Roxana Kreimer
Occidente consideró hegemónicamente a la esfera pasional como un ámbito
de perturbación que debería ser moderado para que el alma goce de mayor libertad
en su específica función racional. El proyecto ilustrado se inscribió en esta
línea de condena a las pasiones como
factores de pérdida temporal de la razón. El mundo "civilizado"
alcanzaría su mayoría de edad si la ética y la política eran delegadas por la
administración divina a una razón de conciencia clara y distinta que sería
capaz de discernir las acciones buenas de las malas, y a un contrato social que
dejaría atrás el estado de guerra permanente.
Desde los comienzos mismos
del proyecto moderno, a través de pensadores como Spinoza, del Sturm und Drang, del romanticismo y de
los movimientos de liberación sexual y política de los ´60, se produjo en forma
paralela una exaltación de las pasiones en desmedro de una razón a la que se
juzgó instrumental y calculadora. Esta segunda tendencia empezó a considerar
que las pasiones dan sabor a la existencia, a pesar de las incomodidades y de
los dolores que suscitan, contrastan con un modelo de vida en el que solo prima
el cálculo, el interés económico y la búsqueda de gloria.
Si, desde una perspectiva spinoziana y nietzschiana, consideramos a la
razón como un subproducto de la
pasión, podemos destacar numerosas pasiones fuertes encarnadas por el proyecto
racional moderno: la voluntad de cambio, de conocimiento, de libertad la
exaltación de la novedad, la política. Remo Bodei diferencia tres tipos de
pasiones típicamente modernas: las pasiones rojas, que suponen expectativas de
cambios profundos, amor a la posteridad, esperanza y sentido de solidaridad (su
modelo práctico más evidente es el de los procesos revolucionarios); las
pasiones negras, reaccionarias y conservadoras, vinculadas con el sentido de
autoridad y con la apología de la guerra como estado permanente de la
naturaleza (su modelo práctico más evidente es el fascismo); y las pasiones
grises, inspiradas en los ideales de la democracia liberal, asociadas con la
profesionalidad, la ganancia y el mundo de los negocios.[1] Son estas pasiones grises las que
Tocqueville encuentra en los Estados Unidos, un país cuya forma de vida a su
entender está destinada a propagarse en todo el planeta. Para Tocqueville el
norteamericano representa un nuevo régimen de pasiones en el que una permanente
insatisfacción busca sosiego en la adquisición de bienes materiales: más que un
aventurero, ve en el norteamericano a un hombre cuyo círculo de realidades no
va nunca más allá de la familia y de las amistades.[2]
Este trabajo se vale de la
taxonomía de las pasiones planteada por Bodei para analizar el modelo social y
cultural surgido con la generalización del uso del automóvil en todo el
planeta. Así como el modelo de
dominación inglés estuvo signado por la aparición del ferrocarril, el modelo de
dominación de los Estados Unidos acentuó el universo de pasiones grises a través
de la aparición del automóvil. Tras la Segunda Guerra Mundial, con la
afirmación de los Estados Unidos como potencia, en Occidente se generaliza el
uso del automóvil particular, que había sido inventado por el norteamericano
Henry Ford a fines del siglo XIX. La
importancia de la aparición de este medio de transporte excede en mucho el
contexto de la temática vial. Por un lado refleja rasgos emblemáticos de la
vida moderna, y por el otro genera cambios culturales en la vida social cuyo significado aún tratamos de comprender.
El Worldwatch Intitute de Washington revela que cada año mueren en el
mundo unas 250.000 personas por accidentes automovilísiticos. Si bien la cifra
supera las bajas de una guerra sangrienta, las víctimas aparecen
hegemónicamente como el precio necesario del progreso tecnológico. En este
sentido la consagración del automóvil como instrumento mitológico plantea la
cuestión de la pasión por el riesgo como fenómeno clave de la subjetividad
moderna: la doble dimensión que supone por un lado la búsqueda de un reaseguro
contra el riesgo a través de los sistemas expertos, y al mismo tiempo la
búsqueda de la novedad implícita en la fascinación por el riesgo, el vértigo y
la velocidad.
Este trabajo aborda el tema
de la pasión por la violencia -de la que la modernidad ha pretendido y no ha
logrado desprenderse- a partir de Crash,
la novela en la que Ballard vincula el atractivo por la velocidad y el riesgo
de accidente con la compulsiva fascinación que ejerce el sexo en la sociedad
contemporánea. Ballard afirma haber abordado la problemática del automóvil como
una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad contemporánea. El
cataclismo que cada año provoca cientos de miles de muertos por accidente
automovilístico constituye a su entender una expresión más de la explotación
mutua a la que se someten los individuos en el mundo moderno.[3]
La pornografía del accidente alterna con la del sexo, de modo que ambas
imágenes de piernas entremezcladas anticiparían el fin del mundo. Las heridas
aparecen como la clave de una nueva sexualidad que proviene de una
"tecnología perversa". "La destrucción de este coche y de sus
ocupantes -escribe Ballard- parecía autorizar la penetración sexual del cuerpo
de Vaughan; en ambos casos, se trataba de actos conceptualizados y despojados
de todo sentimiento".[4]
Ballard escribe su novela
tras la muerte de un amigo en un choque automovilístico. Como el protagonista
de la novela, su amigo había fantaseado muchas veces con morir atropellado por
un auto. En Crash Vaughan se excita
con la corriente de tránsito, con "esa elegante escultura moderna que es
la carretera de hormigón"[5], con los espectáculos de acrobacia
automovilística, con imágenes de chapas de capot abolladas, cromos retorcidos y
heridas múltiples de automovilistas agonizantes; se detiene junto a un
accidente para hacer el amor, imagina a
Elizabeth Taylor alcanzando el orgasmo mientras su útero es traspasado por el
pico heráldico de un Mercedes, y finalmente muere tras haber pasado la vida
cortejando a mujeres heridas en accidentes automovilísticos. Explora las
posibilidades de morir aplastado por un auto con la misma calma y ninuciosidad
con la que explora el cuerpo de una joven prostituta.[6] Las deformidades de las personas son
"como una poderosa metáfora que expresa las excitaciones de una violencia
nueva".[7] En los
hoteles no puede obtener ni siquiera una erección; el auto es una ineludible
condición de posibilidad de su vida sexual; allí, entre las apretadas hileras de tránsito, en medio de un público ciego,
seduce a la viuda del hombre al que mató en un accidente automovilístico, y
encuentra que el acoplamiento sexual con esta mujer es una situación propicia para recapitular la
muerte del marido.[8] Los
accidentes son capaces de ampliar los orificios eróticos al infinito. Aparecen
como una "violación" temida y al mismo tiempo deseada: "La
destrucción de este coche y de sus ocupantes parecía autorizar la penetración
sexual del cuerpo de Vaughan".[9]
Como las propagandas de autos, en donde la promoción del vehículo viene acompañada por la presencia obligada de una
"femme fatale", Crash consagra
la fusión de ambas fatalidades, llamando la atención sobre el común denominador
pasional de la violencia y el sexo mecánico y "tecnificado". Vaughan obtiene una erección cuando sus
manos rozan una cicatriz; el semen se derrama por las heridas e imagina el
cuerpo de su propia madre lastimado por una sucesión infinita de accidentes. Su
pasión por el sexo es la de la pura materialidad, es la pasión del Don Juan,
aquella que Stendhal opuso al cariz espiritual y sentimental que signa el
arquetipo romántico del Werther.[10]
En Crash el automóvil aparece desvinculado de su valor de uso y
asociado a un conjunto de valores propios del individuo moderno: el sujeto como
principio rector, la autonomía -cifrada en una morada individual excéntrica al
hogar-, la libertad, el ideal de desplazamiento sin fin. Entre el cuerpo de
Vaughan y el auto hay más intimidad que la que se puede lograr entre las
piernas de una mujer.[11]
En una roulotte muy promovida en Francia en 1926, Raimond Roussel muestra las hondas conexiones entre el automóvil
y la generalización de la vivienda individual como símbolo de la “búsqueda del
propio camino”: el vehículo tiene una cama doble, un salón con sillones, espejos
y una bañadera. La revista Touring Club
le dedica dos páginas el 13 de diciembre de aquel año, destacando los nexos del
auto privado con la vivienda individual: “París- Roma y regreso por Suiza y el
Monte-Cenis sin abandonar un solo día su propia morada, tal es el extraño
récord que acaba de establecer Raymond Roussel en su roulotte-automóvil, que
tiene un lujoso departamento con sala de baño...como vemos, el gran poeta de Locus Solus es tan innovador en el
dominio de la realidad, como en el del sueño”.
Por su relación con la esfera social, hogar
y automóvil participan del mismo ámbito de privacidad; su binomio opera en el
binomio trabajo-ocio articulando el conjunto de la cotidianeidad. A diferencia
de la vivienda individual, no obstante, la posesión del automóvil remite más
estrechamente a la esfera de la identidad, tal como ocurría con el caballo en
la figura medieval del caballero. La licencia de conducir aún hoy obra de hecho
en los países anglosajones como una carta de ciudadanía, ya que los documentos
de identidad en aquellos países son considerados como un atentado a las
libertades individuales.
Si bien el auto es para Vaughan el ámbito por excelencia de la intimidad
sexual, en cuestión de segundos puede convertirse en una cárcel o en un ataúd.
A veces se mueve en la cabina del coche como un animal enjaulado y la morada
íntima del placer se transforma en la antesala del infierno.[12]
Los accidentes ocasionados por el transporte automotor suponen para
Ballard la aparición de un nuevo tipo de violencia[13],
de un impulso pasional que se torna evidente no solo en la conjunción de sexo y
tecnología sino también en un voyeurismo que promueve su aceptación
generalizada:
"La enfermera venía a visitarme, y enjabonaba la mano en la
pastilla húmeda que había en mi armario. Luego me masturbaba mientras miraba
con ojos claros a través de las flores del ventanal, y sostenía en la mano
izquierda un cigarrillo de marca desconocida. Sin que yo sacara el tema, me
hablaba del choque y de los interrogatorios policiales. Describía los daños del
auto con la insistencia de un voyeur, casi irritándome con una entusiasta
descripción del radiador hundido y de la sangre esparcida en el capot".[14]
Crash remite al culto y a
la estetización de la muerte en el
espectáculo de la violencia, presente en las persecusiones y en los choques de
autos que los thrillers prodigan por
doquier, en las carreras de fórmula uno, en
juegos para niños como el de los "autitos chocadores", muy
comunes en los parques de diversiones, y en los videogames de carreras. Algunos
personajes de Crash ven espectáculos
de acrobacia de automóviles en los que una multitud de "aburridos"
observa la "reconstrucción de choques espectaculares".[15]
Vaughan no se explica cómo es que pagan para ver un espectáculo que se puede
ver gratis todos los días en la calle.
La pasión por la violencia mediática y
"espectacular" parece funcional a la consideración generalizada de
que en la modernidad la violencia es cada vez menos física, menos visible. Tal
el análisis de Foucault en Vigilar y
castigar. Del castigo público y físico, en el que el reo es ejecutado a la
vista de todo el pueblo, se pasa a un castigo que tiende a ocultarse -en este
caso en la "ilusoria" esfera mediática- y cuyo objeto manifiesto es
el alma.[16] Philippe
Aries se pregunta si la idea de que en el mundo contemporáneo los conflictos ya no se arreglan a golpes de
puño o espada no generó un grado superlativo de violencia, que consiste en
creer que la violencia ha desaparecido
por completo.[17] Mongin
señala entre las modernas formas de violencia pública y privada la proyección en las pantallas de las
violencias salvajes y arcaicas de las que nos creemos curados.[18]
Vivir en un mundo con semejante pathos
de violencia -escribe- nos insensibiliza cada vez más: "Basta recorrer una
arteria urbana o contemplar las imágenes que desfilan por las pantallas para
comprobarlo".[19]
Mongin encuentra que el individuo contemporáneo se protege de ese sublime
torbellino de imágenes mediáticas resguardado en el círculo familiar. Las
pasiones permanecen ocultas en un pequeño mundo, fascinadas por la muerte en
directo, y a veces resurgen a la esfera pública paroxísticas, dotadas de una
violencia explosiva. Mongin apunta tres movimientos del universo pasional: el
primero es el de las pasiones públicas, y pone el ejemplo del tráfico
automovilístico; el segundo es el de las pasiones aplacadas en el ámbito de la
familia; y el tercero es el resurgimiento público de las pasiones en el marco
de una "violencia infernal".
La publicidad de autos es pródiga en
imágenes de precipicios y desiertos. Mongin ve que las pasiones del individuo
contemporáneo encuentran en el desierto la metáfora que mejor las representa.
Asocia el desierto al mundo utópico que "evoca la rapidez y la trepidación
de las marchas de automóviles (publicitados por Mercedes y Daimler-Benz,
Citroen ZX rallye raid), a la sequedad y a la indiferencia de las máquinas que
no dejan otro rastro en la arena que los muertos o la marca de los neumáticos,
y a la chica del aviso imaginado para la publicidad de Peugeot acompañando esta
frase: ´¿Conoce usted una mejor manera de decir ´yo te amo´?[20]
En un caso como en el otro el desierto produce violencia; la travesía del vacío
fascina pero hiere brutalmente".[21]
El desierto geográfico, el gran desierto norteamericano, atravesado por
automóviles, barcos y barcazas modernas, aparece para Mongin como la
contrapartida del desierto psíquico, que expresa el solipsismo del
"Robinson": "¿Hay que sorprenderse entonces de que las publicidades
que remarcan las virtudes de la empresa privada privilegien las imágenes del
desierto?"[22]
Así como Jenófanes observa que los hombres
fetichizan algunos de sus rasgos y los convierten en dioses, el automóvil
encarna la hipóstasis de rasgos
fetichizados del modelo de individuo burgués, del Robinson que persigue su
interés individual y triunfa -como Odiseo en el análisis que efectúan Adorno y
Horkheimer[23]- a
condición de separarse de otros hombres que se le aparecen como enemigos o como
meros instrumentos para lograr sus propósitos. El modelo caótico del tránsito
contemporáneo (presente incluso en innumerables países en donde se respetan las
señales de tránsito) se asemeja sintomáticamente al modelo de "lucha de
todos contra todos" propio del mercado contemporáneo.
La pasión por la velocidad
Exaltada en los medios de formación de masas
y en el cine, articuladora del esquema espacio-temporal, del ideal de cambio
sin fin y del ideal de progreso, la velocidad aparece como una de las formas
más recurrentes en que la modernidad ha concebido la dimensión del tiempo.
La velocidad tiene como efecto, al integrar
el espacio-tiempo -esa materia que los físicos modernos se ingenian en fundir y
confundir-, la reducción del mundo a dos dimensiones, a una imagen que, de
acuerdo al análisis de Baudrillard[24],
implica paradójicamente cierta inmovilidad. "Más allá de cien kilómetros
por hora hay presunción de eternidad. Esta seguridad de un más allá o de un más
acá del mundo es el alimento de la euforia por el automóvil, que nada tiene de
cariz activo: es una satisfacción pasiva, pero cuya decoración cambia
continuamente". La paradoja de Zenon, la de la inmovilidad de un trayecto,
encontraría en el automóvil su articulación más certera. "El Tiempo y el
Espacio murieron ayer -escribe Marinetti en el Manifiesto del Futurismo[25]-.
Nosotros ya vivimos en lo absoluto, pues hemos creado ya la eterna velocidad
onmipresente". Adorada por el mundo moderno, la pasión por el cambio y por
su principio rector, la velocidad, parecen modelar cada dominio de la vida
humana.Velocidad y producción, rapidez y eficiencia se conjugan en un siglo
fascinado por el poder de la máquina.
Durante los dos últimos siglos la progresión
de la velocidad de los medios de
transporte llegó a niveles nunca antes alcanzados. Mientras Napoleón aún se
movía a la velocidad del César, el primer camino de diligencias entre París y
Marsella, que regularmente hacía más de 100 km por día, precedió en solo
setenta años al primer tren que hacía 100 km por hora en 1853. La aceleración
es la cara oculta de la riqueza y de la acumulación. Referida en el marco de la
revolución industrial a los trayectos que se desarrollan en el espacio, con el
advenimiento de la reciente revolución informática de las transmisiones parece
subvertir y anular por completo la dimensión espacio-temporal. Tal como señala
Paul Virilio, "cuando la geografía soportaba aún lo esencial de los
trayectos de la era de la revolución industrial de los transportes, la
aceleración progresiva de las velocidades relativas no escapaba a las
condiciones clásicas de "posición", de "localización" pero,
sobre todo, de "dirección" (vectorial) de los móviles.[26]
Por el contrario, con el reciente advenimiento de la revolución informática de
las transmisiones, la velocidad absoluta de la interacción a distancia exige
una "trayectografía" independiente del eje de referencia
gravitacional de la Tierra, para poder privilegiar la gestión del incesante feedback de los datos instantáneamente
emitidos y recibidos".
El cine es otra industria para la que el
fenómeno de la velocidad se revela como una de las piedras angulares de los
procesos de constitución de la subjetividad moderna. Es posible trazar un
paralelo entre el desarrollo del automóvil y
la revolución de las transmisiones en el siglo XX gracias a la
aplicación de propiedades de difusión instantánea de las ondas
electromagnéticas. La invención casi
simultánea del cine y del auto revela el nexo entre la velocidad de las
imágenes, la de la información y la de los transportes, que confluye en la
discontinuidad espacial y en la aceleración temporal que signa a la
tecnociencia moderna.
Crash
revela el exasperado exhibicionismo de
la violencia, la pasión, el culto y la
estetización de la muerte tal como la representaba Marinetti. La velocidad y el
riesgo de muerte violenta aparecen como una de las pocas pasiones posibles en
un mundo sin aventuras, dominado por el cálculo, el trabajo, el sentido del
deber, la vanidad individual y el creciente deseo de seguridad. Tal la bandera
de las pasiones en el mundo moderno: son gratuitas, rompen con la monotonía y
se oponen al mundo de los negocios, de los honores y del interés, al amor a la
seguridad, al utilitarismo, a una insatisfacción que pretende ser calmada con
la búsqueda obsesiva de bienes materiales, a la rutina ("Todas las páginas
de la vida de un ser frío y calculador son iguales", escribe Stendhal[27]),
a quienes solo palpitan por el honor o por el dinero.
El rasgo singular del automóvil es el de
haber sido creado de acuerdo con un modelo estrictamente necesario y racional que, sin embargo, es jaqueado sin cesar por el
incierto y contingente mundo de las
pasiones (la ligera distracción, el ensueño o la ebriedad del conductor). Así
es como los accidentes son inscriptos
en el registro del "desvío", y su única referencialidad es la de la justicia penal. El auto está al
servicio de un modelo de sujeto que presupone un conductor de conciencia
perfectamente racional, clara y distinta, plenamente libre y dueño de sus
representaciones, de sus actos, de sus horizontes de sentido y con una atención
infalible. Las muertes ocasionadas por las colisiones aparecen como
"accidentes" -aquello que no es sustancial a su funcionamiento-
funcionales al "precio inevitable" del progreso tecnológico.
Tras el aporte de las teorías críticas de la
concepción moderna del sujeto, que vuelven a colocar en escena lo irracional,
lo onírico, lo nocturno y lo imprevisto, debemos aceptar que tal individuo de
atención infalible, dueño y señor absoluto de sus representaciones (tal
conductor), no existe. La inmensa mayoría de las muertes suscitadas por el
transporte automotor no obedecen a la
indiferencia frente a las normas de tránsito sino a la negación de la esfera
pasional e irracional, a una concepción errónea de individuo/conductor que
subyace como presupuesto de la confianza que acredita este medio de transporte.
A partir de la filosofía aristotélica, consideramos que sustancia es aquello que resulta
necesario y accidente es aquello que
resulta relativo y contingente. Con
250.000 muertos anuales -cifra
que no tiene en cuenta los accidentados y mutilados que no han muerto-,
¿es posible hablar de accidentes, es
decir, de fenómenos relativos y contingentes en el ámbito del transporte
automotor?
El mundo moderno por un lado busca un reaseguro contra el riesgo en
sistemas como el de las licencias de conducir, en las normas de tránsito, en el
sistema de penalización por infracciones, y en el de cinturones y volantes "de seguridad", pero por el otro
lado, tal como revelan ostensiblemente Crash,
el futurismo y en particular los medios de formación de masas, expresa la
fascinación por el riesgo en la
exaltación de la velocidad y de la violencia, aporía que, tal como señaló
Marshall Berman, nos remonta a los pilares mismos del proyecto moderno.
"Ser modernos -escribe Berman- es encontrarnos en un medio ambiente que
nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros
mismos y del mundo, y que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos,
lo que sabemos, lo que somos".[28]
Instrumento burgués por excelencia -augura
racionalidad, libertad e ideales democráticos-, creado en nombre del cálculo
utilitario, que lo convertiría en un medio de transporte confiable, al servicio
de un conductor de conciencia clara y distinta, que jamás se distrae y goza en
todo momento de la plenitud de sus facultades, el auto recusa la "mano
invisible" de la racionalidad vial y se revela como el más irracional,
pasional y violento de los instrumentos generados por la tecnología moderna.
Así lo entendió el futurismo, que con su exaltación de la guerra, del
militarismo y del patriotismo, contribuyó a forjar la imaginería de movimientos
como el nazismo y el estalinismo, entendiendo
al automóvil y a la velocidad como emblemas de la violencia y de la
técnica modernas. En este contexto se produjo la estetización futurista y
mediática de la muerte y la erotización del automóvil como emblema de la
seducción científico-técnica. Escribe Marinetti: "La Muerte, domesticada,
se me adelantaba en cada curva para tenderme su garra con gracia y, de vez en
cuando, se echaba al suelo con un ruido de mandíbulas estridentes, lanzándome
desde cada charco miradas aterciopeladas y acariciadoras".[29]
En su adaptación de la novela de Ballard al
cine, Cronemberg subraya el cariz estético que parece adquirir el accidente en
la sociedad contemporánea, cuando un fotógrafo que acaba de presenciar un
accidente exclama: "¡Esto es una obra de arte! El accidente
automovilístico aparece como fuente inagotable de dicha y de placer estético.
Tras caer con el automóvil en una fosa -escribe Marinetti- "me alcé
-andrajo sucio y maloliente- por debajo del coche volcado, sentí a mi corazón
atravesado, deliciosamente, por el hierro ardiente de la alegría". La
máquina exaltada por el futurismo aparece humanizada. Por iniciativa de Fedele
Azari, nace la idea de una "Sociedad protectora de las máquinas" que
deberá funcionar de manera análoga a la "Sociedad protectora de
animales". La máquina prefigura un futuro de autómatas y se revela como un ente vital, inteligente, sensible,
solidario, superhumano: "Cada operador está enamorado de su propia máquina
-escribe-, y por lo tanto es inmensamente celoso de ella y reivindica el aprecio
sobre las de sus compañeros. Tal vez la máquina sea pronto nuestra única amante
deseable". Marinetti canta al automóvil ("A mon Pégase"): "Un automóvil rugiente que parece correr
sobre la metralla es más bello que la victoria de Samotracia".
También Vaughan encuentra que los pequeños
detalles de estilo en un automóvil tienen vida propia, una vida "tan
significativa como los miembros y los órganos de los seres humanos que conducen
estos vehículos".[30]
Un rasgo de esta antropomorfización es la designación con un mismo nombre
-cementerio- del lugar en donde yacen los autos y las personas que acabaron con
su ciclo vital.
Hay, no obstante, un personaje de Ballard que recupera su
capacidad de asombro frente al espectáculo de la violencia. Es Helen Remington,
que al ver a los autos destrozados no entiende cómo hay gente que se atreve a
conducir uno de esos vehículos.[31]
Incluso Vaughan sale un día del hospital y, cuando ve un embotellamiento,
piensa que todos los autos se han reunido con algún propósito determinado que
él no alcanza a comprender.[32]
En la comunión entre sexo y tecnología Crash revela dos pasiones privadas que,
transformadas en imperativos, conllevan serias perturbaciones para la vida
social. Aunque el imaginario que gira en torno al automóvil augura una de las
pocas aventuras posibles ante la declinación contemporánea de las pasiones
públicas, cristaliza y reifica ideales modernos que alguna vez pertenecieron a
esta esfera. El auto mata en nombre de la racionalidad, de la promesa de
libertad, del progreso y del arquetipo
del viajero como self made man
itinerante. Si bien, tal como señala Starobinsky[33],
en términos generales la interpretación
psicológica moderna borra lo trágico en favor de lo patológico -y, cabría
agregar, de lo penalizable-, el automóvil restituye la dimensión trágica y
sacrificial al considerarse que la muerte por accidente automovilístico es el
precio inevitable del progreso científico-técnico. El héroe de la tragedia es instrumento de un destino
impuesto por los dioses; del mismo modo "héroes" contemporáneos como
James Dean, Julio Sosa, la princesa Diana o Gilda son instrumentos de una
"fatalidad" impuesta por el desarrollo científico-técnico. El héroe
de la tragedia muere por no poder encarnar un destino individual: sus pasiones
obedecen a circunstancias relevantes de su propia vida. Al "héroe" contemporáneos la muerte
por accidente lo santifica y eterniza en la memoria colectiva. Si al conducir
su automóvil gozaba de la plena libertad que corresponde a un individuo racional,
una vez muerto tal libertad se revela como el espejismo de un destino social
ineludible. A nivel individual, el "buen conductor" recusaría el
accidente; a nivel social, en cambio,
las 250.000 muertes anuales por accidentes automovilísticos se revelarían como
"inevitables".
Pasiones negras y grises
Tal como se señaló en el comienzo de este
trabajo, las pasiones que despierta el automóvil en el mundo contemporáneo
(pasión por el cambio y la velocidad, por el ideal de desplazamiento y libertad
individual, por la violencia) pueden ser analizadas en el marco del esquema con
el que Remo Bodei analiza las pasiones modernas. Retomando la descripción
apuntada en el comienzo de este trabajo, Bodei identifica a las pasiones rojas
con los proyectos revolucionarios, que suponen expectativas de cambios profundos,
amor por la posteridad, solidaridad y esperanza. Las pasiones negras son
relacionadas con el pensamiento reaccionario y conservador, y en particular con
el fascismo, que se nutre de un conjunto de símbolos que inspiran emociones[34],
signos intimidatorios con exhibiciones de violencia asociadas con la autoridad,
con la condena de los valores individuales no regimentados por lo colectivo y
con la apología de la guerra como estado permanente de la naturaleza. Adoptado
como emblema por el futurismo, el auto también es identificado con una
blasonería signada por imágenes de potencia encarnadas por caballos, toros, panteras y leones. El
automóvil es un exponente de las pasiones negras en su permanente exaltación de
la violencia, y en la articulación de la lucha de todos contra todos encarnada
por el tráfico moderno como "estado permanente de la naturaleza".
Las pasiones negras se oponen a las pasiones
grises, con las que el automóvil también revelará tener innumerables rasgos en
común: se trata de las pasiones del individualismo y la democracia liberal,
"inspiradas en los sentimientos que descienden de los ideales de libertad
moderada, no fanática, no heroica, asociadas con el presente", con la
ganancia, los negocios y la profesionalidad. Las pasiones grises se multiplican
en los Estados Unidos -cuna del automóvil-,
están signadas en el análisis de Bodei por "mezquinas
ambiciones", y niegan la ética de los sacrificios en favor de hombres e
instituciones a los que no reconocen autoridad. En este contexto, el automóvil
tampoco mata en nombre de ideales colectivos sino de la propia individualidad.
Las pasiones grises exigen que se frenen las pasiones más encendidas en favor
del universo de los intereses y la rentabilidad. El auto es concebido hoy día
como un medio de transporte insustituible para el óptimo funcionamiento del
mercado. En las pasiones grises el coraje ya no es un instrumento para la
afirmación de la igualdad colectiva sino un factor de ascenso hacia los
peldaños más altos de la estima y el poder.
Llegar a destino con un automóvil a menudo supone maniobrar "con
coraje", un valor cuyo alcance culmina en el beneficio estrictamente
individual (gr. autós: sí mismo).
Por contraposición a las pasiones rojas, el
automóvil instaura un nuevo tipo de violencia que no es heroica sino banal,
anónima, democrática -mueren ricos y pobres por igual-, juvenilista -mueren
ancianos y niños en particular-, ejercida sobre uno mismo y sobre los demás en
nombre de la propia individualidad. Esto ocurre mientras el discurso
contractualista de un Estado que se pretende "mediador", legitimado
por oposición a un modelo regido por la violencia, sigue invocando la paz en
cruzadas contra la "inseguridad", y generando nuevas formas de
violencia económica, política y tecnológica. En este contexto se generan por un
lado modelos de reaseguro contra el riesgo -fundamentalmente a través de los
sistemas expertos, que son producto del desarrollo científico-técnico- y, por
el otro, mecanismos que suponen un culto y una estetización de la muerte que,
tal como pone en evidencia Crash,
hacen de la violencia y del riesgo una de las grandes pasiones modernas. Los
medios de formación de masas construyen y al mismo tiempo reflejan esta
fascinación por el riesgo y la violencia, del mismo modo que construyen y
reflejan la fascinación compulsiva por el sexo. Violencia y sexo parecen ser
las únicas aventuras posibles en las playas solitarias y en los desiertos
-imágenes contundentes del individualismo moderno-, allí donde la publicidad echa a rodar autos y parejas
de amantes.
El tránsito, tal como señala Ballard, es
la metáfora más certera de cómo nos explotamos unos a otros, de cómo el
"extraño" ya no es -como en las sociedades premodernas- el que viene
de afuera y resulta potencialmente sospechoso, sino el que circula a mi lado
cotidianamente.[35] Los
automóviles han contribuido decisivamente a que, por oposición a la ciudad
antigua, que era vista como lugar de encuentro, de orden y de realización de la
esencia racional humana, la ciudad
contemporánea, que durante siglos fue considerada como el ámbito por
excelencia de la civilización, sea identificada con el desorden y el
desencuentro. El éxito del coche privado revela una confianza ciega en la
racionalidad de los sistemas expertos: casi nadie piensa que puede morir por un
pedal que se presiona cinco segundos más tarde de lo esperado, por un semáforo
inadvertido o por una ligera distracción. Sin una considerable cuota de
confianza en la operatividad de este sistema, pocos se atreverían a salir a la
calle y a poner la propia vida en juego por una empresa tan banal como la del
transporte.
No es del todo imposible -aunque se lo
repruebe- comprender al que mata movido por el hambre o por una gran pasión.
Matar para desplazarse supone una dimensión trágica tan nimia y absurda como
matar para hablar por teléfono o para sonarse la nariz. Acaso la mentada banalidad del mal no sea otra cosa que
esto.
BIBLIOGRAFIA
Ansart, Pierre, Los
clínicos de las pasiones políticas. Nueva Visión, Madrid, 1995.
Ballard, J.G., Crash,
Minotauro, Buenos Aires, 1984.
Barthes, Roland, Mitologías,
Siglo XXI, México, 1999.
Beaudrillard, Jean, El
sistema de los objetos, Siglo XXI, 1987.
Beck, Ulrich, La
sociedad del riesgo, Paidós, Buenos Aires, 1999.
Bejar,
H., El ámbito íntimo, Privacidad,
individualismo y
modernidad,
Alianza, Madrid, 1988.
Bodei,
Remo, Geometría de las pasiones, FCE,
México, 1995.
Douglas, Mary, La
aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales, Paidós, Buenos Aires,
1999.
Frisby, David, Fragmentos
de la modernidad, Visor, Madrid, 1998.
Giddens y otros. Consecuencias
perversas de la modernidad, Paidós, Buenos Aires, 1997; Modernización reflexiva, Alianza,
Madrid, 1997.
Gorz, André . The social ideology of the motocar.
Cambridge University Press, 1999.
Heler, Mario, Individuos,
Persistencias de una idea moderna, Buenos Aires, Biblos, 2000.
Illich, Ivan: Energía
y equidad, Posada, Barcelona, 1978; Tools
for conviviality, Harper, New York, 1985.
Joseph, Isaac, El
transeúnte y el espacio urbano, Gedisa, Barcelona, 1988.
Monguin, Olivier, El
miedo al vacío, FCE, Buenos Aires, 1993.
Mumford, Lewis,
Perspectivas urbanas, Emecé, Buenos Aires,
1968; El mito de la máquina, Emecé, Buenos
Aires, 1969.
Renault,
Alain, La era del individuo, Destino,
Barcelona, 1993.
Stendhal,
Del amor, Rodolfo Alonso, Buenos
Aires, 1970.
Verdone,
Mario, El futurismo, Norma, Colombia,
1997
Virilio. Paul. El arte
del motor. Manantial. Buenos Aires. 1993; La velocidad de la liberación. Manantial. Buenos Aires. 1995; La inseguridad del territorio, La Marca,
Buenos Aires, 2000; El cibermundo, la
política de lo peor, Cátedra, Madrid, 1997; La Inercia Polar, Prometeo, Buenos Aires, 2000.
[1] Remo Bodei, Geometría de las pasiones, FCE, México, 1995, p.335.
[2] Ibid.
[3] J.G. Ballard, Crash, Minotauro, Buenos Aires, 1984, p.20
[4] Ibid, p.148
[5] Ibid, p.188
[6] Ibid, p.167
[7] Ibid, p.199
[8] Ibid, p.101
[9] Crash, p.148
[10] Stendhal, Del amor, Rodolfo Alonso Ed., Buenos Aires, 1970, p.67
[11] Ibid, p.68
[12] Ibid, p.216
[13] Ibid, p.199
[14] Ibid, p.57
[15] Ibid, p.101
[16] Michel Foucault, Surveiller et punir, Gallimard, Paris, 1992, p.56
[17] Citado por Olivier Mongin en El miedo al vacío, FCE, Buenos Aires, 1993, p. 68
[18] El miedo al vacío, p. 71
[19] Ibid, p.18
[20] Ibid, p.205
[21] Ibid, p.28
[22] Ibid, p.38
[23] Theodor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, Buenos Aires, 1969, p.73
[24] Jean Baudrillard, El sistema de los objetos, Siglo XXI, Buenos Aires, 1987, p.76
[25] Mario Verdone, El futurismo, Norma, Bogotá, 1987, p.23
[26] Paul Virilio, El arte del motor, Manantial, Buenos Aires, 1993, p.45
[27] Del amor, p.45
[28] Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI, 1995, p.14
[29] El futurismo, p.67
[30] Crash, p. 192
[31] Ibid, p.86
[32] Ibid, p.89
[33] Jean Starobinski, La possession démoniaque, Schapire, 1998, p.15
[34] Geometría de las pasiones, p.336
[35] George Simmel, Sociology, "The stranger", Cambridge University, 1996, p.42