11  -   SNEFRU

 

por   LORENA OLHAUSEN

 

 

 

 

Este relato de ficción ambientado en Egipto obtuvo el Primer

Premio en un Concurso convocado por la Embajada de Egipto en Uruguay.

 

 

 

 

˜SNEFRU˜

 

˜Aceleré mis pasos en dirección a los escalones que daban acceso al edificio.

A medida que me iba acercando a las altas columnas rectangulares las imágenes grabadas y pintadas se hacían más claras, mostrando nítidamente hasta los mínimos detalles: como los jeroglíficos que cubrían las bases de cada columna.

Eran imágenes del faraón Ramsés II las que adornaban la fachada aunque el templo no fue construido por él, sino por y para su padre Seti I quien comenzó la construcción que su hijo concluyó para su propia gloria.

Dejé atrás las ruinas de lo que hace mucho tiempo fue la puerta principal del templo y atravesé el primer atrio hasta llegar a la segunda fila de columnas de caras rectas. Allí, sentado sobre un escalón, me esperaba Mohamed, empleado del Departamento de Antigüedades Egipcias.

-As salamu Alaikum -saludó cortésmente en árabe.

-Buenas tardes Mohamed. Aquí está mi permiso -dije mientras extraía el pequeño documento de mi bolso lleno de cajitas con rollos de fotografía.

-¡Debes de estar loco para pasar una noche solo en el templo! -dijo él con tono serio.

-¿Cuál es el problema? Tan sólo necesito sacar algunas fotos.

-Deberías comenzar tu trabajo ahora antes que se oculte el sol y volver mañana al amanecer. ¡No pases la noche aquí! -me aconsejó. Parecía realmente preocupado por mí. ¿A qué le temía?

-Escúchame -continuó diciendo a fin de poder disuadirme-,durante la noche este lugar es visitado por fantasmas. Algunas noches se escucha una música extraña proveniente de las capillas, otras veces se encienden luces y se oyen voces en el interior del templo. Nadie se ha atrevido nunca a pisar este lugar después del anochecer...

-No te preocupes -lo interrumpí incrédulo- No temo a los fantasmas y no creo que me molesten esta noche.

-Eres muy obstinado -dijo con desilusión al percatarse que yo hacía oídos sordos a sus advertencias-, pero si te encuentras con los fantasmas y pides auxilio no cuentes conmigo -y agregó señalando un tramo del suelo de piedra donde había dejado un termo y un farol a gas- Es para ti, Ma'as Salama.

-Shukram -le agradecí con la única palabra árabe que conocía.

Mohamed se alejó con paso ligero del lugar que supuestamente él creía poseído por fuerzas del Más Allá. Faltaba un par de horas para que el santuario quedara en completa oscuridad. Los últimos rayos del sol iban poco a poco desapareciendo detrás de las anchas columnas cuidadosamente labradas para parecer gigantescos tallos de papiro. Estaban alineadas de dos en dos o de tres en tres, y eran tantas que me hacían pensar que podría llegar a extraviarme dentro de este enorme jardín pétreo.

Sin perder más tiempo apoyé mi bolso sobre el suelo y, cámara en mano, me entregué por completo a mi deber de fotógrafo.

Había elegido el templo de Seti I por ser uno de los edificios religiosos más bellos y mejor conservado de todo Egipto. Se diferencia de los otros templos egipcios tanto por su planta en forma de L como por su exquisita decoración.

En efecto, el templo está decorado desde el suelo hasta el techo con escenas policromas que muestran a los faraones Seti y Ramsés cumpliendo con sus obligaciones religiosas en compañía de diferentes divinidades.

Desde el primer patio del santuario, observé como el sol desaparecía en el horizonte. Muy pronto la luz de la luna iluminaría los campos labrados y las casas construidas con ladrillos de barro de la pequeña ciudad de Arabet Abydos. El calor que me había agobiado durante todo el día dio paso a una brisa fresca y agradable.

Luego de cargar la cámara por segunda vez volvía lentamente a la sala poblada de columnas. Encendí el farol que Mohamed me había proporcionado, en el centro de la enorme habitación, pero la luz amarillenta no era lo suficientemente fuerte como para permitirme ver los dibujos que adornaban las paredes. Apenas podía distinguir el delicado rostro de Seti, o el disco que parecía suspendido sobre la figura sedente de un dios con cabeza de carnero.

El templo no era un lugar cómodo para pasar la noche; sentía frío y yo no había traído ningún tipo de abrigo ni mucho menos una manta. Abrí mi bolso y revolví entre los pequeños cilindros negros y las cajitas de colores hasta encontrar una pelotita arrugada que mis dedos reconocieron como mi almohada de viaje. Para mi alegría, olvidada en el fondo del bolso, también estaba mi linterna negra.

Inflé la almohada y me dispuse a dormir junto al farol encendido. El templo estaba inmerso en un insoportable silencio. Cerré los ojos, pero este me mantenía despierto y con todos mis sentidos en alerta. Presentía que todas esas figuras de reyes y dioses esculpidos en los muros me observaban a través de esa densa oscuridad, que la llama del farol no conseguía despejar.

Me sentía perdido en medio de la sombría sala hipóstila. Debía controlar mi intranquilidad antes de que se transformara en miedo; el miedo que solía sentir de niño cuando al apagarse la luz de mi cuarto, quedaba a merced de monstruos nocturnos que se ocultaban debajo de mi cama. Pero en aquel entonces, yo contaba con la tenue luz de una veladora junto a la tibia protección de la sábana (ya que entre los niños es conocido el hecho de que los monstruos no curiosean debajo de éstas).

Cuando amaneciera podía reconocer que había estado toda la noche muerto de miedo, pero no ahora cuando faltaban muchas horas para volver a la luz.

Estaba conciliando el sueño cuando me pareció oír un lejano cuchicheo que provenía de las últimas cámaras del templo. Rápidamente me puse de pie. Sentí un gran alivio al pensar que Mohamed debía estar escuchando la radio en algún lugar del edificio, y que después de todo, yo no era la única alma dentro del templo.

Encendí mi linterna y caminé intentando guiarme por esa voz casi audible. Atravesé con cuidado la capilla del dios Ra-Hor-Akhti, y a medida que avanzaba noté que el nivel del suelo se iba elevando y la oscuridad tornando más espesa.

Un escalón -disimulado por las sombras- me hizo caer dolorosamente sobre el suelo de piedra. La linterna que sostenía voló por los aires y golpeó secamente contra un muro antes de aterrizar en el piso.

Supuse que Mohamed estaría en camino alertado por tanto barullo. Anduve a gatas por el corredor buscando mi linterna, pero no pude encontrarla.

Estaba desorientado, deseando volver a la calma luz del farol y a mi almohada de goma. Me senté impaciente durante interminables minutos esperando a Mohamed que no acudía.

Me puse de pie y me dirigí -tanteando el camino- hacia el lugar de donde la voz provenía.

Llegué hasta una sala amplia con el techo sostenido por diez columnas y completamente iluminada: la capilla del dios Osiris.

Prudente, me acerqué para mirar y allí estaba la figura de un muchacho arrodillado frente al retrato del dios. Al observarlo más atentamente me quedé petrificado: ¡era una de las imágenes que estaba tallada en las paredes! Las había fotografiado y las había visto en detalle, ¡no podía equivocarme!

El muchacho parecía no notar mi presencia. Tenía la mirada clavada en la pintura de la pared, como si estuviera en un estado de trance...

-¡Oh Señor de corazón inmóvil! -recitaba en voz alta sin desviar la mirada de la pared- Ayúdame a hablar de ti, a ti agradecer y a ti adorar convenientemente. ¡Oh Señor de infinita piedad! Dame el bien en esta vida y en la otra líbrame del infierno...

Debí de hacer algún ruido al querer retirarme, ya que el muchacho se volvió y con un gesto me invitó a pasar. Avancé hacia él.

-Disculpe -comencé a interrogar- ¿Puedo saber quién es usted?

-Esta es la capilla de Nuestro Señor Osiris y es un lugar sagrado, así que quítate los zapatos -ordenó suavemente.

Obedecí sólo por mutuo respeto. Luego él me acercó un almohadón azul, donde me senté cómodamente. El muchacho rió divertido.

-Vamos a rezar, no a sentarnos a tomar el té -me corrigió.

-Espere... aquí hay un error, yo no vine a rezar -intenté explicar pero el muchacho me miró sorprendido.

-Entonces, ¿qué haces en Men-Maat-Ra?

-Vine a sacar algunas fotos de los relieves del templo... Estoy preparando un documental sobre...

-¡Basta! -gritó- Veo que eres uno más de los tantos que entran aquí para no hacer nada.

-¿Por qué es tan importante para ti rezar?

-Yo soy egipcio -comenzó a decirme-, y los egipcios -tanto los antiguos como los modernos- somos religiosos por naturaleza; vivimos volcados a amar a nuestro Creador, sino observa a los egipcios de las ciudades que rezan la mayor parte del día. Además de eso son creyentes obedientes y respetuosos de Dios.

Me vino a la mente la ciudad de El Cairo, repleta de mezquitas y elevados minaretes, donde había oído -cinco veces a lo largo del día- las llamadas de los muecines, y había visto una multitud de fieles musulmanes postrarse ante Dios una y otra vez.

-Pero tú no eres musulmán -le dije señalando su vestimenta: un faldín corto que apenas le cubría las rodillas.

-Yo vengo del antiguo país de Kemi -que ahora llaman Egipto- El camino que yo escogí no es el Islam, pero todos los caminos espirituales tienen un final común... No tiene importancia que yo le llame Amón y otros le llamen Allah -y con entusiasmo agregó- ¡Seamos amigos!

-Mira -le dije- yo puedo ser tu amigo, sólo que no siento ganas de rezar... quizás mañana o pasado; pero si quieres podemos conversar.

Asintió, y sin ninguna interrupción me contó que se llamaba Snefru y que ahora sólo visitaba el templo a la noche para que nadie lo molestara. Habló también de las funciones mágicas de las bellas imágenes de las paredes y de los textos grabados en las columnas. Me explicó en detalle la vida y obra del dios de su devoción: Osiris, y de cómo éste y su hermana Isis habían civilizado a los primeros pobladores del Valle del Nilo.

Lo escuché atentamente durante un par de horas. Cuando le pareció que ya había hablado lo suficiente propuso:

-¿Por qué no le agradecemos a Dios nuestra amistad?

No tenía ganas, no era un hombre religioso, no porque no creyera sino porque cuando tenía ganas de rezar carecía de tiempo, y el resto del día estaba inundado de obligaciones y no quería otra más.

-Comprende Snefru, yo no necesito rezar; no tiene nada que ver contigo, es que... no tengo ganas -dije.

-Es que no sabes ¿verdad? -aseguró sonriendo ampliamente- Tan sólo mira lo tenso que estás, ¿cómo puedes conectarte con tus sentimientos si estás tan rígido?

-No estoy tenso, yo soy así. No puedo aflojarme, ya lo intenté un montón de veces -expliqué con esperanza de que desistiera de su loca idea.

-Toma mi sistro, su música es mágica y vibra hasta llegar a lo más profundo de tu ser equilibrándote y liberando todas las tensiones de tu cuerpo. Es muy saludable -me aseguró con entusiasmo.

Sostuve el instrumento consistente en un aro de metal atravesado por varillas de las que colgaban pequeñas arandelas también de metal, mientras Snefru me enseñaba el ritmo que debía seguir al agitarlo.

La música que producía aquel instrumento tan simple era celestial: un suave sonido metálico como el tintineo de mil campanillas.

Cerré los ojos mientras la música iba invadiendo la capilla, y gradualmente comencé a experimentar un sentimiento de serenidad tan profundo que llegué a olvidar la presencia de Snefru. Su cálida voz se oía muy lejana.

-Ahora debes pararte frente a la representación de Nuestro Señor Osiris y pronunciar su nombre para que una porción de su espíritu divino anime la imagen, y así su atención se centrará en ti y en los pensamientos que guarde tu corazón -dijo con total naturalidad.

Sus supersticiones me parecían infantiles, pero se veía tan feliz por compartir su fe conmigo que no pude negarme.

Seguí sus instrucciones y di las gracias a Osiris por haberme permitido conocer a mi reciente y exótico amigo. Luego guardamos silencio y comenzó a embriagarme una nueva sensación de paz que sentía por vez primera en mi mente. Aunque no había nadie más en la habitación, estaba seguro de que "alguien" me observaba y conocía mis más íntimos pensamientos.

A la mañana siguiente Mohamed llegó temprano y me encontró durmiendo en el piso de la capilla de Osiris.

-¿Dormiste bien? -preguntó.

-Casi no dormí. Estuve rezando -le confesé tímidamente.

-¡Es mejor rezar que dormir! -me aseguró- El Profeta proclamó que debemos rezar cinco veces al día, es saludable para el cuerpo y el alma.

-El Profeta tiene razón -repliqué.

Dejé lentamente la capilla, sosteniendo fuertemente el sistro que llevaba grabado el nombre de Snefru.

En el exterior se escuchaba el ulular de todas las mezquitas de la ciudad de Arabet Abydos. Estaba seguro de que si Dios tenia su propio templo ese era Egipto; una amalgama de Mezquitas, Iglesias y Templos erigidos con un sólo fin: recordarnos que la verdadera sabiduría consiste en entregarse totalmente a Dios.

 

 

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