Hoy en día
nadie puede llamarse escritor si no pone seriamente en duda su derecho a
serlo”. (Elías Canetti [1])
No sé por qué
escribimos, querido George,
y a veces me pregunto por qué más tarde publicamos lo escrito.
Es decir, lanzamos una botella al mar
que está repleto de basura y botellas con mensajes.
Nunca sabremos a quién ni adónde la arrojarán
las mareas.
Lo más probable es que sucumba en la tempestad
y el abismo en la arena del fondo que es la muerte.
Y sin embargo no es inútil esta mueca de náufrago.
Porque un domingo me llama usted de Estes Park, Colorado.
Me dice que ha leído lo que está en la botella
(a través de los mares: nuestras dos lenguas)
y quiere hacerme una entrevista.
¿Cómo explicarle que jamás he dado una entrevista
que mi ambición es ser leído y no “célebre”,
que importa el texto y no el autor del texto,
que descreo del circo literario?
Luego recibo un telegrama inmenso
(cuánto se habrá gastado usted, querido amigo,
al enviarlo).
No puedo contestarle ni dejarlo en silencio.
Y se me ocurren estos versos. No es un poema.
No aspira al privilegio de la poesía (no es voluntaria).
Y voy a usar, como hacían los antiguos,
el verso como instrumento de todo aquello (relato, carta, tratado, drama,
historia, manual agrícola)
que hoy decimos en prosa.
Para empezar a no responderle diré:
No tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas,
no me interesa el comentario, no me preocupa
(si alguno tengo) mi lugar en “la historia”.
Poesía no es signos negros en la página blanca.
Llamo poesía a ese lugar del encuentro
con la experiencia ajena.
El lector, la lectora harán (o no) el poema
que tan solo he esbozado.
No leemos a otros; nos leemos en ellos.
Me parece un milagro que alguien que desconozco
pueda verse en mi espejo.
Si hay un mérito en esto -dijo Pessoa- corresponde
a los versos, no al autor de los versos.
Si de
casualidad es un gran poeta
dejará tres o cuatro poemas válidos,
de fracasos y borradores.
Sus opiniones personales son de verdad muy poco
interesantes.
Extraño mundo el nuestro: cada vez
le interesan más los poetas,
la poesía dejó de ser la voz de su tribu,
aquel que habla por quienes no hablan.
Se ha vuelto nada más que entertainer.
Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica,
sus alianzas y
pleitos con los demás payasos del circo,
o el trapecista o el domador de elefantes,
tienen asegurado el amplio público a quien
ya no hace falta leer poemas.
Sigo pensando
que es otra cosa la poesía:
una forma de
amor que sólo existe en silencio,
en un pacto secreto de dos personas,
de dos desconocidos casi siempre.
Acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez
pensó hace medio siglo en editar una revista poética
que iba a llamarse Anonimato.
Anonimato publicaría poemas, no firmas:
estaría hecha de textos y no de autores.
Y yo quisiera como el poeta español
que la poesía fuese anónima ya que es colectiva
(a eso tienden
mis versos y mis versiones).
Posiblemente usted me dará la razón.
Usted que me ha leído y no me conoce.
No nos veremos nunca pero somos amigos.
Si le gustaron mis versos
¿Qué más da que sean míos/ de otros/ de nadie?
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
(Carta del escritor mexicano José Emilio Pacheco
al periodista
George Moore. 21 de mayo, 1983)
El talento y el autor: dos mitos modernos
El dadaísmo y el surrealismo no juzgan a la
figura del autor como una evidencia incuestionable; desreificar,
desustancializar esta función implicará revelar su carácter de práctica social.
El autor no remite a un fundamento originario sino al emergente de una trama de
discursos que circulan en la sociedad. No llegan a ser verdaderos surrealistas,
advierte Breton, quienes “no se resignan a ser meros orquestadores de una
maravillosa partitura”.[2]
El verdadero surrealista cree servir a una causa más noble que la de la
promoción de su propia persona. “Pueden
hablarme del talento de ese metro de platino –escribe Breton-, de aquel espejo,
de esta puerta, del cielo. Pero nosotros no tenemos talento”.
Los lazos de intersubjetividad irrumpen en
el sueño, un ámbito en el que se disuelve el dualismo sujeto-objeto: en el
sueño el creador y lo creado se confunden, el autor es el escenario, el actor y
el espectador. “Bello como el encuentro casual de una máquina de coser y un
paraguas en una mesa de operaciones”. La frase de Lautréamont citada por Max
Ernst revela que la imaginación ya no aparecerá en las antípodas del error sino
como una dimensión fundamental de la existencia. “Sueño, luego existo”, tal la
certeza surrealista, para la que la suma del tiempo soñado no es inferior a la
suma de los momentos de vigilia. “¿Cuándo habrá lógicos y filósofos
durmientes?”, pregunta Breton[3]
al proclamar que gracias a Freud la imaginación está a punto de recuperar sus
derechos:
“Si
las profundidades de nuestro espíritu cobijan fuerzas sorprendentes, capaces de
acrecentar las que existen en la superficie, o de luchar victoriosamente contra
ellas, habrá un justificado interés en captarlas, en captarlas primero para
someterlas después, si conviene, al control de la razón”.[4]
Aragon cuenta cómo durante la década del
´20, en plena eclosión del freudismo, en París se puso de moda contar sueños.
“Los jóvenes creían haber descubierto la poesía –señala Benjamin-, cuando en
realidad no hacían otra cosa que abolirla”.[5]
Aún resta escribir la historia de los sueños, una historia impersonal que, sin
negar aptitudes ni responsabilidades de sujetos empíricos, les sustraiga su
peso de fundamento originario. “El sueño afloja la individualidad como un
diente cariado”, había escrito Benjamin.[6]
Cuando esa historia esté escrita, todos tendremos talento, apunta Breton. Todos
o, lo que es equivalente, nadie.
Foucault señala que el autor ejerce cierto
papel respecto a un discurso: asegura una función clasificadora, excluyendo y
oponiendo los textos entre sí, filiándolos o autenticándolos para que su nombre
funcione como caracterización del modo de ser del discurso.[7]
El centro originario de expresión es complementado por un dispositivo de poder
formado por las únicas personas autorizadas a hablar en nombre del autor:
discípulos directos, viudas, los que tuvieron acceso a su intimidad, “una
verdadera policía del discurso académico” facultada además para asignar
derechos, becas, subsidios y viajes.[8]
“La moralidad no ha sido ordenada por una fuerza sobrenatural sino por el
cartel de los mercaderes de ideas y de los acaparadores universitarios –escribe
Tzara en el Manifiesto Dadá del ´18-;
yo proclamo la oposición de todas las facultades cósmicas a esta blenorragia de
un sol pútrido de las fábricas del pensamiento filosófico, la lucha encarnizada
con todos los medios del asco dadaísta”.[9]
No todos los discursos están dotados de la
función autor: una carta privada puede tener un destinatario o un remitente, no
un autor. Un padre o una madre no son “autores”. En la revelación de los
supuestos del arte burgués, en su crítica feroz a la industria cultural, el
dadaísmo denuncia los poderes que coadyuvan a la reificación y al fetichismo
generado en torno a la figura del autor, una construcción que muestra la
soledad descarnada del individuo moderno, la creación aislada de toda trama de
interlocución. La problematización de la figura reificada del autor es puesta
en evidencia por el dadaísta Picabia cuando acomete la ímproba tarea de atar a
un mono dentro de un marco vacío y exponerlo como “obra” suya[10],
o cuando Marcel Duchamp le agrega bigotes a la Gioconda y firma el cuadro como “obra” suya, así como firma un
portabotellas, una bicicleta sujeta a un taburete y a un tenedor, o el célebre
mingitorio presentado con el título de “Fuente” en el Salón de los
Independientes neoyorquino. En 1914 Man Ray expone un pequeño cuadro al óleo
que no contiene más que su nombre y la fecha.[11]
Los ready-made de Duchamp no son
promovidos al rango de “obra de arte” por sus valores inmantentes sino por una
función mediada por rasgos puntuales de legitimación: “inutilidad”, un centro
de exposiciones, una mirada “contemplativa”, la “marca de fábrica” del autor y
la expectativa de crítica y reconocimiento. Al proclamar la indiferenciación de
las “obras” de arte respecto a los objetos de la vida cotidiana, el ready-made postula el ideal supremo del
dadaísmo y del surrealismo: el rechazo del arte con mayúsculas y la fusión del
arte con el flujo de la vida, desprovisto ya de títulos nobiliarios y de
metáforas astronómicas.
Dadá no define a la poesía como un objeto que obra como medio de expresión
sino como una actividad que revela
una manera de ser y de vivir ocluida en nombre de los “valores eternos del
espíritu”. Recuperar una noción más abarcadora de poesía implica postular un
concepto de poesía que no excluya la acción y que no sea exclusivo patrimonio
de especialistas autodenominados “trabajadores del espíritu”.
Ser dueño de sí mismo implica ser creador.
Ni en la esfera de la producción ni en la de circulación y recepción el arte
será prerrogativa de élite. En la
primavera dadá de 1920 Max Ernst presenta un bloque de madera con un hacha y un
cartel que invita a los visitantes a utilizarlo en la demolición de una obra de
arte.[12]
Dadá manifiesta contra el arte de lujo, perfumado, contra el esnobismo y la
presunción.[13]
Los estudiantes del mayo francés retomaron
varios de los temas problematizados por las vanguardias: aspiraron a
desreificar la poesía y a considerarla una práctica, una manera de vivir, una
actividad del espíritu y no una manifestación secundaria de la inteligencia. Al
igual que las vanguardias, no proclamaron la uniformidad de preferencias,
disposiciones, necesidades y gustos sino el derecho a la individualidad y a la
diferencia.
No es posible comprender la dimensión del
fenómeno Dadá fuera del grito desgarrador que profiere ante la primera gran
crisis del progreso encarnada por la guerra del ´14. Dadá no es ajeno a la
crítica epocal a los valores iluministas, a los ideales de razón y progreso, a
la reificación del sujeto y a la instauración de un régimen de propiedad sobre
los textos. Su cuestionamiento radical de
las bases mismas de la civilización moderna, de su lógica y su lenguaje, de su división y organización
del trabajo, excede en mucho el marco de las consideraciones estéticas. El arte
no aparece como un islote de pureza preservado en el seno de un mundo en
degeneración. Benjamin encuentra en Breton la voluntad de romper con una praxis que expone al público el
resultado de una determinada forma de existencia, ocultando sus rasgos
constitutivos, un análisis análogo al que Marx había realizado en torno al
fetichismo de la mercancía. Paul Eluard también hace suya la idea marxiana de que la concentración del talento
artístico en unos pocos individuos y su asfixia en las grandes masas es
resultado de una división del trabajo que debe ser superada por una sociedad en
la que “no haya pintores sino, cuando mucho, hombres que, entre otras cosas,
pinten”.[14]
[1] Elías Canetti. La profesión de escritor. Fondo de Cultura Económica. México 1994 p.350
[2] André Breton. Los manifiestos del surrealismo. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires. 1965 p.42
[3] Ibid p.26
[4] Ibid p.26
[5] Walter Benjamin. Onirokitch. Suhrkamp. 1977. Traducción de Ricardo Ibarlucía publicada en Punto de vista Nro 47. Buenos Aires. 1993
[6] Walter Benjamin. Iluminaciones I . Taurus. Madrid. 1971. El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea p.45
[7] M. Foucault. ¿Qué es un autor? México. Universidad Autónoma de Tlaxcala. 1985 p.25
[8] Ibid p.11
[9] Tzara. Op. Cit p.22
[10] Mario de Micheli. Op. Cit p.19
[11] Wescher Op. Cit p.98
[12] H. Wescher. La historia del collage. Del cubismo a la actualidad. Gili. Barcelona. 1976. Programa Dadá p.100
[13] Ibid p.127
[14] Paul Eluard. Antología de escritos sobre arte. Proteo. Buenos aires. 1967. Tomo 1 p.91