LIBROS/CRITICA
Entrevistas y conversaciones
Primo Levi
Península, Barcelona.
Cuando se escriba una historia de los sueños no podrá omitirse el sueño del "relato que no es escuchado", aquel que con más tenacidad atormentó a los deportados en Auschwitz. Scherazade no hubiera sobrevivido en un campo de exterminio, donde a nadie le fue perdonada la vida a cambio de un buen relato. En el Lager quien se declaraba escritor o "filósofo" era abofetado de inmediato (práctica que no expresa contradicción alguna con la existencia de una biblioteca en el campo de Buchenbald). Tal vez para conjurar el sueño del relato que nadie quiere oir en boca de quien ha sido desposeído hasta del lenguaje, Primo Levi escribió Si esto es un hombre, el libro que bajo la apariencia de un testimonio de sus diez meses en Auschwitz, acaso sea una de las reflexiones más lucidas de cuantas se han formulado en torno a la condición humana. Sin la lectura previa de Si esto es un hombre, estas entrevistas que Levi realizó entre el 1961 y 1987 -año de su suicidio- no tienen mucho más significado que el de la mera contabilidad del horror.
En un reportaje realizado por la RAI en 1982, Levi revela que, lejos de enjaular al nazismo en el estante políticamente correcto de la "otredad", su propósito es el de estudiar qué elementos de aquella experiencia perviven en el mundo de hoy. No fue otra la reflexión implícita -y rebatida por muchos, incluso por Levi- en Si esto es un hombre: Auschwitz reflejó de manera exacerbada muchos de los razgos del capitalismo (la distinción entre hundidos-castigados y salvados-premiados, el individualismo del "sálvese quien pueda" llevado a su hipérbole más feroz, violencia industrial planificada por el Estado, opresión anónima, apología del trabajo y de la limpieza), referencia que de ninguna manera explica al nazismo exclusiva, mecánica y por cierto tranquilizadoramente en virtud de una única causa. Aunque en aquel primer libro Levi sostenía la conocida tesis de que Hitler logró desviar hacia los judíos la aversión del proletariado alemán por las clases que lo llevaron a la derrota, en estas entrevistas rechaza las "comparaciones rápidas" de los campos de exterminio con las fábricas, los hospitales psiquiátricos y las prisiones. Levi se muestra particularmente preocupado por cierta lectura maniqueísta de Si esto es un hombre según la cual la humanidad estaría dividida en dos: los verdugos (monstruosos) y las víctimas (inocentes). Salvo en el análisis del fenómeno carcelario, al mecanismo por el cual un oprimido a menudo puede convertirse en opresor raramente se le concede atención, afirma Levi, que se declara particularmente interesado en sacar a luz los eslabones por los cuales es posible llegar a la posición de Hoss, el introductor de las cámaras de gas. "Hoss no experimentaba placer en el exterminio", dice Levi, Hoss aseguró haber cumplido de manera eficaz con su deber: exterminar de manera rápida y "limpia" a 15.000 personas al día. La cruzada del deber, estandarte de la ética y de la cultura alemana, también explica para Levi porqué el nazismo es inimaginable en países en donde el sexto sentido del deber -¿aún?- no se ha desarrollado de esa manera.
Aunque contrario a la pena de muerte, Levi reconoce "no haberse ofendido" por las pocas condenas a muerte de Nuremberg. Apurado en numerosas oportunidades a pronunciarse sobre la posibilidad de perdón, responde que solo encuentra justo el perdón que se concede a quien se arrepiente a tiempo y da muestras inequívocas -en los hechos, y no en palabras- de no ser la misma persona de antes.
R.K.
LIBROS/CRITICA
El arte del insulto
Juan de Dios Luque, Antonio Pamies y Francisco José Manjón. Península. Barcelona. 1998
Sócrates jamás respondía a los insultos que le prodigaban por la calle quienes juzgaban que sus enseñanzas pervertían a los jóvenes de Atenas. Cuando le preguntaban por qué no se defendía, respondía impertérrito: "Es que no se aplica a mí". Sin exiliarse de la patria del agravio, la filosofía probablemente no hubiera nacido con la ilusión de que el diálogo -la dialéctica o arte de disputar- promoviera el entendimiento.
Tres linguistas españoles nos revelan en este libro una nueva disciplina, insospechada en la augusta esfera de los estudios semánticos: la insultología, desarrollada en España y en otros países europeos, encuentra en el acervo de improperios un decálogo ingenuo y directo de los juicios y prejuicios que signan a una cultura. El insulto es entendido como constancia de la victoria (los romanos hacían desfilar a un prisionero llamado insultador), como medio de resistencia al poder (desenmascara supuestas "buenas intenciones", ejerce una función liberadora, higiénica y lúdica), como fruto prohibido (en la URSS se lo expurgó del diccionario por considerárselo "científicamente inaceptable") y hasta como elogio o gesto cariñoso.
Son parcas en insultos las sociedades que, como Japón, lavan con sangre las afrentas recibidas. En Occidente, por el contrario, existen de a miles y se prodigan con el fin de refrenar la violencia física. Si bien el libro no avanza en este sentido, Occidente predica tanto amor por la palabra y el conocimiento que el insulto acaso ejerza un efecto no muy diverso al del sable clavado por el samurai en el pecho del contendiente.
Valery calificó al insulto como una marca de impotencia y cobardía, sucedánea al asesinato. Es esta perspectiva crítica la que se extraña en un libro menos ensayístico que académico, más preocupado por desplegar el acervo léxico del improperio español que por reflexionar sobre sus condiciones de producción. Quizá el agravio solo se justifique ante la imposibilidad de un diálogo efectivo (por ejemplo si un conductor estuvo a punto de rendirnos bajo sus ruedas). Quizás solo la expresión oportuna justifique esta contracara de la queja, pieza clave en el rito de una violencia que consiste en "ampliar" las palabras (de ahí el concepto de "palabrota"), ocluyéndolas con puntos suspensivos (en los medios de difusión) y con la lisa y llana reprobación ética que de niños nos impulsaba a buscar con fruición las "malas" palabras en el diccionario.
R.K.
LIBROS/CRITICA
El mito del héroe. Morfología y semántica de la figura heroica.
Hugo Francisco Bauzá.
Fondo de Cultura Económica.
La figura del héroe rebasa la mitología y adquiere figuras diversas en la historia del pensamiento: el caballero, el philosophe del siglo XVIII, el genio, el cantante, el actor y el deportista darían cuenta para Hugo Bauzá de la eterna y universal voluntad humana de adoración. En El mito del héroe se postula un canon según el cual el héroe se caracterizaría por su empeño en cambiar el mundo y en traspasar el umbral de lo prohibido. Mitad hombre y mitad dios, el héroe sería valorado fundamentalmente por el móvil ético de su acción, por su estirpe solidaria y por su pertinaz defensa de la justicia social.
Para que perviva en la imagen popular, es preciso que el héroe muera prematuramente, de la manera más trágica y dolorosa posible. El martirio de Jesús habría servido de modelo para la heroificación de personas tan disímiles como Juana de Arco, Gardel, el "Che" Guevara y la cantante de cumbias Gilda. La gloria del héroe no admite el ocaso y por ello desafía hasta la mismísima muerte.
A los capítulos consagrados a figuras heroicas antiguas le sucede uno dedicado a la aplicación del psicoanálisis al estudio de la figura del héroe, tarea que lleva a cabo Otto Rank, un discípulo de Freud que afirma que lo característico del héroe es triunfar sobre todos los obstáculos, anestesiando el "fracaso" de quienes se inclinan ante sus hazañas. Independientemente de la emulación que lleva a cabo el psicoanálisis de los valores individuales de "realización" personal más allá de toda perspectiva de reflexión vinculada con el conjunto social -error que por cierto Freud no cometió-, el estudio de Rank es valioso en su analogía de la relación entre el héroe y el admirador y el conflicto entre padres e hijos en el ámbito de lo que Freud denominó "Novela familiar del neurótico".
El peligro de postular la existencia de una figura heroica trascendental -es decir, que vaya más allá de las diversas peculiaridades culturales- es que este análisis no permite dar cuenta de las sustanciales variaciones que sufre la figura del héroe a lo largo de la historia: no es analogable la muerte de quien sacrifica su vida por algo que entiende más importante que su propia persona con la de quien por obra del azar (o de la tecnocracia moderna) muere en un accidente de tránsito. Entre Juana de Arco y Natalia Oreiro, entre Jesús y Gilda, entre Lennon y el empresario Soros debe haber más diferencias que las que las referidas al empequeñecimiento de los grandes ideales y a la retracción de los proyectos colectivos.
El mito del héroe tampoco da cuenta de la concepción según la cual habría menos personas heroicas que actos heroicos (un ejemplo de esta crítica aparece en la película de Stephen Frears Héroe por accidente). No obstante, el pormenorizado análisis de Bauzá registra ciertas distinciones pasibles de ser formuladas entre las figuras heroicas: por ejemplo, la del chamán americano que no adquiere más poder sobre sus congéneres que el que supone "ampliar la visión del mundo al haber visitado antes el lugar en donde uno no estuvo y contar cómo es". Nada más lejos de cierta figura heroica contemporánea que acumula capital económico y simbólico mientras cuenta en las revistas cómo es ese lugar adonde solo él y unos pocos más podrán "llegar".
R.K.
LIBROS/CRITICA
El cibermundo, la política de lo peor.
Paul Virilio
Cátedra, Barcelona, 1999.
Virilio cifra un punto crucial de la aceleración moderna del tiempo en la irrupción decimonónica del ferrocarril. La velocidad fue concebida entonces como una instancia redentora que permitiría amar y estrechar lo que está lejos. Cada progreso en la velocidad implicaría un paso a favor de la democracia. El siglo XX sufrió los estragos del progreso en las catástrofes paradigmáticas de Auschwitz e Hiroshima, y a través de la cibernética produjo una segunda revolución cuyos peligros políticos, culturales y éticos apenas alcanzamos a vislumbrar.
La progresiva aceleración del mundo confirma lisa y llanamente para Virilio la disolución de la política. La ciudad virtual convive en buena medida porque todos miran al mismo tiempo un partido de fútbol o el noticiero de la televisión. En la línea de Guy Debord, Virilio afirma que el espacio público ha cedido definitivamente su lugar a la imagen pública. Al perder la ciudad, sede tradicional de la política, "lo perdemos todo". Sin negar los beneficios que aportan las nuevas tecnologías informáticas, Virilio destaca la tendencia a la desintegración de la comunidad de los presentes en beneficio de la de los ausentes abonados a Internet o a los multimedia.
La vida "virtual" ha ganado los tres atributos de lo divino: la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez. A la distancia es posible comunicarse, trabajar, comprar, amar y vigilar (la televigilancia reemplaza a la ventana sin horadar el muro). La presión de la ciudad, la rapidez de los cambios, el estrés y la sed de novedades hace que en cinco años una pareja moderna viva cincuenta de los de una pareja de antaño. Al haber reducido cincuenta años a cinco, señala Virilio, ya no soportan vivir juntos y marchan tras "la novedad más nueva y veloz".
Sin estar seguros de haber agotado el potencial emancipador del movimiento de liberación sexual de los sesenta, Virilio habla no obstante de la urgente necesidad de establecer núcleos de amparo y resistencia allí donde todo lo sólido se desvanece en el aire: disueltos los lazos comunitarios, la separación de una pareja a menudo supone la disolución de todo lazo firme de comunión con el prójimo. Virilio, que de conservador tiene poco y nada, propone sorpresivamente "recuperar al otro para no perderlo, es decir, rechazar el divorcio", ya que si nuestras sociedades continúan encaminándose hacia una individualidad solitaria a través de la pareja separada y de la familia monoparental, no habrá núcleo de resistencia posible.
Como antídoto de la revolución informática, Virilio propugna la salvación de Esopo, para quien la lengua era el mejor y el peor de los dones humanos. La paradoja de Esopo se instala en el corazón mismo de la revolución informática. Como la primera manera de amarse es la palabra y esta necesidad social está amenazada por las tecnologías informáticas, Virilio avizora una solución en la recuperación de la lengua y del antiguo arte de la conversación.
Virilio se nutre implícitamente de los análisis de Benjamin en torno al fascismo de las nuevas tecnologías y del análisis de Heidegger en torno a la consideración del mundo moderno como objeto e imagen (tele-imagen) de apropiación. Sus reflexiones son más que oportunas en tiempos en que las nuevas tecnologías propician un optimismo desmesurado.
R.K.
LIBROS/CRITICA
Vindicación del ciudadano
Carlos Thiebaut
Paidós. Barcelona. 1998
El debate que sostienen en el mundo anglosajón liberales y comunitaristas (a buen entendedor: liberales a la page) reproduce con gran fidelidad las críticas que durante el siglo XIX Hegel formuló a Kant y, en líneas generales, al liberalismo clásico. Los actores cambian. Los argumentos practicamente son los mismos. Kant y la modernidad liberal que nace de la Ilustración subrayaron los límites de la esfera pública frente a la diversidad de valores individuales, y postularon un estado que, imparcial frente a las diversas concepciones del bien, garantizara las ideas "universales" de justicia, igualdad, y libertad. Hegel, por el contrario, antepuso los derechos comunitarios a los individuales. Traducido a la práctica política, el primer modelo conduce a un estado light (el "juez imparcial" del que hablaba Locke) y el segundo a nuestro lejano recuerdo del "estado benefactor".
Vindicación del ciudadano da cuenta de una polémica en la que el nombre de Kant puede ser reemplazado por el de Rawls y el de Hegel por el de Taylor, Walzer y otros autores comunitaristas. Si los primeros acentúan el cosmopolitismo y la imagen de un átomo desviculado de sus lazos comunitarios (el Robinson que decide todo por sí mismo y no le debe nada a nadie), los segundos coquetean con el nacionalismo y, sin renunciar al moderno concepto de individuo, recuerdan que el yo se constituye en un marco de intersubjetividad en el que los actos y las "obras" son deudores de una tradición, de una familia y -preferentemente- de una propiedad.
Thibaut se declara liberal, comparte buena parte de los argumentos de Rawls y afirma, a diferencia del comunitarismo, que el yo moderno supone la convivencia simultánea de las éticas pública y privada. Disolver al individuo en la comunidad, advierte, valiéndose de los mismos argumentos que Kant utilizó dos siglos atrás, implica renunciar al principio de libertad (En Estados Unidos, escribe, confundir la ética individual con la comunitaria significaría hacerse cargo de la "barbarie estatal" de la pena de muerte).
Aunque pudiera suponerse que los teóricos neoliberales no hacen más que cantar loas al "fin de la historia", ni en el siglo pasado ni en éste se han conformado con los sopapos que no cesa de suministrar la mano invisible de la economía política. ¿Cómo evitar la miseria que produce el libre juego del mercado? Tal la preocupación de Hegel, tal la preocupación del Charles Taylor, el más recomendable de los autores comunitaristas (interlocutor de Thiebaut en este debate). Taylor subraya tres malestares de la cultura moderna: el producido por la razón instrumental ("Ya no quedan más razones para vivir que la lucha por el lastimoso bienestar", escribe), el despotismo blando de la burocracia, por el cual el individuo queda sometido a las decisiones de los demás, y un individualismo que persigue la autorealización como mero ejercicio narcisista. Tras un análisis en el que luce junto a la compañía crítica de Adorno y Weber, Taylor encuentra la misma valla que encontró Hegel hace más de dos siglos: la pretensión de subordinar la economía a la política fracasa en su devota rehabilitación de los pilares de la economía liberal. Comparado con Taylor, no obstante, Thiebaut no hace más que refrendar los argumentos liberal-conservadores más o menos habituales.
R.K.
LIBROS/CRITICA
Mujeres del siglo XII. Volumen III
Mujeres en la ciudad
de Georges Duny y Michelle Perrot respectivame
Editorial Andrés Bello
Un fantasma recorre con particular tenacidad el mundo moderno: el fantasma del ocio. En su afán por rehabilitar lo que la antiguedad y el mandato bíblico habían maldecido, la modernidad dignifica el trabajo como principal facultad humana de autocreación. Durante más de cuatro siglos, hasta la irrupción de la sociedad industrial, el trabajo fue considerado cosa de hombres. A la mujer le correspondía la esfera privada y al hombre el espacio público. Hasta Marx, que abogó por la igualdad de los sexos en la esfera pública, utilizó en el primer libro de El Capital la célebre metáfora según la cual el trabajo es el padre (es decir, un hombre) y la tierra (la materia pasiva a ser explotada por el hombre), la madre (es decir, una mujer). El libro de Duby, que indaga cómo se representaban los sacerdotes del siglo XII a las mujeres, revela con gran nitidez el modo en que los hombres han sido vinculados con el trabajo y con la razón, mientras que a las mujeres les ha sido asignado el ocio y la pasión, dos fantasmas que la razón occidental procuró conjurar en vano desde la Edad Media. El monje medieval juzga que l ocio de la cortesana medieval es una ocasión para que el pecado se propague como "semilla de guerra". Para desbrozar el fantasma del ocio -condición de posibilidad para la reivindicación posterior del trabajo que hará la modernidad-, el prelado practica la forma emblemática de la sexualidad occidental: el sexo oral, es decir, la minuciosa filigrama del interrogatorio confesional. "¿Has fornicado con tu hijo, quiero decir, lo has colocado sobre tu sexo e imitado de este modo la fornicación? ¿Has fornicado con algún adminículo artificial junto a otras mujeres? ¿O lo utilizaste para fornicar contigo misma? ¿Te has ofrecido a un animal?"
Mujeres en la ciudad, un libro en el que Michelle Perrot responde a las preguntas del historiador Jean Lebrun, coincide en destacar que al haberse mantenido al margen del mundo del trabajo de las clases hegemónicas -al menos el del trabajo reconocido como tal-, la mujer, "atacada" por el ocio, también ha sido sustraída del espacio público de la ciudad. Ser un hombre público no es tan honorable como ser una mujer pública.
Entre los lugares en los que las mujeres desarrollaron su sociabilidad, Perrot destaca las iglesias, los lavaderos -para las clases subalternas-, los mercados y las grandes tiendas, donde la mujer del siglo XIX muy a menudo se sirve de la mercancía deseada omitiendo el engorroso trámite de pasar por la caja ("El robo en las grandes tiendas es la principal forma de delincuencia del siglo pasado", informa Perrot). Conminada a ser bella -primer mandato para la inserción de la mujer en el espacio público-, la mujer del siglo pasado es instruida para caminar pausadamente del lado de la vereda, no elevar la voz ni los ojos, ya que podrían cruzarse con la mirada o con el oído masculino. Mentor de la decena de volúmenes sobre la Historia de la vida privada, Duby comparte con Perrot -con quien codirigió la Historia de las mujeres- una línea de investigación que no reduce la historia a un conjunto de acontecimientos político-militares sino que, por el contrario, hurga en las formas en que se constituyen las mentalidades hegemónicas occidentales en Francia, allí donde una sociedad militar inventó el ritual de "cortejar" a las mujeres en lugar de someterlas por la fuerza. Que nuestras representaciones sobre el amor se hayan forjado a imagen y semejanza de la guerra -de la "conquista"- forma parte de otra historia que Duby abordó en su libro de 1988, El amor en la Edad Media y otros ensayos.
El libro de Perrot, impreso en papel ilustración, desborda en esmeradas ilustraciones color, una tipografía de generoso tamaño y una fragancia (sic) a la que solo nos tienen acostumbrados los libros de comienzos de siglo.
R.K.
LIBROS/CRITICA
Historia del pecho.
Marilyn Yalom (autora de La revolución francesa en la memoria de las mujeres y Maternidad y mortalidad en los escritos sobre la locura). Tusquets.
El libro plantea básicamente tres vectores a partir de los cuales se ha representado al pecho femenino en Occidente, casi siempre desde una perspectiva masculina. El pecho-nutritivo, maternal, ha convivido en permanente tensión con el pecho-erótico y -más recientemente- con el pecho-patológico (el cáncer de mama sigue siendo una de las principales causas de muerte entre las mujeres). El pecho-nutritivo, sinónimo de abundancia, fue venerado como símbolo de la supervivencia del pueblo judío, y devino "nutrición espiritual" en la tradición cristiana. Convertido en pecho-estatal por la Revolución Francesa, cuando la madre que amamanta fue identificada con la "ciudadanía responsable" por oposición a la nodriza a la que recurría la aristocracia, la Ilustración representó sus ideales igualitarios con la imagen "nutritiva" de una mujer que ofrenda sus múltiples senos a todos los ciudadanos. En esa misma operación que lanzaba a las mujeres al primer plano -simbólico- de la escena pública, se les sustraía toda posibilidad de participación en los derechos civiles.
La representación del pecho-erótico encontró un punto de inflexión cuando los cuadros del siglo XIV, que muestran a la vírgen amamantando a su hijo, se enfrentaron con una nueva imagen del pecho femenino, predominantemente sexual, cuyo significado, característico del proceso de secularización iniciado en la modernidad, llegaría a eclipsar la representación sagrada y maternal. Si bien Dante, en las vísperas de la modernidad, no verfisicó a una Beatriz pechugona, las florentinas -censuradas por el poeta- estuvieron dispuestas a respirar con dificultad gracias a los corsés que florecían ampulosamente en sus escotes. La tradición haría escuela, ya que el modelo predominante de la segunda mitad del siglo XX, afirma Yalom, adoptó la forma de un cuerpo flaco con pechos prominentes, de modo que, aún al precio de la bulimia y la anorexia, las mujeres azotan sus cuerpos con severas dietas, gastan sumas asombrosas en los llamados "corpiños de ostentación" y hasta llegan a "cortajear" su cuerpo en el quirófano para aumentar la mitad superior de su cuerpo y reducir la inferior. A excepción del "look muchachito" de los ’20 y de la aplanada de los ’70 al amparo del modelo de Twiggy, el siglo XX lanzó sus proyectiles eróticos hasta redondearlos en el descomunal pecho-Zeppelin que prentende aplastar a Woody Alen en "Todo lo que usted siempre quizo saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar".
Implícitamente el libro de Yalom se inserta en el registro de lectura foucaultiano según el cual Occidente, lejos de negar al cuerpo en favor del alma, ha ejercido sobre él un poder constante, haciendo creer que todo placer reside, al menos secretamente, en el sexo. Sin embargo, es posible resistir al "fascismo del cuerpo": la quema de corpiños de los años 60 fue la punta de lanza para cuestionar el poder omnímodo de la moda y la medicina.
R. K.
LIBROS/CRITICA
Hijos de la libertad.
Ulrich Beck
Fondo de Cultura Economica
El sociólogo alemán Ulrich Beck es uno de los teóricos que más contribuyó a instalar la temática del riesgo en el ámbito de las ciencias sociales europeas. ¿Cómo define Beck la sociedad del riesgo? A su entender este concepto signa los comienzos de la modernidad desde la empresa misma de los arriesgados navegantes europeos que llegaron a América. El neoliberalismo globalizado tornaría más pronunciada esta presencia –e incluso esta valoración- del riesgo: ya no se conserva un mismo oficio a lo largo de toda la vida y por tanto las jubilaciones son asignadas a un número cada vez más reducido de personas, se produce un desplazamiento del matrimonio como institución al matrimonio como relación, se pierde la confianza en que los organismos económicos y políticos del mundo industrializado estén en condiciones de contener y controlar las consecuencias amenazadoras que engendran, la propiedad privada busca reaseguro en los cerrojos, en las alarmas automáticas, en los gases paralizantes y en los cercos electrónicos.
Beck llama "hijos de la libertad" a quienes nacieron en la década del sesenta bajo un ideal de riesgo que todavía comprometía reclamos de emancipación social y política. A través de once ensayos prologados por Beck y escritos por diversos cientistas sociales europeos, este libro traza un cuadro de algunas de las problemáticas medulares que plantea el capitalismo tardío alrededor del tema del riesgo. A las afirmaciones en las que Beck caracteriza a la contemporaneidad como una época menos signada por la industria que por el desarrollo del área de servicios, en las que sugiere que el concepto de clase social sea reemplazado por otros que den cuenta de "formas más individualizadas de desigualdad", y en las que afirma que la tradicional dicotomía izquierda-derecha, nacida con la Revolución Francesa, habría perdido buena parte de su sentido, el sociólogo francés Pierre Bourdieu respondió que basta sobrevolar con un helicóptero los barrios más carenciados de todo el continente americano para comprobar que las clases sociales no han desaparecido y que el tandem izquierda-derecha aún es una herramienta teórica válida para explicar la exclusión social.
No menos críticas han suscitado otros capítulos de este libro que aspira a comprender a la sociedad contemporánea en relación a los cambios que se observan en la generación de quienes hoy merodean los cuarenta años. "La ropa sucia", el artículo de Jean-Claude Kaufman, aborda el trabajo doméstico como uno de los ejes problemáticos de la división sexual del trabajo. "Hijos de la libertad. ¿Surge una nueva ética de la responsabilidad individual y social?", de Helen Wilkinson, trata sobre las consecuencias indeseadas de los discursos de emancipación de los ´60; "La escuela bajo el signo de la individualización", de Michel Brater, plantea cómo la educación debe adoptar nuevos paradigmas en tiempos en que la juventud ya no es más un período transitorio entre los mundos relativamente claros y sólidos de la niñez y la edad adulta.
Aún cuando se cuestionen las herramientas teóricas implícitas en algunos de los ensayos de este libro, se trata de una referencia de gran utilidad para contraponer la seguridad que auguran los sistemas expertos –la medicina, la tecnología digital, el desarrollo de los medios de transporte- a una sociedad del riesgo que desde hace poco más de cincuenta años compromete la supervivencia misma del planeta.
R.K.
LIBROS/CRITICA
La Globalización Imaginada
Néstor García Canclini. Paidós.
Desde hace dos décadas, a partir de la caída de los dos bloques geopolíticos rivales que se repartían el mundo, la globalización aparece narrada como el destino ineludible del planeta civilizado. Empresarios y políticos entienden a la globalización como la convergencia de la humanidad hacia un futuro solidario e integrado. Quien cuestione los beneficios de la globalización será acusado de añorar las peores lacras que precedieron a la caída del muro. Néstor García Canclini, especialista en estudios culturales y autor de libros como Las culturas populares en el capitalismo y Culturas híbridas, descree de tal utopía y llama la atención sobre la falsedad del dilema que afirma que, si no se quiere retornar a los tiempos que antecedieron a la caída del muro, el capitalismo queda en evidencia como el único modelo posible de interacción entre los hombres, articulado en su inevitable "etapa superior" globalizada.
Aunque los himnos celebratorios ocupen a unos cuantos economistas y a unos cuantos políticos, en La globalización imaginada se advierte que la crisis rusa de 1994, la del sudeste asiático en 1997 y la de Brasil en 1998 generan dudas sobre la consistencia y los beneficios de este proceso.
Canclini caracteriza a la globalización por el paso de una economía de producción a una de especulación, por el desmantelamiento de la industria y de los empleos, el aumento de los delitos contra la propiedad, las migraciones masivas y el vaciamiento de poder de los gobiernos nacionales en favor de las decisiones que se adoptan básicamente en países extranjeros. En la aldea global los políticos no entienden bien cómo se está reestructurando el mundo del trabajo cuando los aparatos nacionales que disputan controlan cada vez menos esferas del universo social. Tampoco entienden cómo es posible pensar una nación que en gran medida está en otra parte (una quinta parte de los mexicanos y una cuarta parte de los cubanos viven actualmente en los Estados Unidos; Buenos Aires es la tercera urbe boliviana del mundo).
El proceso de globalización, afirma Canclini, es particularmente visible en el universo audiovisual (música, cine, televisión, internet), donde unas pocas empresas manejan el universo cultural de buena parte del planeta. Sin embargo, frente a la difundida idea de que la riqueza cultural será ahogada por los Mc Donald´s, los Kentucky Fried Chichen, el rock, el rap y el sueño dorado de Hollywood, Canclini descree que la globalización pueda producir una completa homogeneización de bienes y valores: como el mercado de nutre de la diversidad, no es fácil que se anulen las heterogéneas formas de comer, de vestirse y razonar. La celebración del tango, del reggae y de las salchichas bárbaras estarían al servicio del orden global.
Canclini es uno de los pocos escritores del llamado "posmodernismo" que, al igual que el norteamericano Fredric Jameson y el mexicano Samuel Arriarán, formula una crítica radical al proceso de globalización, sin fortalecer la apología del narcisismo de quienes, como Gianni Vattimo o Gilles Lipovetsky, rehúyen el compromiso de la acción colectiva. Aunque rechaza las verdades universales que se pretendió aplicar a geografías y tiempos disímiles, verdades que fundamentaron "grandes relatos" como el liberalismo y el marxismo, no renuncia a la política ni a la posibilidad de plantear nuevas formas de racionalidad interculturalmente compartidas. La globalización imaginada es una buena ocasión para encarar este desafío que a su entender debe exceder los lobbies empresariales para insertarse en una esfera pública donde se vaya construyendo una ciudadanía mundial.
R.K.
LIBROS/CRITICA
El quinteto de Cambridge
John Casti. Taurus
¿Qué tenemos de especial los seres humanos? Aristóteles respondió: nuestra racionalidad, un atributo que nos ubica "por encima" de los animales. Ya en era moderna, Hegel hizo suya esta afirmación, pero agregó: la esencia humana es el trabajo (Aristóteles jamás hubiera suscripto esta tesis, ya que para él el trabajo era propio de esclavos, y el esclavo no era humano sino apenas "un brazo del amo"). Según cómo se responda a esta pregunta, se responderá también a esta otra: ¿hasta qué punto podrán las máquinas sustituir a las personas? John Casti imaginó una cena en la que Alan Turing, el matemático que inventó la computadora tras descifrar algunos códigos secretos de Hitler, los físicos Erwin Schodinger y Charles Snow, el filósofo Ludwig Wittgenstein y el genetista John Haldane insisten en preguntarse qué tienen de especial los seres humanos. Pero no bien se avanza en la lectura del libro la pregunta original deviene sinónimo de esta otra: ¿podrá algún día una máquina pensar realmente como un ser humano?
En el desplazamiento de una pregunta a otra Casti suscribe implícitamente la consideración aristotélica de que pensar es lo propio de los seres humanos. El tipo de razón a la que alude, no obstante, difiere de la de Aristóteles en que aparece asociada exclusivamente al cálculo y a la cuantificación numérica. Si en Aristóteles -y en la premodernidad toda- aún era concebible una razón poética -por la que Dante fue considerado tanto filósofo como poeta-, en la modernidad el concepto de razón es asociado paradigmáticamente al cálculo. De allí que se plantee la posibilidad de que las computadoras reproduzcan exactamente los procesos racionales de la mente humana. De allí que los procesos cognitivos parezcan cifrables en números: el conocimiento de un alumno mediante una "nota", la belleza de una mujer mediante su edad, la calidad de una película mediante la cantidad de estrellas que le asigna el crítico.
En el diálogo que imagina Casti, Turing es quien sostiene que una máquina que mezcla símbolos "piensa" como lo hace la mente humana, y Wittgenstein quien niega esta posibilidad al afirmar que no hay significado en una hilera de símbolos como los Os y los 1s agrupados según un esquema de codificación. Para Wittgenstein calcular no es lo mismo que ser inteligente: no existe pensamiento más allá de los juegos de lenguaje, es decir, de las prácticas concretas del hablante, prácticas que suponen contextos socioculturales, que no soslayan los sentimientos -la emoción y no solo la razón sería lo propio de los seres humanos-, y redes de significación que nunca resultan enteramente traducibles, aunque pueden aprehenderse mediante semejanzas a las que llama "aires de familia".
Tras medio siglo de trabajo en torno a la inteligencia artificial, el libro de Casti es una buena muestra de los problemas generados por la voluntad de capturar el proceso cognitivo dentro de una máquina. Casti afirma a modo de conclusión que sería beneficioso reconocer que se trata de dos formas de inteligencia diferente y que no hay razones poderosas para temer que una de ellas devore la otra.
R.K.