Presentación
En la modernidad el mérito aparece como un
ideal legitimador de la burguesía por oposición al principio
selectivo del abolengo, propio del esquema aristocrático. El acceso a los puestos
de trabajo no será hereditario ni producto del soborno o del nepotismo. La
aristocracia ya no heredará los cargos públicos por derecho de nacimiento.
Invocando el ideal democrático, los promotores del mérito exigen la asignación
de posiciones más elevadas en la jerarquía social a quienes posean los títulos
escolares más elevados, a los ciudadanos que ocupen cargos en virtud de sus
respectivas competencias, de su talento, su esfuerzo y su experiencia, y no del
favoritismo, de su capital económico o de su filiación política. Debilitadas
otras formas de sociabilidad (la familia ampliada, el barrio, la comunidad), la
pertenencia a una categoría socioprofesional dota al individuo de una identidad
colectiva y de una red de interdependencia mutua.
En la premodernidad el concepto de mérito es
asociado fundamentalmente a la esfera ética. El mérito es atribuido en especial
a quien realiza una buena acción. En la modernidad este significado no
desaparece del todo. Aún hoy reconocemos el mérito
de una persona por una buena acción que ha realizado. Adam Smith, en pleno siglo XVIII, sigue definiendo al mérito como una acción ética que debe ser
recompensada.[1] Sin embargo,
si el católico ganaba el cielo con buenas acciones, el ciudadano moderno
aspirará a “salvarse” en la tierra, ocupando en la sociedad un lugar que en
principio parece determinado por la conjunción de un saber y de una eficiencia
referida estrictamente al universo del trabajo.
El ideal del mérito
está estrechamente vinculado con el modo en que la burguesía deposita en el
conocimiento y en sus aplicaciones técnicas el orgullo de su propio éxito
social. La valoración de la inteligencia (nobleza del espíritu) por oposición a
la nobleza parasitaria de la sangre organiza la circulación del saber a imagen y
semejanza del modelo económico. El conocimiento no acepta la subordinación
religiosa y recusa la jerarquía de la sociedad feudal; será el valor en el que
la clase burguesa cifrará su identidad, la legitimidad de su ascenso social y
el poder de una nueva civilización en la que Razón, individuo y Estado se
mostrarán como una trinidad
inescindible. El éxito económico de la burguesía quedará justificado por su heroica empresa
de librar a Occidente de la ignorancia y la superstición. La salvación será
terrenal y provendrá del paraíso del conocimiento. En la modernidad el
concepto de mérito ya no será referido fundamentalmente a las buenas acciones
éticas sino al talento, al conocimiento, a la capacidad para el trabajo o para
la creación, a la inteligencia y al ingenio.
El individuo moderno
es menos criatura que creador: durante el siglo XVIII poco a poco gana terreno
la perspectiva empirista y pragmática que tiende a demostrar que, tanto en su
pensamiento abstracto como en su experiencia sensorial, cada ser humano es
producto de la educación que ha recibido,
y por tanto nace con la misma potencialidad de aptitudes intelectuales
que los demás; la experiencia, la costumbre, la educación y la influencia de
las condiciones exteriores conformarán una subjetividad que lo distinguirá del
resto de sus congéneres. El empirismo inglés del siglo XVIII –John Locke,
George Berkeley y David Hume- retoma la doctrina de Francis Bacon y proclama que el ser humano nace como una
tablilla en blanco en la que todo conocimiento provendrá necesariamente de la
experiencia. Por contraposición al
racionalismo continental, que sostenía que el conocimiento proviene de
conceptos innatos fundacionales tales como Dios o la causalidad, el empirismo proclamará
como punto de partida una igualdad que
se traducirá en el imperativo de una educación gratuita y universal que
opere como condición de posibilidad del
ideal meritocrático ilustrado de una "justa igualdad de oportunidades de
vida". Proclamada la igualdad jurídica, desaparecen las barreras legales
para el avance del individuo.
Aunque formalmente el
innatismo fue rechazado, diversas corrientes modernas han pretendido
rehabilitarlo ya no como resultado de un designio divino o natural sino al
amparo de la fundamentación científica. El ideal religioso de vocación (del
latín, vocatio, llamado), es decir,
el ideal del llamado divino para el desarrollo de una misión particular, fue
revestido de legitimidad científica en la explicación no menos determinista de
la eugenesia, la disciplina que estudió los medios genéticos para el
perfeccionamiento físico y espiritual de la raza humana. La modalidad
–desarrollada fundamentalmente en el hemisferio norte- de establecer exámenes
de ingreso a las escuelas destinadas a los “mejor dotados” es resultado directo
de esta forma de comprender el mérito. La eugenesia creyó que el desarrollo
intelectual puede predecirse minuciosamente, de modo que si a los siete años un
niño no ha logrado aprobar ciertos exámenes de aptitud, ya se tiene la certeza
de que no alcanzará el nivel necesario para ingresar a la universidad.
En los comienzos de la modernidad se
proclama a la educación universal como un derecho basado en la necesidad de una
“justa igualdad de oportunidades”, un tipo de igualdad –paradigmática del liberalismo-
basada en el formalismo de la igualdad jurídica. El
sistema educativo se propone convertirse en árbitro o distribuidor de las
posiciones sociales y el saber aparece a un tiempo como una fuerza de producción y como un
factor de poder, produciéndose una nueva relación entre riqueza, eficiencia y
verdad. La historia de Kaspar Hauser, repetida en innumerables versiones, constituye un mito fundante de la era
moderna: todos los seres humanos nacen iguales y es la educación la que
suministrará la posibilidad de adquirir destrezas y capacidades. Es posible
educar hasta a un hombre que ha vivido desde su niñez sin contacto alguno con
la civilización. Con una adecuada enseñanza, hasta un hombre-mono como Kaspar
será culto.
Paralelamente a este ideal, una corriente antidemocrática expresa en
sentido contrario su miedo a las masas populares en ascenso y proclama que en
nombre de la igualdad se han sacrificado los pocos a los muchos y que, tal como
probaría la eugenesia, el “mejoramiento de la raza” requeriría que los cerebros
“excepcionales” accedieran a una enseñanza “excepcional”.
Esta
investigación surge en buena medida a partir de un artículo de Bourdieu
titulado “El racismo de la inteligencia”.[2] Escribe Pierre Bourdieu:
“Ante todo quisiera decir que hay que tener presente
que no hay un racismo sino racismos; hay tantos racismos como grupos que
necesitan justificar que exiten tal y como existen, lo cual constituye la
función invariable del racismo”. Y más adelante: “El racismo de la inteligencia es aquello por lo cual la clase
dominante trata de producir una ´teodicea de su propio privilegio´; como dice
Weber, esto es, una justificación del orden social que ellos dominan. Es lo que
hace que los dominantes se sientan justificados de existir como dominantes, que
sientan que son de una esencia superior. Todo racismo es un esencialismo y
el racismo de la inteligencia es la
forma de sociodicea característica de una clase dominante cuyo poder reposa en
parte sobre la posesión de títulos que, como los títulos académicos, son
supuestas garantías de inteligencia y que, en muchas sociedades, han sustituido
en el acceso a las posiciones de poder económico a los títulos antiguos, como
los de propiedad o los de la nobleza (...) La clasificación escolar es una clasificación
social eufemizada, por ende naturalizada, convertida en absoluto, una
clasificación social que ya ha sufrido una censura, es decir, una alquimia, una
transmutación que tiende a transformar las diferencias de clase en diferencias
de ´inteligencia´, de ´don´, es decir, en diferencias de naturaleza. Jamás las
religiones lo hicieron tan bien. La clasificación escolar es una discriminación
social legitimada que ha sido sancionada por la ciencia. Allí es donde nos
encontramos con la psicología y el apoyo que ha aportado desde sus orígenes al
sistema escolar. La aparición de los tests de inteligencia, como el de
Binet-Simon, está relacionada con el momento en que, con la escolaridad
obligatoria, llegaron al sistema escolar alumnos que no tenían nada que hacer
allí porque no tenían ´disposiciones´, no eran ´bien dotados´, es decir, su
medio familiar no los había dotado con las disposiciones que supone el
funcionamiento común del sistema escolar: un capital cultural y cierta buena
voluntad hacia las sanciones escolares”.
El ideal meritocrático moderno constituyó
las bases tanto del liberalismo como del socialismo y el comunismo, si bien – a
diferencia del liberalismo- el comunismo no hizo depender del “mérito” el
acceso a bienes básicos fundamentales como el alimento, la vivienda o la salud.
El examen –método de selección por
excelencia de la meritocracia- fue utilizado tanto en el mundo capitalista como
en el comunista. Aún hoy en Cuba los músicos rinden un examen periódico para
ubicarse en categorías que les asignan sueldos determinados.
La segunda parte de la introducción de este
trabajo rastrea el modo en que el ideal
del mérito se constituye en una de las banderas de lucha del Iluminismo
mediante la proclamación de la carrera abierta a los talentos como el principal
propósito de la reforma social.
Un
segundo apartado de la introducción reseña la antiutopía de Michel Young, quien
en 1958 acuñó el neologismo meritocracia (gobierno
del mérito) para describir a una sociedad en la que el ideal del mérito
justifica nuevos standards de exclusión y desigualdad social.
El segundo capítulo se
propone realizar una genealogía del examen como forma emblemática de saber y
poder de la que se vale la burguesía para la certificación
y consagración del mérito. Desde una
perspectiva de problematización de la declarada autonomía del sistema educativo
frente al sistema de clases, se ahonda en la aporía que presenta el ideal del
mérito con la moderna aspiración de igualdad, que por un lado propugna la
selección de individuos calificados provenientes de todos los estamentos
sociales, pero por el otro se resiste a que un sistema de mérito y certificados
educativos cree una "casta" privilegiada de ciudadanos. El examen
también será analizado en relación a la escatología cristiana de premios y
castigos y al contexto en el que aparecen por primera vez en Occidente los
títulos universitarios como certificados públicos de oficio.
Un
tercer capítulo se propone indagar cuales son las coincidencias y las
dicordancias que evidencian los escritos de Marx y Rousseau en torno al tema
del mérito, su perspectiva en relación al principio liberal de igualdad de oportunidades y los
problemas que presenta el ideal del mérito cuando es erigido en excluyente
correspondencia con el universo de la producción. Se reconstruye asimismo la
polémica de Marx con Proudhon y con el socialismo utópico en torno a la
instancia del mérito como principio distributivo.
La figura del genio ha
constituido una de las sombras tutelares del ideal moderno de mérito. En la
antigua Roma la palabra genio aparece para designar a cada uno de los dioses
que velan por la suerte de cada individuo. Todos poseen un dios protector, un
“ángel de la guarda”. En la modernidad los genios dejan de ser dioses, o en tal
caso devienen dioses encarnados en unos pocos individuos creadores y
autocreados. La burguesía instaurará el culto al genio bajo la presuposición de
que el desarrollo social depende básicamente de una minoría creadora, de un
pequeño grupo de genios innovadores que mediante sus descubrimientos ahorran el
esfuerzo de miles de personas. El “progreso” aparecerá de este modo como el
resultado de la victoria de unos pocos hombres. Con la impronta del ideal
aristocrático, la burguesía articulará el ideal de una nueva nobleza conformada
por personas que aparecen como talentosas, creadoras y exitosas.
El concepto moderno
de mérito ha crecido al amparo de la figura del genio como un modelo de
humanidad ideal que sustituye y adopta rasgos del caballero, el santo, el sabio
y el héroe, articulándolos con valores modernos como la libertad, la
originalidad y la autenticidad. El rechazo a las convenciones y a los modelos
imitativos en favor de la originalidad y de la autenticidad constituye un valor
moderno que el arquetipo del genio ha congregado en permanente diálogo con
estas figuras ejemplares. El capítulo dedicado a trazar una historia del
concepto de genio rastrea sus orígenes en la doctrina platónica del entusiasmo,
su reaparición durante el renacimiento, su consolidación durante el siglo XVIII
y sus posteriores derivaciones en el romanticismo y en el positivismo.
Aunque en el lenguaje
coloquial hoy entendamos por mérito aquello que torna valiosa una acción,
originariamente –y aún el diccionario da cuenta de este significado que lo
asocia a la escatología católica- un acto meritorio es un acto que hace digno
de premio o de castigo. La idea de mérito tradicionalmente se ha diferenciado
de la idea de buena acción porque el
mérito presupone una recompensa, así como el demérito presupone un castigo.
Desde la perspectiva del mérito, la
buena acción no es un fin en sí misma. El bien recibido acreditará la
recompensa de otro bien, así como se devolverá un mal por otro mal realizado.
En el concepto de mérito resuenan ecos de la lógica del Talión, así como
resuenan ecos del régimen de recompensas presente en la práctica griega de los
certámenes. Aunque la palabra mérito es de origen latino, en el capítulo
dedicado a la genealogía del concepto de excelencia (areté) aparece el contraste entre la valorización griega de las
acciones que son fines en sí mismas y el imperativo de recompensa presente en
el contexto guerrero, en la práctica de los certámenes y en la caracterización
aristotélica de la figura del magnánimo.
Los griegos desconocían la palabra mérito, pero prefiguraron rasgos cardinales
de esta doctrina. El ideal moderno de que los puestos de poder deben ser
ocupados por las personas más meritorias –entendiendo por meritorio
fundamentalmente al quehacer vinculado con la tarea intelectual- se remonta por lo menos al esquema del
rey-filósofo presente en la República
de Platón.
El nacimiento del concepto de mérito es
inescindible del nacimiento del concepto de sujeto. Su condición de posibilidad
es el reconocimiento de virtudes individuales que si bien pueden ser suscitadas
por un dios, no dependen del linaje ni –al menos en forma declarada- de la
riqueza económica. Junto con el concepto de sujeto, cuya prehistoria se remonta
a la Grecia clásica, nace el ideal de
la excelencia (areté), según el cual
cada persona deberá ser capaz de alcanzar el dominio de sí misma en base a sus
propias destrezas y capacidades. El capítulo sobre la genealogía del concepto
de excelencia también hurga en el gusto griego por los concursos la prehistoria
del examen como método que generaliza el sistema educativo moderno. El espíritu
agonal de mostrar al propio yo en pugna permanente por revelarse superior a los
demás –un rasgo heredado del contexto guerrero- ha dejado profundas huellas en
la recontextualización capitalista de este mecanismo en la esfera del trabajo y
de la profesionalidad.
Aunque la palabra mérito no aparece en las
escrituras, la doctrina católica del mérito se nutre de ciertos pasajes
bíblicos y es confirmada por la iglesia en los siglos posteriores. En el
capítulo dedicado al examen como forma emblemática en que ha circulado el
conocimiento en Occidente, también se
da cuenta del rechazo protestante a la lógica del mérito. Basándose en la advertencia de que el concepto de mérito
no es bíblico, el protestante juzga que las buenas acciones no son la condición
de posibilidad para la bienaventuranza eterna sino el reconocimiento de una
salvación que Dios ha predeterminado incluso antes de la creación del universo.
Los
dos últimos capítulos están dedicados respectivamente al cuestionamiento que
hacen las vanguardias de entreguerras a los conceptos de talento y autor, y a
la discusión con Michael Walzer, el teórico contemporáneo que más a defendido
el proyecto meritocrático moderno como el sistema más justo para la
distribución de los puestos de trabajo.
Además
de rastrear algunos de los hitos de la evolución del concepto de mérito, este
escrito postula que los teóricos fundamentadores de la meritocracia no han sabido hacerse
cargo de los efectos que supone la exclusión de los considerados “menos
talentosos”. Los sistemas de selección no solo producen “elegidos”, es decir,
personas que –al menos declaradamente- ocuparán cargos de acuerdo a su
“mérito”. Su función productiva se extiende al innumerable conjunto de
excluidos que no han salido victoriosos en las así llamadas pruebas de
“capacidad”, o que ni siquiera han accedido a ellas.
La
polisemia de la palabra competencia,
que por un lado remite a la destreza y por el otro al antagonismo y al
certamen, da cuenta de la siguiente aporía: si por un lado la modernidad
entiende al mérito individual como una destreza que propugna la igualdad y el
progreso social en contraposición a la estructura jerárquica del medioevo, por
el otro la mera reducción de esta idea de igualdad al formalismo de la
"igualdad de oportunidades" articulará en torno al ideal del mérito
un antagonismo generador de nuevas
formas de exclusión y desigualdad.