EL BIEN Y EL MAL.

CONCEPCIONES RELIGIOSAS Y FILOSÓFICAS.  

Sebastián Jans

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INTRODUCCIÓN.

Me corresponde presentarles en esta oportunidad, un aspecto del pensamiento del hombre que está presente desde sus primeros tiempos, pero, que bajo la impronta de la postmodernidad pareciera que adquiriera relevancia menor. Efectivamente, los aspectos relativos a la ética y la moral, parecieran no estar, desde hace mucho, en el centro de las preocupaciones de la filosofía, aunque tienen siempre importancia en los ámbitos de los credos.

Sin olvidar los factores propios de la premura con que ha debido enfrentarse la elaboración de esta presentación, hemos tratado de dar una significativa mirada al camino recorrido por el homo sapiens sapiens, en la búsqueda de respuestas sobre este aspecto del pensamiento, que está en el centro de su transcurrir: su relación con los demás y su relación con Dios.

Efectivamente, desde sus primeros tiempos, el hombre ha estado enfrentado a la disyuntiva entre el bien y el mal. Unas u otras civilizaciones, han enfrentado la necesidad de normar aquello que está dentro de lo aceptado y lo rechazado en las conductas gregarias. Siempre ha debido establecerse una legislación, que oriente el desenvolvimiento de las relaciones humanas, ya sea ante los demás hombres, o ante Dios. En algunos casos, hubo normadores humanos, como Hamurabi; en otros casos, el legislador fue Dios mismo; por  ejemplo, en las tradiciones judeo-cristianas.

¿Qué es lo bueno y que es lo malo? ¿Qué se entiende por el bien y por el mal? Son preguntas que tienen muchas respuestas, de acuerdo a las convicciones que predominen en los grupos humanos. Sin embargo, hay aspectos que tienen ciertos comunes denominadores. Por ejemplo, el asesinato es algo que se entiende como malo en cualquier cultura, salvo cuando tiene una justificación social, como es el caso de la guerra o la aplicación de justicia (pena de muerte).

En nuestra civilización occidental, los conceptos del bien y el mal están profundamente arraigados, aún cuando muchas veces no muy definidos, en razón de la variedad cultural, o por la diversidades filosóficas y religiosas. Simbólicamente, el relato bíblico ha pesado de una manera significativa en el subconsciente colectivo, pues, allí se origina el concepto de la caída, del pecado, del mal: Adán y Eva, creados a imagen y semejanza de Dios, estaban en el Paraíso, desnudos, sin avergonzarse de ello, en la inocencia absoluta. Sin embargo, por sugestión del espíritu maligno, simbolizado en la serpiente, comerán del árbol misterioso, el árbol del bien y el mal, abandonando irreversiblemente la sublime inocencia primitiva.

Esta visión pecaminosa y culposa, propia de la civilización occidental, no tiene que ver con la civilización oriental, cuyas concepciones valóricas están determinadas, más bien, por aspectos propios de la conciencia individual. Por cierto, en estas apreciaciones juega un rol fundamental el sentido de la oportunidad: en las religiones orientales, que reconocen la idea de la reencarnación, y por lo tanto, el paso de una vida a otra, hasta acceder al Nirvana,  permite concebir los conceptos con mayor relativismo que lo que ocurre con las creencias monoteístas de Occidente, donde el creyente solo percibe una oportunidad para ganarse un lugar en el Paraíso: esta vida, siendo lo culposo, en consecuencia,  mucho más acendrado, por lo irreversible de la oportunidad única.

Demás está decir, que, desde el punto de vista filosófico, en Occidente, se presentan visiones que, en general, han buscado racionalizar, construir razones, que expliquen los fenómenos valóricos presentes en el hombre, tanto en un plano individual como colectivo, que han marchado por senderos distintos a los de la fe.

De alguna manera, en las páginas siguientes, trataremos de expresar del modo más ilustrativo, las visiones que han enfrentado el desafío de determinar el bien y el mal, tarea que no ha culminado en la historia humana, ni podrá terminar, mientras el hombre sea protagonista de su historia.

En tanto, cronológicamente, las concepciones del bien y del mal de tipo religiosas anteceden a las filosóficas, presentaremos éstas en forma previa a las filosóficas, buscando en una segunda parte, una perspectiva que tenga que ver más con nuestra condición iniciática, donde también se expresan contenidos en torno a estos conceptos.  

I Parte. LAS CONCEPCIONES DEL BIEN Y EL MAL.  

LAS CONCEPCIONES RELIGIOSAS.

En la mayoría de las religiones existe una determinada idea de lo bueno y lo malo, que trasciende lo meramente natural. De hecho, en el principio de todas las religiones se encuentra la búsqueda de una interpretación para la existencia del mal, siendo la manifestación más temprana de estas nociones el oprobio por la trasgresión de un tabú. Todo credo, da sentido ala conducta humana sobre la base de un fin que van más allá, del sentido utilitario del momento y de la conciencia recta. Ese fin es el fin último y superior: Dios.

Con la conformación de las tradiciones judías, cristianas e islámicas, la idea del mal se relaciona con la idea del pecado, convirtiéndose el mal en un crimen directo contra el Ser Supremo. Pecado, en estas religiones, es la transgresión de una ley o práctica sagrada, sancionada por la divinidad.

Par ale lo al nacimiento y desarrollo del judaísmo, es interesante tener presente el mazdeismo, religión fundada por el profeta Zoroastro, en Persia, seiscientos años antes de Cristo, donde se manifiesta el dualismo entre el Spienta Mainyu (Espíritu Benefactor) y  el Angra Mainyu (Espíritu Hostil). La antítesis entre el bien y el mal, las opciones entre Orden y Caos, se manifiestan en la elección que debe hacer el hombre entre ambas alternativas. El bien será el bien ritual, el acto realizado sobre la justa regla, al que se le atribuye una eficacia mágica, determinante y relacionante. El mal es todo lo que produce trasgresión a la buena realización, al orden determinado.

En el gnosticismo y maniqueismo, fusiones del pensamiento cristiano con influencias zoroástricas, el pecado, como expresión del mal, se consideraba como una manifestación de la caída del espíritu humano del ámbito divino y su encierro en el demoníaco mundo material. Los cátaros, proponían que el Bien es Dios, y el Mal es el Demonio, asociando a la idea de Dios lo creado y el orden, el cosmos, en tanto el Demonio representa el caos, lo corruptible, la nada (nihil). En el hinduismo y el budismo, el concepto más cercano al pecado es el de un desmerecimiento, la acumulación, a través de malos comportamientos, de malas consecuencias, que deben purgarse mediante un proceso de transmigración.

Con el tiempo, se podría afirmar que, en el pensamiento humano, se han logrado sintetizar dos religiosas concepciones sobre el bien y el mal:

a)                           El monismo, que considera la existencia de un Dios único, origen y causa de todo lo creado, incluyendo el bien y el mal, donde éstos constituyen el fundamento del libre albedrío, que la divinidad regala a las criaturas. Ésta concepción es la que domina la concepción religiosa occidental.

b)                           El dualismo, que predomina en la concepción religiosa oriental, propone la existencia de dos principios en la espiritualidad del hombre: el bien y el mal, el ying y el yang, ambas inseparables.

Conceptos judíos y cristianos.

En ningún libro sagrado se encuentra tan desarrollado el sentido del pecado, como expresión del mal, como en la Biblia. El llamado Antiguo Testamento refleja las creencias de los israelitas, correspondientes a antiguas tradiciones trib ale s e interpretaciones de ciertos hechos históricos, que se hilvanaron en una extensa crónica sobre el pueblo elegido de Dios, donde los profetas predicaron la conversión y amenazaron con el castigo divino. Judíos y cristianos ven en el Antiguo Testamento la creación y caída del hombre.

La muerte de Caín y la torre de Babel son muestras del pecado, producto de la soberbia del hombre. La expulsión del Paraíso, el diluvio universal y el cautiverio de Babilonia expresan el castigo de Dios. A través de Moisés, Dios entrega a su pueblo su ley, su pacto, mandamientos que son la representación del bien; su no cumplimiento significa la trasgresión del pacto, el pecado, en fin, caer en el mal. Así, a través de las Escrituras, el pecado es el elemento que enemista a los seres humanos con Dios, quien exige, ante la infracción a su ley, que haya arrepentimiento y fidelidad para obtener su perdón.

En el judaísmo, desde sus orígenes, se da la convicción teológica de que el mundo es inteligible porque existe una inteligencia divina y fruto de una causalidad intencional que lo sostiene. Nada ocurre en la humanidad producto de la casualidad; pues, en sentido último, todo tiene un significado. La inteligencia divina se manifiesta a los judíos tanto en su orden natural, a través de la creación, como en su orden histórico-social, a través de la revelación. El mismo Dios , creador del mundo, se reveló a los israelitas y les entregó la ley que debía observar su pueblo.

Esa ley, voluntad de Dios para su pueblo, es expresada por medio de los mitzvot (mandamientos o preceptos), con los cu ale s las personas deberán regir sus vidas, en mutua interacción con Dios. Así, en la Torá, en 613 oportunidades, Dios dice lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse, preceptos que podrán interpretarse, pero, jamás dejar de cumplirse. T ale s preceptos son eternos, porque eterno es el legislador que los concibe. La conminación es vivir de acuerdo con las leyes de Dios, que expresan el bien, sometiéndose a su divina voluntad. Su no observancia significa pecar, quedando sujeto a sanción, pues, Dios castiga a quienes no actúan según su voluntad.

En el Nuevo Testamento, la venida de Jesús constituye el cumplimiento de la promesa del Mesiah, un nuevo Adán, el enviado que establece un nuevo pacto, que complementa la ley mosaica con el mensaje del Sermón de la Montaña. En el Nuevo Testamento, el pecado es la condición humana esencial que reclama la labor redentora de Cristo. El pecado se considerará entonces como un estado de alienación o distanciamiento de Dios.

En la Iglesia Cristiana, sin embargo, antes de la controversia entre Pelagio y San Agustín de Hipona, la doctrina del pecado no había sido desarrollada por completo. Los primitivos padres griegos de la Iglesia consideraban el pecado como una oposición a la voluntad de Dios. Aún así, no afirmaban que la culpa del pecado del primer hombre, Adán, se extendiera a toda la humanidad. Tertuliano, teólogo del siglo II d.C., por ejemplo, sostenía que la realidad del pecado había sido transmitida desde Adán - acuñando la frase pecado original -, pero, ello no hacía al hombre pecador por el simple hecho de nacer.

Catolicismo.

Es un hecho que el término pecado original no se encuentra en la Biblia, por lo que será Agustín quien hará la formulación de la doctrina que lo fundamenta, en la cual, la teología cristiana alude a la maldad universal de la especie humana, heredada del primer pecado cometido por Adán.

En su controversia con Pelagio, sobre la naturaleza del pecado y la gracia, Agustín  hace un poderoso y efectivo llamamiento a la comprensión apocalíptica paulina destinada al perdón de los pecados. En esa elaboración doctrinaria, Agustín aporta la noción de que la mancha del pecado se transmite de generación en generación, mediante el acto de la procreación. Tomando las ideas de Tertuliano, mantendrá, en contra de Pelagio, que el pecado de Adán corrompía toda la naturaleza humana; que su culpa y su sanción pasaban a todos sus descendientes; que todos los seres humanos han nacido en estado de pecado y que debido al pecado original de Adán, son incapaces de satisfacer a Dios y están por su propia condición dispuestos a seguir en el mal.

Pelagio, contrariamente, hacía hincapié en la voluntad libre y el esfuerzo moral individual, negando categóricamente la existencia de un pecado original. La Iglesia Ortodoxa, en el mismo sentido, ha afirmado que la voluntad humana es tan libre como lo era la de Adán antes de su caída.

Los teólogos que defienden la doctrina del pecado original argumentan, sin embargo, que esta tiene su respaldo en Pablo (Romanos 7), en Juan (1 Juan. 5,19) e incluso en el mismo Jesús (Lucas 11,13). Tras esa visión se deriva el punto de vista del mundo de los últimos escritos apocalípticos. Algunos de estos escritos atribuyen el estado corrupto del mundo a una venida prehistórica de Satán, la consecuente tentación de Adán y Eva y la inmersión de la historia humana, desde entonces, en el mal, es decir, en el desorden, la desobediencia y el dolor. En este escenario, Pablo interpreta la obra de Cristo como la salvación del hombre frente al tremendo poder del pecado y el mal heredados, reconciliando a la humanidad con Dios y logrando, de esta forma, la paz para siempre.

Protestantismo.

Durante la Reforma protestante, Martín Lutero y Juan Calvino mantuvieron el acento agustiniano del pecado original y de la gracia de Dios como medio de redención. Por ejemplo, Ulrico Zuinglio consideraba el pecado como un mal heredado. De tal modo que, los teólogos mediovales del protestantismo, mantuvieron la idea del pecado original, añadiéndole ciertas connotaciones.

En el pensamiento protestante posterior, sin embargo, la doctrina fue diluida y evitada. De hecho, los teólogos liberales protestantes desarrollaron un punto de vista optimista sobre la naturaleza humana, que es incompatible con la idea del pecado original.

El teólogo alemán protestante del siglo XIX, Friedrich Schleiermacher, argumentará que el pecado se debe a la incapacidad para distinguir entre una dependencia absoluta de Dios y una sujeción relativa del mundo temporal.

Así, mientras el catolicismo distingue entre el pecado mortal, que destruye la relación del individuo con Dios y merece la condena eterna, y el pecado venial, que, aunque es grave, no separa al ser humano de Dios, los protestantes han rechazado esta distinción.

Islamismo.

El pecado capital en el Islam es el orgullo humano, el cual viola la unidad de la creación, ya que presupone autonomía humana, y se rebela contra el orden divino, negando el propósito fundamental del hombre: servicio y obediencia a Dios. A pesar de la génesis del Islam dentro de la tradición judeo-cristiana, el Corán niega de forma específica la doctrina cristiana del pecado original, y establece que Dios perdonó a Adán su trasgresión en el Jardín del Edén. Sin embargo, los humanos tienden a olvidar los límites que fija su propio ser, sobre todo cuando son tentados por Satán.

En el Islam, el pecado es, por tanto, consecuencia de la debilidad humana más que una condición heredada de corrupción. La cadena de profetas enviados por Dios para testificar frente al propósito divino y poner a la humanidad de nuevo en el sendero recto es prueba de la eterna tendencia humana hacia el error. El descreimiento es, pues, una expresión de orgullo pecaminosa; el término árabe para un no creyente, kafir, significa literalmente “no agradecido”. Pero el arrepentimiento sincero restaurará al penitente en una condición pura, sin pecado, puesto que Dios concede siempre su gracia, y el arrepentimiento se expresa mediante la conversión a la verdad.

La doctrina islámica establece que el pecado es castigado por Dios, juez de todas las cosas, expresión de moral perfecta. El último juicio del pecado tendrá lugar el Día del Juicio Final, y los pecadores serán condenados al fuego eterno.

Hinduismo.

Las normas o cánones del hinduismo se definen en relación con lo que las personas hacen, más que con lo que piensan. Por consiguiente, dentro de los hindúes se encuentra una mayor uniformidad de acción que de creencias, teniendo presente que hay muy pocas creencias o prácticas que sean compartidas por todos. Aún así, cada hindú percibe un modelo a seguir que confiere orden y sentido a su vida. Para los hindúes, el principio más importante es el ahimsa, la ausencia del deseo de hacer daño, el que se utiliza para justificar el hecho de que, por ejemplo, sean vegetarianos. No obstante, este dogma no prohíbe la violencia física contra seres humanos o animales, o que se practiquen sacrificios de sangre en los templos.

Consideran que la vida humana también es cíclica: después de morir, el alma deja el cuerpo y renace en el cuerpo de otra persona, animal, vegetal o mineral. Este imparable proceso se llama samsara (transmigración), donde la calidad de la reencarnación viene determinada por el mérito o la falta de méritos que haya acumulado cada persona como resultado de su actuar o karma, de lo que el alma haya realizado en su vida o vidas pasadas. Sin embargo, también piensan que la falta de méritos se puede contrapesar con la práctica de expiaciones y de rituales, ejercitándose a través del castigo o de la recompensa, logrando, de esa manera, aminorar o hacer más fácil el proceso del samsara, previa renuncia de todos los deseos terrenales.

Budismo.

Para un budista no se puede diferenciar claramente el bien del mal, ya que esta distinción está hecha desde el punto de vista moral. Cada persona es diferente y tiene su propio mundo. Lo que es bueno para unos, puede ser malo para otros; por lo demás, nada es tan malo, ni nada es tan bueno. Todo está incluido en el Universo, y, en consecuencia, no hay dualidad entre Dios y el Demonio, pues, tienen la misma cara.

La vida es como un sueño, donde es muy difícil distinguir, y donde todas las cosas son necesarias, y muchas veces las cosas buenas se vuelven malas, y las cosas malas se vuelven buenas. Solo se debe tener en cuenta la acción. En la vida, si las acciones son buenas, aunque se tengan malos pensamientos, no hay ninguna falta. Si se cometen malas acciones, aunque se tengan buenos pensamientos, se va a la cárcel.

Para el budista, el infierno y el paraíso están en nuestro espíritu. Si sufrimos, si dudamos, si nuestras acciones son negativas, todo se convierte en un infierno. Si nuestro espíritu está en paz, todo lo que nos rodea es el paraíso. Lo que debe aplacarse es la sed de vida, que todo lo conturba.  

LAS CONCEPCIONES FILOSÓFICAS.

La filosofía, en su esencia, al pensar al hombre, no ha escapado a la reflexión sobre el bien y el mal, ya que no solo le interesa conocer la verdad, sino también establecer juicios acerca del valor de las conductas humanas. El pensador no solo quiere desentrañar e interpretar los fenómenos de la realidad, sino que quiere saber cuando las acciones de los demás o nuestras acciones son dignas de ensalzar o cuando son dignas de condenación. Ello ha ocurrido desde los inicios de la filosofía.

Los filósofos han intentado determinar la bondad en la conducta humana, de acuerdo con determinados principios fundamentales, y han considerado que existen tipos de conductas buenas en sí mismas o buenas porque se adaptan a un modelo moral concreto. La ética, como parte de la filosofía que aborda las conductas humanas, traduce sus principios a exigencias prácticas en la moralidad de los actos humanos. La moralidad, como sabemos, es consecuencia de las costumbres de los grupos humanos, y refleja la conciencia moral nacida de esas costumbres. La conciencia moral obliga a actuar con el conocimiento ético de ser parte de una cultura determinada y de un tiempo histórico determinado. Así, si la ética se atiene a un estudio objetivamente neutral de la moralidad, la eticidad de los actos humanos obliga a actuar siempre en forma responsable.

En la historia de la ética hay tres modelos de conducta principales, cada uno de los cu ale s ha sido propuesto como el bien más elevado: la felicidad o placer; el deber, la virtud o la obligación; y la perfección o el más completo desarrollo de las potencialidades humanas.

Dependiendo del marco social, la autoridad invocada para una buena conducta es la voluntad de una deidad, el modelo de la naturaleza o el dominio de la razón. Cuando la voluntad de una deidad es la autoridad, la obediencia a los mandamientos divinos o a los textos matrices (Vedas, Torá, Evangelios, Corán, etc) supone la pauta de conducta aceptada. Si el modelo de autoridad es la naturaleza, la pauta es la conformidad con las cualidades atribuidas a la naturaleza humana. Cuando rige la razón, se espera que la conducta moral resulte del pensamiento racional.

De la misma forma, históricamente, la ética ha generado dos concepciones con vigencia contemporánea: una,  la teleológica, que busca las consecuencias benéficas de los actos humanos, sobre la base de una consecuencia utilitarista:, estos es, el comportamiento ético implica un  nivel de sacrificio de uno en beneficio de todos; y otra, la deontológica, que mira la consistencia de los actos humanos sobre la base de lo que debe ser correcto y no del beneficio obtenible.

Desde que los hombres viven en comunidad, la regulación moral de la conducta ha sido necesaria para el bienestar colectivo. Los distintos sistemas morales se establecieron sobre pautas arbitrarias de conducta, evolucionando a partir de violación de los tabúes religiosos, hasta las leyes impuestas por líderes que buscaban prevenir los desequilibrios en el seno de la tribu. Incluso las grandes civilizaciones clásicas, egipcia y sumeria, desarrollaron éticas cuyas máximas y preceptos eran impuestos por líderes seculares, que se mezclaban con los preceptos de la religión predominante.

En la China clásica las máximas de Confucio fueron aceptadas como código moral. Los filósofos griegos, teorizaron mucho sobre la conducta moral, lo que llevó al posterior desarrollo de la ética como una filosofía.

En la historia de la filosofía occidental, como bien sabemos, el problema de la moral ha sido una preocupación filosófica desde antes de Sócrates, considerado como el padre de la ciencia moral. De hecho, los pitagóricos consideraban los aspectos morales como fundamentales para la convivencia entre los hombres. Los sofistas llegaron a proponer al hombre como la medida de las cosas (Protágoras), y afirmando que no hay acciones justas ni injustas, que el bien era el poder y el dominio de nuestra voluntad sobre los demás. Gorgias llegó al extremo de afirmar que nada existe, ni el bien ni el mal, pues, si algo existiera, los seres humanos no podrían conocerlo, y si llegaban a conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento. Otros sofistas, como Trasímaco, creían que la fuerza hace el derecho, determinante en la definición del bien y el mal.

Los griegos.

Sócrates pondrá el acento en que nuestros actos tienen consecuencias en los demás, y en que la virtud adquiere una trascendencia social. Desde su punto de vista los hombres obran mal solo por ignorancia, nunca por maldad intrínsica. A su juicio, aquel que conoce el bien y la verdad, los practica necesariamente. Por ello, Sócrates se pronuncia a favor de la instrucción,  pues, solo dando a conocer el bien se podría conseguir que el hombre sea mejor. La virtud es entonces la capacidad de distinguir el bien y el mal, y obrar de acuerdo al bien, es la sabiduría.

En Platón las ideas morales están confundidas con su ideas políticas, pero, en lo fundamental, son aquellas señaladas por Sócrates, y plantea su Idea Suprema, principio de todas las demás, como análoga al Bien, la Idea de las Ideas encarnada en la trilogía Bien, Verdad y Belleza. Los seres buenos están por encima de la envidia y la mezquindad, y son capaces de transmitir ese bien. El mal no es sino una limitación del bien, es consecuencia de su desconocimiento.

Aristóteles continúa con las ideas de Sócrates y Platón, pero, no acepta el determinismo de que el hombre actúa mal por ignorancia. A su juicio, existe un libre albedrío, que posibilita que se actúe mal en forma voluntaria, teniendo la capacidad de distinguir claramente el bien. En su opinión, la virtud tendría como fundamento la libertad y la razón, pues, el hombre es esencialmente libre y racional, por lo cual, el virtuoso es aquel que tiene al hábito de obrar manteniéndose siempre en el justo medio, en la armonía y mesura.

 En la filosofía postaristotélica, sobres ale n el escepticismo, el epicureismo y el estoicismo. El escepticismo, iniciado por Pirrón de Elis, recomendaba la suspensión de todo juicio, pues, al no afirmar nada acerca del bien y el mal, se evitaba el error y se lograba la paz espiritual, la ataraxia o tranquilidad absoluta. Epicúreo, en tanto, sostenía la libertad del alma, y consideraba el placer como el soberano bien, y al decir placer no se refiere al licencioso y fugaz, sino al placer estable que permite la felicidad, la liberación interior.

El estoicismo, cuya trascendencia superaría el ámbito del helenismo, pues, tendría gran influencia entre los romanos, fue iniciado por Zenón de Citium, en el siglo III a.C., en Atenas, y tuvo relevantes exponentes en Roma, como lo fueron Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y Catón. Tuvieron mucho respeto por la personalidad humana, y dejaron de referirse a la ciudad o Grecia, para referirse a la humanidad e incluso al universo. Su moral se basa en los principios de la voluntad y la pasión: usando la primera se podía controlar a la segunda. Sostenían que las acciones del hombre son libres por naturaleza, y por lo tanto, el bien y el mal dependen solo de la voluntad. Los filósofos estoicos se mostraban de acuerdo en que, como la vida está influenciada por circunstancias materiales s, el individuo tendría que intentar ser todo lo independiente posible de t ale s condicionamientos. La práctica de algunas virtudes cardinales, como la prudencia, el valor, la templanza y la justicia, permite alcanzar esa libertad. Gracias al ejercicio de esa libertad es posible lograr el soberano bien: la virtud. La máxima del sabio, proponían, debía ser abstente y soporta; soporta la necesidad universal – las condiciones de la naturaleza - y abstente de todo lo que sea contrario a esa necesidad.                                                                         

Ética medioeval.

Sabemos que el advenimiento del cristianismo marcó una revolución en la ética, al introducir una concepción religiosa de lo bueno en el pensamiento occidental, donde la persona era dependiente por entero de Dios y no podía alcanzar la bondad por medio de la voluntad o de la inteligencia, sino tan sólo con la ayuda de la gracia de Dios. El cristianismo llegó para realzar como virtudes el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el perdón, el amor no erótico.

La primera idea ética cristiana descansa en las siguientes reglas de oro: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan contigo, así también hacedlo con ellos” (Mateo 7,12); en el mandato de amar al prójimo como a uno mismo (Levítico 19,18) e incluso a los enemigos (Mateo 5,44), y en las palabras de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22,21). El mandato cristiano propone que el principal significado de la ley judía descansa en el mandamiento “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas. 10,27).

Conforme la Iglesia Católica medieval se hizo más poderosa, se desarrolló un modelo de ética que aportaba el castigo para el pecado y la recompensa de la inmortalidad para premiar la virtud. Las virtudes más importantes eran la humildad, la continencia, la benevolencia y la obediencia; la espiritualidad, o la bondad de espíritu, era indispensable para la moral. Todas las acciones, tanto las buenas como las malas, fueron clasificadas por la Iglesia y se instauró un sistema de penitencia temporal como expiación de los pecados veniales..

Bajo la influencia del cristianismo, el pensamiento filosófico medioeval vive dos periodos: el patrístico, dimensionado por la influencia de los llamados Padres de la Iglesia, y el escolástico, dedicado a conciliar la teología cristiana con la herencia griega, es decir, la conciliación entre la fe y la razón. La escolástica tendrá su más brillante exponente en Tomás de Aquino, padre del tomismo.

Recogiendo la influencia aristotélica, Tomás trata de compatibilizarla con el cristianismo, reconociendo que el fin último del hombre es la felicidad, la que se encontrará en la posesión de Dios, la personificación del bien. A las virtudes de los antiguos, agrega las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La gran influencia intelectual de Aristóteles se puso, de este modo, al servicio de la autoridad de la Iglesia, y la lógica aristotélica acabó por apoyar los conceptos tomistas del pecado original y de la redención por medio de la gracia divina.

La Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos dentro de la tradición cristiana. Según Martín Lutero, la bondad de espíritu es la esencia de la piedad cristiana. Al cristiano se le exige una conducta moral o la realización de actos buenos, pero la justificación, o la salvación, viene sólo por la fe.

El teólogo y reformista Juan Calvino aceptó la doctrina teológica de que la salvación se obtiene sólo por la fe y mantuvo también la doctrina agustina del pecado original. Los puritanos creían que su modo de vida era correcto en un plano ético y que ello comportaba la prosperidad mundana. La prosperidad, entonces, fue aceptada como la señal que esperaban, y  la bondad se asoció a la riqueza, mientras la pobreza fue asociada al mal.  

El modernismo.

Con la llegada del Renacimiento comienza en la filosofía un gran cambio que se ale ja de la influencia griega y de la escolástica, lo que repercute también en la ética.

Descartes reconoce como el bien soberano a la virtud, la cual corresponde a la rectitud de nuestra voluntad, y la rectitud no depende solo del conocimiento del bien, porque el alma no es solo inteligencia. Por otro lado, a su juicio, la maldad no es producto solo de la ignorancia o la falta de conocimiento, sino también es producto de la indiferencia, o de cierta imperfección de nuestra libertad, que nos hace caer en las pasiones.

La razón humana es determinante para una conducta recta en el modelo elaborado por el filósofo holandés Baruch Spinoza, quien sostenía que todas las cosas son neutras en el orden moral desde el punto de vista de la eternidad; sólo las necesidades e intereses humanos determinan lo que se considera bueno o malo, el bien y el mal. Todo lo que contribuye al conocimiento de la naturaleza del ser humano o se halla en consonancia con la razón humana está prefigurado como bueno. Por ello, cabe suponer que todo lo que la gente tiene en común es lo mejor para cada uno, lo bueno que la gente busca para los demás es lo bueno que desea para sí misma. La razón, entonces, es necesaria para refrenar las pasiones y alcanzar el placer y la felicidad evitando el sufrimiento.

Kant, ante la imposibilidad de conocer las cosas en sí y la incapacidad de la razón especulativa para probar la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, propone que existe otro medio espiritual que reemplaza a la razón especulativa: la conciencia moral. Al respecto, el principio básico del pensamiento moral kantiano, es el respeto a la ley moral, y el obedecer el imperativo categórico del deber, lo que considera una ley “a priorística”. El soberano es la buena voluntad, que no es otra cosa que la voluntad de obedecer al deber sin condición. Nuestras acciones serán morales sólo en el caso de obedecer el mandato del deber, nunca si la realizamos por nuestro propio deseo o inclinación; así, si socorro a un hombre para que me agradezca o para que otros lo sepan, o porque me proporcionará satisfacción, la acción no es moral, aunque sea beneficiosa.

Para Fichte, el supremo bien del hombre es la libertad, y explica el imperativo categórico de Kant como “la necesidad de la acción”. A su juicio el mal proviene de la pereza del espíritu, en cualquiera de sus manifestaciones: la falta de reflexión, la rutina, la inercia, etc. A su juicio, la pereza lleva a la cobardía y a la falsedad, se prefiere la esclavitud al esfuerzo, y se recurre a las apariencias para ocultar lo que no se quiere sostener a cara descubierta.

Durante el siglo XVIII, los filósofos británicos David Hume, en sus “Ensayos morales y políticos”, y Adam Smith, autor de la teoría económica del laissez-faire, en su “Teoría de los sentimientos morales, formularon modelos éticos, del mismo modo, subjetivos. Identificaron lo bueno con aquello que produce sentimientos de satisfacción y lo malo con lo que provoca dolor. Según Hume y Smith, las ideas de moral e interés público provocan sentimientos de simpatía entre las personas, aproximando las unas a las otras, incluso cuando no están unidas por lazos de parentesco u otros lazos directos.

Schopenhauer sostendrá que el mundo de los fenómenos está sometido a las leyes de la necesidad, pero, la voluntad es libre. Por lo tanto, la libertad moral debiera buscarse fuera del mundo material. Gracias a la libertad moral, el hombre puede liberarse de las fuerzas ciegas y necesarias que gobiernan el mundo y constituir una individualidad libre.

Comte, en su teoría positivista, llegará a proponer que la ciencia más importante es la moral, dando gran importancia al sentimiento. La inteligencia y la voluntad, plantea, debían estar subordinadas al sentimiento, pues, mientras las dos primeras v ale n sólo por sus resultados, el sentimiento procura satisfacciones interiores inmediatas. El altruismo, el amor y el sacrificio hacia los demás, son el supremo deber y la suprema felicidad. La máxima comtiana propone perfeccionarse a sí mismo para servir a los demás: “El amor por principio, el orden por base, y el progreso por fin”.

En la visión de Marx, las condiciones del espíritu están determinadas por los modos como el hombre organiza la producción, factor determinante para el comportamiento social. Las ideas y la moral son consecuencia de la relación de los individuos con la propiedad de los medios para producir. Quienes poseen los medios para producir, hacen del medio social un espacio funcional a sus intereses. Quienes son explotados no tienen posibilidad alguna de imponer valores y principios, y solo deben acatarlos. Ello determina la lucha entre la clases sociales, donde unas, las que tienen la propiedad de los medios de producción, se imponen sobre las que solo tienen su fuerza de trabajo. Al analizar el rol de la clase obrera del siglo XIX, ve en ella la capacidad de superar las condiciones históricas de subyugación de las clases explotadas e imponer una nueva moral, basada en la superación de la dominación histórica de las clases poseedoras, y en el fin de la lucha de clases.

La ética del siglo XX será influida por el psicoanálisis de Sigmund Freud y sus seguidores y las doctrinas conductistas basadas en los descubrimientos sobre estímulo-respuesta del fisiólogo ruso Iván Petróvich Pávlov. El creador del psicoanálisis atribuyó el problema del bien y del mal en cada individuo a la lucha entre el impulso del yo instintivo para satisfacer todos sus deseos y la necesidad del yo social de controlar o reprimir la mayoría de esos impulsos con el fin de que el individuo actúe dentro de la sociedad. La psicología freudiana ha señalado que la culpa, respondiendo a motivaciones de naturaleza sexual, subyace en el pensamiento clásico que dilucida sobre el bien y el mal.

La posmodernidad.

Con la aparición de los filósofos que inician el ciclo del pensamiento postmoderno, el debate moral o la forma como debemos vivir, comienza ha desaparecer. En su lugar, las preocupaciones se centran en por que vivimos, como realmente lo hacemos y como motivamos nuestros conceptos de vida. Se pierde la preocupación por lo colectivo, para centrarse en lo individual.

Punto de partida para estas visiones, sería el superhombre de Nietzche, que se caracteriza por la más alta inteligencia y una gran voluntad de poder, que le permite situarse más allá de la moral vigente, por sobre las concepciones predominantes del bien y el mal. Su superhombre es un creador de valores, un ejemplo activo de “eticidad maestra”, que refleja la fuerza e independencia de alguien que está emancipado de las ataduras de lo humano y de la docilidad cristiana.

El británico Bertrand Russell, en tanto, marcaría un cambio de rumbo en el pensamiento ético al sostener su crítica sobre la moral convencional, reivindicando la idea de que los juicios morales expresan deseos individuales o hábitos aceptados. En su pensamiento, tanto el santo ascético como el sabio independiente son pobres modelos humanos porque ambos son individuos incompletos. Los seres humanos completos participan en plenitud de la vida de la sociedad y expresan todo lo que concierne a su naturaleza. Algunos impulsos tienen que ser reprimidos en interés de la sociedad, y otros, en interés del desarrollo del individuo, pero el crecimiento natural ininterrumpido y la autorrealización de una persona son los factores que convierten una existencia en buena y una sociedad en una convivencia armoniosa.

Para los existencialistas, el hombre está solo en un mundo malo. Puede elegir la forma de su existencia, pero, ello implica angustia y culpa. El alemán Martin Heidegger mantenía que no existe ningún Dios, por lo cual, los seres humanos, se hallan solos en el Universo y tienen que adoptar y asumir sus decisiones éticas en la conciencia constante de la muerte. La conciencia moral tiene, entonces, un fundamento puramente existencial. No es buena ni mala, es simplemente un elemento inseparable de la existencia.

El francés Jean-Paul Sartre razonó su no creencia en Dios, afirmando que el supuesto conflicto sobre la existencia de un Dios omnipresente, no reviste ningún sentido de trascendencia para el individuo, pues, en nada afectaba su compromiso con la libertad personal, manteniendo que los individuos tienen la responsabilidad ética de comprometerse en las actividades sociales y políticas de su tiempo.

La discusión contemporánea sobre la ética ha continuado con los escritos de George Edward Moore, autor que sostiene que los principios éticos son definibles en los términos de la palabra bueno, considerando que ‘la bondad’ es indefinible. Esto, porque la bondad es una cualidad simple, no analizable.

Con posterioridad, poco se ha aportado con alcances significativos sobre la interpretación filosófica del bien y el mal. Quizás lo más relevante venga de la visión neoliberal, aportada por uno de sus íconos ideológicos, Friedrich Hayek, quien afirmará que el bien y el mal únicamente son nociones que la convivencia social ha generado espontáneamente, como mecanismo para lograr y mantener la cooperación social. Aún más, afirmará que aquella práctica que busca el bien - el altruismo-, es una concepción carente de sentido ya que nadie puede cuidar eficazmente de los extraños.

II Parte. EL APORTE INICIÁTICO.

LA CONCEPCIÓN ESOTÉRICA.

Lo que fundamenta todo esoterismo, bajo cualquier dimensión histórica, es la búsqueda de la perfección del hombre, a través de los medios del hombre. Ello, sin embargo, en una aproximación constante hacia la divinidad, expresión simbólica de lo superior del espíritu.

No existe esoterismo si no hay un uso de lo superior de los medios que el hombre ha desarrollado en su labor transformadora, como especie, y en tanto conciencia perfectible, que recoge la herencia de la propia evolución espiritual. Ello se hace evidente a través de los tiempos, en los distintos tipos de esoterismos, que han recogido y han sublimado lo mejor de la condición espiritual de su tiempo. Por esa razón, todo esoterismo está ligado a un exoterismo, esto es, a la condición espiritual predominante de su época. 

Así fue con el pitagorismo en el apogeo griego; con los esenios en un momento de paz hebrea; con el esoterismo cristiano en el proceso de consolidación del cristianismo primitivo; con la kabalah, en el reflorecimiento del intelecto en la diáspora; con el alquimismo, en el Renacimiento; y con la masonería, en el humanismo.

El fundamento de un esoterismo se encuentra en la sublimación de aquellos aspectos valóricos y conductuales del hombre, que tienden a estimular los mejores sentimientos y actitudes de los hombres, para sí mismo y para los demás. La búsqueda de parámetros de perfección está relacionada con una condición superior, que se debe hacer tangible en la forma como el iniciado actúa con y ante los demás.

De allí que, en todo esoterismo, hay un fundamento ético esencial, que toma la moral de su tiempo y su lugar, como la primera piedra de la construcción de su obra de perfeccionamiento.

Lo que promovía el pitagorismo, por ejemplo, son normas de vida, basadas en los más altos valores de su tiempo: la amistad, el respeto a ley, la sobriedad, la moderación, la armonía física y espiritual. En “Los Versos Áureos”, compilados probablemente entre los siglos II y III d.C., se recogen parte de los contenidos doctrinales del esoterismo pitagórico: honrar a los dioses, observar el juramento, no hacer nada vergonzoso a los demás y a sí mismo; todos los días repasar las acciones efectuadas, para comprobar en que se ha faltado; si se ha hecho mal, arrepentirse.

Lo propio ocurre, con sus particularidades, en el códice esenio, que se hace efectivo en formas concretas de mancomunidad y en vida social efectiva, en los ámbitos de sus prácticas y doctrinas, sobre la base de aspectos éticos definidos y realizados como práctica iniciática manifiesta. En su vertiente esotérica fundacional, el cristianismo recrea esos propósitos, de la misma forma como lo hará el alquimismo, y en no menor medida la kabalah. En cada una de estas escuelas esotéricas concretas, se consideró la práctica de los valores como la expresión de lo bueno y del bien, esperados y esperables en las conductas humanas.

Esa misma impronta se advierte en la fundación de la llamada Masonería Moderna, y que se refleja embrionariamente en la Constitución Andersoniana, y que las declaraciones de principios de la Masonería regularmente constituida en Grandes Logias, vienen complementando hasta nuestros tiempos.

Entonces, ante la realidad que presenta el debate ético de nuestro tiempo, es indudable que el esoterismo tendrá un aporte que es ineludible, para la conciencia moral de nuestra sociedad y de nuestra civilización, y problemas tan trascendentes, como los efectos de la actividad científica, la bioética, las derivaciones morales de la investigación genética, el impacto de la robótica y de la cibernética, los efectos de la tecnología, los riesgos ecológicos, los problemas del hambre, el rumbo de la globalización, etc. son aspectos que forman parte de una reflexión que señalará la trascendencia mayor o menor de la práctica esotérica en el tiempo del que somos contemporáneos y que legaremos al futuro de la Humanidad.

 

 

Abril 2004.