27 - LA CONCEPTUALIZACIÓN DEL FIN

 

por  MARCELO DE LEÓN

 

 

"Heme aquí; he llegado...” (“Libro de los Muertos")[1]

 

Delineación.   Seguramente desde que comenzó a comprender y conocer el mundo que le rodeaba, con sus maravillas y terro­res, el hombre advirtió que la existencia tenía un fin, que los seres no eran perennes como las rocas sino que, debido a alguna causa no comprendida aún, la inmovilidad sucedía a la anima­ción.  Si bien es imposible discernir con certeza cuándo estas ideas se apodera­ron del raciocinio del hombre, no es difícil imaginar que ha de haber sido con los primeros deste­llos de su espiri­tualidad.  Junto a la conciencia de sí iba indisolu­ble­mente unida la de la finitud de la existencia.  Por otra parte, fácil era percatarse de la presen­cia de la muerte.  Toda la naturale­za que le rodeaba llevaba la paradójica convi­vencia de vida y muerte; animación, suspensión y fin, todos reunidos.  En la terrible observación de cuerpos rígidos y sin aliento descu­brió los concep­tos de la vida y la muerte.  La vida era sinónimo de movi­miento, de ser y de sen­tir.  La muer­te, su nega­ción, representada en los cadáveres animales y humanos.  En tiempos de clanes, el encuen­tro con éstos ha de haber sido cotidiano, por la gregaria organiza­ción y la ubicación de  hábitats fami­liares, contiguos a aquellos cuerpos.

           

La resignación o el desistimiento en la búsqueda de una casuística para lo ineludible no han sido soluciones propias de la especie.  De las especulaciones partieron creencias relati­vas al alma y al Más Allá, a una vida en otro espacio, diferen­te, superando las barreras de la mortalidad.  De las pocas cosas que nos dejó el hombre prehistórico, testimonios del cuidado puesto al sepultar a los suyos han sido algunas de ellas.

           

Para Egipto, desde el neolítico está atestiguada la creen­cia en una supervivencia luego de la vida terrestre, pero, ¿cómo se concebía la muerte?, ¿de qué modo era vista?  Carentes de inscrip­ciones de esa época y con restos arqueológicos que poco esclare­cen estas interrogantes específicas, constatada la existencia de ideas funerarias lo más ortodoxo es acudir al estudio de textos de los tiempos del Egipto histórico, con mención a lo que puede deducirse sobre los períodos más arcaicos.

 

           

El renacer y morir continuos en la naturaleza fueron com­prendi­dos como un devenir constante de ciclos inmutables en los cuales la muerte daba nacimiento a la vida.  "¿Es que el morir es un mal?", diría un día un desesperado coloquiante.  "La vida es una evolución.  Ves los árboles y ellos mueren."[2]  Es­to, que fue punto de arranque de los cultos agrarios -cuyo máximo exponente sería Osiris- también pudo dar pie a los sacri­ficios humanos.  Su existencia entre los egipcios ha sido cuestionada, aceptándose, empero, casi unánimemente, que sí los hubo en épocas antiguas y hasta la pre-tinita inclusive.  ¿Cuál podía ser el sentido de tales prácticas?  Buscar la perpetuación de la vida de todos los hombres sacrificando la de alguno de ellos.  La depuración de las costum­bres y la evolu­ción de las ideas religiosas marcaron el fin de estos ritos macabros, sustitu­yendo las víctimas humanas por animales.  La mitología debió recoger los recuerdos de aquellos usos y atribuyó su extinción a la intervención divina.  "Osiris hizo enseguida perder a los hombres la costumbre de comerse entre ellos, después de que Isis hubo descubierto el uso del mijo y de la cebada [...].  Osiris inventó el cultivo de esos frutos, y siguiendo a este beneficio, el uso de una alimentación nueva y agradable hizo abandonar a los hombres sus costumbres salva­jes" (Diodoro de Sicilia)[3].

           

Muy proba­ble­mente estas noticias de Diodoro sobre una primi­ti­va antro­pofagia fueron reminis­cen­cias de un culto cruento que exigía sacrificios de vidas humanas en la época prehistó­rica.  La leyenda de Osiris signi­ficó un paso importan­te en la evolución de la civilización egipcia: concebido aquél en principio como una divini­dad agraria que moría y volvía a nacer junto con la vegeta­ción, pronto se le rodeó de toda una saga que hablaba de un dios asesinado por su hermano Set, despe­dazado por la renovada maldad de éste y reunido al fin en una indi­vidua­lidad por su amante esposa Isis.  Osiris, resucitado, no tuvo ya más un reino en este mundo, porque su espacio pasó a ser el Más Allá.  Desde entonces, el lugar de los muer­tos tuvo su rey, como lo tenía el de los vivos.

           

El mito osiríaco, que adquirió prestigio desde el Imperio Antiguo y acrecentó cada vez más su popularidad, dio a los hombres la posibilidad de una salvación.  Eliminó el terror a la muerte, diciendo con su ejemplo que la vida continuaba luego del fin terrenal.  ¿Había algo de más valor para los humanos que saber que ellos, creaturas de los dioses, vivirían eterna­mente y, por si fuera poco, bajo la tutela de un dios bueno como Osiris?  El temor del hombre a lo que le reservaba el tras­mundo explica cabalmente esa insistencia desesperada con que los míseros mortales de todas las condi­ciones sociales se aferra­ron a un dios asesinado.  Carcomidos quizá por la angustia, a través de su devoción pedían con la mayor esperanza a su buen Osiris que les concediese la vida en el otro mundo "realmente, eter­namente, continuamen­te..."[4]

           

La muerte era, pues, un mal necesario, una puerta que ineludi­blemente se debía cruzar, como lo había hecho el mismo dios inmolado.  La idea del fin era tan absoluta en la mentali­dad de los egipcios que no aceptó excusar de la muerte ni siquiera al más amado de los dioses.  Tal vez ese pragmatismo-materialismo que caracterizó al pueblo del Nilo en sus creen­cias sobre lo sobrenatural (verbigracia, el lugar paradisíaco era muy semejante a la Tierra, incluso en cuanto al deber de trabajar), dejaba también aquí su huella y no permitía a las elaboraciones teológicas (aspirantes a encontrar la esencia del Ser Supremo) desprenderse de un antiguo concepto del dios semejante, en cuanto mortal, al hombre.[5]  Tal vez haya ocu­rri­do de este modo...

           

La muerte era innegablemente poderosa, avasallante, absolu­ta.  "Las lamentaciones no salvan a nadie de la tumba."  "Mira que no hay quien se vuelva atrás."[6]  Estos consejos prácti­cos de un arpista estaban totalmente desprovistos de poesía, espe­ranza y redención última.  No había ilusión.  No había cues­tio­na­mientos.  Sólo asertos empíricos.  Una inscripción de una tumba de la Dinastía XVIII -cuyo autor se sublevó contra la irreve­rencia de los cánticos hedonistas- señalaba a la región de los muertos como una "tierra que no tiene enemigos, todos nuestros familiares allí reposan desde el tiempo de la primera vez.(...)  No puede suceder que un hombre se detenga en Egipto, no hay uno que no llegue a allí...".[7]  Ambos co­men­tarios -el del arpista y este último- partieron de una misma constatación (la finitud de la existen­cia), aunque sus resul­tados fueron diferentes, signados por el apego mundano en uno y por la reverencia ante el Más Allá en otro.  A veces hubo opti­mis­mo, a veces pesimismo: pensamien­tos de este tenor han apare­cido con insis­tencia en todas las cultu­ras, porque la angustia existen­cial se repite más allá de las fronte­ras geográ­ficas, y algu­nos son extremadamente sobrecoge­dores.  La compren­sión del morir mos­traba una verdad incontesta­ble: no se le podía evi­tar.  Alre­dedor de 3100 años antes de Cristo, el "Cantar de Gilgamés" consignó en la escritura el pesar de los sumerios y serviría luego para reflejar el de babilonios y asirios: "A mujeres impuestas por la suerte/ el hombre fecun­da,/ y des­pués... ¡la muerte!/ Por voluntad de los dioses tal es el decreto: desde el seno materno la muerte es nuestro desti­no".[8]  El rey que buscaba la inmortalidad conocía la muerte y la miseria de natural corrupción que conlleva: "En la ciudad el hombre muere, oprimido el corazón/[...].  He mirado sobre el muro y visto/ los cuerpos que flotan en el río./ También ése será mi desti­no, de sobra lo sé."[9]  La Muerte no tenía tiem­po ni protocolos.  Llegaba sin aviso: "Cuando quiera tu Mensajero arrebatarte,/ Te encontrará pronto a ir al lugar de la quie­tud/ Y dirás: 'He aquí, viene uno que se prepara antes de ti'./ No digas: 'Yo soy demasiado joven para que tú me arreba­tes'./ Tú no conoces tu muerte./ Viene la muerte/ Y arrebata al niño que está sobre el regazo de su madre/ Como a aquel que es ahora viejo."("Máximas de Any").[10]

 

El sino.  La atención al destino está estrechamente vinculada al tema de la Muerte, dado que los principales hechos en la línea trazada por aquél son el nacimiento y la defunción.  Los egip­cios creían en la posibilidad de conocer el futuro, que estaba marcado por sucesos puestos por los dioses en las vidas de los hombres.  El cuento de "El rey Jufu y los magos" y las "Instruccio­nes de Neferty" contenían profecías de corte polí­tico.  En el primero, el mago Djedi anunció al faraón Jufu (Keops) el fin de su dinastía y el advenimiento de la siguien­te.[11]  En el segundo, el sacer­dote Neferty advirtió a Snefru la próxima venida de un tiempo de convulsiones y cri­sis, hasta que un nuevo faraón -sin sangre real- se impondría como gober­nante del país (Amenemhat I).[12]  Estas predicciones se cons­truían con fines políticos (pro­pa­gandísticos), una vez acaeci­dos los hechos que pretendían anun­ciar, mediante la recopila­ción de ciertos eventos pasados.  Pero si su confección y difu­sión fueron viables, ello se debió a que los anuncios del porvenir no eran ajenos a la civilización egipcia sino parte de las creencias generales.  De otro modo no hubiesen sido más que fábulas.  También Manetón relató un caso de avizo­ramiento del futuro mas en una narración aparentemente des­provista de fines claramente utilitarios (como los de las histo­rias mencio­nadas antes): durante el reinado del tercero de los Amenofis, un sabio de igual nombre previó que un día el país sería dominado por extranjeros durante largo tiempo.[13]

           

Conocer lo que sucederá sólo es posible en el supuesto de que existan mojones preestablecidos en el camino de vida de cada hombre.  Los egip­cios creían en la presencia de un destino.  Y en ese hado la muerte ya estaba señalada.[14]  De eso precisamente trataba el cuento de "El príncipe predesti­nado".  Allí se conocía un desti­no en su etapa final: la muerte.  Érase una vez un rey sin descendencia, que rogó a los dioses un hijo varón.  Éstos le concedieron su pedido pero le anun­ciaron también que su vástago moriría por un cocodrilo, una serpiente o un pe­rro.[15]  Pero como du­ran­te la infancia y adolescencia del muchacho el padre se dedicó a sortear el nefasto designio, el planteo más importante aludía a la posi­bilidad o no de evitar el sino marca­do.  He aquí la cuestión: si la muerte era omnipo­tente el destino no podía ser evitado; si no lo era, éste podría ser alterado en el curso de la vida.  Los ele­mentos de estudio en este punto son escasos, de modo que no se puede exigir certeza absoluta a los postulados a remitir.  Sin embargo, ha de verse qué es posible concluir, aunque sólo quede en el plano de la hipótesis…

           

En el cuento de "El rey Jufu y los magos", Keops conoció la futura línea de sucesión.  Se inquietó pero no interrumpió el curso de los acontecimientos, quizá porque se le aseguró que tanto su hijo como su nieto llegarían a reinar.

 

En el relato debido a Manetón acerca del adivino que anun­ció que en el futuro "algunos se aliarían con los impuros y domi­narían Egipto durante trece años"[16], el hado estaba pre­sen­te.  Los "impuros" eran los enfermos del Imperio, primero aislados por el rey en las canteras de Tura y después con permiso de residen­cia en Ava­ris.  Efectiva­mente, organizaron un levanta­miento contra el gobierno.  "No fue poco lo que se turbó Ameno­fis, el rey de Egipto, cuando tuvo conocimiento de la inva­sión, pues se acordaba de la predicción de Amenofis el hijo de Paapis"[17], pero "aunque salió al encuentro de sus enemigos, no quiso presentar batalla, pues pensaba que no había que combatir a los dioses."[18]  Enfren­tar al destino equivalía a enfrentar a las divinidades.  Hacerlo seguramente acarrearía funestas consecuencias y no serviría para alterar las líneas ya establecidas por el sino.  Esto se condice con el pensamiento religioso egipcio, el respeto a los dioses y la práctica de la virtud.

           

Finalmente, volvamos al cuento de "El príncipe predestina­do", recaudo imprescindible al exponer la idea de un camino trazado de antema­no, desde el nacimiento o antes.  Como las posibles causas de muerte del príncipe eran claras (coco­drilo, serpien­te o perro), para el temeroso padre no fue difícil dejarse llevar por la tentación de alterar el destino de su hijo.  La casa fortaleza que construyó para él serviría apa­rentemente para alejar a cual­quie­ra de los tres animales mencionados.  Cuando el niño se convirtió en muchacho decidió partir y, para convencer a su padre, le envió un mensaje: "¿De qué sirve que pase aquí mi vida ocioso?  Ya que me amenazan tres destinos adversos, déjeseme obrar según mi corazón, y Dios hará su voluntad."[19]  Dos senti­dos se rescatan aquí: uno, la com­pren­sión de que no se podía obviar el hado por voluntad humana, ya que había sido impuesto por voluntad divina; otro, la posibilidad de "gracia", otrgada por los mismos dioses.  ¿Podía ser altera­do el destino y, por ende, la muerte que él marcaba?  Sí, porque no era un ser poderoso que atenaza­ría al propio Zeus sino un acto volitivo de la divinidad y, como tal, pasible de alteración siempre y cuando lo quisiese la propia deidad.  Lo confirmará la esposa cuando, peripecias varias y una serpien­te muerta des­pués, dirá al príncipe: "He aquí que tu dios ha puesto en tus manos uno de tus destinos.  Él te pondrá también los otros."[20]  Finalmente, un cocodrilo atrapa al prín­ci­pe y le habla y en sus palabras reaparece la idea de un hado mutable: "Yo soy el destino que te persi­gue.  Pero te dejaré el día que el gigante deje de existir."[21]  El cuento está incon­clu­so.  C. Grimberg entendió que acababa felizmen­te[22] pero para Gaston Mas­pe­ro, en cambio, resultaba claro que el prínci­pe no podría jamás librarse de su trágico desti­no[23] y Drio­ton y Vandier coincidieron con esta opinión[24].  Pe­ro las pa­la­bras del príncipe y lue­go las de su espo­sa permiten dife­rir de esta drástica solución.  Y no fueron sólo frases de consue­lo, ya que sus concep­tos termi­narían siendo corrobo­rados por el mensaje­ro de la muer­te: el cocodri­lo.  Entonces, es claro que el destino no podía ser burlado, pero ello no signi­fica que la conmisera­ción o, simplemente, la secreta volun­tad de los dioses, no pudiesen otor­gar una excepción a sus propios decretos.  Es por eso que un himno a Amón-Ra lo señala­ba como aquel "que arranca del desti­no, según la voluntad de su cora­zón"[25].  Amón-Ra, pues, cam­bia­ba el hado de los hombres si le placía hacer­lo.

           

Otro caso "real" por la categoría de los personajes involu­crados fue narrado por Heródoto.  Habiéndosele decretado al faraón Micerino que no le quedaban más de seis años de vida, quiso éste "desmentir al oráculo, declarándolo falso y engaño­so", mediante la fabricación de gran cantidad de candelabros que, iluminando sus noches, las convertirían en días y dupli­carían el tiempo que se le reservaba.[26]

           

El Papiro Insinger habló claramente del tema del destino: "Dios pesa el corazón de cada uno teniendo en cuenta el sino que le fue concedido".[27]  Pero el destino no estaba persona­li­zado y divinizado como en la mitología helénica, sino que era decidido por los dioses ya existentes.  Incluso Osiris tuvo inge­rencia en el asunto -su reino estaba en el Más Allá pero era invocado para temas del más acá-, ya que Ramsés III y Ramsés VII le rogaron la concesión de gobiernos largos y dicho­sos (tal vez en el entendido de que, siendo dios de los muer­tos, deci­día cuándo llamar a los vivos a su reino).  En "La historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Seno­siris", un difunto fue juzgado "por el tiempo de la duración de vida que Tot le había pres­cripto como esperanza."[28]

           

A este punto puede ser contro­ver­ti­da la figu­ra de las Siete Hatores, de aisladas y muy escuetas refe­ren­cias tanto en fuentes como en escritos de investigado­res de la histo­ria de Egipto.  Drio­ton y Vandier sólo dicen de ellas "que fijaban el destino­"[29].  Estas Hatores fueron las responsa­bles del anuncio del hado del príncipe predestina­do.[30] Sin embar­go, ha queda­do probado que la fija­ción de los aconteci­mientos de la vida prove­nía de las divini­dades.  Enton­ces, ¿qué rol compe­tía a las Siete Hatores?…  El de anunciadores del sino, que es diferente a conside­rarlas sus creadoras.  En este mismo sentido parece haberse dirigido César Vidal Manza­nares al definirlas como "seres divinos que podían prede­cir el futuro y conocían el momento de la muerte de cada egipcio."[31]  Por otra parte, se creía que susti­tuían a los prín­ci­pes nacidos en días nefas­tos por niños cuya llega­da al mundo se hubiera producido en días fastos.[32]  Por ende, de ser ellas tejedoras del destino de cada príncipe, ¿qué nece­sidad podrían haber tenido para recurrir al canje de criaturas cuando hubiera bastado un cambio de volun­tad propio?  La respues­ta sería sencilla: las Siete Hatores anuncia­ban la estrella otorgada mas no la diseñaban.  Ni la muerte ni el destino eran enti­da­des indepen­dien­tes, sino creaciones de la divini­dad.

 

Perspectivas.   A través de los siglos, diversos textos manifestaron en Egipto otras tantas opiniones acerca del morir, opinio­nes adversas unas y positivas otras.  La muerte fue odiada por muchos y amada por tantos otros y los crite­rios para definir el senti­miento más de una vez nacieron de la situación política, económi­ca y social del país, reflejando en sus varian­tes los vaivenes del Estado a lo largo de la histo­ria.  Hasta ese punto vida y muerte se inte­graban en Egipto.

           

Como el alma del hombre ha sido un continuo oscilar, distintos hombres y distintas épocas concebirían la terminación de la existencia como "liberación" o, por el contrario, como "acto de verdu­go".  A pesar de que en todos los tiempos hubo escritos que instaron a la preparación moral para el otro mundo, en todas las épocas hubo también atracciones terrenas.  Estos conflictos o incongruencias permanecieron vigentes hasta el fin mismo del Imperio y se agudizaron en ciertos períodos de crisis.

           

A las Dinastías del Imperio Antiguo siguió un desorden político y social que jalonó, después de la Dinas­tía VI, el fin del primer esplendor egipcio.  El Estado unifi­cado se fraccionó en feudos.[33]  La autoridad real ya no fue reconoci­da y el país se sumió en cruentas turbulencias, de las que el "Diálogo del desesperado" y las "Admoniciones de Ipu­wer" dejaron abundante cróni­ca.  Al mismo tiempo de incentivar en muchos la piedad a los dioses (desde que ya no se podía creer en los hom­bres), la crisis del Primer Período Intermedio secó en buen número de corazones la vertiente de la preocupación por la eternidad, si bien no la de la fe en su existencia.  El "Canto del arpista" de la tumba de Antef es claro ejemplo de descreimiento en la práctica de la moderación.  Para él, ésta no tenía sentido dentro de los pocos años a vivir en esta tierra: la vida era corta, había que disfru­tarla; tal era su mensaje.  Grabado en un sepulcro, resaltaba con ello el con­traste vida-muerte y actuaba como recordatorio permanente de la finitud de la existencia.  Además, dado que el mensaje lo daba en definitiva un difunto, tenía tras sí la experiencia de "ser y dejar de ser" para respaldar sus conse­jos.

           

El arpista repre­sentado exaltaba el gozo de los bienes terre­nales, al no preocu­parse por la sega­dora de vidas.  Su concepto de la muerte era, pues, el de un fin de los placeres.  Creía en el otro mundo, era consciente de que morir significa­ba traspo­ner el ser a una nueva dimensión, pero nada de esto lo conducía a cavilaciones metafísi­cas ni ascetismos.  Todo lo contrario: si la vida era corta, debía ser vivida inten­sa­mente.  Su alma estaba en crisis, como el país al que perte­ne­cía, y encontraba su consue­lo en las cosas inme­diatas, no en perspecti­vas de futuro y mucho menos en la muer­te.[34]  Para este músi­co la muerte era indefec­ti­ble­mente el punto final al regocijo terre­nal: "Aumen­ta tus benefi­cios/ de modo que no sufra tu corazón./ Sigue a tu corazón y a tu bien./ Haz tus cosas en la tierra,/ no amargues al cora­zón:/ vendrá para ti el día del grito,/ pero no escuches a los corazo­nes cansados, a su gri­to:/ Las lamen­taciones no salvan a nadie de la tumba./ Pasa un día feliz/ y no te estanques./ Mira que no hay quien lleve sus cosas consi­go./  Mira que no hay quien se vuelva atrás."[35]­

           

­El arpista instaba a no ahogarse en la­men­taciones o preocu­pa­ciones porque la vida debía ser disfru­ta­da.  Quien no salie­se de su "estancamiento" no podría arre­pen­tirse una vez sobreve­nida la muerte.  Conceptos tan antiguos han sido repeti­dos en todas las épocas, incluida la nuestra.  Todo es una circonvolu­ción de la misma idea de una muerte cuya llegada es vista como un pesar.  El hombre que sentía como el arpista veía trastabi­llar todo el mundo organizado en el que habían vivido él y sus padres.  Los valores ya no se sostenían.  Se cuestionaba la sabiduría de los ancestros.  La filosofía del músico y cantor era una prác­tica de evasión: si el mundo estaba en crisis, si el pueblo más brillan­te de la tierra (como se conce­bían a sí mismos los egipcios) estaba vuelto de cabeza, si la muerte puede alcanzarlo en el momento menos pensa­do, pues "a pasar un día feliz" y olvidar el entorno.  Olvidar las meditaciones...  Ante el inconformismo de los miembros de su familia, el Sacerdote Funerario Heka­najté los amonestó con un: "Se dice que es mejor vivir a medias que morir de una vez­"[36].  Textos de similar tenor aparecieron a lo largo de la historia de Egipto, en buenas y malas épocas.

           

Frente a situa­ción parecida el llamado "desesperado" o "suicida" tomó una actitud completamente distinta.  El panorama descripto es desolador... "¿A quién hablaré hoy?/ Los hermanos son unos malvados,/ y los amigos de hoy ya no aman./ ¿A quién hablaré hoy?/  Los corazones son rapaces./ Cada uno arrebata los bienes de su vecino./ (¿A quién hablaré hoy?)/ La amabilidad ha muerto,/ la violencia asalta a todos./ ¿A quién hablaré hoy?/ Se encuentra satisfacción en la maldad./ La bondad ha sido abandona­do por todas partes./ ¿A quién hablaré hoy?/ Aquel que debía enfurecer al hombre por sus crímenes/ hace que todos rían (ante) sus maldades./ ¿A quién hablaré hoy?/ El criminal se ha converti­do en un intruso./ El hermano con quien se acostumbraba a actuar es hoy un enemigo".[37]  Y continuaría su lánguido lamento, insis­tien­do siempre en aquella frase que funcionaba como latiguillo ("¿A quién hablaré hoy?") y surtía el efecto de acentuar el impacto de sus declaraciones en el ba que lo escuchaba.  Agobiado en su sensible naturaleza por las injusticias (hacia él y hacia los demás) que veía en derredor en medio del caos que siguió al fin de la Dinastía VI, el desesperado invocaba a la muerte.  Para él, pues, expirar era sinónimo de liberación.[38]  Y en una serie de alego­rías com­pa­raba su si­tua­ción -la de un hombre resuelto a darse fin- con sinónimos de libertad, rego­cijo y motivos de alegría en vida: "La muerte está hoy ante mí/ (como cuando) un hombre enfermo sana,/ como salir afuera tras estar confinado./ La muerte está hoy ante mí/ como la fragancia de la mirra,/ como sentarse bajo un toldo un día de brisa./ La muerte está hoy ante mí/ como el perfume del loto, como estar sentado al borde de la ebriedad./ La muerte está hoy ante mí/ como cuando el cielo se despeja,/ como cuando un hombre descu­bre lo que ignoraba."[39]

           

En la mitología egipcia no existía una "Parca" pero el autor del texto jugó con una prosopopeya que crearía en el lector o escucha la visión de una Muerte personi­ficada.  Su ba (o alma, según se traduce a veces el vocablo) parecía estar apegado a las mismas atracciones munda­nas que el arpis­ta, aunque tal vez sus respuestas fuesen sólo la lógica defen­sa del instinto de conservación o argumentación sin convencimiento hecha sólo para disuadir al futuro suicida de sus proyectos.  De todos modos, la impresión que dan las palabras del ba es la de un hedonismo muy cercano al del arpista de Antef. "Si tú recuer­das la sepultu­ra, es una turbación para el corazón, es un llamar al llanto por el lamento sobre el hom­bre".[40]  Ambos, sin embar­go, coin­ci­dieron indirectamente en un aspecto: el carác­ter de inmen­sidad de la muerte.  Para el ba, eso se traducía en impotencia a la hora de enfrentar­la, con la consi­guiente carga de sufrimientos espiritua­les; por tanto, la mejor opción era alejarla del pensamiento.  He aquí su legado.  El del desespera­do, por su parte, una cadena de imáge­nes y simbolo­gías que mostrarían su dolor y su concepción acerca de la vida y la muerte.  Una de sus metáforas destaca sobre las demás: "La muerte está hoy ante mí/ como cuando un hombre desea ver el hogar/ después de haber pasado muchos años en cautiverio."[41]  ¿Acaso no sería el cuerpo mismo una prisión y su abandono la libertad?  Más allá de la condena a obtener ésta por mano propia, todas las grandes religiones han coincidido en sentir el cuerpo como una envoltu­ra e incluso "cárcel" del alma al mismo tiempo.  No quiere decir esto que en la mentalidad egipcia el cuerpo era prisión del espíritu, pero así lo sintió el Desesperado y cuantos hayan compartido su estado de ánimo.  Su liberación estaba en la muerte misma.  En cuanto al resto de los egipcios, "la muerte era concebida […] como la separación del elemento corporal y los espiritua­les" (Drioton y Vandier).[42]  Com­prendido esto, la metáfora del suicida puede apli­­­­­­­­­­­­­­carse a las creencias de todo su pueblo: el ser físico llevaba en sí los entes espiri­tuales.  Sólo que dentro del pesi­mismo de aquel hom­bre se trataba de cautive­rio...  Para él la muerte era la apertura de puertas a un lugar de sosie­go, paz, justi­cia y realiza­ción, del que sufría una separa­ción invo­lunta­ria.  "Verdadera­mente, aquel que está más allá será un dios viviente,/ casti­gando el crimen del malhe­chor./ Verdade­ramen­te, aquel que está más allá estará en la barca de Ra/ haciendo que sus regalos fluyan a los templos./ Verdaderamente aquel que está más allá será un sabio, no impedido de apelar a Ra cuando hable..."[43]

 

En otras naciones los sentimientos fueron los mismos, porque en cuanto a afectos y tribulaciones los hombres han sido básicamente uno en todos los sitios y en todas las épocas. Los sufri­mientos los han unido tanto como la felicidad, aún sin saberlo ellos.  Entre los he­breos, el desdichado Job dijo: "Todos los días de mi edad esperaré,/ Hasta que venga mi liberación."[44]  Artabano, tío de Jerjes, llegó a razonamien­tos simi­lares a los del deses­perado del cuento egipcio, si bien por diferentes motivos: el primero lo hizo por la expe­riencia de la edad y la sabiduría de quien había sabido vivir la vida de todos los hombres; el segundo, por el desasosiego y angustia de ver una brillante civilización conver­tida en ruinosa confu­sión.  Expli­caba Artabano: "en la vida humana, pues, siendo tan breve como es, nadie hubo hasta ahora tan afortunado (...) que no haya desea­do, no digo una, sino muchas veces, la muerte antes que la vida; que las calamidades que a ésta asaltan y las enferme­da­des que la perturban, por más breve que ella sea, nos la hace parecer sobrado duradera; en tanto grado (...) que la muerte misma llega a desearse como un puerto y refugio en que se da fin a vida tan miserable y trabajo­sa. No sé si por la aversión que los dioses nos tienen nos dan una píldora veneno­sa dorada con esa dulzura que nos pone las cosas del mun­do".[45]  ¿Por qué desear una existencia breve cuando general­mente ésta ya lo era en un mundo donde la media de la expec­tativa de vida rondaba los 36 años?  Por sus condi­ciones duras y sufridas.[46]  Los egipcios se saludaban de­seándose 110 años de vida sobre la tierra pero la realidad de la vejez volvía más que dudoso el anhelo de su concreción.  Y, por si fuera poco, la ancianidad no era una edad dorada.  Ptah-Hotep, visir de la Dinastía V, alcanzó una avanza­da senectud pero, a tenor de sus palabras, la situa­ción no era nada envi­diable: "la vejez ha descendido a mí; la langui­dez ha venido, la debilidad (de la infancia) se renueva [...].  Los brazos están débiles, las piernas han renunciado a seguir al corazón que se ha vuelto fatigado.  La boca está muda, no puede hablar: los ojos están débiles, las orejas están sordas; la nariz está cerrada, no puede respirar más.  El gusto se ha ido completa­mente.  El espíritu está olvidadi­zo, no puede recordar de ayer.  Los huesos están mal en la anciana edad; levantarse y sentarse son difíciles el uno y el otro.  Lo que estaba bien ha devenido mal. Lo que hace la vejez a los hombres es mal en todas las cosas."[47]

 

Entre el suicida y el arpista, Ipuwer, sabio egipcio contempo­ráneo de ambos, tomaría una posición ecléctica ante el tema de la muerte.  Su descripción de la situación interna en Egipto fue terrible y más precisa que la de los otros textos.  Sin embar­go, no anheló la muerte ni se refugió en un cómodo indivi­dualismo: por el contrario, exigió de la autori­dad el restableci­miento del orden, de ese orden en el cual los temas de la muerte y el Más Allá tenían su justo lugar.  "Es (...) bello/ cuando los brazos de los hombres construyen pirámi­des".[48]  Partícipe de un equilibrio entre lo mundano y las preocupacio­nes por el Más Allá, Ipuwer no desatendió los placeres de este mundo pero tampoco los sobrevaloró.  Halló bello el buen beber, la felicidad que eso daba al corazón, el vestir impecablemente, el arreglo personal.  Entre estoicos y sepul­cros, su reflexión jugó también con la ironía, con ­preguntas retóri­cas ("¿Sé de un pastor que ame la muer­te?"[49]), donde la op­ción era la vida, o lamentos de de­cep­ción con indirecta invocación a la muerte: "¡Ojalá esto fuera el fin de la humanidad!, sin más concepciones ni naci­mientos.  Enton­ces la tierra dejaría de dar voces, y no habría (más) tumul­tos."[50]  En este pasaje Ipuwer no pedía la muerte per­so­nal ni la inmo­la­ción de la raza humana, no renegaba de su existencia, pero ante los desastres vividos en el país deseaba una especie de extermi­nio por omisión y no por acción, por la no aparición de generaciones futuros, por la anulación de la capacidad reproductora de la especie.

           

Las inscripciones de las tumbas son sintomáti­cas en lo que respecta a la evolución de las ideas y, más aún, a la simultaneidad de sentimientos diversos.  Así, en la época  ro­mana convivían las de los más variados tonos: en demótico, con fe en una vida después de la vida ("Que Hator te dé pan", "Tu alma vive", "Que Heket te dé leche"); en griego, con desalien­to y resignación, indicando la ligazón a esta vida ("No te afli­jas", "En recuerdo eterno", "Nadie es inmortal"); y tími­dos asomos del incipiente cristianismo, primando la espiritua­lidad y fundiéndose las ideas de liberación y resigna­ción ("Él se ha ido hacia la luz", "Él ha entrado en el repo­so").[51].

 

"La muerte (...) llama a cada uno a sí. y ellos vienen a ella pronto, incluso si sus corazones tiemblan ante ella por te­rror.(...) Ninguno puede alejar su maldición de aquellos a los que ama.(...) Todos le imploran; pero ella no vuelve su ca­ra."[52]  Este texto perteneciente al período de los Ptolo­meos muestra otro aspecto de las inquietudes metafísicas relativas al morir.  Las advertencias de Any sobre "el mensaje­ro" y sus ideas sobre la igualdad de los seres frente a la muerte (­"Y arrebata al niño que está sobre el regazo de su madre/ como a aquel que es ahora viejo"[53]) se repiten, casi, en la siguiente inscripción funeraria: "Los gran­des están en su mano como los peque­ños."[54]  Habla de una concep­ción democrática que no siem­­­­­­­­­­­­pre fue bien entendida.  Aunque resultaba obvio que todo ser humano fallecería un día, más allá de su edad o poder o cualquier otra ventaja o desventaja en vida, los privile­giados de siempre quisieron separarse del destino común y, como no podían evitar lo inevitable -que la muerte les alcan­zara- enconntraron su solución en el mundo de los espíritus.  Así, duran­te un buen tiempo, el faraón primero y sus allegados después creye­ron poder disfrutar con exclusividad de un Más Allá dichoso, partici­pando de un mundo al que sólo los elegi­dos de la sangre o el privilegio llega­rían.  El avance de las ideas osiría­cas con su mundo abierto a todos los difuntos terminó por hacer retroceder ese elitismo trasmundano de reyes y aristócratas.

 

De los textos surgen numerosas alusiones al fin terrenal como paso a una vida mejor y eterna en otro mundo ("yo vivo una vida nue­va tras la muer­­te", dice el difunto en el Libro de los Muertos[55], presente en "la Re­gión de la Vi­da"[56]­).  Es­to, que podríamos incluir en esa posición "ecléc­ti­ca" que se adjudicó a Ipuwer y que lo era en tanto no caía en los extremos de "liberación" o de "trage­dia" al momen­to de contemplar la muerte, estuvo presente en todas las épocas de la historia de Egipto y era, podemos creerlo, la concepción más generalizada y aceptada en el piadoso pueblo, quizá por su moderación frente a las otras: no debe olvidarse que una de las virtudes que ensalza­ron los egipcios fue, precisamen­te, la moderación, el equilibrio en todas las cosas.

 

La muerte no tenía asignada una figura específica pero como hecho de la naturaleza había sido creada o surgido en determi­nado momento.  Para la cosmogonía heliopolitana, conce­bida en el Imperio Antiguo, la salida del universo a partir de la nada inicial (o más bien, de algo amorfo, indefinido y yermo, similar al caos del Géne­sis bíblico) trajo consigo la muerte.  En aquel incio "No había ni cielo, ni tierra, ni hombres; los dioses no habían nacido aún, todavía no había muertos."[57]  Pero la idea de que el principal entre los dioses (el único, en el caso de Atón, cuando la reforma religiosa de Amenofis IV) adminis­traba a voluntad el tiempo en esta Tierra, debía ser de más sencilla comprensión que las elaboraciones teológi­cas.  Es lo que ocurrió con Amón, oscura divinidad en épocas del Imperio Antiguo, que alcanzó inmenso prestigio desde la Dinas­tía XI y se convirtió en el dios del monarca, conjugándo­se junto con el otro gran dios de aquellos tiempos: Ra. Entonces se le invocaba bajo el nombre de Amón-Ra.  Como deidad principal (el prestigio de Osiris pertenecía a un terreno distinto) se le atribuía el inicio y la continuidad del vivir, por lo que no extraña que se creyese en él como amo de la mortalidad.  Amón adquirió tan gran poder que antes del cisma religioso de Ajenatón se tendía ya a cierto monoteísmo y Amón, señor del mundo, era quien ponía en marcha la vida de todos los seres.

           

Amenofis IV llevó más allá la tendencia monoteísta y decla­ró a Atón único dios.  Bajo el nombre de Ajenatón ("servi­dor de Atón")[58] se hizo su profeta e hijo predilecto.  Los himnos a esta única deidad, plenos de belleza y alegría de vivir, partici­paron de la creencia en un Atón que daba vida a todos los seres y también disponía su duración.  Él decidía cuándo había de morir cada individuo.  Uno de los himnos com­puestos por el rey rezaba: "tú has colocado a cada hombre en su lugar,/ has proveído a sus necesidades:/ cada uno con su pan,/ y es contada la duración de su vida./ (...) Tú eres la duración misma de la vida,/ y se vive de ti".[59]  Dentro del conmovedor y sincero amor que emana de toda la loa a Atón, desta­ca la forma tan sencilla y humilde de concebir el fin.  No sólo no había queja sino que la muerte misma era una ocasión más para admirar al dios supremo en su poder, por ser esa otra de las maravillas por él creadas.  A su vez, ese poder caía sobre todo el mundo; todos los hombres eran criaturas del dios, egipcios o no.  Y si él decidía sus nacimientos y vidas, tam­bién contaba la extensión de éstas.[60]

           

En los medios cultos, la senda de abandono del panteísmo por un henoteísmo (el politeísmo puro había quedado atrás para ellos), que se venía marcando desde hacía siglos, persistió más allá del fracaso de la doctrina amárni­ca.[61]  En tiempos de la Dinastía XIX, Amenemope escribió: "el hombre es arcilla y paja, y Dios es su arquitecto; él destruye y construye diaria­men­te".[62]  Desde entonces, en otros textos, como el Pa­pi­ro Insinger, Dios aparecería con la potestad de la vida y la muerte de todos los hombres.  Los hombres dirigían a Él sus plegarias y se mantenían en un absoluto respeto a la suprema voluntad.

           

Las concepciones monoteístas o que se orientaban a una califi­cación de esta naturaleza fueron ajenas al pueblo, incomprensi­bles muchas veces para él.  La mayoría de los egipcios no tenía la misma faci­li­dad de acceso a las discusiones teológicas, a las elabora­cio­nes doctorales, que las clases acomodadas.  Para la gente común dioses había muchos y habitualmente preferían ser devotos de una divinidad en particular (el culto a Osiris tuvo una enorme importancia en la piedad egipcia).  Para estos hombres y mujeres, ¿cómo surgía el dictamen de muerte, quién lo determinaba?  La muerte sobrevenía porque los dioses en conjun­to lo habían decidido o, en otros casos, se la atribuía a alguna deidad en particular, ya fuese porque se la adoraba como al ser sobrenatural más poderoso, ya porque el dar fin a las vidas humanas se contaba entre sus potestades.

           

Tampoco debe creerse que todos los espíritus cultivados se alejaban de la múltiple adoración.  Todo lo contrario.  No había separacio­nes nítidas en los marcos de referencia sobre reli­giosidad.  Sí se sabe que en general los egipcios vivían una suerte de panteísmo no del todo definido, panteísmo en evolu­ción y más escla­recido para la gente culta.  Por otra parte, la tenden­cia a nombrar al Ser Supremo como Dios antes que por alguno de los nombres de la teología, acusada con mayor inten­sidad desde la Época Baja, habría alcanzado también al indivi­duo común.  Obvia­mente, no sería éste el panorama general, pero por cierto que los escri­tos de Amenemope llegaron a penetrar las férreas tradiciones del pueblo.

 

En resumen, en la opinión corriente fallecer era una dispo­sición del ánimo del o los dioses principales, justos sin embargo como administradores de la duración de vida.  Era siem­pre una muerte provocada por elementos exógenos, ajenos al propio intere­sado.

           

La concreción más visible -literalmente hablando- del dios que interrumpía el hálito vital, era el morir bajo el ataque de un animal sagrado o en el Nilo.  "Siem­pre que apare­ce el cadáver de algún egipcio o de cualquier extranjero presa de un cocodri­lo o arrebatado por el río," escribió Heródoto, "es deber de la ciudad en cuyo territorio haya sido arroja­do enterrarlo en lugar sacro, después de embalsamarlo y amor­ta­jarlo del mejor modo posible.  Hay más todavía, pues no se permite a pariente o amigo alguno tocar al difunto por ser éste un privilegio de los sacerdotes del Nilo, los que con sus mismas manos lo componen y sepulten como si en el cadáver hubiese algo de sobrehuman­o."[63]  Según el testimo­nio del griego, morir de ese modo implicaba privilegios inusuales, como el de que el erario público tomase a su costo no sólo el funeral sino inclu­sive los procedimien­tos de momificación, abonando por los mejores (y más costo­sos).  Todo sin distinguir la posición social o econó­mica del difunto ni tampoco nacionalidad, lo cual es lógico: si el dios no lo había hecho, ¿por qué deberían hacer­lo los hombres?.

 

El culto a los animales no es un tema menor a los efectos del presente análisis.  Su trascendencia llevó a aplicarles (a algunos individuos selectos primero, a toda la especie des­pués) prácti­cas funerarias utilizadas en los hombres.  Igual­mente, el caso antes citado por Heródoto se vincula al zoomor­fismo religioso.  También aparecían los animales como salvado­res del alma en el Más Allá, cuando el difunto se vestía mágicamen­te de gato, halcón, garza, para esquivar los peligros de su viaje.  Y para confusión de muchos acerca de la metempsí­cosis (que, como se verá, no formó parte de las creen­cias egipcias), la reencarna­ción en un animal podía ser uno de los destinos del hombre.

           

Mal comprendido por muchos con­tem­po­rá­neos[64] e investi­ga­do­res moder­nos, el culto a los animales ha sido redimido por los criteriosos estu­dios de otros egiptó­logos, como Pirenne.  Los egipcios no creían real­mente que tal o cual animal fuese su dios, un dios, sino que veían en aquél atributos de la divini­dad o al ser encarna­do a veces, o a su criatura protegida.  Las bestias no eran seres divi­nos sino que recordaban e incluso pertene­cían a la deidad sobrenatural.  "No debemos honrar a éstas," decía Plutarco, defendiendo las concepciones egipcias, "sino a través de ellas a lo divino, porque son tam­bién, por naturale­za, los más claros espejos de lo divino; pues estos animales hay que considerarlos como el instrumento o arte del dios que ordena todo."[65] [66]

           

Las teorías más aceptadas sobre el culto a los animales hablan de un origen totémico en el cual se exaltaban cualida­des parti­culares de ciertas especies animales, lo que las colocaba por encima del ser humano: la fuerza, la habilidad, etc.  Por eso el animal podía ser la potencia superior encar­nada.  Luego las imágenes sustituyeron a los animales y finalmente la evolución de los tiempos les otorgó formas de hombres y cabezas zoomorfas.

           

Claro que, con la marcha de la historia, la religiosidad del vulgo se inclinó con fervor hacia la devoción a los anima­les -muchas veces divinizados de por sí- y de allí la proli­feración de necrópolis de ibis, ser­pientes, gatos, cocodrilos, monos, etc.  Fue una degeneración del culto, que en principio tomaba como sagrados a animales que reunían una serie de caracte­res preesti­pulados y terminó por caer -desde la Época Baja, de forma cada vez más marcada, hasta el fin de la civi­lización egipcia- en la sacrali­zación de todos los miem­bros de la espe­cie.[67]  Los círcu­los cultos se habían disociado de estas tenden­cias, orien­tándose hacia una más elevada espiri­tualidad.  De todos modos, los egip­cios jamás perdieron de vista que los seres vivos a los cuales veneraban tenían atributos propios de alguna de sus divinidades y era la razón de su reverencia hacia ellos.  "Anubis estaba revestido de una piel de perro y Macedón de una piel de lobo: es por eso que estos animales son honrados entre los egipcios."(Dio­doro).[68]

           

En medio de todos estos sentires, se respiraba una cierta envidia al conocer la muerte causada por, v.g., un cocodrilo sagrado: el difunto era considerado "el hijo querido del dios".[69]  Sin embargo, cabe preguntarse si detrás de la de­vo­ción no se ocultaba una conducta muy humana cual era la de la aceptar, con la mayor resignación, fatalidades de aquella índole (muerte trágica).  El involu­crar la intervención divina en ataques mortales de animales seguidos debía ser un lícito consuelo a la hora de aceptar lo inevitable.

 

 

                                                                          

                                                                            BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

 

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- SERRANO DELGADO, José Miguel. "Textos para la historia antigua de Egipto". Madrid, Cátedra, 1993.

 

 

 

 



[1]. Edición de Janés, cap. X; p. 31.

[2]. "Diálogo del desesperado".  En: PIRENNE, "Historia del Antiguo Egipto", t. 1, p. 337.  Esta historia, también conocida como "El suicida", "La lucha del cansado de la vida con su alma", "Diálogo de un desespera­do con la muerte" o "Diálogo de un desesperado con su alma", "Diálo­go entre un hombre cansado de la vida y su alma", se conserva en una copia de la Dinastía XII (Imperio Medio).  Sin embargo, su compo­sición dataría de los últimos tiempos del Imperio Antiguo o del Primer Período Intermedio.  Denota un extremado pesimismo y desespe­ranza.  Trata del diálo­go entre un hombre decidido a morir y su alma, que intenta convencerlo de alejar de sí la mención de la muerte y disfru­tar la vida.

 

[3]. "Biblioteca histórica", L. I, XIV (HOEF­FER, t. I, pp. 16-17).  Porfirio, citando a un Manetón que podría ser el autor de la "Historia de Egipto", mencionó también aque­llos usos: "Tam­bién, en Heliópo­lis de Egipto, Amosis abolió la costumbre de sacrificar seres humanos, como atestigua Manetón en su tratado sobre la antigüedad y la piedad.  Estos sacrificios se hacían en honor de Hera y las víctimas se seleccionaban, previo examen, tal como se buscan las terneras puras y se las marca después con un sello.  Se sacrificaban tres hombres en el día y Amosis ordenó que se colocaran en su lugar otras tantas figu­ras de cera" ("Sobre la abstinen­cia", L. III; p. 132).  Pero no se ha hallado prueba para este relato.  El caso es más dudoso si este Amosis es el fundador de la Dinastía XVIII (Manetón, "Historia de Egip­to"), porque si las inmolaciones humanas exis­tieron ello fue antes del período dinástico.  Diodoro, historiador griego de origen siciliano, vivió en el siglo I antes de Cristo;  escribió su "Biblioteca históri­ca" como un compendio de la historia y conocimientos universa­les de su tiempo, abarcando desde las épocas míticas hasta la conquista de Britannia a manos de César; recorriendo lugares, tardó cerca de treinta años en completar sus escritos.  Visitó Egipto hacia el año 59 a.C.  Porfirio, filósofo neoplatónico, nació en Tiro (Fenicia) en el 234 a.C.  Fue alumno del gramático Apolonio, del matemático Demetrio, de Orígenes y de Plotino, de quien comentó las obras.  Falleció en Roma hacia el 304.  Es muy poco lo que se sabe de Manetón, de quien ni siquiera la obra original se conservó y sólo han podido ser reunidos fragme­ntos transcriptos por diferentes autores.  Nació proba­blemnte en Sebennito, ocupó un cargo sacerdotatal en Heliópo­lis y habría formado parte de una comisión de teólogos desig­nada por Ptolomeo V (205-181 a.C.).  Se le atribuyó la autoría de numerosas obras pero posiblemente la "Historia de Egipto" sea la que mejor lo identifica.  En ella transmitió una lista de dinastías que, por respeto histórico, continúa manejándose hoy.

 

[4]. "Libro de los Muertos". Edición de Daniel's Libros, cap. CIII; p. 155.  Esta obra fundamental de la mentali­dad religiosa egipcia, conoció varias recensiones o recopila­ciones de sus capítulos, con variaciones en cuanto a la canti­dad incluída o la exten­sión de algunos de ellos.  Aquí se han manejado dos versio­nes: la de J. Larraya, basada en la recen­sión tebana (cfr. op. cit., prólogo, p. XXXIII), y la editada por Daniel's Libros, que aunqu no lo especifica parece haber tomado las recensiones saíta y ptolemaica.

 

[5]. Se habla a veces de la "pasión" de Osiris, con claros envíos a la figura de Jesucristo y la religión cris­tiana.  Sin embargo, a más de las diferencias obvias entre ambas creen­cias, para el cristianismo Jesucristo era un hombre en el cual la esencia de Dios estaba encarnada y, por su naturaleza humana, pudo morir.  Osiris, en cambio, fue dios desde su ori­gen, no tuvo progenito­res mortales sino divinos y, sin embar­go, la muerte le alcanzó.

[6]. "Canto del arpista" de la tumba de Antef.  En: "Cuentos, mitos y epopeyas - Selección de obras mesopotámicas y egip­cias", pp. 20 y 21.  Los "cantos de arpistas" aparecieron co­piados en estelas, tumbas y papi­ros.  Eran interpretados en las cele­bracio­nes.  De todos ellos, el más popula­rizado hoy es el de la tumba de Intef o Antef, de la Dinas­tía XI; no obstante, la composi­ción original del poema proven­dría del Primer Período Interme­dio o, antes, de los últimos tiempos de la Dinastía VI.  El texto llegó a tener gran difu­sión y en época de Ramsés II se divulgó una versión popu­lar.

 

[7]. En: DONADONI, S., "Storia della letteratura egiziana anti­ca", p. 191.  El texto es también cit. por GARDI­NER, A. H., en: UNIVER­SIDAD DE OXFORD (S.R.K. Glanville, Dir.), "El legado de Egipto", p. 129.

[8]. Palabras de un hombre a Enkidú (quien será compañero de aventuras del protagonista de la historia).  El propio Gilgamés lo decía también: "Los días del hombre están conta­dos, cuanto hace es solamente un soplo" ("Cantar de Gilga­mesh", p.34).  La composición del poema se sitúa aproximadamente en la fecha indicada pero las copias se sucedieron y proliferaron hasta los tiempos de la dominación asiria por lo menos.

 

[9]. "Cantar de Gilgamesh", p 38.

[10]. En: DONADONI, S., op. cit., pp. 189-190.  Un texto de la época ptolomeica dice, de modo similar: "Ella arreba­ta al hijo de su madre..." (en: id., p. 305).  Any, funcionario del Imperio Nuevo (posiblemente vivió durante la Dinastía XVIII), escribió normas de sabiduría para su hijo, quien discutió los puntos y luego aceptó su vali­dez.  Las "Máxi­mas..." se preservaron en varias copias.

 

[11]. "Tu hijo, su hijo, uno de ellos", aludiendo a Kefrén, Miceri­no y el primer monarca de la nueva dinastía, el primero de tres hermanos ("uno de ellos").  Cfr. "Can­tos y cuentos del antiguo Egipto...", p. 70, nota.  La narración se conserva en el papiro Westcar, del período de los hicsos, aunque la composición original dataría de la Dinas­tía XII.  Un aburrido Keops reunió a sus hijos para que le animaran con fabulosas historias.  Cuando llegó el turno del príncipe Herdedef, éste mencionó a un fascinante personaje, el mago Djedi, quien finalmente fue llevado a la corte por orden de Keops.  Allí el mago dictó su augurio.  El relato continuaba con el nacimiento de los tres niños que serían los futuros monar­cas de la dinastía sucesora.  El cuento está inconcluso.  El príncipe Herdedef del cuento, había sido realmente uno de los hijos de Keops, conocido también como Hordjedef y autor de las "Ins­truc­ciones..." de sabiduría para su hijo Auibra.

 

[12]. La obra se conservó en un papiro del tiempo de Tutmo­sis III, en una tablilla de la Dinastía XVIII también, en prácti­cas escolares de la Dinastía XIX, y en óstraca de la Dinastía XX, pero el original procedería del reinado de Ame­nemhat I.  La historia sirvió para justificar su advenimiento al trono, en desmedro de Mentuhotep IV.

[13]. Cit. por FLAVIO JOSEFO, "Sobre la antigüedad de los ju­díos", L. I., XXVI; p. 154.  Flavio Josefo, historiador judío romanizado, nació en el 37 o 38 d.C. y murió alrededor del año 100.  Vivió en Palestina como sacerdote y militar de los he­breos, hasta ser tomado prisione­ro por Vespasiano en la guerra del año 67.  Obtuvo la protec­ción del Imperio desde entonces, actuó de mediador en los enfrentamientos entre judíos y roma­nos y fue favorecido con bienes y honores.  Escribió la "Guerra Judía", las "Anti­güeda­des", la "Autobiografía" y el tratado "Sobre la antigüe­dad de los judíos", conocido también como "Contra Apión".

 

[14]. Los babilonios designaban al muerto como aquel que "a su destino ha acudido" (Código de Hammurabi, ley 12; en: "Código de Hammurabi...", p. 90, n. 129).  Hammurabi habría reinado entre los años 1730 y 1688 o 1792 y 1750 a.C.

[15]. El cuento está escrito en el llamado papiro Harris, descu­bierto en Deir el-Medineh. Pertenece a las Dinastías XIX o XX.  Narra los empeños del padre para proteger a su hijo de los riesgos anunciados, el deseo de éste de salir al exterior y sus andanzas, mas el final no se conserva.

[16]. Cit. por FLAVIO JOSEFO, op. cit., L. I, XXVI; p. 154.

[17]. Id., p. 155.

[18]. Id., p. 156.

[19]. En: "Cantos y cuentos del antiguo Egipto...", op. cit., p. 139.

[20]. Id., p. 142.

[21]. Id., p. 143.

[22]. En sus propias palabras, "es indudable" ("Historia Univer­sal", t. 2, p. 80).

[23]. "Les contes populaires de l'Égypte ancienne", pp. 196 y siguientes.

[24]. "Historia de Egipto", p. 427.

[25]. Es el llamado "Himno de Leiden", del período ramésida.  Cit. por SAINTE-FARE GARNOT, J., "La vida religiosa en el antiguo Egipto", pp. 57-58.

[26]. "Los nueve libros de la Historia", II, CXXXIII; pp. 168-169.  Heródoto, llamado "padre de la Historia", nació en Hali­carnaso hacia el año 484 a.C. Investigador nato, recorrió gran parte del mundo conocido en su tiempo (Mesopotamia, Fenicia, Egipto, Libia, entre otras).  Visitó Egipto alrededor del año 450 a.C., intere­sándose por la historia, las costum­bres, la religión y la geogra­fía del país.  No fue el primer griego en la región del Nilo pero sí aquel de quien se conserva una descripción circunstan­ciada del país.  Se descono­ce la fecha de su muerte pero debió producirse hacia el año 406 a.C.

[27]. Escrito entre los períodos saíta y romano. En: PIREN­NE, J., op. cit., t. 3, p. 349.

[28]. "La historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Seno­si­ris".  En: DONADONI, S., op. cit., p. 324.  Las andanzas de Satni están escritas en varios papiros de tiempos de los Ptolomeos (el citado ahora) y el período roma­no, hacia los años 46-47 d.C.  El persona­je central es supues­tamente un príncipe, hijo de Ramsés II.  En sus historias hay crímenes, pasiones, moralejas, misterios sobrenaturales y todo lo que podría atrapar la atención de cualquier lector.  "La historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Senosi­ris" se conserva en una copia de la segunda mitad del siglo II d.C. pero dataría del 46-47 d.C.

[29]. Op. cit., p. 62.

[30]. "Cuando llegaron las Hatores para predecir el destino del niño, dijeron: 'Morirá por el cocodrilo, o por la serpien­te, o por el perro.'" ("El príncipe predestinado"; en: "Cantos y cuentos del antiguo Egipto...", op. cit., p. 136).

[31]. "Diccionario histórico del Antiguo Egipto", p. 179.  Sin embargo, su posición no es clara, ya que en otro pasaje habla del "buen o mal fin que permanecía ligado a la vida de una persona desde el momento de su nacimiento según determina­ción de Siete Hatores." (Id., p. 73).

[32]. Id., pp. 73 y 179-180.

[33]. Este término, que podría ser tildado de anacrónico, es el empleado sin embargo por Jacques Pirenne (op. cit.) y por Étienne Drioton y Jacques Vandier (op. cit.).

[34]. Las palabras del arpista tuvieron tal trascendencia y difu­sión, que fueron replicadas en una tumba tebana del Impe­rio Nuevo: "Yo he oído aquellas canciones que están en las tumbas de otros tiempos y las cuales hablan magnificando la existencia en la tierra y despreciando el país de los muer­tos.  ¿Pero por qué hacer así en los resguardos del país de la eternidad, justo, correcto y privado de terror?" (En: DONADONI, S., op. cit., p. 191).

[35]. En: "Cuentos, mitos y epopeyas...", op. cit., pp. 20-21.

[36]. "Cartas de Hekanajté".  Carta a su madre Ipy y a Hete­pet.  En: SERRANO DELGADO, J.M., "Textos para la historia antigua de Egipto", p. 217.  Sacer­dote Funerario del visir Ipy, desde algún lugar en el norte del país Hekanajté dirigió las misi­vas a sus parientes, residentes al sur de Tebas. Fue sepul­tado en Deir el-Bahari, donde se encontró su corres­pondencia y sus notas contables.  En ellas hablaba de la vida familiar y la situa­ción del país, en la región donde él vivía y en aquella donde estaban sus hijos mane­jando sus posesiones.  Los documentos corresponden a los tiempos de Mentuhotep II, de la Dinastía XI.

[37]. "Diálogo del desesperado".  En: SERRANO DELGADO, J. M., op. cit., pp. 273-274.

[38]. Un papiro de la primera mitad del siglo I d.C. dice: "Mejor muerte que necesidad." (En: DONADONI, S., op. cit., p. 310).

[39]. En: SERRANO DELGADO, J. M., op. cit., pp. 274-275.

[40]. "Diálogo del desesperado".  En: DONADONI, S., op. cit., p. 82.

[41]. En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 275.

[42]. DRIOTON, É.-VANDIER, J., op. cit., p. 77.

[43]. En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 275.

[44]. La Biblia, Job, 14, 14. "La Santa Biblia - Antiguo y Nuevo Testamento", p. 501.

[45]. HERODOTO, VII, XLVI; p. 516.  El historiador griego dio testimonio de la singular conducta de los trausos, grupo pertene­ciente a la etnia de los tracios, al momento de enfren­tarse a los dos extremos de la vida humana: "al nacer alguno, puestos todos los parientes alrededor del recién nacido, empiezan a dar grandes lamentos, contando los muchos males que le esperan en el decurso de la vida, y siguiendo una por una las desven­turas y miserias humanas: pero al morir uno de ellos, con muchas muestras de contento y saltando de placer y alegría, le dan sepultura, ponderando las miserias de que acaba de librar­se y los bienes de que empieza a verse colmado en su bienaven­turanza."(V, IV; pp. 370-371).  Porfirio contaba que los sama­neos -integrante de una secta de los hindúes-- "tenían tal disposi­ción ante la muerte, que el tiempo de su vida lo acepta­ban como una especie de servicio, que, de un modo forzado, tenían que tributar a la naturaleza y, en conse­cuencia, se paresura­ban a liberar sus almas de los cuerpos"; refería luego el caso de quienes resolvían quitarse la vida y a quienes "sus seres más queridos los despiden a la muerte con mayor naturali­dad que cualquier otra persona despide a un conve­cino para un larguísimo viaje. Es más, incluso se lamen­tan por seguir con vida, y tienen por dichosos a los que reciben la suerte de la inmortalidad." ("Sobre la abstinen­cia", L. IV; p. 217).

[46]. "El hombre nacido de mujer,/ Corto de días, y hastiado de sinsabores,/ sale como una flor y es cortado,/ Y huye como la sombra y no permanece." (Job, 14, 1-2; "La Santa Bi­blia...", p. 501).

[47]. En: LECA, A.-P., "Les momies", pp. 124-125.  Ptah-Hotep ejerció el cargo de visir durante el reinado del faraón Isesi.  Su tumba está en Saqqara.  Escribió una serie de enseñanzas sobre moral y urbanidad, dirigidas a su hijo, mantenidas luego como lectura clásica por las generaciones siguientes.  Existen copias en dos papiros del Imperio Medio, en uno del Imperio Nuevo y en una tablilla de madera, también del Imperio Medio.

[48]. "Admoniciones de Ipuwer".  En: DONADONI, S., op. cit., p. 78 ("Admoniciones de un sabio egipcio").  La obra, conocida también como "Censuras de un viejo sabio" o "Admoniciones de un sabio egipcio", consta en uno de los papiros Leiden, obra de un copista de la XIX Dinastía.  Sin embargo, su composición corresponde al Imperio Medio o fines del Imperio Antiguo; Pirenne, por ejemplo, lo considera origi­nario de los últimos tiempos de la Dinastía VI (op. cit., t. 1, pp. 335-337).  Se dedica fundamentalmente a describir un país caótico, donde todos sus órdenes están revertidos.

 

[49]. En: DONADONI, op. cit., pp. 78-79.

[50]. "Admoniciones de Ipuwer".  En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 81.

[51]. En: LECA, A.-P., op. cit., p. 104.

[52]. Inscripción del año XVI de Cleopatra V. En: DONADONI, S., op. cit., p. 304.

[53]. "Máximas de Any".  En: DONADONI, S., op. cit., pp. 189-190.

[54]. Inscripción del Año XVI de Cleopatra V. Id., p. 305.

[55]. Libro de los Muertos.  Ed. Daniel's Libros, cap. XXXIII; p. 48.

[56]. Id., cap. CXLVIII; p. 244.

[57]. "Textos de las Pirámides".  Pasaje tomado de la pirá­mi­de de Pepi I. (En: LARRAYA, J.A.G., "El Libro de los Muertos", ed. Janés, p. XXIX y PIREN­NE, J., op. cit., t. 1, p. 111).  Entre los vedas, una idea similar decía que en el principio no había nada y no existía muerte ni inmorta­lidad.  Ciertamente donde no existe nada no puede haber muertos, pero la inclusión del ítem señala la importancia con que pesaba el tema del fin de la vida terre­nal.  La cosmogonía heliopolitana, elaborada entre las Dinastías I y V, centraba su sistema en la figura del dios Atum-Ra, el cual, como otros dioses, surgió del caos primigenio por obra del espíritu dominando a la materia.

 

[58]. Amenofis (en la pronunciación griega o Amenhotep en lengua egipcia) adoptó este nombre, transcripto generalmente como Akhenatón.  Sin embargo, en la fonética castellana corres­ponde mejor la letra "j" en lugar de "kh".  Seguimos en esto a C. VIDAL MANZANARES (op. cit., p. 41).

[59]. "Himno a Atón". En: "Cuentos, mitos y epopeyas...", op. cit., pp. 18-19.

[60]. Entre los hebreos, Jehová diponía de la muerte de los hom­bres.  Siguiendo a Job, la decisión estaba tomada antes de produ­cirse el fallecimiento, lo cual habla de un destino para los humanos: "Ciertamente sus días están determinados,/ Y el número de sus meses está cerca de ti;/ Le pusiste límites, de los cuales no pasará" (Job, 14, 5; "La Santa Biblia...", p. 501).

[61]. El nombre deriva de Tell el-Amarna, emplazamiento de Ajeta­tón, la ciudad capital fundada por Amenofis IV.

[62]. "Instrucción de Amenemope".  En: PIRENNE, J., op. cit., t. 3, p. 50.  Amenemope fue empleado del catastro del Estado, en el Medio Egipto.  El texto de sabidu­ría (género al que los egip­cios parecen haber sido muy afec­tos), se conserva completo en un papiro y parcialmente en varios soportes.  Sus conceptos son de honda espiritualidad.

[63]. HERODOTO, II, XC; p. 145.

[64]. Flavio Josefo, por ejemplo, escribió en una refutación a Manetón: "El rey Ameno­fis, dice, quería ver a los dioses.  Pero, ¿a qué dioses?  Si era a los reconocidos legalmente entre los egipcios, el buey, la cabra, los cocodrilos, los cinocéfa­los..., ya los veía." (Op. cit., L. I, XXVIII; p. 157).  Y luego: "si todos si­guie­ran las costumbres egip­cias, el uni­ver­so se despobla­ría de hombres, ya que estaría lleno de bestias salva­jes que los egipcios consideran dioses y que alimentan con mimo." (Id., L. II, XIII; p. 194).

[65]. "Obras morales y de costumbres (Moralia)": "Sobre Isis y Osiris", 382A; p. 120.  Plutarco nació hacia el año 45 d.C. en Queronea (Grecia), en una familia de buena posición.  Cono­ció Esmirna, Alejandría, Roma y dejó numerosas obras, muchas de ellas reunidas en la Edad Media bajo el nombre de "Mora­lia".  Su tratado "Sobre Isis y Osiris" fue compuesto entre los años 85 y 126 y el escrito "Sobre el amor", entre los años 116 y 126.  Murió alrede­dor de los años 124 a 126.

[66]. Para Isó­cra­tes, la explicación no era tan metafísi­ca; debía buscar­se en un mítico personaje llamado Busiris, quien "esta­bleció para ellos numerosas y distintas prácticas de piedad, y mandó por ley que veneraran y honraran incluso a aquellos anima­les que entre nosotros se desprecian, no porque descono­ciese el valor de éstos, sino porque creía que había que acostumbrar a la masa a permanecer fiel a todo lo mandado por los gobernan­tes, y también porque quería inten­tar captar en lo visible qué inten­ción habían de tener con lo invisi­ble.  Pues pensaba que los que se preocupan poco de esto, quizá también despreciarían o más impor­tante, mientras que los que se man­tie­nen fieles a todo lo ordena­do, mostrarían una piedad fir­me" ("Discursos", XI, 26-27; t. 1, pp. 192-193).  Isócrates, orador y retórico de Atenas, vivió entre los años 436 y 338 a.C.  Tuvo su propia escuela de elocuen­cia y escribió una buena canti­dad de obras sobre diversos temas, aunque muchas de corte políti­co.  Porfirio, en cambio, apun­tan­do a la multi­pli­cidad de funda­men­tos, fue más atinado ya que englobó dis­tintos modos de pensar acerca del mismo punto: "Los egipcios los consideran dioses, ya por tenerlos realmente por tales, ya porque reali­za­ban las esta­tuas de los dioses adrede con rasgos de buey, de aves y de otros animales, a fin de abstenerse tanto de los animales como de los hombres, ya, en fin, por algunas otras razones más miste­rio­sas", y agregó luego motivos religio­sos (la divi­nidad estaba presente en todos los seres vivien­tes) y metafí­sicos (existen­cia de un ente espi­ritual en los anima­les).  En defini­tiva, "Muchas eran las razones que justifica­ban la venera­ción que sentían los egip­cios por sus dioses, valién­dose de la representa­ción ani­mal" ("Sobre la abstinencia", L. III -p. 159- y L. IV -p. 202- respectivamen­te).  Porfirio, filóso­fo neoplatónico, nació en Tiro (Fenicia) en el 234 a.C.  Fue alumno del gramático Apolonio, del matemático Demetrio, de Orígenes y de Plotino, de quien comentó las obras.  Falleció en Roma hacia el año 304.  Lo cier­to es que la costum­bre y devoción gene­ra­li­zadas sobre diversos anima­les movieron tanto la inquietud y curio­sidad de los contem­porá­neos, que éstos se sintieron tentados de hallar un motivo a tan miste­riosa sacra­lización.

 

[67]. Este tipo de conductas fue lo que provocó las mofas e irreve­rencias de los extraños.  Plutarco, con aguda inteli­gen­cia, constató las ridiculizaciones de éstos y la errada fe de los creyentes y quebró lanzas por los egipcios.  Según él, "la mayoría de los egipcios, al honrar y tratar como dioses a esos mismos anima­les, no sólo ha llenado los ritos sagrados de irrisión y de burla -y esto es el mal menor de esta necedad--, sino que una creencia peligrosa se ha implanta­do que precipita a los débi­les e inocentes en la pura supers­ti­ción, y se apode­ra de los más penetrantes y osados, lanzán­do­los hacia razona­mien­tos ateos e insolentes" (op. cit., 379D-379E; p. 114).

[68]. Op. cit., L. I, XVIII; HOEFFER, t. 1, p. 19.

[69]. GRIMBERG, C., op. cit., t. 2, p. 69.

 

 

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