Liborio justo y su juicio sobre su padre, el general
Estimado Dr. Fraga: El otro día, cuando lo llamé por teléfono, usted tuvo la oportunidad de acusarme recibo de mi último libro Subamérica y de oírme decir que le enviaría una carta con una crítica sobre el libro que usted ha escrito sobre mi padre, junto con un juicio respecto al rol de los militares en la reciente política argentina. Esta manifestación tiene para mí más importancia por cuanto, en cierto modo, ambos somos hijos de ese ejército. Usted con su nombre y apellido, de neta filiación castrense, y yo, además de mi padre, por mi abuelo materno, general, luchador en su juventud contra las montoneras del Chaco y luego comandante de brigada en la guerra con los indios araucanos en el Sur, y también por mi padrino y tío político, coronel, jefe de la última expedición para la ocupación del Chaco. Por eso, por lo que entonces lo conocí, puedo decir que el ejército argentino tenía vocación democrática. Como lo demostró el 6 de septiembre de 1930, cuando el general Uriburu creyó poder levantarlo para derrocar al presidente Irigoyen, y no lo acompañó, debiendo el aspirante a dictador salir sólo con una insignificante columna, que transformó su golpe en una chirinada. Si después triunfó, fue debido a la extrema incompetencia de sus adversarios. Sólo lo acompaño mi padre. El general Justo había tenido una carrera muy exitosa en el ejército, ya desde el Colegio Militar, que no hacía mucho que se había fundado. Siendo capitán se recibió de Ingeniero Civil en la Facultad de Ingeniería de Buenos Aires, como lo hacían otros militares, habiendo llegado al grado de coronel a los 37 años. Siendo Director del Colegio Militar, se distinguió por su carácter recto y austero, pudiendo asegurar que los cadetes lo idolatraban, especialmente cuando les recomendaba en sus arengas –que a veces me leía siendo yo estudiante- “Cadetes: no intervengáis en política”. Cuando el presidente Alvear lo designó ministro de Guerra, donó uno de los sueldos que le correspondía al Asilo de Huérfanos Militares, siendo considerado por todos como un “apóstol”. Y el entonces capitán Perón, en sus Memorias sobre el golpe de Septiembre, lo mencionaba como “el general de más prestigio en el ejército”. Con ese bagaje a cuestas, y contradiciendo lo que había predicado toda su vida, participó individualmente en la chirinada del general Uriburu que, sin esa participación, quién sabe si hubiera triunfado. Y que lo dejó en adelante completamente sin brújula. Por lo pronto se subalternizó frente al general subversivo, que lo nombró su segundo. Luego debió romper definitivamente con su mejor amigo del ejército, que lo era el general Moscón. Y, por último, mereció todo el repudio de su hijo, militante ideológico de la Reforma Universitaria, que se hallaba ausente del país, en los Estados Unidos, en goce de una beca que había ganado donada por una institución norteamericana. Este hijo vivía entonces en su casa de la calle Federico Lacroze, donde habitaba en un departamento independiente situado al fondo del edificio. Allí reunía una biblioteca sobre la historia argentina y sudamericana con el fin de reescribirla con el criterio de la Nueva Generación de aquel movimiento, como lo hizo más tarde desde un punto de vista marxista. Esa biblioteca se había ensanchado considerablemente desde el momento que su padre pasó a disponibilidad al volver Hipólito Irigoyen al gobierno en 1928, y su hijo lo invitaba a los remates de libros a que él concurría para distraerlo y porque él pagaba. Pero a principios de 1930, antes de partir para el país del Norte, su padre se los pidió “prestados”, “para llenar unas estanterías que había hecho construir en su escritorio”. Y allá fueron los libros del fondo al frente. Y, cuando al año siguiente, el hijo regresó a Buenos Aires –yendo su padre a esperarlo al puerto, no obstante venir en un barco de carga- encontró que, ya ocurrido el cuartelazo, éste había continuado adquiriendo libros, en cantidad, en combinación con un librero, que hizo su gran negocio. Y, al preguntarle para qué quería tanto libro sobre un tema que poco conocía y del que no se había ocupado nunca, le evadió la conversación, por lo que el hijo se dio cuenta de que lo que buscaba era prestigiarse para la campaña electoral que se avecinaba. Porque también había encontrado la ciudad tapizada con carteles que decían: “Justo será presidente”. Esos carteles eran ánimos, señal de que grandes intereses auspiciaban su nombre. Y, previa proscripción de la Unión Cívica Radical, que era la mayoría, pudo llegar al gobierno. Entonces el hijo, que ya había abandonado su casa, contra los deseos del padre, pudo ir viendo cómo éste sufría la transformación de todos los que andan por esos ambientes: el “apóstol” se hizo golfista y el hombre austero, amante senil. Y cuando Mariano de Vedia y Mitre, que usted dice que le escribía los discursos, le escribió una Introducción a las obras de Mitre, no tuvo muchos escrúpulos para publicarla con su nombre, porque una persona poseedora de tantos libros, como él había reunido, podía escribir sobre cualquier tema, aunque no hubiera leído ninguno. Así pasó al largo período de su administración donde en medio de tantos halagos, prosperaban los negocios del ministro Federico Pinedo, haciendo que alguien señalara a su tiempo con un calificativo de infame. Y, cuando ello terminó, siguió maniobrando en tal forma en busca de su reelección, que un sector del ejército llegó a pedir que “se pusiera fin a las actividades políticas del general Justo”. Pero, ¿fue el único que permitió que el ejército sirviera de tapujo para maniobras perjudiciales para el país? Todos los militares que lo sucedieron en la política argentina, hasta la aventura de las Malvinas desempeñaron un rol parecido. Empezando con Onganía, bien retratado por su ex funcionario Dr. Roberto Roth, en su libro Los años de Onganía, donde lo muestra como “poder firmador”, firmando todos los expedientes que le venían de los ministerios, sin conocer su esencia, mientras él se ocupaba de los pingüinos de la Patagonia o de los quirquinchos del Chaco. O de Videla, infradotado mental, quien con su ministro Martínez de Hoz tuvo cinco años para desmantelar la industria nacional, de acuerdo con lo aconsejado por el Informe Rockefeller, y cuando algún miembro de ese plan llegaba al país en su avión privado, hacía que sus principales colaboradores le leyeran por turno sobre el desempeño de su labor, mientras Rockefeller le señalaba como principal enemigo del ejército al pueblo argentino, dando lugar a la llamada “guerra sucia”, con más de 30 mil muertos y desaparecidos. Y también Perón que, después de una primera etapa demagógica, para conquistar a la masa, fue traído la última vez por el Pentágono para combatirla, para lo que ya se estaba preparando con la Triple A, de López Rega. El ejército argentino tiene una deuda muy grande con su pueblo. Para poder pagarla debe, ante todo, establecerse la verdad. Este es el propósito de esta carta. Amistosos saludos,
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