Queremos tanto a Glenda
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En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda. Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando
lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas
seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo
se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos
amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros,
Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir
sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes
de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes
de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos
nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos
los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas
a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio
de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña.
Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro,
las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de
pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos
por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de
Glenda en la última escena de la última película.
Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos
a ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo
tiempo en dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que
apareció en escena para representar a la joven asesina de Los delirantes
y su éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás
aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos para
hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un mandato
tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez
de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una autenticidad total
sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había empezado como
asociación libre alcanzaba ahora una estructura de clan, y a las livianas
interrogaciones del principio se sucedían las preguntas concretas, la
secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica
final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los
frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no podíamos tolerar
a los advenedizos, a las tumultuosas lesbianas, a los eruditos de la
estética. Incluso (nunca sabremos cómo) se dio por sentado que iríamos
al café los viernes cuando en el centro pasaran una película de Glenda,
y que en los reestrenos en cines de barrio dejaríamos correr una semana
antes de reunirnos, para darles a todos el tiempo necesario; como en
un reglamento riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no
acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de Irazusta o
esa mirada amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba la traición
y el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda, su
deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de discrepancias
o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa,
algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto
o la decepción frente a una secuencia menos feliz, las caídas en lo
convencional o lo previsible. Sabíamos que Glenda no era responsable
de los desfallecimientos que enturbiaban por momentos la espléndida
cristalería de El látigo o el final de Nunca se sabe por qué.
Conocíamos otros trabajos de sus directores, el origen de las tramas
y los guiones; con ellos éramos implacables porque empezábamos a sentir
que nuestro cariño por Glenda iba más allá del mero territorio artístico
y que sólo ella se salvaba de lo que imperfectamente hacían los demás.
Diana fue la primera en hablar de misión, lo hizo con su manera
tangencial de no afirmar lo que de veras contaba pata ella, y le vimos
una alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente
que era cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine
y el café y quererla tanto a Glenda.
Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no nos
eran necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de
nosotros, y esa felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe
los errores, las carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos
aceptar que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El
fuego de la nieve incluyera la infame secuencia de la partida de
póker (en la que Glenda no actuaba pero que de alguna manera la manchaba
como un vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada inadmisible
del hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó definir
por lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a nuestras
casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de reconocer
y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin tacha,
dé Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no
admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del laboratorio cuando
ya estaba instalado en una quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente
las tareas entre los que deberían procurarse la totalidad de las copias
de Los frágiles retornos, elegida por su relativamente escasa
imperfección. A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de
dinero, Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de
minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos
ponía en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las
coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss
programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de Diana
Rivero el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los frágiles
retornos la secuencia ineficaz de los pájaros por otra que devolvía
a Glenda el ritmo perfecto y el exacto sentido de su acción dramática.
La película tenía ya algunos años y su reposición en los circuitos internacionales
no provocó la menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios
y les hace aceptar sus propias permutaciones y variantes, quizá la misma
Glenda no hubiera percibido el cambio y sí, porque eso lo percibimos
todos, la maravilla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lavado
de escorias, exactamente idéntico al deseo.
La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada
la eficacia del laboratorio completamos el rescate de El fuego de
la nieve y El prisma; las otras películas entraron en proceso
con el ritmo exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del
laboratorio. Tuvimos problemas con El uso de la elegancia, porque
gente de los emiratos petroleros guardaba copias para su goce personal
y fueron necesarias maniobras y concursos excepcionales para robarlas
(no tenemos por qué usar otra palabra) y sustituirlas sin que los usuarios
lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de perfección que
en un comienzo nos había parecido inalcanzable aunque no nos atreviéramos
a decírselo a Irazusta; curiosamente la más dubitativa había sido Diana,
pero cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe por qué y vimos
el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar de volver a la casa
de Romano enfilaba su auto hacia el farallón y nos destrozaba con su
espléndida, necesaria caída en el torrente, supimos que la perfección
podía ser de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre, de Glenda
para nosotros para siempre.
Lo más difícil estaba desde luego en decidir los cambios,
los cortes, las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas
maneras de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo
se aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por imposición
de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos, derrotados, asistiéramos
a la nueva versión con la amargura de que no se adecuara del todo a
nuestros sueños, creo que a nadie le decepcionó el trabajo realizado;
queríamos tanto a Glenda que los resultados eran siempre justificables,
muchas veces más allá de lo previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la
carta de un lector del infaltable Times asombrándose de que tres
secuencias de El fuego de la nieve se dieran en un orden que
creía recordar diferente, y también un artículo del crítico de La
Opinión que protestaba por un supuesto corte en El prisma,
imaginándose razones de mojigatería burocrática. En todos los casos
se tomaron rápidas disposiciones para evitar posibles secuelas; no costó
mucho, la gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo
nuevo, el mundo del cine es fugitivo como la actualidad histórica, salvo
para los que queremos tanto a Glenda.
Más peligrosas en el fondo eran las polémicas en el núcleo,
el riesgo de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que
nunca unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces
analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo se
planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos entregándonos
a una galería de espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura
barroca en un colmillo de marfil o en un grano de arroz. No era fácil
darles la espalda porque el núcleo sólo había podido cumplir la obra
como un corazón o un avión cumplen la suya, ritmando una coherencia
perfecta. No era fácil escuchar una crítica que nos acusaba de escapismo,
que sospechaba un derroche de fuerzas desviadas de una realidad más
apremiante, más necesitada de concurso en los tiempos que vivíamos.
Y sin embargo no fue necesario aplastar secamente una herejía apenas
esbozada, incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial,
ellos y nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá
de las discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que
siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de Glenda
nos perfeccionaba y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida
recompensa de que uno de los filósofos restableciera el equilibrio después
de superar ese periodo de escrúpulos inanes; de su boca escuchamos que toda
obra parcial es también historia, que algo tan inmenso como la invención
de la imprenta había nacido del más individual y parcelado de los deseos,
el de repetir y perpetuar un nombre de mujer. Llegamos así al día en
que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se proyectaba ahora
sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal como
ella misma -estábamos seguros- hubiera querido ser vertida, y quizá por
eso no nos asombró demasiado enterarnos por la prensa de que acababa
de anunciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria, maravillosa
contribución de Glenda a nuestra obra no podía ser coincidencia ni milagro,
simplemente algo en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño,
del fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto
de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los profanos
sólo entenderían como ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día,
del descanso después de la creación; ahora podíamos ver cada obra de
Glenda sin la agazapada amenaza de un mañana nuevamente plagado de errores
y torpezas; ahora nos reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros,
en un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos
de Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y
le tocó a Diana saberlo y darnos a noticia un año más tarde. Usual y
humano: Glenda anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre,
la frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a
la medida, un rodaje inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café,
justamente después de haber visto El uso de la elegancia que
volvía a las salas del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera
lo que todos vivíamos como una amarga saliva de injusticia y rebeldía.
Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la alcanzaba; qué culpa
tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba en la máquina
rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars entrando como una
fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan duramente ganado.
Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta y dijo: "Sí, es lo
único que queda por hacer", hablaba por todos sin necesidad de consultamos.
Nunca el núcleo tuvo una fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras
para ponerla en marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que
habría de ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros conocería por
adelantado. Estábamos seguros de no volver a encontrarnos en el café,
de que cada uno escondería desde ahora la solitaria perfección de nuestro
reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo necesario, nada más simple
para alguien como él. Ni siquiera nos despedimos como de costumbre,
con la liviana seguridad de volver a encontrarnos después del cine,
alguna noche de Los frágiles retornos o de El látigo.
Fue más bien un darse la espalda, pretextar que era tarde, que había
que irse; salimos separados, cada uno llevándose su deseo de olvidar
hasta que todo estuviera consumado, y sabiendo que no sería así, que
aún nos faltaría abrir alguna mañana el diario y leer la noticia, las
estúpidas frases de la consternación profesional. Nunca hablaríamos
de eso con nadie, nos evitaríamos cortésmente en las salas y en la calle;
sería la única manera de que el núcleo conservara su fidelidad, que
guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a Glenda que
le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible
donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles
podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz.
De Queremos tanto
a Glenda
Cortázar, Julio; Cuentos
completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
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