El mérito como fundamento ilustrado de la reforma social

 

  Junto a los conceptos de libertad, igualdad, soberanía popular y consentimiento, el mérito es erigido durante el siglo XVIII como una de las principales banderas de lucha de la burguesía. Frente a las prerrogativas aristocráticas por derecho de nacimiento, desde la Revolución Industrial la carrera abierta a los talentos constituye el principal propósito de la reforma social. La burguesía necesita que se evalúen los talentos en detrimento del abolengo.  El nepotismo, el soborno y los derechos hereditarios deberían desaparecer para que cada individuo ocupase en la sociedad el lugar que le confiriese su propio mérito, un valor de legitimación estrictamente referido al universo del trabajo y del saber que comprende el esfuerzo,  la destreza,  la calificación y  la experiencia. El embate iluminista contra la aristocracia ociosa que ocupaba cargos públicos por derecho de nacimiento forma parte de la ofensiva económica que lleva a cabo la burguesía con el fin de desplazar el predominio de la renta parasitaria. En este contexto D´Alembert cifra en el mérito una "nueva nobleza" que constituirá "el único medio honesto de hacer fortuna".[1] "A cada cual según su rango", el criterio distributivo de la sociedad jerárquica medieval, deviene en la ética burguesa -tal como augura Diderot- "A cada cual según su mérito". Diderot recalca que en este contexto deben ser los hijos quienes ilustren a los padres, del mismo modo que entre los chinos fueron los hijos quienes "ilustraron y ennoblecieron a sus antepasados".[2] Para que los méritos puedan ser confrontados y comparados, Diderot propugna el concours aux places como un mecanismo de selección racional de las capacidades de cada individuo. Las fortunas serán legítimamente repartidas -afirma el discurso hegemónico ilustrado- cuando  la distribución sea proporcional a la industriosidad y a los talentos de cada cual. Todos los cargos del Estado deberán ser distribuidos por concurso, sostiene Diderot; en la sociedad burguesa la aristocracia ya no heredará los cargos públicos por derecho de nacimiento.[3]

   La afirmación del carácter positivo del trabajo, que pierde el estigma de maldición en contraste con el ocio aristocrático, basado en el ejercicio de la violencia, opera como condición de posibilidad para que la burguesía propugne un modelo de hombre que aparece como responsable por  la construcción de sí mismo, que no debe nada a los demás y cuyo lugar en la sociedad depende exclusivamente de su esfuerzo, de sus habilidades y competencias. En la Francia del Antiguo Régimen el trabajo pertenece al reino de la desigualdad. Solo es concebible que trabajen los hombres de pueblo. Un rasgo cardinal de nobleza es el de estar liberado del trabajo. Cuando el campesino que cultiva la tierra levanta los ojos (tal como aparece en las láminas de La enciplopedia que dirigieron Diderot y D´Alambert) lo que ve brillar, en el lugar del sol, es el anagrama de Luis XV: el hombre común trabaja, el rey ilumina.  En la definición que la misma Enciclopedia da de la palabra trabajo resuena la etimología latina (el trepalium como instrumento de tortura): "Trabajo: ocupación diaria a la que está condenado el hombre por necesidad y a la cual debe, al mismo tiempo, su salud, su subsistencia, su serenidad, su buen sentido y quizás hasta su virtud".  La Revolución Francesa consagra un giro copernicano en la concepción moderna del trabajo: se popularizan las imágenes en las que se muestra a los  trabajadores en los talleres, e incluso se lo asocia a los festejos revolucionarios. Trabajo y fiesta ya no se oponen. La guerra moviliza a los hombres y en los bancos del taller se ven niños trabajando. El capitalismo ha llegado para quedarse.

  En la modernidad el trabajo comienza a ser visto como fuente de riquezas y ya no como una pena o un castigo para el que carece de bienes. Emile Zola escribió hacia 1890: "¡Trabajo! Pensad, señores, que él constituye la única ley del mundo. La vida no tuvo otro fin ni otro fundamento de ser. Todos nacemos con el fin de contribuir al trabajo, para desaparecer después".[4] En palabras de Marx y Engels, la burguesía reveló que la brutal manifestación de fuerza de la Edad Media "tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería".[5] Hannah Arendt retoma en La condición humana el análisis marxiano de cómo en la sociedad industrial la consecuencia de la división del trabajo es una actividad que se divide en tantas minusculas partes que cada especialista solo necesita de un mínimo de habilidad para llevarlas a cabo. “El resultado –apunta Arendt- es que lo comprado y vendido en el mercado del trabajo no es habilidad individual sino poder de la labor, del que todo ser humano posee aproximadamente la misma proporción”.[6] Arendt propone distinguir el concepto de trabajo del concepto de labor, basándose en las diferenciaciones históricas de las que han sido objeto ambos términos: mientras la labor compromete el cuerpo y no produce nada que sea considerado valioso, el trabajo compromete las manos del artesano, su creatividad y su razón.

  Mientras un creciente número de trabajos plantearon en la sociedad industrial practicamente la anulación de toda subjetividad (y por tanto de todo talento valorado socialmente), el ideal de vocación se impuso, tal  como subrayó Max Weber, con la impronta religiosa de la creencia en una misión impuesta por Dios.[7] En la modernidad  el derecho del individuo a "realizarse" es valorado como un bien supremo inscripto en la lógica de la libertad que define a la burguesía como clase. Si el feudalismo tuvo en la raíz de su código moral valores tales como el "honor" y la "fidelidad", la burguesía los sustituirá por el culto a la "libertad", a la igualdad y a la fraternidad, todas categorías que conformarán rasgos singulares del ideal de mérito. "Todo individuo se distingue por su vocación -escribe Adam Ferguson en Ensayo sobre la historia de la sociedad civil- y tiene un sitio para el que está destinado".[8] Preguntar a un niño en qué trabajará cuando crezca es un interrogante propio de la modernidad. En un mundo en el que predominaba la agricultura, se sabía que trabajaría la tierra como sus padres y sus abuelos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La antiutopía meritocrática de Michael Young

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  Las fricciones que ofrecen los ideales modernos de mérito e igualdad son planteadas por dos libros que problematizan el ideal meritocrático ilustrado. Uno de ellos -New Brave World-, escrito por Aldous Huxley[9], muestra una sociedad cuya desigualdad no se fundamenta en clases basadas en distinciones económicas sino en castas sustentadas por la calificación  del coeficiente intelectual de sus ciudadanos.  Michael Young fue quien acuñó en 1958 el término meritocracia (gobierno del mérito) en su libro The rise of meritocracy, otra antiutopía –muy citada por teóricos como Rawls o Walzer, tal como se verá en el último capítulo de este trabajo- en la que el ideal del mérito justifica nuevos standards de exclusión y desigualdad social. En la meritocracia descripta por Young la sociedad británica pasa de ser regida por una élite nobiliaria basada en la herencia a ser regida por otra élite basada en el mérito (constituida por aquellos cuyo coeficiente intelectual supera los 125 puntos). Fallar en el ingreso a la escalera educacional supone la futura exclusión de los lugares de privilegio de la sociedad. Los diplomas son el pasaporte para acceder a los empleos mejor remunerados; el status y el ingreso están basados en la creciente demanda de niveles de capacitación y son pocos los placeres disponibles para quienes trabajan por fuera de esta lógica. La universidad monopoliza el control de la futura estratificación de la sociedad. Los jóvenes más brillantes de Oxford y Cambridge se incorporan a la clase administrativa en la convicción de que el “capital cerebral” constituye la mejor forma de inversión. Cada miembro de la élite es un especialista acreditado. 

  Un incesante flujo de tests clasifica la inteligencia de los ciudadanos y confina al “batallón de infradotados” a quienes no responden satisfactoriamente a las preguntas. Los hombres resultan iguales ante los ojos de Dios pero desiguales ante los ojos del psicólogo. La condición del éxito de todas estas reformas es que continuamente aumente la eficiencia de los métodos de evaluación, es decir,  que el mérito sea cada vez más “medible” y juzgado como la suma de la inteligencia y el esfuerzo, (I  + E: M), dado que “un genio perezoso de genio no tiene nada”.[10]  El arte de medir el trabajo ha devenido ciencia: los salarios pueden con toda precisión ser expresados en términos de esfuerzo. Las personas que ofrecen su trabajo en el diario destacan en primer lugar la cifra de su cociente intelectual. Al imbricarse el poder que un individuo adquiere sobre otros con el grado de escolaridad, surgen en la sociedad que describe Young  teorías que postulan una base genética de la inteligencia.  Antes de elegir un cónyuge, es necesario consultar el Registro de Inteligencia. Ningún funcionario se casa con una muchacha que no cuente con  algún antepasado con un cociente intelectual superior a 130 puntos. Como se ha logrado precisar el cociente de inteligencia durante el período de gestación, algunos padres desesperados han llegado a raptar niños después de seleccionar cuidadosamente a alguna madre embarazada de la clase baja  cuya genealogía de inteligencia fuese prometedora, situación que produce la alianza escandalosa entre los detectives privados y los especialistas en genética.[11] Los hijos de los matrimonios constituidos en base a la inteligencia se hacen acreedores a un doble derecho: el título sucesorio de inteligencia y el de su propio mérito.  La sociedad meritocrática se basa en la aceptación de la frugalidad de la naturaleza, en el reconocimiento de que por cada hombre excelente hay diez mediocres: “la misión del buen gobierno es la de cuidar que los segundos no ururpen el lugar que corresponde a los primeros”.[12] Esto ocurre porque, de acuerdo a la voz del relator, los ingleses en realidad nunca han creido en la igualdad. Siempre han estado convencidos de que algunos hombres son mejores que otros y a lo sumo han pedido que se les aclare en qué aspecto. Solo la política está abierta a quienes carecen de credenciales. Los defensores de la meritocracia afirman:  “Hoy en día reconocemos con franqueza que la democracia no puede ser más que una aspiración, y nos regimos, más que por el pueblo, por el sector inteligente del pueblo; no tenemos una aristocracia de nacimiento, ni una plutocracia sino una meritocracia del talento”.[13]

  El régimen meritocrático instaurado en Inglaterra en 1963 –el libro de Young es de 1958- suplanta a otro sistema en el que las clases superiores y las clases trabajadoras poseían idéntica proporción de genios y estúpidos.[14] Los empleos no eran electivos sino hereditarios. En una sociedad básicamente rural, los hijos desarrollaban la misma actividad que los padres. En contraposición a este esquema, la meritocracia instaurada a mediados de siglo reserva el trabajo manual  a los hombres de fuertes músculos y pequeños cerebros que adoran vaciar cubos de basura y levantar cargas pesadas. Otros alumnos de “escuelas para infradotados” prestan servicios en los restoranes y en los lugares de esparcimiento, en los transportes y en los puestos de vigilancia. El profesional no debe distraerse ni un minuto del trabajo para el que con tanto sacrificio ha sido formado: no debe pelar papas ni fregar platos, no debe cocinar ni tender la cama.[15] Un hombre hostigado por la vida prosaica no puede realizar un trabajo importante y eficaz. Su exención de los quehaceres domésticos no constituye un beneficio personal sino un bien para la sociedad.  La dilapidación femenina, por el contrario, consiste en aplicar los frutos de los arduos estudios que les confieren una licenciatrua cum laude. Las mujeres desempeñan un cargo hasta que se casan, luego deben disimular los estudios realizados, dedicarse a la crianza de los hijos  y tratar de acostumbrarse a la escoba y al fregadero. Aunque los críticos afirman que el servicio doméstico, más que servicio, es un acto servil, el hábito ancestral de que las clases altas cuenten con criados  diluye sus críticas rápidamente. Los trabajos serviles no despiertan resentimiento entre quienes los ejecutan porque estos ciudadanos saben que las clases altas tienen “un alto papel que desempeñar”. No obstante, a las madres profesionales el servicio doméstico les plantea un dilema: si por un lado les facilita la vida diaria, por el otro supone el cuidado de sus hijos por parte de personas “de escasa inteligencia”.

  La meritocracia descripta por Young es derribada en el año 2033 por una revolución populista cuyas dirigentes son todas mujeres. Siguiendo la tradición de los populistas rusos, que tras concluir sus estudios en las universidades extranjeras decidieron volver a Rusia y vivir como trabajadores manuales para crear conciencia de clase en los estratos más desposeídos de la sociedad, incitaron a los técnicos a la huelga y a la agitación, en  defensa de la idea de que el trabajo manual es tan valioso como el intelectual, y en la de que todo hombre y toda mujer son geniales en algún tipo de actividad.[16] Las populistas redactaron un manifiesto en el que afirman que las personas no deberían ser valoradas solo por su inteligencia sino también por su amabilidad, su arrojo, su imaginación, su sensibilidad, su simpatía y su generosidad. El principio de igualdad de oportunidades no debería entenderse como igualdad de oportunidades para subir en la escala social, sino para que todas las personas, prescindiendo de su “inteligencia”, pudieran hacer fructificar sus dones.

  Aunque cabría diferenciar la meritocracia que aún se postula en países como Estados Unidos del eco que de este ideal repercute en los países menos desarrollados -en donde el nivel de escolarización implica en mucha menor medida el acceso a los puestos de trabajo-, buena parte de los rasgos de la sociedad descripta por Young tienden a observarse en un número considerable de países que requieren un manejo cada vez más eficiente de la tecnología de punta.

  Desde el siglo XVIII en adelante los educadores gustan creer que mediante la educación básica universal cada individuo ocupará  en la sociedad el lugar que le asigne su propio mérito (y ya no el que le suministre la renta de sus padres). Michael Young señala que el peligro de erigir de este modo al mérito en principio de selección es que el sistema educativo "convierte a la igualdad de oportunidades en un principio darwinista", de modo que miles de niños son declarados no aptos; a los once años en gran cantidad de países se determina su futuro, condenándolos al infierno de "los estúpidos"  (que desarrollarán principalmente trabajos manuales en el área de servicios) o

consagrándolos al paraíso de "los inteligentes" (que desarrollarán principalmente tareas intelectuales).[17] La educación de este modo es entendida como una habilidad productiva destinada a seleccionar a "los más aptos" de la sociedad y no como una posibilidad de enriquecimiento  personal y social. Las universidades tienden a ser consideradas usinas laborales, los estudiantes se transforman en clientes y el conocimiento como fin en sí mismo aparece como una curiosidad propia del pasado. Las reformas educativas no lograron acabar con el  nepotismo, el soborno y los derechos por herencia, pero mediante el ideal del mérito se justifica la falta de igualdad social, desplazando a la aristocracia de nacimiento por el ideal de la aristocracia del talento.



[1] Artículo Fortune de la Encyclopédie. Fragmento extraido de: Lévi-Strauss, Derrida, Blanchot y Colángelo, entre otros. Presencia de Rousseau. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires. 1972 p.198

[2] Ibid.

[3] Réfutation d´Helvétius, p.474. Extraido de Presencia de Rousseau p.199

[4] Citado por Karl Löwith. De Hegel a Nietzsche. Taurus. Buenos Aires. 1971 p.401

[5] Marx y Engels. Manifiesto Comunista. Anteo. Buenos Aires. 1973 p.38

[6] Hannah Arendt. La condición humana. Barcelona. 1998 p.98 y ss.

[7] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Coyoacán. México. 1993 p.146

[8] Adam Ferguson. Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil. Instituto de Estudios Políticos. Madrid. 1974 p.228

[9]  Aldous Huxley. New Brave World. Batan books. New York. 1958

[10] Michael Young. El triunfo de la meritocracia (1870-2033) Madrid. Tecnos 1964 p.40

[11] Ibid p.194

[12] Ibid

[13] Ibid p.19

[14] Ibid p.12

[15] Ibid p.129

[16] Ibid p.176

[17] Ibid p.112