalla. Aquí nace otra tradición que aún no ha sido acallada en
Occidente: aquella que separa victoria y justicia, razón y éxito.
El
deporte tiene gran nivel de convergencia con la matriz constitutiva del
capitalismo: maximización del esfuerzo, espectáculo, racionalización,
competencia. El modelo del deporte es intrínsecamente correcto desde el punto
de vista político: hay hombres que se enfrentan en “condiciones de igualdad” y
que en un juego limpio pueden vencer a otros hombres en base a sus virtudes y
habilidades.[19] El
individuo moderno traslada a la esfera económica y simbólica la actitud que el
guerrero aristócrata muestra en el campo de batalla: matar o morir, dominar
para no ser dominado, tal el esquema de una guerra de todos contra todos que,
lejos de mostrar una naturaleza humana esencial, revela el prototipo de
conducta que la modernidad heredará de la épica griega.
En
contraposición a Homero, que exalta las virtudes de la clase guerrera en
decadencia, Hesíodo privilegia las virtudes vinculadas con el trabajo del
campesino que debe obtener el sustento en una tierra inhóspita. Para que sea
posible dedicarse a la guerra, sugiere Hesíodo, es necesario que exista una
clase ociosa. Al hombre que trabaja “apenas le queda tiempo para litigios y
arengas”.[20] La guerra
trae “insidiosa discordia”; el trabajo, en cambio, representa una lucha que “sí es buena para los hombres”. Poseerá areté todo aquello que demande un
considerable esfuerzo, ya que “delante del mérito pusieron los dioses mortales
el sudor”.[21]
Homero
y Hesíodo comparten sin embargo la matriz analítica del tandem
superioridad-inferioridad. Hesíodo entiende que poseerá areté “el hombre superior: aquel que por si solo, mediante la
reflexión, de todas las cosas se percata y ve lo que en adelante y hasta el fin
ha de ser lo mejor”.[22]
Esta superioridad –y aquí aparece otro rasgo común con Homero- deberá ser
premiada: la areté no se agota en la acción sino que la
trasciende en la exigencia de un reconocimiento simbólico o material por parte
de la comunidad. A la “riqueza obtenida con justicia la
acompaña siempre el mérito y la gloria”.[23]
Hesíodo participa gustoso de los torneos deportivos. “Puedo recordar –escribe-
que allí un himno me dio la victoria y que gané un trípode de dos asas que
dediqué a las musas de Helicón”.[24]
La jerarquía que Homero refiere al universo de la guerra será aplicada por
Hesíodo a las acciones de un campesino que, si bien trabaja, no carece de
esclavos y sustrae a la mujer de la jerarquía de la virtud (“Quien se fía de
una mujer se fía de ladrones”, escribe[25]).
El mérito en
el contexto de la polis
Entre los siglos VIII y VII, con el
advenimiento de la polis, la palabra
adquiere en Atenas una extraordinaria
preeminencia sobre otros instrumentos de poder. La ciudad lleva al nacimiento
de una reflexión moral y política de carácter laico. Ya no se aspirará al
primado del linaje aristocrático ni religioso, ya no prevalecerán el temor, la
obediencia, la palabra ritual ni la fórmula justa sino del diálogo y la
argumentación. La política nace junto a la publicidad del debate
contradictorio. Las cuestiones de interés general deberán ser zanjadas mediante
una nueva forma de lucha que será encarnada por una discusión dirigida a un
público que juzgará a los oradores, asegurando a uno de ellos el triunfo sobre
su adversario.
La ley está hecha de palabras y afecta a
todo ciudadano, podrá ser modificada y discutida en forma racional. El
asesinato deja de ser una cuestión privada: Solón otorga a cada ciudadano el
derecho de intervenir en caso de considerar que a través de la lesión de un
individuo ha sido lesionada la comunidad en su conjunto. La palabra será un
arma que detentará cualquier ciudadano para apelar a una justicia común.
Tomada de los fenicios, la escritura cumplirá con una función publicitaria que, junto con el recitado de textos de memoria, constituirá un elemento fundamental de la democracia griega. Una vez divulgado, el escrito ya no constituirá un secreto religioso reservado a los escasos espíritus selectos que gozan de la gracia divina, sino que adquirirá una dignidad que aspira a constituirse a sí misma como verdad, una verdad a la que podrá acceder todo ciudadano, juzgándola o admitiéndola como propia. En la democracia se aspira a establecer una relación recíproca, en contraste con las relaciones jerárquicas de sumisión propias del anterior período aristocrático. Mientras el guerrero homérico realiza proezas individuales, aún cuando hayan sido inspiradas por el entusiasmo de un dios, el hoplita, que es el soldado-ciudadano, rechaza la proeza puramente individual, lucha codo a codo con los demás y marcha en fila. Su virtud consiste en el dominio de sí que refrena los instintos y permite someterse a una disciplina común.
La democracia aspira a extender a todo
ciudadano griego la posibilidad de acceder a un mundo espiritual que antes
estaba reservado a la aristocracia guerrera y sacerdotal. Mientras la
aristocracia fundamentalmente había hecho prevalecer el linaje y la ostentación
de la riqueza para asegurar la dominación sobre los rivales, con la ciudad se
consagra una forma de mérito que se encontraba en ciernes en el contexto
homérico y que aparece sustentada por el grado de excelencia que cada ciudadano
sea capaz de alcanzar en base a sus propias destrezas, al cuidado y al dominio
de sí mismo, condición de posibilidad para sumarse a sus iguales en la
totalidad de la polis. La areté de un ciudadano será su cualidad
moral, intelectual, física y práctica: todas estas virtudes en conjunto harán
de él un hombre completo. En una de sus odas a las victorias de los atletas,
escribe Píndaro:
Quien
obtiene de pronto un noble premio
En
los fecundos años de juventud
Se
eleva lleno de esperanza; su hombría adquiere alas;
Posee
en su corazón algo superior a la riqueza
Pero
breve es la duración del deleite humano.
Pronto
se derrumba; alguna horrible decisión lo quita de raíz.
¡Flor
de un día! Esto es el hombre, una sombra en un sueño.[26]
Píndaro no piensa simplemente en la victoria
deportiva sino en la areté probada
por el vencedor. La victoria es comprendida en el contexto más amplio del ideal
de excelencia. No obstante, los vencedores olímpicos también serán duramente
criticados por mostrar solo fuerza muscular y carecer de inteligencia para el
universo teórico.
A diferencia del ideal caballeresco de la
ética homérica, en el contexto democrático la educación no es concebida como un
medio para obtener poder y riqueza sino para, llegado el caso, renunciar a
ellos en favor de la paideia
filosófica. Mientras el mérito
aristocrático es una cualidad vinculada
al lustre de nacimiento que se pone de manifiesto en el valor en el combate y
en la riqueza económica, el ideal de mérito de la polis consistirá en una epiméleia,
es decir, en un control vigilante sobre sí mismo que rechaza a la riqueza como
fuente de acceso al poder, ya que la riqueza termina convirtiéndose en un fin
en sí misma, generando rivalidad con los demás, engendrando opresión,
injusticia y desmesura. La hybris del
rico será contrapuesta a la sophrosyne,
la templanza, el dominio de las pasiones, el justo medio que augurará una
distribución equilibrada de bienes materiales y simbólicos. Se trata, no
obstante, de una igualdad jerárquica, de un cosmos que será armonioso si cada
cual cumple con un rol previamente asignado en la estructura. Lo bueno (agathós) será conocer y respetar el
lugar de cada uno. En la polis cada
cosa y casa persona tienen un rol (ergon)
determinado. Así como el alma tiene una función que le es propia (“mandar,
gobernar, deliberar”[27]),
aquello que puede hacer mejor, así como la función del ojo es ver, cada ser
humano tiene una función particular que puede cumplir mejor que cualquier otro.
Platón hace decir a Menón que hay “una virtud propia de los niños de uno y otro
sexo y otra propia de los ancianos, una que conviene al hombre libre y otra al
esclavo; en una palabra, existen virtudes diversas en número infinito”.[28]
Cada profesión, cada edad y cada acción tiene su virtud propia.[29]
La polis hereda de este modo un
fuerte sesgo del organicismo propio del contexto homérico. Ulises, por
ejemplo, se jacta de saber combatir y
confiesa su aversión por el trabajo manual al afirmar: “Yo era hábil en la
guerra; el trabajo, en cambio, no me agradaba”.[30]
Homero destaca el ergon del artesano,
del sacerdote, del adivino, del intérprete de sueños y del labrador. Cuando el
consejero militar Polidamas procura que Héctor adopte su estrategia dice:
“A unos Dios les ha asignado
un ergon bélico, a otros la danza y a otros la lira y el canto; a otros, en
fin, les ha puesto Zeus en el pecho una comprensión o una percepción sensata”.[31]
Esta legitimación divina de la división del
trabajo encontrará eco en la tradición cristiana medieval y se extenderá a la
modernidad con el ideal de vocación, que etimológicamente remite al llamado de
Dios para el desempeño de una determinada tarea, de una determinada “misión”.
Si bien en el contexto posterior de la pólis todos los ciudadanos pueden formar
parte de los tribunales y de la asamblea, respondiendo a leyes escritas que
reemplazan a la prueba de la fuerza, las más altas magistraturas solo están
disponibles para quienes son considerados mejores y la propiedad territorial
está distribuida en forma desigual.[32] Como es sabido, el perímetro de los iguales
excluye al esclavo y a la mujer de la dignidad ciudadana. La principal virtud
de ambos será la de obedecer. La mujer deberá administrar bien su casa,
obedecer a su marido[33],
ser bella, casta, fiel[34]
y tejer con habilidad en el telar. Sus virtudes serán silenciosas. Es a los
hombres a quienes corresponde hablar. Homero había destacado esta virtud cuando
en el canto primero de Odisea
Telémaco le dice a su madre:
“Sube a tu habitación, y
cuida solo
de cosas mujeriles, de la
rueca,
del telar y de hacer que a
sus labores
acudan las criadas. A los
hombres
les corresponde hablar, y
más que a todos,
a mí, que soy el dueño del
palacio”.
En el contexto democrático se proclama
–menos de lo que se practica- la condena de la búsqueda de una gloria
exclusivamente privada; tal gloria
formará parte de una hybris que provoca envidia y distancia a
los individuos entre sí.[35]
Los ciudadanos aspiran al justo equilibrio que posibilite la xeunomía, la distribución equitativa de
poder, obligaciones y honores de modo que la justicia pueda unir a los
ciudadanos en una única comunidad.
“Los hombres, alejados de los objetos de
conocimiento práctico, despreocupados por motivos que animan una mente activa y
vigorosa, solo pueden producir una jerga en lenguaje técnico y acumular la
pedantería de las formas académicas”. [36]
(Adam
Ferguson)
Como es sabido, la educación griega no
apunta a la "instrucción", al mero cultivo de las facultades
intelectuales, sino al desarrollo de las costumbres, del carácter y del
espíritu, a la armonía de cuerpo, a la sensibilidad y a la razón. La pedagogía
clásica se interesa por el hombre en sí mismo y no –como ocurre en la
modernidad- por el técnico que será preparado para una tarea en particular,
privilegia una virtud referida a la integridad de la persona, tanto a las
cualidades de su mente como a las de su carácter. La formación es estética y literaria, no científica, de ahí
que Homero fuera conocido como "el educador de Grecia".
El arte afina los valores éticos y prepara
para la vida, no para el conocimiento teórico ni para el saber especializado.
De los antiguos proviene la noción tradicional de cultura general (una de las
acepciones de la expresión ambigüa enkyklios
paideia). El humanismo griego reposa en la idea de que la técnica no debe
convertirse en un fin en sí misma. La
orientación técnica será propia de ignorantes; solo la medicina se instalará
como disciplina autónoma, y aún así los médicos muestran un complejo de
inferioridad que los lleva a recordar "que el médico es también
filósofo". En De la medicina antigua
Hipócrates afirma que dado que el
médico debe reflexionar en torno al hombre de modo general, no debe pensar solo
en la enfermedad que provocan ciertos alimentos sino en qué es el hombre en
relación con lo que come. Algunos médicos y filósofos -sostiene- "afirman
que no sería posible que entendiera medicina aquel que no supiese qué es el hombre,
y que es necesario que esto sea aprendido por aquel que se proponga tratar
correctamente a los hombres".[37]
El médico ateniense y el médico romano no se apoyan exclusivamente en su
formación técnica sino que se esfuerzan por ser hombres cultos, conocen a los clásicos
y aspiran a discutir como filósofos. Quien carezca de una visión global del
conocimiento será una persona mutilada. No obstante, como se señaló párrafos
atrás, la superioridad del conocimiento respecto a la esfera práctica, ética y
política, también aparece planteada en la literatura clásica y dejará profundas
huellas en la restricción que hace la modernidad del concepto de mérito al
universo del conocimiento en estricta correspondencia con la esfera del
trabajo. Para el pensamiento clásico hegemónico, como para el pensamiento
moderno, la tarea intelectual es superior a la manual. Correlativamente con
esta idea, la ciudad – el ámbito por excelencia de la tarea intelectual, de la
vida comunitaria, y por tanto política- aparece exaltada por contraposición al
campo. Platón postula una ciudad-Estado
gobernada por filósofos y no por artesanos o agricultores. En Aristóteles las
perspectivas diversas que adoptan la Etica
para Nicómaco y la Etica a Eudemo
denotan una ambivalencia respecto a la superioridad de la vida práctica por
sobre la contemplativa. Es indudable que la educación apunta a una formación
integral del ciudadano, a las cualidades de su mente y a las de su carácter;
sin embargo, el dualismo que subordina la esfera práctica a la teórica ya está
presente en la tradición clásica y será profundizado por el ethos moderno.
Platón: la areté legitimadora de la división del
trabajo
La pregunta central que plantea Platón en el
diálogo Menón es si la virtud se
aprende o si viene dada por naturaleza. Si fuera pasible de aprendizaje,
afirma, su ámbito sería el de la ciencia. Si no lo fuera, se trataría de una
cualidad perteneciente a la naturaleza o al designio de los dioses y, por
tanto, no transmisible.
Platón reconoce aquí que la ciencia no es la
única guía que permite a los hombres cumplir con sus deberes de un modo justo y
bueno.[38]
La virtud no es un domino exclusivamente racional; de otro modo, señala
Sócrates:
“Jamás de un padre honrado
saldría un hijo malo, si aceptase dócilmente sus prudentes consejos. Pero con
lecciones jamás harás que un hombre malo se torne honrado”.[39]
El virtuoso no lo es por obra del
conocimiento, y por tanto no puede transmitir a otros sus cualidades. El
virtuoso no difiere grandemente del profeta o del adivino, por cuanto ellos
también suelen decir la verdad sin conocer profundamente las cosas sobre las
que hablan. La virtud, no obstante,
está en desventaja respecto al saber científico, por cuanto “la ciencia
triunfa siempre y el que solo posee la opinión verdadera unas veces triunfa y
otras fracasa”.[40]
Hacia el final del diálogo queda establecido
el estatuto ontológico de la virtud:
“La virtud no es un don de
la naturaleza ni es el resultado de una enseñanza, se posee en base a un favor
divino sin que intervenga la inteligencia”.[41]
El innatismo platónico obra también como un
argumento legitimador de la división del trabajo: las aptitudes de cada
individuo son dones naturales que la educación en tal caso se limitará a
perfeccionar. Platón afirma que es necesario que cada uno ejerza en favor de
los demás el oficio que le es propio, ya que “no hay dos hombres iguales por
naturaleza, sino que tienen aptitudes diferentes, unos para hacer unas cosas y
otros para hacer otras”.[42]
No obstante, Platón coincide con Adam Smith en que se rinde “más y mejor cuando
cada individuo realiza un solo trabajo de acuerdo con sus aptitudes y en el
momento exigido, sin preocuparse de otros trabajos”. El innatismo aparece como
un presupuesto que resuelve rápidamente el problema de la legitimación de la
división del trabajo. Quienes se dediquen al trabajo manual justifican su
posición por “falta de inteligencia”: Platón afirma que la ciudad precisa
servidores auxiliares, aquellos que no son estimados por su inteligencia “pero
que por su fuerza física son aptos para los trabajos penosos”.[43]
A través del diálogo República sabemos, no obstante, que la educación juega un rol
importante en el Estado ideal, definido como el gobierno de los mejores. Sin
embargo, a diferencia de la concepción moderna de tabula rasa, según la cual la educación transmite conocimientos a
individuos que nacen iguales, Platón entiende a la educación como el cultivo de
las aptitudes naturales con las que nace cada persona. El gobierno de los
mejores postulado para la República
no constituye una nobleza de nacimiento: aunque, como observa Jaeger, Platón
asigna al nacimiento una importancia esencial en la formación de su élite[44],
el principio de selección es el de un mérito individual que debe necesariamente
ser cultivado mediante la educación. Platón conserva la idea aristocrática de
que el germen de toda virtud es congénito, pero afirma al mismo tiempo el
mérito individual a través de la exigencia del cultivo de las aptitudes
naturales. Las personas más dotadas genéticamente pueden tornarse vulgares
cuando una mala pedagogía las corrompe.[45]
Aunque en teoría proclame la igualdad por naturaleza de todos los individuos, la
modernidad conservará a través de la metafísica del “superdotado” y del “niño prodigio” esta impronta aristocrática
según la cual la información genética conllevaría aptitudes para el desarrollo
de facultades éticas e intelectuales.
Platón conserva el sello de la antigua areté de los nobles: dado que los
mejores solo pueden ser engendendrados por los mejores, la pureza de la
selección requiere un régimen especial de procreación que debe ser puesto bajo
el control del Estado.[46]
No obstante, “Platón no reconoce más que la suprema excelencia humana como
expectativa del derecho a ocupar un puesto dirigente en el Estado. Pero lo que
él se propone no es educar en la areté
una nobleza de sangre ya existente, sino formar una nueva élite mediante la selección de los representantes de la suprema areté”.[47]
La idea moderna de que cada persona debe
desempeñar el rol social que le asigne su propio mérito ya aparece claramente
formulada por Platón. El ideal ascético para quienes ocupen los cargos
públicos, no obstante, no ha sido retomado por la teoría política moderna: los
dirigentes del Estado platónico no pueden poseer bienes materiales ni esposa:
solo poseerán su cuerpo y las virtudes que ameriten la conjunción de aptitudes
naturales y adquiridas. El mérito individual solo es posible para Platón en un
Estado virtuoso en el que las alegrías y los dolores de cada uno sean las
alegrías y los dolores de todos.[48]
No hay hombre justo en un estado injusto.
Aunque, como se señaló párrafos atrás, en
la premodernidad el concepto de mérito aparece fundamentalmente asociado a la
esfera ética, mientras en la modernidad es vinculado al conocimiento y al mundo
del trabajo, el germen de la referencia del mérito al conocimiento está ya
presente en la cultura griega. Platón pretende demostrar que el filósofo está
destinado por naturaleza a gobernar.[49]
A su entender solo el filósofo posee un saber verdadero, solo él puede
determinar lo que es justo y bello. La filosofía –y el conocimiento en general-
aparecen así como una tabla de salvación: el conocimiento de la verdad sentará
las bases del Estado instituido conforme a la razón. Por ello la educación
estará a cargo de la comunidad (otro rasgo que la modernidad heredará de la
antigüedad clásica). La autoridad del político no descansa en su carisma
personal ni en el consenso que obtenga entre los ciudadanos sino en el
conocimiento, el ideal supremo de cultura del período griego clásico.
El divorcio entre acción y mérito, la
consideración de que la buena acción no constituye un fin en sí misma sino que
es acreedora a un premio ulterior material o simbólico es particularmente
evidente en la caracterización que hace Aristóteles de la figura del magnánimo.
A su entender el magnánimo es un hombre que “siendo digno de grandes cosas, se
considera merecedor de ello, pues el que no actúa de acuerdo a su mérito es
necio y ningún hombre excelente es necio ni insensato”.[50]
Su ideal es el de la kalokagatía, que
es la excelencia que resulta del compendio de todas las virtudes.[51]
El magnánimo es aquel cuya pretensión de reconocimiento está en relación a sus
virtudes, que son fundamentalmente la de no cometer injusticias ni huir
alocadamente del peligro, comportarse con
moderación respecto a la riqueza, no ser rencoroso, correveidile,
apresurado ni impetuoso, otorgar beneficios pero avergonzarse de recibirlos,
evitar ir hacia los objetos que todos estiman o hacia los puestos de poder
codiciados y preferir las cosas hermosas e improductivas a las productivas y
útiles. Por un lado esto evidencia que la figura que reúne las virtudes máximas
no es digna de mérito por poseer conocimiento o por ejercer con excelencia un
oficio. La magnanimidad refiere estrictamente a las acciones éticas. La areté es para Aristóteles la capacidad
de mantener una relación de equilibrio frente al placer y al dolor.[52]
El dominio de las pasiones se aprende en la práctica y busca adaptarse a la
situación particular de cada persona. Ser bueno no es saber en qué consiste la areté sino actuar en consecuencia.
La magnanimidad constituye el término medio
entre la vanidad (querer más reconocimiento de lo que se vale) y la
pusilanimidad (valorarse menos de lo que se merece). El mérito aparece de este modo como el premio que se otorga a las
acciones gloriosas. Vanidoso no es quien se jacta de sus virtudes generando
rechazo en los demás sino quien se jacta de virtudes que no posee. De modo que
si la persona que hoy el sentido común consagra como vanidosa poseyera las
virtudes de las que se jacta, desde la perspectiva de Aristóteles no estaríamos
en presencia de un vanidoso sino de alguien supremo, espléndido, magnánimo.
El modelo aristocrático es aplicado en el
contexto ético a la lógica de lo superior y lo inferior, de lo mejor y lo peor.
“Quien es mejor que todos es siempre digno de cosas mayores”, escribe
Aristóteles. Sin embargo, aunque el magnánimo se define por estar en
correspondencia con la expectativa debida de reconocimiento, es imprescindible
que disimule públicamente su sed de gloria y “se comporte como si no se tratara
de lo más importante”.[53]
El magnánimo procura un bien inconfesable. Ningún honor es digno de su “virtud
perfecta”. No admira nada porque nada es grande para él salvo -cabría
conjeturar- su propia persona.
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El
ideal de excelencia (el ideal de la areté)
que signa la ética meritocrática es de origen griego y plantea no pocas
tensiones con el ideal igualitario moderno. No es universal el hábito de
tamizar toda idea, toda acción humana y todo objeto mediante la comparación
entre lo mejor y lo peor, lo superior y lo inferior, lo subordinante y lo subordinado,
lo alto y lo bajo. Las metáforas verticales no desaparecen con la retracción
del cosmos divino. Si la topografía más familiar a dios fue concebida en lo
alto, también en lo alto se ubicará el valor del mérito humano. La cultura será
alta o baja; la obra de arte posibilitará la elevación espiritual, la fama reconocerá una cima donde en
principio habrá lugar para unos pocos. La impronta de la aristocracia griega
sellará no solo la experiencia democrática posterior en Atenas sino una
cosmovisión que friccionará con la posibilidad de aplicar el ideal moderno de igualdad a diversas esferas
del quehacer humano.
En el examen –método moderno para la
selección del mérito- resuenan los ecos
del esquema agonístico griego de vencedores y vencidos. Dotado de un
revestimiento cientificista y objetivista, el examen remeda un mecanismo que en
esencia está presente en la práctica griega de los concursos, en el standard
competitivo de la areté, en la
exaltación de la lucha y del esfuerzo, de la comparación permanente de cada
cual consigo mismo y de cada cual con todos, es decir, en la consideración de
que lo importante es sobresalir, ganar y ser premiado, y en la básica exclusión de toda excelencia
que pueda ser obtenida en cooperación. Los griegos no conocen el examen
escolar pero los alumnos son sometidos
permanentemente a concurso. Los problemas suscitados por este espíritu
agonístico se remontan a la democracia
ateniense, dado que la exaltación de la hybris
individual ya entonces atentó contra la horizontalidad propugnada por el
sistema democrático.
La areté
griega, no obstante, será más abarcadora que el ideal moderno de excelencia: no
referirá a una formación técnica –que será propia de ignorantes- sino a una
formación integral, no apuntará solo al desarrollo de facultades intelectuales
sino también al desarrollo del carácter.
Sin embargo, la frecuente exaltación del
conocimiento teórico en desmedro de la esfera práctica dejará su impronta en la
restricción que hace la modernidad del concepto de mérito al universo del
conocimiento en estricta correspondencia con la esfera del trabajo. El
desprecio que trasunta hegemónicamente el pensamiento griego por el trabajo
manual se traducirá en la consideración moderna de que quienes desarrollan los
llamados “trabajos manuales” son “menos inteligentes” que quienes desarrollan
tareas consideradas estrictamente “intelectuales”.
Platón conserva la idea aristocrática de que
toda virtud es originariamente congénita, aunque también afirma que ese mérito
original debe ser cultivado a través de la educación, de modo que la destreza
personal aparece en las antípodas del lucro económico. Aristóteles juzgará que
la virtud se adquiere por aprendizaje y por una práctica frecuente. El logro de
la virtud, sin embargo, es insuficiente si la virtud no se convierte en un
medio para exigir reconocimiento.
La modernidad conservará el núcleo duro de
este esquema: en lo económico la igualdad formal figurará a través del salario
un intercambio entre “iguales”; en la esfera política todos serán iguales ante
la ley; en el orden simbólico las clases dominantes seguirán considerando al trabajador manual como alguien de escasas
luces intelectuales, básicamente torpe, negado para la “auténtica” y excluyente
esfera del conocimiento, que es intelectual.
[1] Odisea Xviii, 320f
[2] Ilíada IX, 784
[3] Ilíada. Cantos 280 y 281
[4] Hannah Arendt. La condición humana. Paidós. 1998 p.252
[5] Hannah Arendt. Qué es la política. Paidós. Barcelona. 1997 p.110
[6] Ilíada 476
[7] Ibid 304-305
[8] Ibid 221-245
[9] Ibid, 257 ss. Los minoicos eran muy aficionados al boxeo. Ilíada XXIII.90
[10] Ibid p.240
[11] Odisea VIII 145-164
[12] Henri-Irénée Marrou. Historia de la educación en la antigüedad. Eudeba. Buenos Aires 1976 p.192
[13] Rhetores Graeci (tomo, página y línea de la edición Spengel). Teón de Alejandría.
[14] Los traductores alejandrinos de la biblia terminarán por traducir paideia lisa y llanamente como punición.
[15] Ibid. 193
[16] Rodolfo Mondolfo. La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua. Editorial Universitaria de Buenos Aires. 1978
[17] Adam Ferguson. Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil. Instituto de estudios políticos de Madrid. 1974 p.1974
[18] Simone Weil. La fuente griega. Editorial Sudamericana. 1961 p.39
[19] Alejandro Kaufman. Programa Radiaciones. La Isla. 9 de junio de 1998.
[20] Hesíodo. Los trabajos y los días. Traducción de Alfredo Llanos. Editorial Rescate. Buenos Aires. 1986 p.16
[21] Ibid p.26
[22] Ibid
[23] Ibid p.27 El mérito no corresponde a la posesión de riqueza sino al trabajo manual con que se la obtuvo.
[24] Ibid p.40
[25] Ibid p.29
[26] Antología de la poesía lírica griega. Unam. México. 1988 p.87
[27] Platón. República 352e
[28] Platón. Menón. 71e y 72a
[29] “Cada hombre se inclina hacia un ergon distinto”. Odisea. XIV. 228
[30] Odisea. Canto 14. 222
[31] Ilíada. Canto 13 730
[32] Los orígenes del pensamiento griego. p.73
[33] Platón. Menón pagina 91
[34] Homero reescribe la historia de Penélope, ya que en la tradición griega Odiseo termina matándola porque en su ausencia había aceptado a más de un hombre como compañero de lecho. En Odisea (canto 7 66-67) Penélope debe oír sin pestañear la confidencia de las aventuras amorosas de Ulises.
[35] Ibid p.50
[36] Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil p.222
[37] Hipócrates. De la medicina antigua. Universidad Nacional Autónoma de México. 1991 H 51
[38] Platón. Menón. 97d
[39] Ibid 95b
[40] Ibid.97d
[41] Ibid 100
[42] República 369e y sub.
[43] Ibid 371e
[44] Jaeger. Paideia. Fondo de Cultura Económica. 1987. México p.643
[45] República. 491 E.
[46] Platón. República 459 C-D
[47] Paideia p.644
[48] República 462 B
[49] Ibid 473 C-D
[50] Aristóteles. Etica Nicomaquea. Libro II 1103
[51] Ibid Libro VIII, 3, 1248
[52] Ibid Libro II 1103
[53] Ibid 1124