por
MARCELO DE
LEÓN
"Heme
aquí; he llegado...” (“Libro
de los Muertos")[1]
Delineación. Seguramente desde que comenzó a
comprender y conocer el mundo que le rodeaba, con sus maravillas y
terrores, el hombre advirtió que la existencia tenía un fin, que los seres
no eran perennes como las rocas sino que, debido a alguna causa no comprendida
aún, la inmovilidad sucedía a la animación. Si bien es imposible discernir con
certeza cuándo estas ideas se apoderaron del raciocinio del hombre, no es
difícil imaginar que ha de haber sido con los primeros destellos de su
espiritualidad. Junto a la
conciencia de sí iba indisolublemente unida la de la finitud de la
existencia. Por otra parte, fácil
era percatarse de la presencia de la muerte. Toda la naturaleza que le rodeaba
llevaba la paradójica convivencia de vida y muerte; animación, suspensión y
fin, todos reunidos. En la terrible
observación de cuerpos rígidos y sin aliento descubrió los conceptos
de la vida y la muerte. La vida era
sinónimo de movimiento, de ser y de sentir. La muerte, su negación,
representada en los cadáveres animales y humanos. En tiempos de clanes, el encuentro
con éstos ha de haber sido cotidiano, por la gregaria organización y la
ubicación de hábitats
familiares, contiguos a aquellos cuerpos.
La
resignación o el desistimiento en la búsqueda de una casuística para lo
ineludible no han sido soluciones propias de la especie. De las especulaciones partieron
creencias relativas al alma y al Más Allá, a una vida en otro espacio,
diferente, superando las barreras de la mortalidad. De las pocas cosas que nos dejó el
hombre prehistórico, testimonios del cuidado puesto al sepultar a los suyos han
sido algunas de ellas.
Para
Egipto, desde el neolítico está atestiguada la creencia en una
supervivencia luego de la vida terrestre, pero, ¿cómo se concebía la muerte?,
¿de qué modo era vista? Carentes de
inscripciones de esa época y con restos arqueológicos que poco
esclarecen estas interrogantes específicas, constatada la existencia de
ideas funerarias lo más ortodoxo es acudir al estudio de textos de los tiempos
del Egipto histórico, con mención a lo que puede deducirse sobre los períodos
más arcaicos.
El
renacer y morir continuos en la naturaleza fueron comprendidos como un
devenir constante de ciclos inmutables en los cuales la muerte daba nacimiento a
la vida. "¿Es que el morir es un mal?", diría un
día un desesperado coloquiante. "La vida es una evolución. Ves los árboles y ellos mueren."[2] Esto, que fue punto de arranque de
los cultos agrarios -cuyo máximo exponente sería Osiris- también pudo dar pie a
los sacrificios humanos. Su
existencia entre los egipcios ha sido cuestionada, aceptándose, empero, casi
unánimemente, que sí los hubo en épocas antiguas y hasta la pre-tinita
inclusive. ¿Cuál podía ser el
sentido de tales prácticas? Buscar
la perpetuación de la vida de todos los hombres sacrificando la de alguno de
ellos. La depuración de las
costumbres y la evolución de las ideas religiosas marcaron el fin de
estos ritos macabros, sustituyendo las víctimas humanas por animales. La mitología debió recoger los recuerdos
de aquellos usos y atribuyó su extinción a la intervención divina. "Osiris hizo enseguida perder a los hombres
la costumbre de comerse entre ellos, después de que Isis hubo descubierto el uso
del mijo y de la cebada [...].
Osiris inventó el cultivo de esos frutos, y siguiendo a este beneficio,
el uso de una alimentación nueva y agradable hizo abandonar a los hombres sus
costumbres salvajes" (Diodoro de Sicilia)[3].
Muy
probablemente estas noticias de Diodoro sobre una primitiva
antropofagia fueron reminiscencias de un culto cruento que exigía
sacrificios de vidas humanas en la época prehistórica. La leyenda de Osiris significó un
paso importante en la evolución de la civilización egipcia: concebido aquél
en principio como una divinidad agraria que moría y volvía a nacer junto
con la vegetación, pronto se le rodeó de toda una saga que hablaba de un
dios asesinado por su hermano Set, despedazado por la renovada maldad de
éste y reunido al fin en una individualidad por su amante esposa
Isis. Osiris, resucitado, no tuvo
ya más un reino en este mundo, porque su espacio pasó a ser el Más Allá. Desde entonces, el lugar de los
muertos tuvo su rey, como lo tenía el de los vivos.
El
mito osiríaco, que adquirió prestigio desde el Imperio Antiguo y acrecentó cada
vez más su popularidad, dio a los hombres la posibilidad de una salvación. Eliminó el terror a la muerte, diciendo
con su ejemplo que la vida continuaba luego del fin terrenal. ¿Había algo de más valor para los
humanos que saber que ellos, creaturas de los dioses, vivirían eternamente
y, por si fuera poco, bajo la tutela de un dios bueno como Osiris? El temor del hombre a lo que le
reservaba el trasmundo explica cabalmente esa insistencia desesperada con
que los míseros mortales de todas las condiciones sociales se
aferraron a un dios asesinado.
Carcomidos quizá por la angustia, a través de su devoción pedían con la
mayor esperanza a su buen Osiris que les concediese la vida en el otro mundo "realmente, eternamente,
continuamente..."[4]
La
muerte era, pues, un mal necesario, una puerta que ineludiblemente se debía
cruzar, como lo había hecho el mismo dios inmolado. La idea del fin era tan absoluta en la
mentalidad de los egipcios que no aceptó excusar de la muerte ni siquiera
al más amado de los dioses. Tal vez
ese pragmatismo-materialismo que caracterizó al pueblo del Nilo en sus
creencias sobre lo sobrenatural (verbigracia, el lugar paradisíaco era muy
semejante a la Tierra, incluso en cuanto al deber de trabajar), dejaba también
aquí su huella y no permitía a las elaboraciones teológicas (aspirantes a
encontrar la esencia del Ser Supremo) desprenderse de un antiguo concepto del
dios semejante, en cuanto mortal, al hombre.[5] Tal vez haya ocurrido de este
modo...
La
muerte era innegablemente poderosa, avasallante, absoluta. "Las lamentaciones no salvan a nadie de la
tumba." "Mira que no hay quien se
vuelva atrás."[6] Estos consejos prácticos de un
arpista estaban totalmente desprovistos de poesía, esperanza y redención
última. No había ilusión. No había
cuestionamientos.
Sólo asertos empíricos. Una
inscripción de una tumba de la Dinastía XVIII -cuyo autor se sublevó contra la
irreverencia de los cánticos hedonistas- señalaba a la región de los
muertos como una "tierra que no tiene
enemigos, todos nuestros familiares allí reposan desde el tiempo de la primera
vez.(...) No puede suceder que un
hombre se detenga en Egipto, no hay uno que no llegue a allí...".[7] Ambos comentarios -el del
arpista y este último- partieron de una misma constatación (la finitud de la
existencia), aunque sus resultados fueron diferentes, signados por el
apego mundano en uno y por la reverencia ante el Más Allá en otro. A veces hubo optimismo, a
veces pesimismo: pensamientos de este tenor han aparecido con
insistencia en todas las culturas, porque la angustia existencial
se repite más allá de las fronteras geográficas, y algunos son
extremadamente sobrecogedores.
La comprensión del morir mostraba una verdad
incontestable: no se le podía evitar. Alrededor de 3100 años antes de
Cristo, el "Cantar de Gilgamés" consignó en la escritura el pesar de los
sumerios y serviría luego para reflejar el de babilonios y asirios: "A mujeres impuestas por la suerte/ el
hombre fecunda,/ y después... ¡la muerte!/ Por voluntad de los dioses
tal es el decreto: desde el seno materno la muerte es nuestro
destino".[8] El rey que buscaba la inmortalidad
conocía la muerte y la miseria de natural corrupción que conlleva: "En la ciudad el hombre muere, oprimido el
corazón/[...]. He mirado sobre el
muro y visto/ los cuerpos que flotan en el río./ También ése será mi
destino, de sobra lo sé."[9] La Muerte no tenía tiempo ni
protocolos. Llegaba sin aviso: "Cuando quiera tu Mensajero arrebatarte,/
Te encontrará pronto a ir al lugar de la quietud/ Y dirás: 'He aquí, viene
uno que se prepara antes de ti'./ No digas: 'Yo soy demasiado joven para que tú
me arrebates'./ Tú no conoces tu muerte./ Viene la muerte/ Y arrebata al
niño que está sobre el regazo de su madre/ Como a aquel que es ahora
viejo."("Máximas de Any").[10]
El
sino. La atención al destino está
estrechamente vinculada al tema de la Muerte, dado que los principales hechos en
la línea trazada por aquél son el nacimiento y la defunción. Los egipcios creían en la
posibilidad de conocer el futuro, que estaba marcado por sucesos puestos por los
dioses en las vidas de los hombres.
El cuento de "El rey Jufu y los magos" y las "Instrucciones de
Neferty" contenían profecías de corte político. En el primero, el mago Djedi anunció al
faraón Jufu (Keops) el fin de su dinastía y el advenimiento de la
siguiente.[11] En el segundo, el sacerdote Neferty
advirtió a Snefru la próxima venida de un tiempo de convulsiones y crisis,
hasta que un nuevo faraón -sin sangre real- se impondría como gobernante
del país (Amenemhat I).[12] Estas predicciones se construían
con fines políticos (propagandísticos), una vez acaecidos los
hechos que pretendían anunciar, mediante la recopilación de ciertos
eventos pasados. Pero si su
confección y difusión fueron viables, ello se debió a que los anuncios del
porvenir no eran ajenos a la civilización egipcia sino parte de las creencias
generales. De otro modo no hubiesen
sido más que fábulas. También
Manetón relató un caso de avizoramiento del futuro mas en una narración
aparentemente desprovista de fines claramente utilitarios (como los de las
historias mencionadas antes): durante el reinado del tercero de los
Amenofis, un sabio de igual nombre previó que un día el país sería dominado por
extranjeros durante largo tiempo.[13]
Conocer
lo que sucederá sólo es posible en el supuesto de que existan mojones
preestablecidos en el camino de vida de cada hombre. Los egipcios creían en la presencia
de un destino. Y en ese hado la
muerte ya estaba señalada.[14] De eso precisamente trataba el cuento de
"El príncipe predestinado".
Allí se conocía un destino en su etapa final: la muerte. Érase una vez un rey sin descendencia,
que rogó a los dioses un hijo varón.
Éstos le concedieron su pedido pero le anunciaron también que su
vástago moriría por un cocodrilo, una serpiente o un perro.[15] Pero como durante la infancia
y adolescencia del muchacho el padre se dedicó a sortear el nefasto designio, el
planteo más importante aludía a la posibilidad o no de evitar el sino
marcado. He aquí la cuestión:
si la muerte era omnipotente el destino no podía ser evitado; si no lo era,
éste podría ser alterado en el curso de la vida. Los elementos de estudio en este
punto son escasos, de modo que no se puede exigir certeza absoluta a los
postulados a remitir. Sin embargo,
ha de verse qué es posible concluir, aunque sólo quede en el plano de la
hipótesis…
En
el cuento de "El rey Jufu y los magos", Keops conoció la futura línea de
sucesión. Se inquietó pero no
interrumpió el curso de los acontecimientos, quizá porque se le aseguró que
tanto su hijo como su nieto llegarían a reinar.
En
el relato debido a Manetón acerca del adivino que anunció que en el futuro
"algunos se aliarían con los impuros y
dominarían Egipto durante trece años"[16],
el hado estaba presente.
Los "impuros" eran los enfermos del Imperio, primero aislados por el rey
en las canteras de Tura y después con permiso de residencia en
Avaris. Efectivamente,
organizaron un levantamiento contra el gobierno. "No fue poco lo que se turbó Amenofis,
el rey de Egipto, cuando tuvo conocimiento de la invasión, pues se acordaba
de la predicción de Amenofis el hijo de Paapis"[17],
pero "aunque salió al encuentro de sus
enemigos, no quiso presentar batalla, pues pensaba que no había que combatir a
los dioses."[18] Enfrentar al destino equivalía a
enfrentar a las divinidades.
Hacerlo seguramente acarrearía funestas consecuencias y no serviría para
alterar las líneas ya establecidas por el sino. Esto se condice con el pensamiento
religioso egipcio, el respeto a los dioses y la práctica de la
virtud.
Finalmente,
volvamos al cuento de "El príncipe predestinado", recaudo imprescindible al
exponer la idea de un camino trazado de antemano, desde el nacimiento o
antes. Como las posibles causas de
muerte del príncipe eran claras (cocodrilo, serpiente o perro), para
el temeroso padre no fue difícil dejarse llevar por la tentación de alterar el
destino de su hijo. La casa
fortaleza que construyó para él serviría aparentemente para alejar a
cualquiera de los tres animales mencionados. Cuando el niño se convirtió en muchacho
decidió partir y, para convencer a su padre, le envió un mensaje: "¿De qué sirve que pase aquí mi vida
ocioso? Ya que me amenazan tres
destinos adversos, déjeseme obrar según mi corazón, y Dios hará su
voluntad."[19] Dos sentidos se rescatan aquí: uno,
la comprensión de que no se podía obviar el hado por voluntad humana,
ya que había sido impuesto por voluntad divina; otro, la posibilidad de
"gracia", otrgada por los mismos dioses.
¿Podía ser alterado el destino y, por ende, la muerte que él
marcaba? Sí, porque no era un ser
poderoso que atenazaría al propio Zeus sino un acto volitivo de la
divinidad y, como tal, pasible de alteración siempre y cuando lo quisiese la
propia deidad. Lo confirmará la
esposa cuando, peripecias varias y una serpiente muerta después, dirá
al príncipe: "He aquí que tu dios ha
puesto en tus manos uno de tus destinos.
Él te pondrá también los otros."[20] Finalmente, un cocodrilo atrapa al
príncipe y le habla y en sus palabras reaparece la idea de un hado
mutable: "Yo soy el destino que te
persigue. Pero te dejaré el
día que el gigante deje de existir."[21] El cuento está
inconcluso. C. Grimberg
entendió que acababa felizmente[22]
pero para Gaston Maspero, en cambio, resultaba claro que el
príncipe no podría jamás librarse de su trágico destino[23]
y Drioton y Vandier coincidieron con esta opinión[24]. Pero las palabras del
príncipe y luego las de su esposa permiten diferir de esta
drástica solución. Y no fueron sólo
frases de consuelo, ya que sus conceptos terminarían siendo
corroborados por el mensajero de la muerte: el
cocodrilo. Entonces, es claro
que el destino no podía ser burlado, pero ello no significa que la
conmiseración o, simplemente, la secreta voluntad de los dioses, no
pudiesen otorgar una excepción a sus propios decretos. Es por eso que un himno a Amón-Ra lo
señalaba como aquel "que arranca
del destino, según la voluntad de su corazón"[25]. Amón-Ra, pues, cambiaba el
hado de los hombres si le placía hacerlo.
Otro
caso "real" por la categoría de los personajes involucrados fue narrado por
Heródoto. Habiéndosele decretado al
faraón Micerino que no le quedaban más de seis años de vida, quiso éste "desmentir al oráculo, declarándolo falso y
engañoso", mediante la fabricación de gran cantidad de candelabros que,
iluminando sus noches, las convertirían en días y duplicarían el tiempo que
se le reservaba.[26]
El
Papiro Insinger habló claramente del tema del destino: "Dios pesa el corazón de cada uno teniendo
en cuenta el sino que le fue concedido".[27] Pero el destino no estaba
personalizado y divinizado como en la mitología helénica, sino que era
decidido por los dioses ya existentes.
Incluso Osiris tuvo ingerencia en el asunto -su reino estaba en el
Más Allá pero era invocado para temas del más acá-, ya que Ramsés III y Ramsés
VII le rogaron la concesión de gobiernos largos y dichosos (tal vez en el
entendido de que, siendo dios de los muertos, decidía cuándo llamar a
los vivos a su reino). En "La
historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Senosiris", un difunto fue
juzgado "por el tiempo de la duración de
vida que Tot le había prescripto como esperanza."[28]
A
este punto puede ser controvertida la figura de las Siete
Hatores, de aisladas y muy escuetas referencias tanto en fuentes como
en escritos de investigadores de la historia de Egipto. Drioton y Vandier sólo dicen de
ellas "que fijaban el destino"[29]. Estas Hatores fueron las
responsables del anuncio del hado del príncipe predestinado.[30]
Sin embargo, ha quedado probado que la fijación de los
acontecimientos de la vida provenía de las divinidades. Entonces, ¿qué rol competía a
las Siete Hatores?… El de
anunciadores del sino, que es diferente a considerarlas sus creadoras. En este mismo sentido parece haberse
dirigido César Vidal Manzanares al definirlas como "seres divinos que
podían predecir el futuro y conocían el momento de la muerte de cada
egipcio."[31] Por otra parte, se creía que
sustituían a los príncipes nacidos en días nefastos por
niños cuya llegada al mundo se hubiera producido en días fastos.[32] Por ende, de ser ellas tejedoras del
destino de cada príncipe, ¿qué necesidad podrían haber tenido para recurrir
al canje de criaturas cuando hubiera bastado un cambio de voluntad
propio? La respuesta sería
sencilla: las Siete Hatores anunciaban la estrella otorgada mas no la
diseñaban. Ni la muerte ni el
destino eran entidades independientes, sino creaciones de la
divinidad.
Perspectivas. A través de los siglos, diversos
textos manifestaron en Egipto otras tantas opiniones acerca del morir,
opiniones adversas unas y positivas otras. La muerte fue odiada por muchos y amada
por tantos otros y los criterios para definir el sentimiento más de
una vez nacieron de la situación política, económica y social del país,
reflejando en sus variantes los vaivenes del Estado a lo largo de la
historia. Hasta ese punto vida
y muerte se integraban en Egipto.
Como
el alma del hombre ha sido un continuo oscilar, distintos hombres y distintas
épocas concebirían la terminación de la existencia como "liberación" o, por el
contrario, como "acto de verdugo".
A pesar de que en todos los tiempos hubo escritos que instaron a la
preparación moral para el otro mundo, en todas las épocas hubo también
atracciones terrenas. Estos
conflictos o incongruencias permanecieron vigentes hasta el fin mismo del
Imperio y se agudizaron en ciertos períodos de crisis.
A
las Dinastías del Imperio Antiguo siguió un desorden político y social que
jalonó, después de la Dinastía VI, el fin del primer esplendor
egipcio. El Estado unificado
se fraccionó en feudos.[33] La autoridad real ya no fue
reconocida y el país se sumió en cruentas turbulencias, de las que el
"Diálogo del desesperado" y las "Admoniciones de Ipuwer" dejaron abundante
crónica. Al mismo tiempo de
incentivar en muchos la piedad a los dioses (desde que ya no se podía creer en
los hombres), la crisis del Primer Período Intermedio secó en buen número
de corazones la vertiente de la preocupación por la eternidad, si bien no la de
la fe en su existencia. El "Canto
del arpista" de la tumba de Antef es claro ejemplo de descreimiento en la
práctica de la moderación. Para él,
ésta no tenía sentido dentro de los pocos años a vivir en esta tierra: la vida
era corta, había que disfrutarla; tal era su mensaje. Grabado en un sepulcro, resaltaba con
ello el contraste vida-muerte y actuaba como recordatorio permanente de la
finitud de la existencia. Además,
dado que el mensaje lo daba en definitiva un difunto, tenía tras sí la
experiencia de "ser y dejar de ser" para respaldar sus
consejos.
El
arpista representado exaltaba el gozo de los bienes terrenales, al no
preocuparse por la segadora de vidas. Su concepto de la muerte era, pues, el
de un fin de los placeres. Creía en
el otro mundo, era consciente de que morir significaba trasponer el
ser a una nueva dimensión, pero nada de esto lo conducía a cavilaciones
metafísicas ni ascetismos.
Todo lo contrario: si la vida era corta, debía ser vivida
intensamente. Su alma
estaba en crisis, como el país al que pertenecía, y encontraba su
consuelo en las cosas inmediatas, no en perspectivas de futuro y
mucho menos en la muerte.[34] Para este músico la muerte era
indefectiblemente el punto final al regocijo terrenal: "Aumenta tus beneficios/ de modo
que no sufra tu corazón./ Sigue a tu corazón y a tu bien./ Haz tus cosas en la
tierra,/ no amargues al corazón:/ vendrá para ti el día del grito,/ pero no
escuches a los corazones cansados, a su grito:/ Las lamentaciones
no salvan a nadie de la tumba./ Pasa un día feliz/ y no te estanques./ Mira que
no hay quien lleve sus cosas consigo./ Mira que no hay quien se vuelva
atrás."[35]
El
arpista instaba a no ahogarse en lamentaciones o
preocupaciones porque la vida debía ser disfrutada. Quien no saliese de su
"estancamiento" no podría arrepentirse una vez sobrevenida la
muerte. Conceptos tan antiguos han
sido repetidos en todas las épocas, incluida la nuestra. Todo es una circonvolución de la
misma idea de una muerte cuya llegada es vista como un pesar. El hombre que sentía como el arpista
veía trastabillar todo el mundo organizado en el que habían vivido él y sus
padres. Los valores ya no se
sostenían. Se cuestionaba la
sabiduría de los ancestros. La
filosofía del músico y cantor era una práctica de evasión: si el mundo
estaba en crisis, si el pueblo más brillante de la tierra (como se
concebían a sí mismos los egipcios) estaba vuelto de cabeza, si la muerte
puede alcanzarlo en el momento menos pensado, pues "a pasar un día feliz" y
olvidar el entorno. Olvidar las
meditaciones... Ante el
inconformismo de los miembros de su familia, el Sacerdote Funerario
Hekanajté los amonestó con un: "Se
dice que es mejor vivir a medias que morir de una vez"[36]. Textos de similar tenor aparecieron a lo
largo de la historia de Egipto, en buenas y malas épocas.
Frente
a situación parecida el llamado "desesperado" o "suicida" tomó una actitud
completamente distinta. El panorama
descripto es desolador... "¿A quién
hablaré hoy?/ Los hermanos son unos malvados,/ y los amigos de hoy ya no aman./
¿A quién hablaré hoy?/ Los
corazones son rapaces./ Cada uno arrebata los bienes de su vecino./ (¿A quién
hablaré hoy?)/ La amabilidad ha muerto,/ la violencia asalta a todos./ ¿A quién
hablaré hoy?/ Se encuentra satisfacción en la maldad./ La bondad ha sido
abandonado por todas partes./ ¿A quién hablaré hoy?/ Aquel que debía
enfurecer al hombre por sus crímenes/ hace que todos rían (ante) sus maldades./
¿A quién hablaré hoy?/ El criminal se ha convertido en un intruso./ El
hermano con quien se acostumbraba a actuar es hoy un enemigo".[37] Y continuaría su lánguido lamento,
insistiendo siempre en aquella frase que funcionaba como latiguillo
("¿A quién hablaré hoy?") y surtía el efecto de acentuar el impacto de sus
declaraciones en el ba que lo
escuchaba. Agobiado en su sensible
naturaleza por las injusticias (hacia él y hacia los demás) que veía en derredor
en medio del caos que siguió al fin de la Dinastía VI, el desesperado invocaba a
la muerte. Para él, pues, expirar
era sinónimo de liberación.[38] Y en una serie de alegorías
comparaba su situación -la de un hombre resuelto a darse
fin- con sinónimos de libertad, regocijo y motivos de alegría en vida: "La muerte está hoy ante mí/ (como cuando)
un hombre enfermo sana,/ como salir afuera tras estar confinado./ La muerte está
hoy ante mí/ como la fragancia de la mirra,/ como sentarse bajo un toldo un día
de brisa./ La muerte está hoy ante mí/ como el perfume del loto, como estar
sentado al borde de la ebriedad./ La muerte está hoy ante mí/ como cuando el
cielo se despeja,/ como cuando un hombre descubre lo que ignoraba."[39]
En
la mitología egipcia no existía una "Parca" pero el autor del texto jugó con una
prosopopeya que crearía en el lector o escucha la visión de una Muerte
personificada. Su ba (o alma, según se traduce a veces el
vocablo) parecía estar apegado a las mismas atracciones mundanas que el
arpista, aunque tal vez sus respuestas fuesen sólo la lógica defensa
del instinto de conservación o argumentación sin convencimiento hecha sólo para
disuadir al futuro suicida de sus proyectos. De todos modos, la impresión que dan las
palabras del ba es la de un hedonismo
muy cercano al del arpista de Antef. "Si
tú recuerdas la sepultura, es una turbación para el corazón, es un
llamar al llanto por el lamento sobre el hombre".[40] Ambos, sin embargo,
coincidieron indirectamente en un aspecto: el carácter de inmensidad de la muerte. Para el ba, eso se traducía en impotencia a la
hora de enfrentarla, con la consiguiente carga de sufrimientos
espirituales; por tanto, la mejor opción era alejarla del pensamiento. He aquí su legado. El del desesperado, por su parte,
una cadena de imágenes y simbologías que mostrarían su dolor y su
concepción acerca de la vida y la muerte.
Una de sus metáforas destaca sobre las demás: "La muerte está hoy ante mí/ como cuando un
hombre desea ver el hogar/ después de haber pasado muchos años en
cautiverio."[41] ¿Acaso no sería el cuerpo mismo una
prisión y su abandono la libertad?
Más allá de la condena a obtener ésta por mano propia, todas las grandes
religiones han coincidido en sentir el cuerpo como una envoltura e incluso
"cárcel" del alma al mismo tiempo.
No quiere decir esto que en la mentalidad egipcia el cuerpo era prisión
del espíritu, pero así lo sintió el Desesperado y cuantos hayan compartido su
estado de ánimo. Su liberación
estaba en la muerte misma. En
cuanto al resto de los egipcios, "la muerte era concebida […] como la separación
del elemento corporal y los espirituales" (Drioton y Vandier).[42] Comprendido esto, la metáfora del
suicida puede
aplicarse
a las creencias de todo su pueblo: el ser físico llevaba en sí los entes
espirituales. Sólo que dentro
del pesimismo de aquel hombre se trataba de cautiverio... Para él la muerte era la apertura de
puertas a un lugar de sosiego, paz, justicia y realización, del
que sufría una separación involuntaria. "Verdaderamente, aquel que está más
allá será un dios viviente,/ castigando el crimen del malhechor./
Verdaderamente, aquel que está más allá estará en la barca de Ra/
haciendo que sus regalos fluyan a los templos./ Verdaderamente aquel que está
más allá será un sabio, no impedido de apelar a Ra cuando hable..."[43]
En
otras naciones los sentimientos fueron los mismos, porque en cuanto a afectos y
tribulaciones los hombres han sido básicamente uno en todos los sitios y en
todas las épocas. Los sufrimientos los han unido tanto como la felicidad,
aún sin saberlo ellos. Entre los
hebreos, el desdichado Job dijo: "Todos los días de mi edad esperaré,/ Hasta
que venga mi liberación."[44] Artabano, tío de Jerjes, llegó a
razonamientos similares a los del desesperado del cuento egipcio,
si bien por diferentes motivos: el primero lo hizo por la experiencia de la
edad y la sabiduría de quien había sabido vivir la vida de todos los hombres; el
segundo, por el desasosiego y angustia de ver una brillante civilización
convertida en ruinosa confusión.
Explicaba Artabano: "en la
vida humana, pues, siendo tan breve como es, nadie hubo hasta ahora tan
afortunado (...) que no haya deseado, no digo una, sino muchas veces, la
muerte antes que la vida; que las calamidades que a ésta asaltan y las
enfermedades que la perturban, por más breve que ella sea, nos la hace
parecer sobrado duradera; en tanto grado (...) que la muerte misma llega a
desearse como un puerto y refugio en que se da fin a vida tan miserable y
trabajosa. No sé si por la aversión que los dioses nos tienen nos dan una
píldora venenosa dorada con esa dulzura que nos pone las cosas del
mundo".[45] ¿Por qué desear una existencia breve
cuando generalmente ésta ya lo era en un mundo donde la media de la
expectativa de vida rondaba los 36 años? Por sus condiciones duras y
sufridas.[46] Los egipcios se saludaban
deseándose 110 años de vida sobre la tierra pero la realidad de la vejez
volvía más que dudoso el anhelo de su concreción. Y, por si fuera poco, la ancianidad no
era una edad dorada. Ptah-Hotep,
visir de la Dinastía V, alcanzó una avanzada senectud pero, a tenor de sus
palabras, la situación no era nada envidiable: "la vejez ha descendido a mí; la
languidez ha venido, la debilidad (de la infancia) se renueva [...]. Los brazos están débiles, las piernas
han renunciado a seguir al corazón que se ha vuelto fatigado. La boca está muda, no puede hablar: los
ojos están débiles, las orejas están sordas; la nariz está cerrada, no puede
respirar más. El gusto se ha ido
completamente. El espíritu
está olvidadizo, no puede recordar de ayer. Los huesos están mal en la anciana edad;
levantarse y sentarse son difíciles el uno y el otro. Lo que estaba bien ha devenido mal. Lo
que hace la vejez a los hombres es mal en todas las cosas."[47]
Entre
el suicida y el arpista, Ipuwer, sabio egipcio contemporáneo de ambos,
tomaría una posición ecléctica ante el tema de la muerte. Su descripción de la situación interna
en Egipto fue terrible y más precisa que la de los otros textos. Sin embargo, no anheló la muerte ni
se refugió en un cómodo individualismo: por el contrario, exigió de la
autoridad el restablecimiento del orden, de ese orden en el cual los
temas de la muerte y el Más Allá tenían su justo lugar. "Es (...) bello/ cuando los brazos de los
hombres construyen pirámides".[48] Partícipe de un equilibrio entre lo
mundano y las preocupaciones por el Más Allá, Ipuwer no desatendió los
placeres de este mundo pero tampoco los sobrevaloró. Halló bello el buen beber, la felicidad
que eso daba al corazón, el vestir impecablemente, el arreglo personal. Entre estoicos y sepulcros, su
reflexión jugó también con la ironía, con preguntas retóricas ("¿Sé de un pastor que ame la
muerte?"[49]), donde la opción era la vida, o
lamentos de decepción con indirecta invocación a la muerte: "¡Ojalá esto fuera el fin de la humanidad!,
sin más concepciones ni nacimientos.
Entonces la tierra dejaría de dar voces, y no habría (más)
tumultos."[50] En este pasaje Ipuwer no pedía la muerte
personal ni la inmolación de la raza humana, no renegaba de
su existencia, pero ante los desastres vividos en el país deseaba una especie de
exterminio por omisión y no por
acción, por la no aparición de generaciones futuros, por la anulación de la
capacidad reproductora de la especie.
Las
inscripciones de las tumbas son sintomáticas en lo que respecta a la
evolución de las ideas y, más aún, a la simultaneidad de sentimientos
diversos. Así, en la época romana convivían las de los más
variados tonos: en demótico, con fe en una vida después de la vida ("Que Hator te dé pan", "Tu alma vive", "Que Heket te dé leche"); en griego,
con desaliento y resignación, indicando la ligazón a esta vida ("No te aflijas", "En recuerdo eterno", "Nadie es inmortal"); y tímidos
asomos del incipiente cristianismo, primando la espiritualidad y
fundiéndose las ideas de liberación y resignación ("Él se ha ido hacia la luz", "Él ha entrado en el reposo").[51].
"La
muerte (...) llama a cada uno a sí. y ellos vienen a ella pronto, incluso si sus
corazones tiemblan ante ella por terror.(...) Ninguno puede alejar su
maldición de aquellos a los que ama.(...) Todos le imploran; pero ella no vuelve
su cara."[52] Este texto perteneciente al período de
los Ptolomeos muestra otro aspecto de las inquietudes metafísicas relativas
al morir. Las advertencias de Any
sobre "el mensajero" y sus ideas sobre la igualdad de los seres frente a la
muerte ("Y arrebata al niño que
está sobre el regazo de su madre/ como a aquel que es ahora viejo"[53])
se repiten, casi, en la siguiente inscripción funeraria: "Los grandes están en su mano como los
pequeños."[54] Habla de una concepción democrática
que no siempre fue
bien entendida. Aunque resultaba
obvio que todo ser humano fallecería un día, más allá de su edad o poder o
cualquier otra ventaja o desventaja en vida, los privilegiados de siempre
quisieron separarse del destino común y, como no podían evitar lo inevitable
-que la muerte les alcanzara- enconntraron su solución en el mundo de los
espíritus. Así, durante un
buen tiempo, el faraón primero y sus allegados después creyeron poder
disfrutar con exclusividad de un Más Allá dichoso, participando de un mundo
al que sólo los elegidos de la sangre o el privilegio llegarían. El avance de las ideas osiríacas
con su mundo abierto a todos los difuntos terminó por hacer retroceder ese
elitismo trasmundano de reyes y aristócratas.
De
los textos surgen numerosas alusiones al fin terrenal como paso a una vida mejor
y eterna en otro mundo ("yo vivo una
vida nueva tras la muerte", dice el difunto en el Libro de
los Muertos[55],
presente en "la Región de la
Vida"[56]). Esto, que podríamos incluir en esa
posición "ecléctica" que se adjudicó a Ipuwer y que lo era en tanto no
caía en los extremos de "liberación" o de "tragedia" al momento de
contemplar la muerte, estuvo presente en todas las épocas de la historia de
Egipto y era, podemos creerlo, la concepción más generalizada y aceptada en el
piadoso pueblo, quizá por su moderación frente a las otras: no debe olvidarse
que una de las virtudes que ensalzaron los egipcios fue, precisamente,
la moderación, el equilibrio en todas las cosas.
La
muerte no tenía asignada una figura específica pero como hecho de la naturaleza
había sido creada o surgido en determinado momento. Para la cosmogonía heliopolitana,
concebida en el Imperio Antiguo, la salida del universo a partir de la nada
inicial (o más bien, de algo amorfo, indefinido y yermo, similar al caos del
Génesis bíblico) trajo consigo la muerte. En aquel incio "No había ni cielo, ni tierra, ni hombres;
los dioses no habían nacido aún, todavía no había muertos."[57] Pero la idea de que el principal entre
los dioses (el único, en el caso de Atón, cuando la reforma religiosa de
Amenofis IV) administraba a voluntad el tiempo en esta Tierra, debía ser de
más sencilla comprensión que las elaboraciones teológicas. Es lo que ocurrió con Amón, oscura
divinidad en épocas del Imperio Antiguo, que alcanzó inmenso prestigio desde la
Dinastía XI y se convirtió en el dios del monarca, conjugándose junto
con el otro gran dios de aquellos tiempos: Ra. Entonces se le invocaba bajo el
nombre de Amón-Ra. Como deidad
principal (el prestigio de Osiris pertenecía a un terreno distinto) se le
atribuía el inicio y la continuidad del vivir, por lo que no extraña que se
creyese en él como amo de la mortalidad.
Amón adquirió tan gran poder que antes del cisma religioso de Ajenatón se
tendía ya a cierto monoteísmo y Amón, señor del mundo, era quien ponía en marcha
la vida de todos los seres.
Amenofis
IV llevó más allá la tendencia monoteísta y declaró a Atón único dios. Bajo el nombre de Ajenatón
("servidor de Atón")[58]
se hizo su profeta e hijo predilecto.
Los himnos a esta única deidad, plenos de belleza y alegría de vivir,
participaron de la creencia en un Atón que daba vida a todos los seres y
también disponía su duración. Él
decidía cuándo había de morir cada individuo. Uno de los himnos compuestos por el
rey rezaba: "tú has colocado a cada
hombre en su lugar,/ has proveído a sus necesidades:/ cada uno con su pan,/ y es
contada la duración de su vida./ (...) Tú eres la duración misma de la vida,/ y
se vive de ti".[59] Dentro del conmovedor y sincero amor que
emana de toda la loa a Atón, destaca la forma tan sencilla y humilde de
concebir el fin. No sólo no había
queja sino que la muerte misma era una ocasión más para admirar al dios supremo
en su poder, por ser esa otra de las maravillas por él creadas. A su vez, ese poder caía sobre todo el
mundo; todos los hombres eran criaturas del dios, egipcios o no. Y si él decidía sus nacimientos y vidas,
también contaba la extensión de éstas.[60]
En
los medios cultos, la senda de abandono del panteísmo por un henoteísmo (el
politeísmo puro había quedado atrás para ellos), que se venía marcando desde
hacía siglos, persistió más allá del fracaso de la doctrina amárnica.[61] En tiempos de la Dinastía XIX, Amenemope
escribió: "el hombre es arcilla y paja,
y Dios es su arquitecto; él destruye y construye diariamente".[62] Desde entonces, en otros textos, como el
Papiro Insinger, Dios aparecería con la potestad de la vida y la
muerte de todos los hombres. Los
hombres dirigían a Él sus plegarias y se mantenían en un absoluto respeto a la
suprema voluntad.
Las
concepciones monoteístas o que se orientaban a una calificación de esta
naturaleza fueron ajenas al pueblo, incomprensibles muchas veces para
él. La mayoría de los egipcios no
tenía la misma facilidad de acceso a las discusiones teológicas, a las
elaboraciones doctorales, que las clases acomodadas. Para la gente común dioses había muchos
y habitualmente preferían ser devotos de una divinidad en particular (el culto a
Osiris tuvo una enorme importancia en la piedad egipcia). Para estos hombres y mujeres, ¿cómo
surgía el dictamen de muerte, quién lo determinaba? La muerte sobrevenía porque los dioses
en conjunto lo habían decidido o, en otros casos, se la atribuía a alguna
deidad en particular, ya fuese porque se la adoraba como al ser sobrenatural más
poderoso, ya porque el dar fin a las vidas humanas se contaba entre sus
potestades.
Tampoco
debe creerse que todos los espíritus cultivados se alejaban de la múltiple
adoración. Todo lo contrario. No había separaciones nítidas en
los marcos de referencia sobre religiosidad. Sí se sabe que en general los egipcios
vivían una suerte de panteísmo no del todo definido, panteísmo en evolución
y más esclarecido para la gente culta. Por otra parte, la tendencia a
nombrar al Ser Supremo como Dios antes que por alguno de los nombres de la
teología, acusada con mayor intensidad desde la Época Baja, habría
alcanzado también al individuo común.
Obviamente, no sería éste el panorama general, pero por cierto que
los escritos de Amenemope llegaron a penetrar las férreas tradiciones del
pueblo.
En
resumen, en la opinión corriente fallecer era una disposición del ánimo del
o los dioses principales, justos sin embargo como administradores de la duración
de vida. Era siempre una
muerte provocada por elementos exógenos, ajenos al propio
interesado.
La
concreción más visible -literalmente hablando- del dios que interrumpía el
hálito vital, era el morir bajo el ataque de un animal sagrado o en el
Nilo. "Siempre que aparece el cadáver
de algún egipcio o de cualquier extranjero presa de un cocodrilo o
arrebatado por el río," escribió Heródoto, "es deber de la ciudad en cuyo territorio
haya sido arrojado enterrarlo en lugar sacro, después de embalsamarlo y
amortajarlo del mejor modo posible. Hay más todavía, pues no se permite a
pariente o amigo alguno tocar al difunto por ser éste un privilegio de los
sacerdotes del Nilo, los que con sus mismas manos lo componen y sepulten como si
en el cadáver hubiese algo de sobrehumano."[63] Según el testimonio del griego,
morir de ese modo implicaba privilegios inusuales, como el de que el erario
público tomase a su costo no sólo el funeral sino inclusive los
procedimientos de momificación, abonando por los mejores (y más
costosos). Todo sin distinguir
la posición social o económica del difunto ni tampoco nacionalidad, lo cual
es lógico: si el dios no lo había hecho, ¿por qué deberían hacerlo los
hombres?.
El
culto a los animales no es un tema menor a los efectos del presente
análisis. Su trascendencia llevó a
aplicarles (a algunos individuos selectos primero, a toda la especie
después) prácticas funerarias utilizadas en los hombres. Igualmente, el caso antes citado
por Heródoto se vincula al zoomorfismo religioso. También aparecían los animales como
salvadores del alma en el Más Allá, cuando el difunto se vestía
mágicamente de gato, halcón, garza, para esquivar los peligros de su
viaje. Y para confusión de muchos
acerca de la metempsícosis (que, como se verá, no formó parte de las
creencias egipcias), la reencarnación en un animal podía ser uno de
los destinos del hombre.
Mal
comprendido por muchos contemporáneos[64]
e investigadores modernos, el culto a los animales ha sido
redimido por los criteriosos estudios de otros egiptólogos, como
Pirenne. Los egipcios no creían
realmente que tal o cual animal fuese su dios, un dios, sino que veían en
aquél atributos de la divinidad o al ser encarnado a veces, o a su
criatura protegida. Las bestias no
eran seres divinos sino que recordaban e incluso pertenecían a la
deidad sobrenatural. "No debemos honrar a éstas," decía
Plutarco, defendiendo las concepciones egipcias, "sino a través de ellas a lo divino, porque
son también, por naturaleza, los más claros espejos de lo divino; pues
estos animales hay que considerarlos como el instrumento o arte del dios que
ordena todo."[65]
[66]
Las
teorías más aceptadas sobre el culto a los animales hablan de un origen totémico
en el cual se exaltaban cualidades particulares de ciertas especies
animales, lo que las colocaba por encima del ser humano: la fuerza, la
habilidad, etc. Por eso el animal
podía ser la potencia superior encarnada. Luego las imágenes sustituyeron a los
animales y finalmente la evolución de los tiempos les otorgó formas de hombres y
cabezas zoomorfas.
Claro
que, con la marcha de la historia, la religiosidad del vulgo se inclinó con
fervor hacia la devoción a los animales -muchas veces divinizados de por
sí- y de allí la proliferación de necrópolis de ibis, serpientes,
gatos, cocodrilos, monos, etc. Fue
una degeneración del culto, que en principio tomaba como sagrados a animales que
reunían una serie de caracteres preestipulados y terminó por caer
-desde la Época Baja, de forma cada vez más marcada, hasta el fin de la
civilización egipcia- en la sacralización de todos los miembros
de la especie.[67] Los círculos cultos se habían
disociado de estas tendencias, orientándose hacia una más elevada
espiritualidad. De todos
modos, los egipcios jamás perdieron de vista que los seres vivos a los
cuales veneraban tenían atributos propios de alguna de sus divinidades y era la
razón de su reverencia hacia ellos.
"Anubis estaba revestido de una
piel de perro y Macedón de una piel de lobo: es por eso que estos animales son
honrados entre los egipcios."(Diodoro).[68]
En
medio de todos estos sentires, se respiraba una cierta envidia al conocer la
muerte causada por, v.g., un cocodrilo sagrado: el difunto era considerado "el
hijo querido del dios".[69] Sin embargo, cabe preguntarse si detrás
de la devoción no se ocultaba una conducta muy humana cual era la de
la aceptar, con la mayor resignación, fatalidades de aquella índole (muerte
trágica). El involucrar la
intervención divina en ataques mortales de animales seguidos debía ser un lícito
consuelo a la hora de aceptar lo inevitable.
BIBLIOGRAFÍA
Y FUENTES
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[1]. Edición de Janés, cap. X; p. 31.
[2]. "Diálogo del desesperado". En: PIRENNE, "Historia del Antiguo Egipto", t. 1, p. 337. Esta historia, también conocida como "El suicida", "La lucha del cansado de la vida con su alma", "Diálogo de un desesperado con la muerte" o "Diálogo de un desesperado con su alma", "Diálogo entre un hombre cansado de la vida y su alma", se conserva en una copia de la Dinastía XII (Imperio Medio). Sin embargo, su composición dataría de los últimos tiempos del Imperio Antiguo o del Primer Período Intermedio. Denota un extremado pesimismo y desesperanza. Trata del diálogo entre un hombre decidido a morir y su alma, que intenta convencerlo de alejar de sí la mención de la muerte y disfrutar la vida.
[3].
"Biblioteca histórica", L. I, XIV (HOEFFER, t. I, pp. 16-17). Porfirio, citando a un Manetón que
podría ser el autor de la "Historia de Egipto", mencionó también aquellos
usos: "También, en Heliópolis
de Egipto, Amosis abolió la costumbre de sacrificar seres humanos, como
atestigua Manetón en su tratado sobre la antigüedad y la piedad. Estos sacrificios se hacían en honor de
Hera y las víctimas se seleccionaban, previo examen, tal como se buscan las
terneras puras y se las marca después con un sello. Se sacrificaban tres hombres en el día y
Amosis ordenó que se colocaran en su lugar otras tantas figuras de cera"
("Sobre la abstinencia", L. III; p. 132). Pero no se ha hallado prueba para este
relato. El caso es más dudoso si
este Amosis es el fundador de la Dinastía XVIII (Manetón, "Historia de
Egipto"), porque si las inmolaciones humanas existieron ello fue antes
del período dinástico. Diodoro,
historiador griego de origen siciliano, vivió en el siglo I antes de
Cristo; escribió su "Biblioteca
histórica" como un compendio de la historia y conocimientos
universales de su tiempo, abarcando desde las épocas míticas hasta la
conquista de Britannia a manos de César; recorriendo lugares, tardó cerca de
treinta años en completar sus escritos.
Visitó Egipto hacia el año 59 a.C.
Porfirio, filósofo neoplatónico, nació en Tiro (Fenicia) en el 234
a.C. Fue alumno del gramático
Apolonio, del matemático Demetrio, de Orígenes y de Plotino, de quien comentó
las obras. Falleció en Roma hacia
el 304. Es muy poco lo que se sabe
de Manetón, de quien ni siquiera la obra original se conservó y sólo han podido
ser reunidos fragmentos transcriptos por diferentes autores. Nació probablemnte en Sebennito,
ocupó un cargo sacerdotatal en Heliópolis y habría formado parte de una
comisión de teólogos designada por Ptolomeo V (205-181 a.C.). Se le atribuyó la autoría de numerosas
obras pero posiblemente la "Historia de Egipto" sea la que mejor lo
identifica. En ella transmitió una
lista de dinastías que, por respeto histórico, continúa manejándose
hoy.
[4].
"Libro de los Muertos". Edición de Daniel's Libros, cap. CIII; p. 155. Esta obra fundamental de la
mentalidad religiosa egipcia, conoció varias recensiones o
recopilaciones de sus capítulos, con variaciones en cuanto a la
cantidad incluída o la extensión de algunos de ellos. Aquí se han manejado dos versiones:
la de J. Larraya, basada en la recensión tebana (cfr. op. cit., prólogo, p.
XXXIII), y la editada por Daniel's Libros, que aunqu no lo especifica parece
haber tomado las recensiones saíta y ptolemaica.
[5]. Se habla a veces de la "pasión" de Osiris, con claros envíos a la figura de Jesucristo y la religión cristiana. Sin embargo, a más de las diferencias obvias entre ambas creencias, para el cristianismo Jesucristo era un hombre en el cual la esencia de Dios estaba encarnada y, por su naturaleza humana, pudo morir. Osiris, en cambio, fue dios desde su origen, no tuvo progenitores mortales sino divinos y, sin embargo, la muerte le alcanzó.
[6].
"Canto del arpista" de la tumba de Antef. En: "Cuentos, mitos y epopeyas -
Selección de obras mesopotámicas y egipcias", pp. 20 y 21. Los "cantos de arpistas" aparecieron
copiados en estelas, tumbas y papiros. Eran interpretados en las
celebraciones. De todos
ellos, el más popularizado hoy es el de la tumba de Intef o Antef, de la
Dinastía XI; no obstante, la composición original del poema
provendría del Primer Período Intermedio o, antes, de los últimos
tiempos de la Dinastía VI. El texto
llegó a tener gran difusión y en época de Ramsés II se divulgó una versión
popular.
[7]. En: DONADONI, S., "Storia della letteratura egiziana antica", p. 191. El texto es también cit. por GARDINER, A. H., en: UNIVERSIDAD DE OXFORD (S.R.K. Glanville, Dir.), "El legado de Egipto", p. 129.
[8].
Palabras de un hombre a Enkidú (quien será compañero de aventuras del
protagonista de la historia). El
propio Gilgamés lo decía también: "Los
días del hombre están contados, cuanto hace es solamente un soplo"
("Cantar de Gilgamesh", p.34).
La composición del poema se sitúa aproximadamente en la fecha indicada
pero las copias se sucedieron y proliferaron hasta los tiempos de la dominación
asiria por lo menos.
[9]. "Cantar de Gilgamesh", p 38.
[10].
En: DONADONI, S., op. cit., pp. 189-190.
Un texto de la época ptolomeica dice, de modo similar: "Ella arrebata al hijo de su
madre..." (en: id., p. 305).
Any, funcionario del Imperio Nuevo (posiblemente vivió durante la
Dinastía XVIII), escribió normas de sabiduría para su hijo, quien discutió los
puntos y luego aceptó su validez.
Las "Máximas..." se preservaron en varias
copias.
[11].
"Tu hijo, su hijo, uno de ellos",
aludiendo a Kefrén, Micerino y el primer monarca de la nueva dinastía, el
primero de tres hermanos ("uno de ellos").
Cfr. "Cantos y cuentos del antiguo Egipto...", p. 70, nota. La narración se conserva en el papiro
Westcar, del período de los hicsos, aunque la composición original dataría de la
Dinastía XII. Un aburrido
Keops reunió a sus hijos para que le animaran con fabulosas historias. Cuando llegó el turno del príncipe
Herdedef, éste mencionó a un fascinante personaje, el mago Djedi, quien
finalmente fue llevado a la corte por orden de Keops. Allí el mago dictó su augurio. El relato continuaba con el nacimiento
de los tres niños que serían los futuros monarcas de la dinastía
sucesora. El cuento está
inconcluso. El príncipe Herdedef
del cuento, había sido realmente uno de los hijos de Keops, conocido también
como Hordjedef y autor de las "Instrucciones..." de sabiduría para su
hijo Auibra.
[12]. La obra se conservó en un papiro del tiempo de Tutmosis III, en una tablilla de la Dinastía XVIII también, en prácticas escolares de la Dinastía XIX, y en óstraca de la Dinastía XX, pero el original procedería del reinado de Amenemhat I. La historia sirvió para justificar su advenimiento al trono, en desmedro de Mentuhotep IV.
[13].
Cit. por FLAVIO JOSEFO, "Sobre la antigüedad de los judíos", L. I., XXVI;
p. 154. Flavio Josefo, historiador
judío romanizado, nació en el 37 o 38 d.C. y murió alrededor del año 100. Vivió en Palestina como sacerdote y
militar de los hebreos, hasta ser tomado prisionero por Vespasiano en
la guerra del año 67. Obtuvo la
protección del Imperio desde entonces, actuó de mediador en los
enfrentamientos entre judíos y romanos y fue favorecido con bienes y
honores. Escribió la "Guerra
Judía", las "Antigüedades", la "Autobiografía" y el tratado "Sobre la
antigüedad de los judíos", conocido también como "Contra
Apión".
[14]. Los babilonios designaban al muerto como aquel que "a su destino ha acudido" (Código de Hammurabi, ley 12; en: "Código de Hammurabi...", p. 90, n. 129). Hammurabi habría reinado entre los años 1730 y 1688 o 1792 y 1750 a.C.
[15]. El cuento está escrito en el llamado papiro Harris, descubierto en Deir el-Medineh. Pertenece a las Dinastías XIX o XX. Narra los empeños del padre para proteger a su hijo de los riesgos anunciados, el deseo de éste de salir al exterior y sus andanzas, mas el final no se conserva.
[16]. Cit. por FLAVIO JOSEFO, op. cit., L. I, XXVI; p. 154.
[17]. Id., p. 155.
[18]. Id., p. 156.
[19]. En: "Cantos y cuentos del antiguo Egipto...", op. cit., p. 139.
[20]. Id., p. 142.
[21]. Id., p. 143.
[22]. En sus propias palabras, "es indudable" ("Historia Universal", t. 2, p. 80).
[23]. "Les contes populaires de l'Égypte ancienne", pp. 196 y siguientes.
[24]. "Historia de Egipto", p. 427.
[25]. Es el llamado "Himno de Leiden", del período ramésida. Cit. por SAINTE-FARE GARNOT, J., "La vida religiosa en el antiguo Egipto", pp. 57-58.
[26]. "Los nueve libros de la Historia", II, CXXXIII; pp. 168-169. Heródoto, llamado "padre de la Historia", nació en Halicarnaso hacia el año 484 a.C. Investigador nato, recorrió gran parte del mundo conocido en su tiempo (Mesopotamia, Fenicia, Egipto, Libia, entre otras). Visitó Egipto alrededor del año 450 a.C., interesándose por la historia, las costumbres, la religión y la geografía del país. No fue el primer griego en la región del Nilo pero sí aquel de quien se conserva una descripción circunstanciada del país. Se desconoce la fecha de su muerte pero debió producirse hacia el año 406 a.C.
[27]. Escrito entre los períodos saíta y romano. En: PIRENNE, J., op. cit., t. 3, p. 349.
[28]. "La historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Senosiris". En: DONADONI, S., op. cit., p. 324. Las andanzas de Satni están escritas en varios papiros de tiempos de los Ptolomeos (el citado ahora) y el período romano, hacia los años 46-47 d.C. El personaje central es supuestamente un príncipe, hijo de Ramsés II. En sus historias hay crímenes, pasiones, moralejas, misterios sobrenaturales y todo lo que podría atrapar la atención de cualquier lector. "La historia verídica de Satni-Kamuas y su hijo Senosiris" se conserva en una copia de la segunda mitad del siglo II d.C. pero dataría del 46-47 d.C.
[29]. Op. cit., p. 62.
[30]. "Cuando llegaron las Hatores para predecir el destino del niño, dijeron: 'Morirá por el cocodrilo, o por la serpiente, o por el perro.'" ("El príncipe predestinado"; en: "Cantos y cuentos del antiguo Egipto...", op. cit., p. 136).
[31]. "Diccionario histórico del Antiguo Egipto", p. 179. Sin embargo, su posición no es clara, ya que en otro pasaje habla del "buen o mal fin que permanecía ligado a la vida de una persona desde el momento de su nacimiento según determinación de Siete Hatores." (Id., p. 73).
[32]. Id., pp. 73 y 179-180.
[33]. Este término, que podría ser tildado de anacrónico, es el empleado sin embargo por Jacques Pirenne (op. cit.) y por Étienne Drioton y Jacques Vandier (op. cit.).
[34]. Las palabras del arpista tuvieron tal trascendencia y difusión, que fueron replicadas en una tumba tebana del Imperio Nuevo: "Yo he oído aquellas canciones que están en las tumbas de otros tiempos y las cuales hablan magnificando la existencia en la tierra y despreciando el país de los muertos. ¿Pero por qué hacer así en los resguardos del país de la eternidad, justo, correcto y privado de terror?" (En: DONADONI, S., op. cit., p. 191).
[35]. En: "Cuentos, mitos y epopeyas...", op. cit., pp. 20-21.
[36]. "Cartas de Hekanajté". Carta a su madre Ipy y a Hetepet. En: SERRANO DELGADO, J.M., "Textos para la historia antigua de Egipto", p. 217. Sacerdote Funerario del visir Ipy, desde algún lugar en el norte del país Hekanajté dirigió las misivas a sus parientes, residentes al sur de Tebas. Fue sepultado en Deir el-Bahari, donde se encontró su correspondencia y sus notas contables. En ellas hablaba de la vida familiar y la situación del país, en la región donde él vivía y en aquella donde estaban sus hijos manejando sus posesiones. Los documentos corresponden a los tiempos de Mentuhotep II, de la Dinastía XI.
[37]. "Diálogo del desesperado". En: SERRANO DELGADO, J. M., op. cit., pp. 273-274.
[38]. Un papiro de la primera mitad del siglo I d.C. dice: "Mejor muerte que necesidad." (En: DONADONI, S., op. cit., p. 310).
[39]. En: SERRANO DELGADO, J. M., op. cit., pp. 274-275.
[40]. "Diálogo del desesperado". En: DONADONI, S., op. cit., p. 82.
[41]. En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 275.
[42]. DRIOTON, É.-VANDIER, J., op. cit., p. 77.
[43]. En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 275.
[44]. La Biblia, Job, 14, 14. "La Santa Biblia - Antiguo y Nuevo Testamento", p. 501.
[45]. HERODOTO, VII, XLVI; p. 516. El historiador griego dio testimonio de la singular conducta de los trausos, grupo perteneciente a la etnia de los tracios, al momento de enfrentarse a los dos extremos de la vida humana: "al nacer alguno, puestos todos los parientes alrededor del recién nacido, empiezan a dar grandes lamentos, contando los muchos males que le esperan en el decurso de la vida, y siguiendo una por una las desventuras y miserias humanas: pero al morir uno de ellos, con muchas muestras de contento y saltando de placer y alegría, le dan sepultura, ponderando las miserias de que acaba de librarse y los bienes de que empieza a verse colmado en su bienaventuranza."(V, IV; pp. 370-371). Porfirio contaba que los samaneos -integrante de una secta de los hindúes-- "tenían tal disposición ante la muerte, que el tiempo de su vida lo aceptaban como una especie de servicio, que, de un modo forzado, tenían que tributar a la naturaleza y, en consecuencia, se paresuraban a liberar sus almas de los cuerpos"; refería luego el caso de quienes resolvían quitarse la vida y a quienes "sus seres más queridos los despiden a la muerte con mayor naturalidad que cualquier otra persona despide a un convecino para un larguísimo viaje. Es más, incluso se lamentan por seguir con vida, y tienen por dichosos a los que reciben la suerte de la inmortalidad." ("Sobre la abstinencia", L. IV; p. 217).
[46]. "El hombre nacido de mujer,/ Corto de días, y hastiado de sinsabores,/ sale como una flor y es cortado,/ Y huye como la sombra y no permanece." (Job, 14, 1-2; "La Santa Biblia...", p. 501).
[47]. En: LECA, A.-P., "Les momies", pp. 124-125. Ptah-Hotep ejerció el cargo de visir durante el reinado del faraón Isesi. Su tumba está en Saqqara. Escribió una serie de enseñanzas sobre moral y urbanidad, dirigidas a su hijo, mantenidas luego como lectura clásica por las generaciones siguientes. Existen copias en dos papiros del Imperio Medio, en uno del Imperio Nuevo y en una tablilla de madera, también del Imperio Medio.
[48].
"Admoniciones de Ipuwer".
En: DONADONI, S., op. cit., p. 78 ("Admoniciones de un sabio
egipcio"). La obra, conocida
también como "Censuras de un viejo sabio" o "Admoniciones de un sabio egipcio",
consta en uno de los papiros Leiden, obra de un copista de la XIX Dinastía. Sin embargo, su composición corresponde
al Imperio Medio o fines del Imperio Antiguo; Pirenne, por ejemplo, lo considera
originario de los últimos tiempos de la Dinastía VI (op. cit., t. 1, pp.
335-337). Se dedica
fundamentalmente a describir un país caótico, donde todos sus órdenes están
revertidos.
[49]. En: DONADONI, op. cit., pp. 78-79.
[50]. "Admoniciones de Ipuwer". En: SERRANO DELGADO, J.M., op. cit., p. 81.
[51]. En: LECA, A.-P., op. cit., p. 104.
[52]. Inscripción del año XVI de Cleopatra V. En: DONADONI, S., op. cit., p. 304.
[53]. "Máximas de Any". En: DONADONI, S., op. cit., pp. 189-190.
[54]. Inscripción del Año XVI de Cleopatra V. Id., p. 305.
[55]. Libro de los Muertos. Ed. Daniel's Libros, cap. XXXIII; p. 48.
[56]. Id., cap. CXLVIII; p. 244.
[57].
"Textos de las Pirámides".
Pasaje tomado de la pirámide de Pepi I. (En: LARRAYA, J.A.G.,
"El Libro de los Muertos", ed. Janés, p. XXIX y PIRENNE, J., op. cit., t.
1, p. 111). Entre los vedas, una
idea similar decía que en el principio no había nada y no existía muerte ni
inmortalidad. Ciertamente
donde no existe nada no puede haber muertos, pero la inclusión del ítem señala
la importancia con que pesaba el tema del fin de la vida terrenal. La cosmogonía heliopolitana, elaborada
entre las Dinastías I y V, centraba su sistema en la figura del dios Atum-Ra, el
cual, como otros dioses, surgió del caos primigenio por obra del espíritu
dominando a la materia.
[58]. Amenofis (en la pronunciación griega o Amenhotep en lengua egipcia) adoptó este nombre, transcripto generalmente como Akhenatón. Sin embargo, en la fonética castellana corresponde mejor la letra "j" en lugar de "kh". Seguimos en esto a C. VIDAL MANZANARES (op. cit., p. 41).
[59]. "Himno a Atón". En: "Cuentos, mitos y epopeyas...", op. cit., pp. 18-19.
[60]. Entre los hebreos, Jehová diponía de la muerte de los hombres. Siguiendo a Job, la decisión estaba tomada antes de producirse el fallecimiento, lo cual habla de un destino para los humanos: "Ciertamente sus días están determinados,/ Y el número de sus meses está cerca de ti;/ Le pusiste límites, de los cuales no pasará" (Job, 14, 5; "La Santa Biblia...", p. 501).
[61]. El nombre deriva de Tell el-Amarna, emplazamiento de Ajetatón, la ciudad capital fundada por Amenofis IV.
[62]. "Instrucción de Amenemope". En: PIRENNE, J., op. cit., t. 3, p. 50. Amenemope fue empleado del catastro del Estado, en el Medio Egipto. El texto de sabiduría (género al que los egipcios parecen haber sido muy afectos), se conserva completo en un papiro y parcialmente en varios soportes. Sus conceptos son de honda espiritualidad.
[63]. HERODOTO, II, XC; p. 145.
[64]. Flavio Josefo, por ejemplo, escribió en una refutación a Manetón: "El rey Amenofis, dice, quería ver a los dioses. Pero, ¿a qué dioses? Si era a los reconocidos legalmente entre los egipcios, el buey, la cabra, los cocodrilos, los cinocéfalos..., ya los veía." (Op. cit., L. I, XXVIII; p. 157). Y luego: "si todos siguieran las costumbres egipcias, el universo se despoblaría de hombres, ya que estaría lleno de bestias salvajes que los egipcios consideran dioses y que alimentan con mimo." (Id., L. II, XIII; p. 194).
[65]. "Obras morales y de costumbres (Moralia)": "Sobre Isis y Osiris", 382A; p. 120. Plutarco nació hacia el año 45 d.C. en Queronea (Grecia), en una familia de buena posición. Conoció Esmirna, Alejandría, Roma y dejó numerosas obras, muchas de ellas reunidas en la Edad Media bajo el nombre de "Moralia". Su tratado "Sobre Isis y Osiris" fue compuesto entre los años 85 y 126 y el escrito "Sobre el amor", entre los años 116 y 126. Murió alrededor de los años 124 a 126.
[66].
Para Isócrates, la explicación no era tan metafísica; debía
buscarse en un mítico personaje llamado Busiris, quien "estableció para ellos numerosas y
distintas prácticas de piedad, y mandó por ley que veneraran y honraran incluso
a aquellos animales que entre nosotros se desprecian, no porque
desconociese el valor de éstos, sino porque creía que había que acostumbrar
a la masa a permanecer fiel a todo lo mandado por los gobernantes, y
también porque quería intentar captar en lo visible qué intención
habían de tener con lo invisible.
Pues pensaba que los que se preocupan poco de esto, quizá también
despreciarían o más importante, mientras que los que se mantienen
fieles a todo lo ordenado, mostrarían una piedad firme"
("Discursos", XI, 26-27; t. 1, pp. 192-193). Isócrates, orador y retórico de Atenas,
vivió entre los años 436 y 338 a.C.
Tuvo su propia escuela de elocuencia y escribió una buena
cantidad de obras sobre diversos temas, aunque muchas de corte
político. Porfirio, en cambio,
apuntando a la multiplicidad de fundamentos, fue
más atinado ya que englobó distintos modos de pensar acerca del mismo
punto: "Los egipcios los consideran
dioses, ya por tenerlos realmente por tales, ya porque realizaban las
estatuas de los dioses adrede con rasgos de buey, de aves y de otros
animales, a fin de abstenerse tanto de los animales como de los hombres, ya, en
fin, por algunas otras razones más misteriosas", y agregó luego
motivos religiosos (la divinidad estaba presente en todos los seres
vivientes) y metafísicos (existencia de un ente espiritual
en los animales). En
definitiva, "Muchas eran las
razones que justificaban la veneración que sentían los egipcios
por sus dioses, valiéndose de la representación animal"
("Sobre la abstinencia", L. III -p. 159- y L. IV -p. 202-
respectivamente). Porfirio,
filósofo neoplatónico, nació en Tiro (Fenicia) en el 234 a.C. Fue alumno del gramático Apolonio, del
matemático Demetrio, de Orígenes y de Plotino, de quien comentó las obras. Falleció en Roma hacia el año 304. Lo cierto es que la costumbre
y devoción generalizadas sobre diversos animales movieron
tanto la inquietud y curiosidad de los contemporáneos, que éstos
se sintieron tentados de hallar un motivo a tan misteriosa
sacralización.
[67]. Este tipo de conductas fue lo que provocó las mofas e irreverencias de los extraños. Plutarco, con aguda inteligencia, constató las ridiculizaciones de éstos y la errada fe de los creyentes y quebró lanzas por los egipcios. Según él, "la mayoría de los egipcios, al honrar y tratar como dioses a esos mismos animales, no sólo ha llenado los ritos sagrados de irrisión y de burla -y esto es el mal menor de esta necedad--, sino que una creencia peligrosa se ha implantado que precipita a los débiles e inocentes en la pura superstición, y se apodera de los más penetrantes y osados, lanzándolos hacia razonamientos ateos e insolentes" (op. cit., 379D-379E; p. 114).
[68]. Op. cit., L. I, XVIII; HOEFFER, t. 1, p. 19.
[69]. GRIMBERG, C., op. cit., t. 2, p. 69.
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