LAS CRUZADAS

El llamado a la Primera Cruzada:

Según Roberto el Monje

Según Guibert de Nogent

Según Foucher de Chartres

Según Guillermo de Tiro

Según Orderic Vital

Historia anónima de la Primera Cruzada (c. 1099). (Fragmentos)

Establecimiento de los cruzados en Jerusalén

La Alexíada de Ana Comneno y la Primera Cruzada

Destrucción de Constantinopla

La Cruzada de 1204 según la Crónica de Novgorod

El historiador Niketas Choniates huye de Constantinopla con su familia en 1204

El saqueo de Constantinopla por los cruzados

El Imperio de Bizancio en manos de los occidentales (1204)

Balduíno, Emperador Latino de Constantinopla

Acta del Patriarca Miguel Autoreianos (1208-1214) prometiendo remisión de los pecados a los soldados bizantinos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL LLAMADO A LA PRIMERA CRUZADA:

SEGÚN ROBERTO EL MONJE

El año de la Encarnación de 1095, se reunió en la Galia un gran concilio en la provincia de Auvernia y en la ciudad llamada Clermont. Fue presidido por el Papa Urbano II, cardenales y obispos; ese concilio fue muy célebre por la gran concurrencia de franceses y alemanes, tanto obispos como príncipes. Después de haber regulado los asuntos eclesiásticos, el Papa salió a un lugar espacioso, ya que ningún edificio podía contener a aquellos que venían a escucharle. Entonces, con la dulzura de una elocuencia persuasiva, se dirigió a todos: "Hombres franceses, hombres de allende las montañas, naciones, que vemos brillar en vuestras obras, elegidos y queridos de Dios, y separados de otros pueblos del universo, tanto por la situación de vuestro territorio como por la fe católica y el honor que profesáis por la santa Iglesia, es a vosotros que se dirigen nuestras palabras, es hacia vosotros que se dirigen nuestras exhortaciones: queremos que sepáis cuál es la dolorosa causa que nos ha traído hasta vuestro país, como atraídos por vuestras necesidades y las de todos los fieles. De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados; pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado nunca su espíritu al Señor, ha invadido en esos lugares las tierras de los cristianos, devastándolas por el hierro, el pillaje, el fuego, se ha llevado una parte de los cautivos a su país, y a otros ha dado una muerte miserable, ha derribado completamente las iglesias de Dios, o las utiliza para el servicio de su culto; esos hombres derriban los altares, después de haberlos mancillado con sus impurezas; circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de los circuncisos, sea en los altares o en los vasos bautismales; aquellos que quieren hacer morir de una muerte vergonzosa, les perforan el ombligo, hacen salir la extremidad de los intestinos, amarrándola a una estaca; después, a golpes de látigo, los obligan a correr alrededor hasta que, saliendo las entrañas de sus cuerpos, caen muertos. Otros, amarrados a un poste, son atravesados por flechas; a algunos otros, los hacen exponer el cuello y, abalanzándose sobre ellos, espada en mano, se ejercitan en cortárselo de un solo golpe. ¿Qué puedo decir de la abominable profanación de las mujeres? Sería más penoso decirlo que callarlo. Ellos han desmembrado el Imperio Griego, y han sometido a su dominación un espacio que no se puede atravesar ni en dos meses de viaje. ¿A quién, pues, pertenece castigarlos y erradicarlos de las tierras invadidas, sino a vosotros, a quien el Señor a concedido por sobre todas las otras naciones la gloria de las armas, la grandeza del alma, la agilidad del cuerpo y la fuerza de abatir la cabeza de quienes os resisten? Que vuestros corazones se conmuevan y que vuestras almas se estimulen con valentía por las hazañas de vuestros ancestros, la virtud y la grandeza del rey Carlomagno y de su hijo Luis, y de vuestros otros reyes, que han destruido la dominación de los Turcos y extendido en su tierra el imperio de la santa Iglesia. Sed conmovidos sobre todo en favor del santo sepulcro de Jesucristo, nuestro Salvador, poseído por pueblos inmundos, y por los santos lugares que deshonran y mancillan con la irreverencia de sus impiedades. Oh, muy valientes caballeros, posteridad surgida de padres invencibles, no decaed nunca, sino recordad la virtud de vuestros ancestros; que si os sentís retenidos por el amor de vuestros hijos, de vuestros padres, de vuestras mujeres, recordad lo que el Señor dice en su Evangelio: "Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37). "Aquel que por causa de mi nombre abandone su casa, o sus hermanos o hermanas, o su padre o su madre, o su esposa o sus hijos, o sus tierras, recibirá el céntuplo y tendrá por herencia la vida eterna" (Mt 19,29). Que no os retenga ningún afán por vuestras propiedades y los negocios de vuestra familia, pues esta tierra que habitáis, confinada entre las aguas del mar y las alturas de las montañas, contiene estrechamente vuestra numerosa población; no abunda en riquezas, y apenas provee de alimentos a quienes la cultivan: de allí procede que vosotros os desgarréis y devoréis con porfía, que os levantéis en guerras, y que muchos perezcan por las mutuas heridas. Extinguid, pues, de entre vosotros, todo rencor, que las querellas se acallen, que las guerras se apacigüen, y que todas las asperezas de vuestras disputas se calmen. Tomad la ruta del Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de pueblos abominables, y sometedlos a vuestro poder. Dios dio a Israel esa tierra en propiedad, de la cual dice la Escritura que "mana leche y miel" (Nm 13,28); Jerusalén es el centro; su territorio, fértil sobre todos los demás, ofrece, por así decir, las delicias de un otro paraíso: el Redentor del género humano la hizo ilustre con su venida, la honró residiendo en ella, la consagró con su Pasión, la rescató con su muerte, y la señaló con su sepultura. Esta ciudad real, situada al centro del mundo, ahora cautiva de sus enemigos, ha sido reducida a la servidumbre por naciones ignorantes de la ley de Dios: ella os demanda y exige su liberación, y no cesa de imploraros para que vayáis en su auxilio. Es de ustedes eminentemente que ella espera la ayuda, porque así como os lo hemos dicho, Dios os ha dado, por sobre todas las naciones, la insigne gloria de las armas: tomad, entonces, aquella ruta, para remisión de vuestros pecados, y partid, seguros de la gloria imperecedera que os espera en el reino de los cielos". Habiendo el Papa Urbano pronunciado este discurso pleno de comedimiento, y muchos otros del mismo género, unió en un mismo sentimiento a todos los presentes, de tal modo que gritaron todos: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! Habiendo escuchado esto el venerable pontífice de Roma, elevó los ojos al cielo y, pidiendo silencio con la mano en alto, dijo: "Muy queridos hermanos, hoy se manifiesta en vosotros lo que el Señor dice en el Evangelio: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos". Porque si el Señor no hubiese estado en vuestras almas, no hubieseis pronunciado todos una misma palabra: y en efecto, a pesar de que esta palabra salió de un gran número de bocas, no ha tenido sino un solo principio; es por eso que digo que Dios mismo la ha pronunciado por vosotros, ya que es Él quien la ha puesto en vuestro corazón. Que ése sea, pues, vuestro grito de guerra en los combates, porque esa palabra viene de Dios: cuando os lancéis con impetuosa belicosidad contra vuestros enemigos, que en el ejército de Dios se escuche solamente este grito: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! No recomendamos ni ordenamos este viaje ni a los ancianos ni a los enfermos, ni a aquellos que no les sean propias las armas; que la ruta no sea tomada por las mujeres sin sus maridos, o sin sus hermanos, o sin sus legítimos garantes, ya que tales personas serían un estorbo más que una ayuda, y serán más una carga que una utilidad. Que los ricos ayuden a los pobres, y que lleven consigo, a sus expensas, a hombres apropiados para la guerra; no está permitido ni a los obispos ni a los clérigos, de la orden que sea, partir sin el consentimiento de su obispo, ya que si parten sin ese consentimiento, el viaje les será inútil; ningún laico deberá prudentemente ponerse en ruta, si no es con la bendición de su pastor; quien tenga, pues, la voluntad de emprender esta santa peregrinación, deberá comprometerse ante Dios, y se entregará en sacrificio como hostia viva, santa y agradable a Dios; que lleve el signo de la Cruz del Señor sobre su frente o su pecho; que aquel que, en cumplimiento de sus votos, quiera ponerse en marcha, la ponga tras de sí, en su espalda; cumplirá, con esta acción, el precepto evangélico del Señor: "El que no tome su cruz y me siga, no es digna de mí"."

 

ROBERT LE MOINE, Histoire de la Première Croisade, Ed. Guizot, 1825, Paris, pp. 301-306. Trad. del francés por José Marín R.

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SEGÚN GUIBERT DE NOGENT

He aquí la arenga que [el papa Urbano II] pronunció, si no en los mismos términos, al menos en el mismo espíritu:

"Si entre las iglesias repartidas por el mundo entero, unas ameritan más respeto que las otras, en razón de las personas o del lugar (en razón de las personas, digo, atendiendo a que otorgamos más privilegios a las sedes apostólicas; en razón de los lugares, teniendo en cuenta que a las ciudades reales, como por ejemplo la ciudad de Constantinopla, se deben conceder las mismas distinciones que a las personas), debemos, pues, testimoniar por sobre todo un respeto muy particular por aquella Iglesia de donde nos vino la gracia de la Redención, y que es la cuna de toda la Cristiandad. Si es verdad, como dice el Señor, que la salvación viene de los judíos (Jn 4,22), y que el Señor de los ejércitos nos ha entregado una simiente, a fin de que nunca seamos como Sodoma, y que tampoco nos asemejemos a Gomorra, Cristo es esa simiente en la cual están contenidas la salvación y la bendición de todas las naciones; y la tierra y la ciudad que Él habitó, y donde sufrió, son llamadas santas, conforme al testimonio de las Escrituras. En efecto, leemos en las páginas sagradas y proféticas que esta tierra es la herencia de Dios, y el templo, santo, incluso antes de que el Señor la hubiese hollado con sus pies y hubiese allí sufrido. ¿Qué acrecentamiento en su santidad, qué nuevos títulos en lo que a nosotros respecta, ha obtenido desde que Dios, en su majestad, allí se encarnó, alimentó, educó, la recorrió en todos los sentidos, viviendo una vida corporal; cuando, para resumir en una concisión digna de su objeto todo lo que podría ser dicho en largos discursos, la sangre del Hijo de Dios, más santa que el cielo y la tierra, fue allí derramada; cuando su cuerpo, en medio de la agitación de los elementos, allí reposó en paz en un sepulcro? Si, poco después de la muerte de Nuestro Señor, y cuando los judíos todavía estaban en posesión de ella, esta ciudad fue llamada santa por el evangelista, que dijo: "Muchos cuerpos de santos que estaban muertos han resucitado; y, habiendo dejado sus sepulcros, después de su resurrección, entraron en la ciudad santa, y fueron vistos por muchas personas" (Mt 27,52-53); y si el profeta Isaías ya había dicho: "Su sepulcro será glorioso" (Is 11,10), ¿cómo esta santidad podría en lo sucesivo ser aniquilada, sean cuales fueren los males que sobrevengan?, como es igualmente cierto que la gloria del santo sepulcro no podrá ser destruida. ¡Oh, mis hermanos queridos!, si es verdad que aspiráis al autor de esa santidad y esa gloria, si queréis ardientemente conocer los lugares de aquella tierra donde se encuentran sus huellas, es a vosotros a quienes corresponde hacer grandes esfuerzos, con la ayuda de Dios, que marchará delante de vosotros, y combatirá por vosotros, a fin de purgar aquella ciudad santa y aquel glorioso sepulcro, de las humillaciones que allí acumulan los gentiles con su presencia, tanto más cuanto que está en su poder. Si la piedad de los Macabeos ameritó ya los más grandes elogios, porque combatían por las ceremonias y por el templo; así como se os permite, caballeros cristianos, tomar las armas para defender la libertad de la patria, y si estimáis que es un deber realizar los más grandes esfuerzos para visitar los templos de los apóstoles o de cualquier otro santo, ¿por qué tardáis en exaltar la Cruz, la sangre, el monumento del Señor, de visitarlo, de consagraros a tal servicio por la salvación de vuestras almas? Hasta ahora habéis hecho guerras injustas, en vuestros furores insensatos os habéis lanzado recíprocamente sobre vuestras casas los dardos de la codicia y de la soberbia, y habéis por ello atraído sobre vosotros las penas de la muerte eterna y de un daño verdadero. Ahora os proponemos guerras que tienen en sí mismas la gloriosa recompensa del martirio, que serán por siempre objeto de elogio, para los tiempos presentes y para la posteridad. Supongamos por un momento que Cristo no murió, ni fue enterrado en Jerusalén, y que tampoco vivió allí; ciertamente, si todo ello nos falta, este solo hecho, que la ley provenga del Libro, y la Palabra del Señor de Jerusalén, debería ser suficiente para impulsaros a marchar en auxilio de la tierra y de la ciudad santas. En efecto, si Jerusalén es la fuente desde la cual se derrama todo lo que se remite a la predicación del cristianismo, los pequeños arroyos que se han diseminado por todas partes y sobre toda la faz de la tierra, deben remontar dentro de los corazones de todos los fieles católicos, a fin de que se compenetren correctamente de todo aquello que deben a tan abundante fuente. Si las corrientes retornan al lugar de donde han surgido, es a fin de que se derramen igualmente (Ecles 1,7). Según el lenguaje de Salomón, os debe parecer glorioso esforzaros en purificar el lugar de donde ciertamente os ha venido el bautismo que purifica y las enseñanzas de la fe. He aquí además otra consideración a la cual debéis otorgar máxima importancia, y es que Dios, actuando por vosotros, emplea vuestros esfuerzos para hacer reflorecer el culto cristiano en la iglesia, madre de todas las iglesias; es posible que eso sea con la intención de restablecer la fe en algunas porciones del Oriente, para hacerlas resistir en los tiempos del Anticristo, que se avecinan; pues es claro que no será ni contra los Judíos ni contra los gentiles que el Anticristo hará la guerra; sino que, conforme a la etimología misma de su nombre, atacará a los cristianos; y si no encuentra cristianos en esos lugares, como en el presente que no se encuentra casi ninguno, no habrá quién le resista, o a quien tenga para atacar; así, según el profeta Daniel, y san Jerónimo, su intérprete, alzará sus tiendas en el monte de los Olivos. Es cierto, pues el apóstol lo dijo, que tomará asiento en Jerusalén en el templo de Dios, queriendo pasar por un dios (2Tes 2,4), y el mismo profeta Daniel dijo además que, sin duda, tres reyes, a saber, los de Egipto, Africa y Etiopía, serán los primeros asesinados por él, en razón de su fe en Cristo (Dan 7,2). Y, ciertamente, ello no podrá ocurrir si el cristianismo está establecido en los lugares donde reina ahora el paganismo. Si, pues, en vuestro celo por estos píos combates, os esforzáis, después de haber recibido de Jerusalén los principios del conocimiento de Dios, en restablecerlos en esos mismos lugares, en signo de reconocimiento, con el fin de trabajar en expandir ampliamente el nombre católico, ¿quién debe resistir a las pérfidas intenciones del Anticristo y de los anticristianos, quién podría dudar que Dios, cuyo poder es superior a todas las esperanzas de los hombres, abrasa esos campos cubiertos con las cañas del paganismo, con la ayuda de la llama encendida de vuestros corazones, a fin de que Egipto, Africa y Etiopía, que no están en comunión con nuestras creencias, sean constreñidas por las reglas de dicha ley, y que el hombre del pecado, el hijo de la perdición, encuentre nuevos rebeldes? El Evangelio nos grita que Jerusalén será pisoteada por las naciones, hasta que el tiempo de las naciones sea consumado (Lc 21,24). Esas palabras, "el tiempo de las naciones", pueden entenderse de dos maneras. Quiere decir que las naciones han dominado a los cristianos a su amaño y se han revolcado, según el ardor de las pasiones, en el fango de todas las ignominias sin encontrar obstáculo alguno; por eso se dice ordinariamente que es a su tiempo que todas las cosas resultarán según sus votos, como dice este ejemplo: "Mi tiempo no ha llegado todavía, pero el tiempo está siempre propio a vosotros" (Jn 7,6); y se dice habitualmente a los voluptuosos: "Tendréis vuestro tiempo". O bien estas palabras, "el tiempo de las naciones", significan la totalidad de las naciones, que serán llamadas a la fe antes de que Israel sea salvado; puede ser, oh, hermanos queridos, que ese tiempo se cumpla cuando los poderes paganos sean expulsados por vosotros, con la ayuda de Dios; porque el fin del siglo se aproxima, y las naciones cesan de ser convertidas al Señor, ya que hará falta, según las palabras del apóstol, "que la revuelta llegue previamente" (2Tes 2,3). No obstante, y conforme a las palabras de los profetas, es necesario que antes de la venida del Anticristo el Imperio del Cristianismo sea renovado en esos lugares, por vosotros, o por quienes plazca a Dios que lo hagan, a fin de que el señor de todos los males, aquél que establecerá el trono de su reino, encuentre algún rastro de fe contra el cual combatir. Pensad que el Todopoderoso puede haberos destinado para levantar a Jerusalén del estado de envilecimiento en el cual se encuentra pisoteada; ¿y, os lo demando, juzgad cuántos corazones gozarían de alegría si vemos la Ciudad santa elevada por vuestra ayuda, y aquellos oráculos proféticos, o mejor dicho divinos, cumplidos en nuestro tiempo? Recordad además estas palabras que Dios mismo dijo a la Iglesia: "Yo conduciré vuestros hijos del Oriente, y reuniré los de Occidente" (Is 63,5). Dios ha conducido a los hijos del Oriente, porque aquel territorio del Oriente ha doblemente producido los primeros príncipes de nuestra Iglesia, y los reúne de Occidente reparando los males de Jerusalén por los brazos de aquellos que han recibido las últimas enseñanzas de la fe, es decir, por los occidentales, porque creemos que tales cosas las podéis hacer vosotros, con la ayuda del Señor. Que si las palabras de las Escrituras no os determinan, si nuestra invitación no llega al fondo de vuestra alma, que al menos la extrema miseria de todos aquellos que desean visitar los santos lugares, os toque y conmueva. Tened en cuenta a aquellos que emprenden aquella peregrinación, y van a aquel país a través de las tierras: si son ricos, a cuántas exacciones y violencias son sometidos; casi a cada milla de la ruta son obligados a pagar tributos e impuestos; en cada puerta de la ciudad, a la entrada de iglesias y templos, los hacen pagar un precio; y cada vez que se transportan de un lugar a otro, por una acusación cualquiera, se ven forzados a pagar un rescate a precio de plata, y al mismo tiempo, los gobernadores de los gentiles no cesan de castigar cruelmente con golpes a quien rehuse hacerles presentes. ¿Qué decir de aquéllos que, no teniendo nada, confiados en su indigencia absoluta, emprenden aquel viaje porque les parece no tener nada que perder en su propia persona? Se les somete a suplicios intolerables para quitarles lo que no tienen; se les despedaza, se les abren los talones para ver si por azar no tienen algo cosido por debajo, y la crueldad de estos malvados va todavía más lejos. En el convencimiento de que estos desgraciados pueden haber tragado oro o plata, los hacen beber escamonea hasta obligarlos al vómito, o incluso hasta hacer rendirse a sus órganos vitales; o, lo que es más horrible aún, les abren el vientre a punta de hierro, haciendo salir las envolturas de los intestinos, y pinchando con afrentosas incisiones hasta en los repliegues más secretos del cuerpo humano. Tened en consideración, os ruego, a tantos millones de hombres que han muerto de la manera más deplorable; tomad enseguida partido por los santos lugares, de donde os han llegado los primeros elementos de la piedad, y creed sin duda que Cristo marchará delante de aquellos que vayan a hacer la guerra por Él, que Él será vuestro porta estandarte, y servirá de precursor a cada uno de vosotros".

Cuando este hombre tan eminente hubo finalizado su discurso, dio la absolución, por el poder del bienaventurado Pedro, a todos cuantos hicieron voto de partir, y la confirmó en virtud de su autoridad apostólica.

 

GUIBERT DE NOGENT, Histoire des Croisades, II, Éd. Guizot, 1825, Paris, pp. 46-52. Trad. al francés por José Marín R.

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SEGÚN FOUCHER DE CHARTRES

No obstante, el Papa agregó sobre la marcha otras tribulaciones, no menores que las que ya había señalado [en el mismo Concilio de Clermont], sino más grandes y las peores de todas, y que surgidas en otra parte del mundo, asediaban la Cristiandad. "Acabáis, dijo, hijos del Señor, de jurar fielmente, y con una firmeza con que no lo habíais hecho hasta ahora, mantener la paz entre vosotros, y la preservación de los derechos de la Iglesia. Pero no es todavía suficiente; una obra útil debe aún hacerse; ahora que sois fortificados por la corrección del Señor, debéis consagrar todos los esfuerzos de vuestro celo a otro asunto, que no es menos vuestro que de Dios. Es urgente, es preciso que os apuréis en marchar en socorro de vuestros hermanos que habitan en Oriente, y que tienen gran necesidad de la ayuda que habéis, tantas veces ya, prometido. Los turcos y los árabes se han precipitado sobre ellos, cosa que muchos de entre vosotros han ciertamente escuchado narrar, y han invadido las fronteras de la Romania, hasta ese rincón del Mar Mediterráneo que se llama el Brazo de San Jorge, extendiendo cada vez más sus conquistas sobre tierras de cristianos, a quienes en siete oportunidades han vencido ya en batalla, capturando o matando a un gran número, han trastornado completamente las iglesias, y saqueado todo el país sometido a la dominación cristiana. Si soportáis que cometan durante todavía más tiempo e impunemente parecidos excesos, llevarán sus ataques más lejos, masacrando una multitud de fieles servidores de Dios. Es por ello que os advierto y conjuro, no en mi nombre, sino en nombre del Señor, a vosotros los heraldos de Cristo, a comprometer por frecuentes proclamaciones a los francos de todo rango, gente de a pie y caballeros, pobres y ricos, a socorrer con diligencia a los adoradores de Cristo, pensando que todavía es tiempo, y de expulsar lejos de las regiones sometidas a nuestra fe a la raza impía de los devastadores. Ello, y lo digo a aquellos de vosotros que están presentes aquí, lo mando también a los ausentes; aun más, es Cristo quien lo ordena. En cuanto a aquellos que partirán, si pierden la vida, sea durante la ruta por tierra, sea atravesando los mares, sea combatiendo a los idólatras, todos los pecados les serán remitidos en ese momento; este favor tan precioso yo lo concedo en virtud de la autoridad por la cual he sido investido por Dios mismo. ¡Qué vergüenza no sería para nosotros si aquella raza infiel tan justamente despreciada, degenerada de la dignidad de hombre, y vil esclava del demonio, cargara sobre el pueblo elegido de Dios Todopoderoso, ese pueblo que ha recibido la luz de la verdadera fe, y sobre el cual el nombre de Cristo despliega un esplendor tan grande! ¿Cuántos crueles reproches nos haría el Señor, si no ayudarais a aquellos que, como nosotros, tienen la gloria de profesar la fe de Cristo? Que marchen, dijo el papa finalizando, contra los infieles y concluyan victoriosamente una lucha que ya desde hace mucho tiempo debería haberse comenzado, esos hombres que hasta ahora han tenido la criminal costumbre de librarse a guerras internas contra los fieles; que lleguen a ser verdaderos caballeros, ésos que por tanto tiempo no han sido sino bandidos; que combatan ahora, como es justo, contra los bárbaros, aquellos que en otro tiempo volvían sus armas contra hermanos de su misma sangre; que busquen las recompensas eternas, esos que durante tantos años han vendido sus servicios como mercenarios por una miserable paga; que se esfuercen por adquirir una doble gloria aquellos que hasta hace poco arrostraron tantas fatigas, en detrimento de su cuerpo y de su alma. ¿Qué más puedo agregar? De una parte estarán los miserables privados de verdaderos bienes, de la otra, hombres colmados de verdaderas riquezas; por una parte combatirán a los verdaderos enemigos del Señor, de otra a sus amigos. Que nada retarde la partida de aquellos que marcharán a esta expedición; que arrienden sus tierras reuniendo todo el dinero necesario para sus gastos, y que tan pronto como haya terminado el invierno, para dar lugar a la primavera, se pongan en camino bajo la guía del Señor" Así habló el Papa: en ese mismo instante todos los auditores se sintieron animados por un santo fervor por aquella empresa, pensando todos que nada podría ser más glorioso...

 

FOULCHER DE CHARTRES, Histoire des Croisades, Chap. 1, Ed. Guizot, 1825, Paris, pp. 7-10. Trad del francés por José Marín R.

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SEGÚN GUILLERMO DE TIRO

...el señor Urbano dirigió una exhortación al Concilio reunido [en Clermont], y habló en estos términos:

"Sabéis, mis hijos bien amados, y conviene que vuestra caridad no lo olvide nunca, que el Redentor del género humano se revistió de carne para la salvación de todos, y se hizo hombre entre los hombres, ilustrando con su presencia la tierra de promisión, que Él había prometido ya a los patriarcas; la hizo célebre por sobre todo por las obras que allí realizó, y por la frecuente manifestación de sus milagros. El Antiguo, como el Nuevo Testamento, nos lo enseñan en cada página, en cada sílaba. Ciertamente Él dio a esta porción infinitamente pequeña del globo un muy particular privilegio de predilección, dignándose en llamarla su herencia, a pesar de que toda la tierra y todo lo que ella contiene le pertenece. Así dijo, por boca de Isaías: "Israel es mi casa y mi herencia" (Is 19,25), y además: "La casa de Israel es la viña del Señor de los ejércitos" (Is 5,7). Y aunque, desde el principio, consagró especialmente toda esta región, no obstante adoptó más particularmente aún la ciudad santa, como propia pertenencia, según testimonio del profeta, que dice: "El Señor ama las puertas de Sión más que todas las tiendas de Jacob" (Ps 86,2). Es de ella que se dicen cosas gloriosas, a saber, que enseñando, sufriendo, resucitando en esta ciudad, el Salvador obró allí la Salvación en el centro de toda la tierra. Ella fue elegida a través de los siglos para llegar a ser el testimonio, el teatro habitual de tantos milagros. Elegida sin duda, ya que quien la eligió lo testimonia por sí mismo, diciendo: "Es de la ciudad de Jerusalén, que yo he elegido, que les vendrá el Salvador". A pesar de que, para expiación de los pecados de sus habitantes, Dios permitió por un justo juicio, que fueran frecuentemente entregados en las manos de los impíos, y que la ciudad sufriese por un tiempo el yugo de un duro cautiverio, sin embargo, no se puede pensar que la haya rechazado lejos de sí, como para repudiarla, pues está escrito: "El Señor castiga a quien ama" (Heb 12,16). Al contrario, a aquellos contra quienes reúne tesoros de cólera, les dice: "Haré cesar mi indignación contra vosotros; mi celo y mi ira se retirarán de vosotros" (Ez 16,42). Él la ama, pues, siempre; el fervor de su amor no se extingue nunca hacia quien Él dijo: "Serás una corona de gloria en la mano del Señor, y una diadema real en la mano de vuestro Dios. Y no se os llamará más la repudiada, y vuestra tierra no será más llamada tierra desierta; sino que seréis llamada mi bien amada, y vuestra tierra la tierra habitada, porque el Señor puso sus afectos en ti" (Is 62,3-4). Esta cuna de nuestra salvación, esta patria del Señor, esta madre de la religión, un pueblo sin Dios, hijo del Egipto esclavo, la ocupa por la violencia. Los hijos de la ciudad libre están en cautiverio, sufren la más dura condición de parte de quienes a justo título habrían de servirles. Pero, ¿qué es lo que está escrito? "Echad a esa sierva con su hijo" (Gen 21,10). La raza impía de los sarracenos, sectarios de tradiciones mundanas, agobian con una cruel tiranía, y desde hace ya muchos años, los lugares santos, donde se posaron los pies de Nuestro Señor. Ella subyugó a los fieles y los condenó a la esclavitud. Los perros han entrado en los lugares sagrados, el santuario ha sido profanado, el pueblo adorador de Dios ha sido humillado; la raza de los elegidos padece persecuciones indignas, el colegio real de los sacerdotes sirve en el fango; la ciudad de Dios, la reina de las naciones ha sido sometida a un tributo. ¿Qué alma no se sentirá conmovida, qué corazón no se ablandará, considerando todas estas cosas? El templo de Dios, de donde el Señor con gran celo, expulsó a los vendedores y compradores, porque la casa de su Padre no debía ser una cueva de ladrones, ese templo ha llegado a ser morada de demonios. Un hecho similar excitó ya un celo digno de admiración en Matatías el Grande, sacerdote, padre de los santos Macabeos: "El templo de la ciudad santa, decía, es tratado como un hombre infame; los vasos consagrados a su gloria han sido robados como botín" (1M 2,8-9). La ciudad del rey de reyes, que transmitió a otros los preceptos de una fe pura, ha sido constreñida, a su pesar, a servir a las supersticiones de los gentiles. La iglesia de la santa resurrección, lugar de reposo del Señor dormido, recibe sus leyes y es mancillada con las inmundicias de aquellos que no participaron de la resurrección, y que están destinados a sostener un incendio sin fin, a servir de paja al fuego eterno. Los lugares venerables consagrados a los misterios divinos, que prestaron hospitalidad al Señor revestido de carne, que vieron sus milagros, que probaron sus beneficios, en los cuales cada fiel reconoce la prueba de la sinceridad de su fe, se han transformado en corrales para las bestias, establos para los caballos. El pueblo digno de alabanzas, bendecido por el Señor de los ejércitos, gime y sucumbe bajo el peso de ultrajes y exacciones de las más vergonzosas. Sus hijos son arrebatados, prenda preciosa de la Iglesia su madre; se les incita a someterse a las impurezas de los otros pueblos, a renegar del nombre del Dios vivo, o a blasfemarlo con boca sacrílega; o bien, si detestan el imperio de la impiedad, perecen bajo el hierro como borregos, dignos de contarse entre los santos mártires. No hay para aquellos hombres diferencia alguna, ni de lugares ni de personas: los sacerdotes y los levitas son asesinados en el santuario, las vírgenes obligadas a prostituirse, o a perecer entre tormentos, ni siquiera la edad salva a las matronas de semejantes injurias. Desgraciados de nosotros que hemos llegado al exceso de miseria de esos tiempos llenos de peligros, que el fiel rey David, elegido del señor, deploraba en su previsión profética, diciendo: "Oh, Dios, las naciones han entrado en vuestra heredad, han mancillado tu santo templo" (Ps 78,1), y en otra parte: "Ellos, Señor, han humillado y afligido a vuestro pueblo, han mancillado tu heredad" (Ps 93,5). "¿Hasta cuándo, Señor, tu cólera, como si tu cólera fuera eterna?" (Ps 78,5). "¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia?" (Ps 88,48). Aquello que está dicho, ¿no es acaso verdad? "¿Olvidará Dios su bondad compasiva? ¿Y su cólera detendrá el curso de su misericordia?" (Ps 76,9). "Acuérdate de lo que nos ha sobrevenido, mira y ve nuestro oprobio" (Lam 5,1). "¡Desgraciado de mí si he nacido para ver la aflicción de mi pueblo, y la prosternación de la ciudad santa, y para permanecer en paz, que ella sea entregada en las manos de sus enemigos!" (1M 2,7).Vosotros, pues, mis hermanos queridos, armaos del celo de Dios; que cada uno de vosotros ciña su cintura con una poderosa espada. Armaos, y sed hijos del Todopoderoso. Vale más morir en la guerra, que ver las desgracias de nuestra raza y de los lugares santos. Si alguno tiene el celo de la ley de Dios, que se una a nosotros; vamos a socorrer a nuestros hermanos. "Rompamos sus ataduras, y rechacemos lejos de nosotros su yugo" (Ps 2,3). Marchad, y el Señor estará con vosotros. Volved contra los enemigos de la fe y de Cristo esas armas que injustamente habéis ensangrentado con la muerte de vuestros hermanos. Aquellos que cometen latrocinio, incendio, rapto, homicidio, y otros crímenes, no entrarán al Reino de los Cielos; rescataos mediante buenos servicios que serán agradables a Dios, a fin de que aquellas obras de piedad, junto con la intercesión de todos los santos, os lleven a obtener prontamente la indulgencia de todos los pecados con los cuales habéis suscitado la cólera divina. Es en el nombre del Señor, y por la remisión de los pecados, que invitamos y exhortamos a todos nuestros hermanos, a tener compasión de los dolores y fatigas de sus hermanos, coherederos del Reino Celeste (pues somos todos y cual más cual menos "herederos de Dios y coherederos del Cristo" (Rom 8,17), que viven en Jerusalén y en sus alrededores, y a oponerse, con una ira meritoria, a la insolencia de los infieles, que se esfuerzan en subyugar reinos, principados y poderíos. Reunid todas vuestras fuerzas para resistir a aquellos que han resuelto destruir el nombre cristiano. Si no hacéis así, pronto la Iglesia de Dios sufrirá un yugo que no amerita, la fe aminorará sensiblemente, y la superstición de los gentiles prevalecerá. Alguien de entre aquellos de los que hablamos ha visto con sus propios ojos la extrema aflicción de sus hermanos; esta carta que nos ha sido traída de su parte, por un hombre venerable, llamado Pedro, nos lo enseña todavía mejor. En cuanto a nosotros, confiando en la misericordia del Señor, y apoyándonos en la autoridad de los bienaventurados apóstoles, Pedro y Pablo, remitimos a los cristianos fieles que tomen las armas contra esos enemigos, y emprendan la tarea de esa peregrinación, las penitencias que les han sido impuestas por sus pecados. Que quienes mueran en esos lugares con verdadero arrepentimiento, no duden ni un momento que obtendrán indulgencia por sus pecados, y que alcanzarán los frutos de las recompensas eternas. Durante ese tiempo, a aquellos que, en el ardor de su fe, emprendan esta expedición, los recibiremos bajo la protección de la Iglesia, de los bienaventurados Pedro y Pablo, como hijos de la verdadera obediencia, declarando especialmente al abrigo de cualquier vejación, sea en sus bienes, sea en sus personas. Si, no obstante, alguno osa temerariamente molestarlos, que tal sea castigado con la excomunión por el obispo de su diócesis, y que tal sentencia sea observada por todos, hasta que aquello que ha sido robado sea restituido, y que se haya satisfecho en los daños según una indemnización conveniente. Que al mismo tiempo, los obispos y los sacerdotes, que no resistan con fuerza ante tales acometidas, sean castigados con la suspensión de sus funciones, hasta que obtenga a misericordia de la sede apostólica".

 

GUILLAUME DE TYR, Histoire des Croisades, I, Éd. Guizot, 1824, Paris, vol. I, pp. 38-45. Trad. del francés por José Marín R.

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SEGÚN ORDERIC VITAL

El Papa Urbano expresó públicamente aquellos decretos en el Concilio de Clermont, y puso un gran cuidado en estimular a todos los hombres en la observancia de las leyes de Dios. Después, con lágrimas en los ojos, expuso todo su dolor por el estado de desolación a que se encontraba reducido el Oriente; dio a conocer las calamidades y las crueles vejaciones que los sarracenos hacían sufrir a los cristianos. Orador desolado, derramó abundantes lágrimas delante de todo el mundo, durante su santa arenga acerca de la profanación de Jerusalén y de los lugares sagrados, donde el hijo de Dios habitó corporalmente junto con sus santos discípulos. Así, forzó a llorar con él a un gran número de sus auditores, profundamente conmovidos y tocados de una piadosa compasión por sus hermanos oprimidos. Aquel elocuente pontífice entregó a los asistentes un largo y provechoso sermón; comprometió a los grandes, los sujetos y guerreros de Occidente, a observar entre ellos una paz durable, a colocar sobre el costado derecho de sus espaldas el signo de la cruz de la salvación, y a desplegar todo su belicoso valor contra los paganos que ofrecerían a los héroes muchas ocasiones para señalarla. En efecto, los persas, los turcos, los árabes y los agarenos, invadieron Antioquía, Nicea, Jerusalén misma, ennoblecida por el sepulcro del Cristo, y muchas otras ciudades de cristianos. Ya habían opuesto inmensas fuerzas contra el Imperio griego: seguros poseedores de la Palestina y la Siria, que habían sometido por las armas, destruyeron las iglesias, inmolaron a los cristianos como corderos. En los templos donde hasta hace poco tiempo los fieles celebraban el divino sacrificio, los paganos establecieron sus animales, introduciendo sus supersticiones y su idolatría, y vergonzosamente expulsaron la religión cristiana de los edificios consagrados a Dios; la tiranía pagana usurpó los bienes dedicados a los servicios sagrados, y de lo que los nobles habían donado para la subsistencia de los pobres, esos crueles señores han hecho un indigno objeto de abuso para su propia utilidad. Han llevado en cautiverio, muy lejos, en su país bárbaro, a gran cantidad de personas a quienes ciñeron al yugo para emplearlos en trabajos campestres; los hacen arrastrar los carros penosamente como bueyes, para trabajar sus campos; los someten inhumanamente para realizar trabajos de animales, y que convienen a las bestias y no a los hombres. Abrumados continuamente por la fatiga, en medio de tantas penurias, nuestros hermanos son abominablemente golpeados con el látigo, aguijoneados con lanzas, y presas de innumerables torturas. Sólo en Africa, noventa y seis obispados han sido destruidos, según lo reportan quienes vienen de aquellos territorios.

En tal circunstancia, así que el Papa Urbano hubo con elocuencia expuesto sus motivos de lamentación a los oídos de los cristianos, la gracia de Dios permitió que un increíble ardor de partir hacia países extraños inflamara a una innumerable cantidad de personas: les persuadió de vender sus bienes y de abandonar por Cristo todo cuanto poseían. Un admirable deseo de ir a Jerusalén, o de ayudar a quienes partían, animó igualmente a ricos y pobres, hombres y mujeres, monjes y clérigos, ciudadanos y campesinos. (...) El prudente Papa incitó a la guerra contra los enemigos a todos aquellos que convenientemente podían llevar las armas, y dio, en virtud de la autoridad divina, la absolución de todos los pecados a todos los penitentes, a partir del momento en que tomaran la Cruz del Señor, dispensándolos con bondad de todas las mortificaciones que resultan de los ayunos y de otras mortificaciones de la carne.

 

ORDERIC VITAL, Histoire de Normandie, Libro IX, Ed. Guizot, 1826, Paris, vol. III, pp. 410-413. Trad. del francés por José Marín R.

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HISTORIA ANÓNIMA DE LA PRIMERA CRUZADA (c. 1099) (FRAGMENTOS)

(I,1) Como se acercaba ya el fin que el Señor Jesús anuncia cada día a sus fieles, especialmente en el Evangelio, donde El dice: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame", se formó un gran movimiento por todas las regiones de las Galias, a fin de que quienquiera que sea, de un corazón y de un espíritu puros, que desee seguir al Señor con celo y quiera llevar la Cruz consigo, no tarde en tomar con toda prontitud la ruta del Santo Sepulcro.

Este discurso se fue difundiendo poco a poco en todas las regiones y provincias de las Galias; los francos, escuchándolo, comenzaron rápidamente a coser cruces sobre el costado derecho de sus espaldas, diciendo que unánimemente querían seguir las huellas de Cristo, por las cuales serán liberados del poder del Tártaro.

(I,2) Esos poderosos caballeros y muchos otros que no conozco, siguieron la ruta que antaño Carlomagno, magnífico rey de Francia (mirificus rex francorum), hizo establecer hasta Constantinopla.

[A Pedro el Ermitaño, el Emperador, en Constantinopla, le dice:] "No atravieses el Brazo antes de la llegada del grueso del ejército cristiano, ya que ustedes no son lo suficientemente numerosos como para combatir a los turcos". Y los cristianos se comportaban muy mal, ya que destruían e incendiaban el palacio de la ciudad, robaban el plomo con el cual estaban cubiertas las iglesias y lo vendían a los griegos, tanto así que el emperador, irritado, dio la orden de hacerlos cruzar el Brazo.

Después que hubieron cruzado, no cesaron de cometer toda suerte de fechorías, incendiando y devastando las casas y las iglesias.

En cuanto a Pedro el Ermitaño, volvió a Constantinopla, incapaz de disciplinar esa tropa disparatada, que no quería entenderlo ni a él ni a sus palabras.

[Respecto de la desastrosa derrota que sufre la Cruzada Popular a manos turcas:] A la noticia de que los Turcos habían así dispersado a los nuestros, el emperador manifestó una gran alegría, y dio órdenes para hacerlos atravesar el Brazo.

(I,3) [El Gobernador de Durazzo) los hizo detener y conducir con precaución a Constantinopla delante del Emperador, a fin de que le jurasen fidelidad (fidelitatem facerent).

Finalmente, el duque Godofredo, el primero de todos los señores, llegó a Constantinopla con un gran ejército, dos días antes de la Natividad de Nuestro Señor, y acampó fuera de la ciudad hasta que el inicuo emperador (iniquus imperator) hubo dado la orden de alojarlo en un barrio [Gálata] de la ciudad. Habiendo tomado así sus cuarteles, el duque enviaba cada día a sus guerreros con toda seguridad, para que consiguieran paja y todo lo que era necesario a los caballos. Y creían que podían ir con toda confianza a donde quisieran, pero el inicuo emperador Alexis (iniquos imperator Alexius) ordenó a los Turcoplas y a los Petchenegues atacarlos y matarlos. Con esta noticia, Balduíno, hermano del duque, les preparó una emboscada, los sorprendió cuando iban a masacrar a su pueblo, los atacó valientemente y, con la ayuda de Dios, los venció. Capturó a sesenta, de los cuales mató a una pequeña parte, y el resto se los presentó al duque, su hermano.

El emperador, instruido sobre estos acontecimientos, manifestó una gran irritación. El duque, viendo al emperador irritado, salió del barrio con los suyos y formó sus cuarteles fuera de la ciudad. Llegada la tarde, el miserable emperador (infelix imperator) ordenó a sus tropas atacar al duque y al pueblo cristiano. El duque los persiguió victoriosamente a la cabeza de los soldados de Cristo; mató a siete y persiguió a los otros hasta la puerta de la ciudad . De regreso en su campamento, permaneció allí cinco días, después llegó a un acuerdo con el emperador que lo obligó a cruzar el Brazo de San Jorge y lo autorizó a avituallarse en tanto las reservas de Constantinopla se lo permitieran, así como a recibir una limosna para asegurar la subsistencia de los pobres.

(I,4) [Bohemundo de Tarento, en Adrianópolis, instruye a su gente:] Entonces Bohemundo tomó consejo con su ejército, estimulando a los suyos, exhortándolos a la bondad, a la humildad y a abstenerse de devastar esa tierra que pertenecía a cristianos y a no tomar nada aparte de lo que era necesario para su alimentación.

[Sentimiento de los habitantes de Castoria frente al paso de los cruzados:] Rehusaban ver en nosotros peregrinos, y creían que queríamos devastar su tierra y masacrarlos.

[Después de cruzar el Vardar, 18/2/1097:] Encontraron Turcoplas y Petchenegues, que combatieron contra los nuestros, los atacaron súbitamente con valentía y los vencieron, después tomaron a un cierto número y los llevaron atados en presencia del señor Bohemundo, que les dijo: "¿Por qué, malvados, masacráis al pueblo de Cristo (gentem Christi), que es también el mío? No tengo por ello ninguna disputa con vuestro emperador". A lo que ellos respondieron: "No podíamos obrar de otra manera: estamos atados por la paga del emperador (in roga imperatoris locati sumus), y todo lo que nos ordena debemos cumplirlo". Bohemundo les permitió retirarse sin sufrir castigo. .

(II,5) El miserable emperador (infelix imperator) envió al mismo tiempo que nuestros embajadores a uno de los suyos a quien tenía gran afecto y que llaman curóplata (corpalatium vocant), para que nos condujese con toda seguridad por sus tierras hasta Constantinopla. Cuando pasábamos delante de sus ciudades, daba orden a los habitantes de darnos provisiones, como hacían aquellos de quienes ya hablamos. Por otra parte, temían de tal manera al valeroso ejército del señor Bohemundo que no se permitió a ninguno de entre nosotros franquear las murallas de sus ciudades. Una vez, los nuestros quisieron asaltar y capturar una plaza fuerte, so pretexto de que en ella se guardaban abundantes provisiones, pero el sabio Bohemundo rehusó consentir en ello, tanto a causa de la inmunidad de la tierra (justicia terre) como de la fe prometida al emperador. Y se irritó mucho contra Tancredo y todos los otros. Ese incidente tuvo lugar en la tarde; la mañana siguiente, se vio salir en procesión a los habitantes de la ciudad, la cruz en la mano, y vinieron en presencia de Bohemundo, quien les recibió con alegría y les permitió retirarse felizmente.

Después alcanzamos una ciudad llamada Serres, donde instalamos nuestras tiendas, y encontramos allí cantidad de alimento suficiente, según la estación del año. Fue allí que Bohemundo llegó a un arreglo con dos curoplatas y, por amistad hacia ellos, así como por respeto a la inmunidad de la tierra, dio la orden de restituir todos los animales que los nuestros se habían apoderado de mala manera. Enseguida, llegamos a la ciudad de Rousa; el pueblo griego salió y vino feliz al encuentro del señor Bohemundo entregándonos abundantes provisiones. Allí plantamos nuestros pabellones el Miércoles anterior a la Cena del Señor. Allí Bohemundo dejó todo su ejército y siguió la ruta hacia Constantinopla con el fin de entrevistarse con el emperador, llevando consigo un pequeño número de caballeros (milites). Tancredo permaneció a la cabeza de la milicia de Cristo. Viendo a los peregrinos comprar viandas, se comprometió de su parte a abandonar la gran ruta y conducir al pueblo a un lugar donde pudiera vivir generosamente. Penetró en un valle provisto de toda especie de bienes convenientes para la alimentación de los cuerpos y allí celebramos la Pascua del Señor con gran devoción. [5/4/1097].

(II,6) El emperador, informado acerca de que el muy honorable Bohemundo había venido hasta él, dio orden de recibirlo con honor y de alojarlo con respeto fuera de la ciudad. Después de haberse instalado, se le solicitó ir a conferenciar con él en secreto. En esta conversación tomaron parte también el duque Godofredo y su hermano, por otra parte el conde de Saint-Gilles estaba próximo de la ciudad. El emperador ansioso e hirviendo de cólera (anxiens et bulliens ira), se preguntaba cómo podría, por astucia y por fraude, llegar a vencer a esos soldados de Cristo; pero, por la gracia divina, ni él ni los suyos encontraron medio de dañarlos. En último lugar, todos los hombres de ilustre nacimiento que se encontraban en Constantinopla, fueron reunidos en asamblea. En el temor de ser privados de su patria, después de haber tenido un consejo y formulado planes ingeniosos, pensaron que los jefes de nuestro ejército, los condes y todos los grandes, deberían prestar al emperador un juramento de fidelidad (sacramentum fidelite). Pero, aquellos se negaron diciendo: "Ello no es digno de nosotros, y nos parece justo no prestar juramento en manera alguna".

Puede llegar a suceder incluso que seamos defraudados por nuestros jefes. ¿Qué hicieron ellos a fin de cuentas? ¡Dijeron que, empujados por la necesidad, se vieron obligados, de buen o mal grado, a humillarse delante de la voluntad del emperador!

Al muy valiente Bohemundo, a quien tenía gran miedo, pues antaño había debido más de una vez acampar delante de él con su ejército, el emperador prometió que, si prestaba juramento sin hacerse de rogar, recibiría de él, allende Antioquía, una tierra de quince jornadas de largo por ocho jornadas de ancho; le juró que, si él tomaba fielmente su juramento, él mismo no olvidaría jamás el suyo. ¿Cómo es que caballeros tan bravos y tan rudos obraron así? Sin duda estaban ellos empujados por duras necesidades.

El emperador, por su parte, prometió a todos los nuestros fe y seguridad y juró además "que él nos acompañaría con su ejército por mar y por tierra, que aseguraría con fidelidad nuestro avituallamiento en tierra y mar, que haría reparación exacta de nuestras pérdidas y que además no quería ni permitiría que ninguno de nuestros peregrinos fuese molestado o contrariado en la ruta del Santo Sepulcro".

Por otra parte, el conde de Saint-Gilles tenía su cuartel fuera de la ciudad, en un barrio, y su ejército permanecía detrás. El emperador pidió al conde que le rindiera homenaje y fidelidad (hominium et fiduciam), como los otros habían hecho. Pero, en el momento en que el emperador enviaba este mensaje, el conde reflexionaba en la venganza que podría tomar sobre el ejército imperial. El duque Godofredo, Roberto, conde de Flandes, le hicieron presente que sería injusto combatir contra cristianos (principes dixerunt ei injustum fore contra Christianos pugnare). El sabio Bohemundo agregó que, si cometía tal injusticia contra el emperador y se oponía a la promesa de fidelidad (et fiduciam ei facere), él se pondría de parte del emperador. Además el conde, después de haber tomado consejo de los suyos, juró respetar la vida y el honor de Alexis y no consentir nunca en que, sea por sí mismo o por uno de los suyos, sea dañado; pero, cuando fue citado para el homenaje (de hominio apellaretur), respondió que no haría nada, aunque su cabeza estuviese en peligro. Fue en ese momento que el ejército (gens) de Bohemundo se acercó a Constantinopla. [26/4/1097].

(II,7) Para esquivar el juramento imperial, Tancredo y Ricardo del Principado atravesaron secretamente el Brazo y, con ellos, casi todas las tropas de Bohemundo. Rápidamente el ejército del conde de Saint-Gilles alcanzó Constantinopla y el conde permaneció con los suyos. Bohemundo se quedó cerca del emperador, a fin de tomar consejo con él acerca de los medios de avituallar a las tropas que se encontraban allende Nicea (...), la capital de toda la Romania (caput totius Romaniae).

(II,8) [Toma de Nicea. Los cruzados envían mensajeros al emperador para que les envíe ayuda, a lo cual accede. Este hecho es decisivo para la victoria sobre Nicea] El emperador, lleno de vanidad y de pensamientos inicuos (plenus vana et iniqua cogitationes), ordenó que se fueran impunes y sin temer nada y que serían conducidos delante suyo en total fidelidad (fiducia) en Constantinopla. El los recibió solícitamente, con el fin de prepararlos para tender emboscadas y trampas a los francos.

Muchos de los nuestros recibieron allí el martirio y, en la alegría y el júbilo, rindieron a Dios sus almas bienaventuradas. Entre los pobres muchos murieron de hambre por el nombre de Cristo. Elevados triunfalmente al cielo, vistieron la ropa del martirio diciendo en una sola voz: "¡Venga, Señor, nuestra sangre derramada por ti, que está bendecida y digna de alabanzas por los siglos de los siglos. Amén!"

(VII,18) [6 de Marzo de 1098, Antioquía:] "Ese día, más de mil de nuestros caballeros y de nuestros infantes sufrieron el martirio y, como lo creemos, se elevaron al cielo donde reciben la blanca ropa del martirio.

(VIII, 20) [Bohemundo pretende capturar Antioquía para sí; tiene intereses personales comprometidos y había pactado ya con un almirante turco (ammiratus de genere turcorum). 29 de Mayo de 1098:] Inmediatamente nuestros jefes se reunieron en consejo diciendo: "Si Bohemundo puede adquirir la ciudad por sí mismo o por otros, se la entregaremos en don voluntariamente, a condición que, si el emperador viene en nuestra ayuda y quiere observar el acuerdo que nos ha prometido y jurado (si imperator venerit nobis in adjutorium et omnem conventionem nobis, sicut promisit et juravit), le entregaremos la ciudad en derecho (jure reddemus), aun en el caso que Bohemundo la tuviera en su poder".

(IX,29) [Batalla contra Kerboga, Antioquía, 28 de Junio de 1098:] Se vio también salir de la montaña innumerables tropas, montados sobre caballos blancos, y blancos también eran sus estandartes. A la vista de este ejército, los nuestros no sabían quien se acercaba ni quienes eran esos soldados, después reconocieron que eran socorros de Cristo, cuyos jefes eran los santos Jorge, Mercurio y Demetrio. Este testimonio debe ser creído, pues muchos de los nuestros vieron esas cosas.

(X,35) [Sitio de Archas, 14 de Febrero a 13 de Junio de 1099:] Durante ese sitio, muchos de los nuestros recibieron un feliz martirio, entre otros Anselmo de Ribemont, Guillermo el Picardo y muchos otros que desconozco.

 

Histoire Anonyme de la Première Crisade (Gesta Francorum et aliorum Hierosolimitanum,c. 1099), Editée et Traduite par L. Bréhier, "Les Classiques de l'Histoire de France au Moyen Age", Les Belles Lettres, 1964, Paris (Versión bilingüe latín-francés), pp. 3-205. Trad. del francés por José Marín R.

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ESTABLECIMIENTO DE LOS CRUZADOS EN JERUSALÉN

"...nosotros, que éramos occidentales, hemos llegado a ser orientales; aquel que era romano o franco, ha llegado aquí a ser galileo o habitante de Palestina; quien habitaba en Reims o Chartres, se ha hecho ciudadano de Tiro o de Antioquía. Hemos olvidado incluso los lugares de nuestro origen; de hecho, son desconocidos para muchos de nosotros, y hay quienes nunca han oído hablar de ellos. Algunos ya poseen en esta tierra casa y sirvientes, que les pertenecen como por derecho hereditario; aquel otro se ha casado con una mujer que no es de su mismo origen, una siria o una armenia, o incluso una sarracena que ha recibido la gracia del bautismo; otro tiene aquí yerno o nuera, suegro y descendencia; uno cultiva viñas y otro ara sus campos; hablan lenguas diferentes y todos han llegado ya a entenderse. Los idiomas más diversos son ahora comunes a una y otra nación y la confianza acerca a pueblos tan extraños. (...) El que era extranjero, ya es ahora un nativo, el peregrino ha llegado a establecerse; día a día nuestros parientes y amigos se nos vienen a reunir aquí, abandonando los bienes que poseían en Occidente. Aquellos que eran pobres en su país, Dios los hace ricos aquí; los que no tenían más que una pocas monedas, tienen aquí un número infinito de besantes; y a aquellos que no tenían sino una pequeña casa, Dios les ha dado una ciudad aquí. ¿Por qué habrían de volver a Occidente si aquello que encuentran en Oriente es tan favorable? Dios no querría que quienes, portando su cruz y haciendo voto de seguirlo, cayeran aquí en la indigencia".

 

FOUCHER DE CHARTRES, Histoire des Croisades, LVII (éd. Guizot, J.L.J. Brière, 1825, Paris), pp. 241-242. El original latino: FULCHERIO CARNOTENSI, Historia Hierosolymitana. Gesta Francorum Hierusalem peregrinantium, III, XXXVII, Recuil des Historiens des Croisades, Historiens Occidentaux, Imprimerie Impériale, Paris, 1866, Vol. III, p. 468. El texto se puede consultar fácilmente en: Fulcher of Chartres: The Latins in the East (Chronicle, Bk III), cit. a: August. C. Krey, The First Crusade: The Accounts of Eyewitnesses and Participants, (Princeton: 1921), 280-81 [http://www.fordham.edu/halsall/source/fulk3.html], Internet Medieval Sourcebook, Paul Halsall Dic 1997 [halsall@murray.fordham.edu]

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LA ALEXÍADA DE ANA COMNENO Y LA PRIMERA CRUZADA

Libro X

V. Inicio de la Primera Cruzada. Proclama de Pedro el Ermitaño a occidente.

1. Después de haberse repuesto un poco de sus grandes fatigas y a raíz de unos informes sobre las correrías y los despiadados pillajes que los turcos estaban haciendo por el interior de Bitinia, aprovechando los problemas surgidos en occidente que habían absorbido la atención del soberano en esta parte del imperio y que lo habían entretenido más en éstos territorios que en aquéllos (dedicaba sus esfuerzos a lo más urgente), elaboró un proyecto grandioso y digno de su persona, pensado para reforzar Bitinia y protegerse de las incursiones de los turcos gracias a las medidas que expondremos a continuación, ya que merece la pena contar en qué consistían aquellas medidas.

2. El río Sangaris y la costa que se extiende en línea recta hasta la aldea de Quele y la que se repliega hacia el norte encierran un extenso país dentro de los limites que forman. Pues bien, los hijos de Ismael, que desde siemprehemos tenido como pérfidos vecinos, a causa de la enorme carencia de defensores que sufría devastaban fácilmente este país, pasando por la región de los mariandenos y por la de los que viven al otro lado del río Sangaris, que solían cruzar para acosar Nicomedia. Mientras el emperador intentaba reprimir el empuje de los bárbaros y fortificaba sobre todo Nicomedia contra las incursiones al interior de su región, observó un extenso foso que se encontraba más abajo del lago Baanes y cuyo curso él siguió hasta el final; por su configuración y su posición concluyó que este accidente no era un producto espontáneo de la tierra y que no había sido excavado de modo natural, sino que era obra del hombre. Gracias a sus indagaciones junto a algunas personas acabó sabiendo que esa zanja había sido cavada por orden de Anastasio Dícuro, aunque esas personas no podían explicar su finalidad; el soberano Alejo, por su parte, opinaba que aquel soberano había proyectado trasvasar agua del lago a ese canal artificial. Pues bien, con el mismo propósito el soberano Alejo ordenó cavar el foso a gran profundidad.

3. Temiendo que las aguas no fueran vadeables en el punto de enlace de las corrientes, erigió una poderosa fortaleza, segura e inexpuguable en toda su extensión tanto por el agua como por la altura y grosor de sus murallas; ésta fue la causa de que se la llamara Sidera. Aún hoy ese férreo baluarte es una plaza fuerte delante de una plaza fuerte y una muralla delante de una muralla. El soberano en persona inspeccionaba la construcción de la fortaleza desde la mañana a la noche y, aunque hacia mucho calor por estar en plena estación estival, soportaba polvo y ardores. Invirtió gran cantidad de fondos para que de allí surgiera una muralla poderosa e inexpuguable, recompensando generosamente a cada uno de los que acarreaban piedras, ya fueran cincuenta o cien. A partir de ese momento, no sólo los que a la sazón se encontraban en el sitio de las obras, sino todo soldado o sirviente, lugareño u oriundo de otro país, se movilizaba para acarrear dichas piedras al ver los generosos salarios y al emperador mismo presidiendo la marcha de los trabajos como si fueran unos juegos. Gracias a este recurso afluía mucha gente y el acarreo de aquellas enormes piedras podía hacer con mayor rapidez. Así era él, un ser capaz de las más profundas reflexiones y de las más grandiosas acciones.

4. En suma, los hechos que el soberano protagonizó hasta la (...) indicción del año (...) se habían desarrollado como hemos descrito; pero aún no había tenido tiempo de descansar un poco, cuando oyó rumores acerca de la llegada de innumerables etércitos francos. Como es natural, temía su aparición porque conocía su incontenible ímpetu, su inestable y voluble temperamento y todos los demás aspectos que posee de forma permanente el carácter de los celtas tanto en sus simples rasgos como las consecuencias del mismo; igualmente sabia cómo, paralizados por el brillo del dinero, siempre rompían los tratados sin reservas de ningún tipo y abiertamente, argumentando el primer motivo que les viniera en gana. Y efectivamente, siempre había tenido ocasión de comprobar los rumores sobre esta conducta. Pero no se dejó abatir y se preparaba con todo empeño para estar listo en el momento en que fuera preciso pelear. Ahora bien la realidad resultó más aterradora incluso que los rumores que se difundían. Todo el occidente, la raza de los bárbaros al completo, que habita las tierras comprendidas desde la otra orilla del Adriático hasta las columnas de Hércules, toda en una masa compacta, se movilizaba hacia Asia a través de toda Europa y marchaba haciendo la ruta con todos sus enseres. Aproximadamente, las causas de tan enorme movimiento de masas fueron las siguientes.

5. Un celta de nombre Pedro y de apodo Pedro de la Cogulla tras haber sufrido en su peregrinación hacia el Santo Sepulcro muchas calamidades por culpa de los turcos y sarracenos que devastaban toda el Asia, a duras penas logró regresar a su casa. Pero no encajaba el hecho de haber fracasado en sus planes y quería volver a emprender el mismo camino. Como era consciente de que en esta ocasión no debía ponerse a caminar en solitario hacia el Santo Sepulcro, concibió un astuto plan para evitar posibles desgracias. Éste consistía en lanzar la siguiente proclama por todos los países latinos: "Una voz divina me ordena anunciar a todos los condes de Francia que deben abandonar sin excepción sus hogares y partir para venerar el Santo Sepulcro, así como dedicar todas sus fuerzas y pensamientos a rescatar Jerusalén del poder de los agarenos."

6. A pesar de todo tuvo éxito. Como si hubiera grabado un oráculo divino en el corazón de todos los hombres, consiguió que los celtas, desde lugares distintos sin importar cuáles fueran, se congregaran con armas, caballos y demás impedimenta de guerra. Tanto ánimo e ímpetu tenían, que todos los caminos vieron su presencia; acompañaba a aquellos guerreros celtas una muchedumbre de gente desarmada que superaba en número a los granos de arena y a las estrellas, llevando palmas y cruces en sus hombros, mujeres y niños que habían partido de sus respectivos países. Pudo verse entonces cómo, igual que ríos que confluyen de todas partes, avanzaban masivamente hacia nuestros territorios a través del país de los dacios.

7. Precedió a la llegada de tan numerosos ejércitos una plaga de langosta que respetaba el trigo, pero devoraba sin compasión los viñedos. Esto era signo, como los adivinos de entonces profetizaban, de que los ataques de tan gran ejército celta se apartarían de objetivos cristianos y se dedicarían con celo a combatir contra los bárbaros ismaeltas, que están esclavizados por la ebriedad, el vino y Dioniso. Esta raza, en efecto, es seguidora de los cultos de Dioniso y del dios Amor, está sumida en la práctica de toda clase de promiscuidad, de modo que, si bien su carne está circuncidada, no lo están sus pasiones y no es más que esclava y mil veces esclava de las perversiones de Afrodita. Es por esto por lo que ellos adoran y veneran a Astarté y Astarot y estiman muchísimo la imagen de ese astro junto con la imagen dorada de Cobar. Precisamente, el trigo era símbolo del cristianismo en esa profecía por su sobriedad y su gran valor alimenticio. Ésta fue, pues, la interpretación dada por los adivinos a los viñedos y al trigo.

8. Dejemos en este punto las cuestiones relacionadas con la adivinación; el hecho de que la llegada de los bárbaros viniera acompañada de estos signos provocaba, al menos en las personas inteligentes, ciertas extrañas sospechas. La venida de tan gran cantidad de gente no se producía de manera uniforme ni en el mismo instante (¿cómo hubiera sido posible que tan numerosa muchedumbre procedente de diferentes lugares, atravesara en masa el estrecho de Longibardía?); hubo una primera travesía, luego una segunda a la que siguió otra más hasta que, una vez la hubieron hecho todos, emprendieron camino por tierra firme. Como hemos dicho, a cada uno de sus ejércitos lo precedía una inmensa plaga de langosta. Todos, pues, cuando pudieron observarla varias veces, llegaron a la conclusión de que anunciaba la llegada de los batallones francos.

9. Ya en el momento en que algunos empezaban a atravesar aisladamente el estrecho de Longibardía, el soberano hizo llamar a determinados jefes de las fuerzas romanas y los envió a la zona de Dirraquio y de Aulón con orden de recibir amablemente a los que hiciesen la travesía y darles abundantes provisiones sacadas de todas las regiones que hay en el camino hacia aquellos lugares; luego, tenían órdenes de no perderlos de vista y de emboscarse para alejarlos con breves escaramuzas, cuando vieran que realizaban incursiones y correrías para forrajear por las regiones vecinas. Los acompañaban también algunos intérpretes del idioma latino a fin de evitar los enfrentamientos que pudieran surgir entre tanto.

10. Pero, para dar más detalles y profundizar en este episodio añadiré que, cuando se expandió por todo el mundo el rumor de aquella convocatoria, el primero que vendió sus propiedades y se puso en camino fue Godofredo. Este hombre era adinerado y presumía grandemente de su valor, valentía e ilustre linaje; y, en efecto, cada uno de los celtas se afanaba en adelantarse al resto. Fue aquél un movimiento de masas como nunca nadie recuerda: había tanto hombres y mujeres con la sincera idea de correr a postrarse ante el Santo Sepulcro del Señor y contemplar los sagrados lugares, como seres muy pérfidos, por ejemplo Bohemundo y sus seguidores, que albergaban en su seno otras intenciones, es decir, poder apoderarse también de la ciudad imperial como si hubieran descubierto en ella una cierta posibilidad de provecho. Bohemundo, en concreto, turbaba las almas de muchos y muy valientes caballeros a causa del antiguo rencor que le guardaba al soberano. Así pues, tras su proclama Pedro se adelantó a todos, atravesó el estrecho de Longibardía con ochenta mil jinetes y llegó a la capital a través de las tierras de Hungría. Como puede adivinarse, la raza de los celtas tiene además un temperamento muy ardiente e inquieto y es incontenible cuando se lanza a alguna empresa.

VI. Derrota del primer contingente de cruzados cerca de Nicea.

1. Como el emperador conocía los sufrimientos que había padecido Pedro en su primer viaje a causa de los turcos, le aconsejó que aguardase la llegada del resto de los condes; pero no logró convencerlo, ya que confiaba en el número de quienes lo acompañaban en aquel momento. Atravesó, pues, el estrecho y una vez en la otra orilla, fijó su campamento en una ciudadela llamada Helenópolis. Los diez mil normandos que lo seguían se separaron del resto de la expedición y se dedicaron a devastar los alrededores de Nicea, dando muestras de extrema crueldad con todo el mundo. De los recién nacidos, a unos los descuartizaban, a otros los empalaban y los quemaban al fuego y atormentaban con toda clase de mortificaciones a los adultos.

2. Sus habitantes, al percatarse de lo que estaba pasando, abrieron las puertas e hicieron una salida en contra de ellos. Tras un violento combate, retrocedieron hasta meterse dentro de la plaza derrotados por la decidida manera de combatir que mostraban los normandos; de este modo, una vez hubieron recogido todo el botín, volvieron de nuevo a Helenópolis. Como suele suceder en semejantes circunstancias, se produjo una disputa entre ellos y quienes no los habían acompañado en sus correrías a causa de la envidia que corroía a los que se habían quedado; tras un enfrentamiento, los osados normandos se separaron de nuevo, llegaron a Jerigordo y se apoderaron de ella al primer asalto.

3. Cuando se enteró de lo ocurrido, el sultán envió contra ellos a Elcanes en unión de numerosas fuerzas. Tras llegar a Jerigordo, la tomó y de los normandos, a unos los hizo victimas de la espada y a otros se los llevó prisioneros; mientras, planeaba acciones contra los que estaban junto a Pedro de la Cogulla. Preparó emboscadas en lugares apropiados, para poder sorprenderlos por el camino hacia Nicea y matarlos; como conocía la codicia de los celtas, mandó buscar a dos hombres de carácter arrojado y les ordenó que se dirigieran al ejército de Pedro de la Cogulla, para darle a conocer que los normandos habían ocupado Nicea y estaban hacienda el reparto de las riquezas que había en ella.

4. Esta noticia intranquilizó tremendamente a los que acompañaban a Pedro. Pero tan pronto como oyeron hablar de reparto y de riquezas, se pusieron desordenadamente en camino hacia Nicea, olvidando no sólo sus conocimientos militares, sino incluso la formación correcta que conviene guardar cuando se parte a la batalla. Como hemos dicho anteriormente, la raza de los latinos es asimismo muy codiciosa y cuando ha resuelto atacar un país, es imposible contener su invasión a causa de su desenfreno. En su avance carente de orden y formación, vinieron a caer en manos de los turcos que estaban emboscados en el Dracón y fueron masacrados miserablemente. Tan grande fue lamuchedumbre de celtas y normandos que cayó víctima de la espada de los ismaelitas, que cuando se reunieron los despojos existentes por doquier de los hombres muertos, hicieron no digo ya un enorme collado, ni un montículo, ni una colina; sino una especie de montaña elevada que tenía una longitud y extensión considerables: tan voluminoso fue el amontonamiento de huesos. Posteriormente, algunos bárbaros del linaje de los masacrados, al edificar unas fortificaciones aparentemente semejantes a las de una ciudad, colocaron los huesos de los que habían caído intercalados como argamasa, haciendo que la ciudad les sirviera de algo parecido a una tumba. Aún hoy día sigue en pie esa ciudad, cuyas fortificaciones fueron erigidas con piedras y huesos mezclados entre sí.

5. En consecuencia, como todos habían caído bajo la espada, sólo Pedro en unión de unos pocos regresó y se introdujo de nuevo en Helenópolis. En cuanto a los turcos, le estuvieron tendiendo emboscadas nuevamente para capturarlo. El soberano, al oir todas estas noticias y confirmarse tan gran matanza, se indignaba al pensar que Pedro pudiera ser capturado. Mandó buscar enseguida a Constantino Euforbeno Catacalon, de quien ya hemos hablado en muchas ocasiones, embarcó bastantes fuerzas en naves de guerra y lo envió por mar en su auxilio. Los turcos, al observar su llegada, se dieron a la fuga. Él, sin perder un instante, rescató a Pedro y a sus acompañantes, que eran contados, y logró ponerlos a salvo junto al emperador.

6. Durante la entrevista en la que el emperador le recordó la imprudencia que había demostrado tener desde el primer momento y cómo por hacer caso omiso de sus recomendaciones se había sumido en tan horrendas calamidades, él, como altivo latino que era, no reconoció su propia culpabilidad en tan enormes desgracias y se la achacaba a aquellos que no lo habían obedecido, sino que habían seguido sólo sus particulares deseos, y los calificaba de piratas y ladrones; por todo ello afirmaba que Nuestro Salvador no había permitido que pudieran presentarse a venerar el Santo Sepulcro.

7. En conclusión, los latinos que como Bohemundo y sus secuaces ambicionaban desde hacía tiempo gobernar el imperio de los romanos y querían apropiárselo, como hemos dicho, hallaron una excusa en la proclama de Pedro para provocar tan inmensa movilización y engañar a las personas más puras; mientras, vendieron sus tierras con el pretexto de que partían contra los turcos para liberar el Santo Sepulcro.

VIII. Hazañas de Mariano maurocatacalón.

7. (...) Un sacerdote latino, que estaba junto a otros doce compañeros de armas del conde y que se hallaba a proa, al ver estos hechos disparó numerosos dardos contra Mariano. Pero tampoco así cedía Mariano y mientras combatía, exhortaba a hacer lo mismo a los que estaban a su mando, de modo que en tres ocasiones hubo que relevar a los hombres heridos y agotados que rodeaban al sacerdote latino. En cuanto al sacerdote, aunque había recibido muchos impactos y estaba empapado en su propia sangre, aguantaba a pie firme.

8. No hay coincidencia de opiniones sobre la cuestión de los clérigos entre nosotros y los latinos; a nosotros se nos prescribe por los cánones, las leyes y el dogma evangélico: 'No toques, no murmures, no ataques; pues estás consagrado'. El bárbaro latino, sin embargo, lo mismo manejará los objetos divinos que se colocará un escudo a la izquierda y aferrará en la derecha la lanza, y de igual modo comulga con el cuerpo y la sangre divinos que contempla matanzas y se convierte en un ser sanguinario, como dice el salmo de David. Así, esta bárbara especie no son menos sacerdotes que guerreros. Pues bien, aquel combatiente, mejor que sacerdote, lo mismo se vestía con la estola sacerdotal que manejaba el remo o se dedicaba a combatir en batallas navales, luchando con el mar y con los hombres simultáneamente. En cambio, como acabo de decir, nuestro modo de vida se remonta a Aarón, a Moisés y a nuestro primer pontífice.

X. Llegada del conde Raúl y de los demás condes

6. Después de que todos los condes comparecieran, incluido Godofredo, y prestaran juramento, uno de aquellos nobles tuvo la osadía de sentarse en el trono del emperador. El emperador soportó esta injuria sin decir una palabra porque hacía tiempo que conocía el temperamento altivo de los latinos. El conde Balduino se le acercó, lo tomó de la mano, lo levantó de allí y le recriminó su actitud en estos términos: "No deberías haber hecho eso, ya que has prometido ser vasallo del emperador. Tampoco es costumbre de los emperadores romanos el compartir su trono con los que les son inferiores en rango; los que por su juramento se han convertido en vasallos de Su Majestad deben observar las costumbres de su país." El otro no respondió nada a Balduino y fijando su penetrante mirada en el emperador, se dijo a sí mismo en su propio idioma: "Mirad cómo un campesino es el único que está sentado, mientras a su lado están en pie tan magníficos caudillos."

7. El emperador reparó en el movimiento de los labios del latino y llamando a un intérprete, le preguntó sobre lo que había dicho. Cuando hubo oído la frase de aquél, prefirió no dirigirse al latino por el momento y reservó para sí sus reflexiones. Cuando todos se despedían del emperador, hizo venir a aquel soberbio y desvergonzado latino y le preguntó quién era, de donde procedía y a qué linaje pertenecía. Él le respondió: "Soy un franco de pura raza, de una familia noble; y una cosa sé, que en un cruce del país de donde procedo existe un antiguo santuario, al que se acerca todo el que esté dispuesto a enfrentarse en un combate singular y tras plantarse allí como un solitario combatiente, solicita ayuda a Dios desde las alturas y espera con tranquilidad al adversario que se atreva a contender con él. En dicho cruce pasé yo mucho tiempo inactivo, buscando a alguien que luchara conmigo; pero en ninguna parte había un hombre que se atreviera a ello." Cuando hubo oído estas palabras, el emperador le dijo: "Si buscando entonces el combate no lo hallaste, te ha llegado el momento de hartarte con innumerables combates; te recomiendo que no te coloques ni en la retaguardia, ni en la vanguardia de la falange: pues hace mucho tiempo que conozco el método de combate de los turcos." No sólo le daba a él estos consejos, sino también a todos los demás y les adelantaba todos los problemas que iban a encontrar en su camino; asimismo les recomendaba que no se obstinaran en perseguir a los turcos hasta el final, cuando Dios les concediera la victoria contra los bárbaros, para no caer muertos en medio de sus emboscadas.

Libro XIV

IV. Enfermedades del emperador y sus causas.

5. Al amanecer, nada más salir el sol por el horizonte del oriente, se sentaba en el trono imperial ordenando diariamente a todos los celtas que entraran sin reservas, para que le comunicasen sus peticiones y, al mismo tiempo, para intentar ganárselos mediante todo tipo de razones. Los condes celtas, que eran por naturaleza desvergonzados, atrevidos y codiciosos y que hacían gala de una intemperancia y una prolijidad por encima de toda raza humana en lo relativo a sus deseos, no se comportaban con decoro en su visita al soberano, sino que en su recepción a todos debía soportar, a éste, al otro y a continuación a aquél y al de más allá. Una vez dentro los celtas, no se ceñían al tiempo marcado por la clepsidra, como una vez fuera deseo de los oradores, sino que cada uno, quien quiera que fuese el que hacía aparición y deseara conversar con el soberano, tenía tanto tiempo como quería. Estos, pues, eran tan inmoderados en su conducta y respetaban tan poco al soberano que no se preocupaban del paso de su turno ni temían la indignación de quienes los estaban mirando ni procuraban un hueco en la audiencia a los que venían detrás, reiterando sin contención sus palabras y sus peticiones. Su charlatanería y la insolencia y mezquundad de sus expresiones las conocen todos cuantos se interesan en investigar las costumbres de los hombres. A los entonces presentes la experiencia se lo mostró con mayor exactitud.

6. Cuando caía la tarde, después de haber permanecido sin comer durante todo el día, se levantaba del trono para dirigirse a la cámara imperial; pero tampoco en esta ocasión se libraba de la molestia que suponían los celtas. Uno tras otro iban llegando, no sólo aquellos que se habían visto privados de la diaria recepción, sino incluso los que retornaban de nuevo, y mientras exponían tales y cuales peticiones, él permanecía en pie, soportando tan gran charlatanería y rodeado por los celtas. Era digno de verse cómo una y la misma persona expertamente daba réplica a las objeciones de todos. Mas no tenía fin su palabrería impertinente. Cuando alguno de los funcionarios intentaba interrumpirlos, era interrumpido por el emperador. Pues conociendo el natural irascible de los francos, temía que con un pretexto nimio se encendiera la gran antorcha de una revuelta y se infligiera entonces un grave perjuicio al imperio de los romanos.

7. Realmente, era un fenómeno completamente insólito. Como una sólida estatua que estuviera trabajada en bronce o en hierro templado con agua fría, así se mantenía durante toda la noche desde la tarde, frecuentemente hasta la media noche y con frecuencia también hasta el tercer canto del gallo y alguna vez hasta casi el total resplandor de los rayos del sol. Todos, agotados, generalmente se retiraban, descansaban y volvían a presentarse enfadados. Por ello ninguno de sus asistentes podía soportar tan prolongada situación sin reposo y todos cambiaban de postura alternativamente: el uno se sentaba, el otro doblaba la cabeza para reclinarla en algún lado, otro se apoyaba en la pared, sólo el emperador se mantenía firme ante tan grandes fatigas. ¿Qué palabras podrían estar a la altura de aquella resistencia a la fatiga? Las entrevistas eran infinitas, cada uno hablaba por extenso y chillaba desmesuradamente, como dice Homero (Il. II, 212); cuando uno cambiaba de lugar era para cederle a otro la oportunidad de parlotear y éste mandaba buscar a otro y, a su vez, éste a otro, Y mientras ellos sólo debían permanecer en pie durante el momento de la entrevista, el emperador conservaba su postura inmutable hasta el primer o segundo canto del gallo. Y tras descansar un poco, salido de nuevo el sol, se sentaba en el trono y volvía a encajar nuevas fatigas y redobladas contiendas que prolongaban aquéllas de la noche.

 

ANA COMNENA, La Alexiada, X, V, 1-10; X, VI, 1-7; X, VIII, 7-8; X, X, 6; XIV, 5-7, Trad. de E. Díaz Rolando, Editorial Universidad de Sevilla, 1989, Sevilla, pp. 404-409, 409-412, 416-417, 426, 563-565, respectivamente

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DESTRUCCIÓN DE CONSTANTINOPLA

En el año 1202 de la encarnación del Señor, siendo jefe de la Iglesia Romana nuestro señor Inocencio, mientras Felipe y Otón combatían por el Imperio Romano, el cardenal maestro Pedro cruzó los Alpes hacia Borgoña, Champaña, Francia y Flandes donde predicó la cruzada. Con su mandato también el maestro Fulco, varón de santa reputación, recorrió predicando las regiones vecinas. Muchos de los fieles tomaron la cruz; entre ellos éstos son los principales: el obispo de Soissons, el obispo de Troyes, el abad de Vaux de Cernay, el abad de Loos y otros cinco abades de la orden Cisterciense; el conde de Champagna, el conde de Saint-Pol, el conde de Blois, el conde de Flandes y sus dos hermanos, los obispos alemanes de Basilea y de Halberstadt, el abad de Pairis, el conde Bertoldo y una gran multitud tanto de clérigos como de laicos y de monjes. El conde de Champaña, cuando ya había dispuesto todo lo necesario para emprender la marcha, murió; su dinero y todo lo que él había alistado para su viaje lo recibió el marqués, quien juró que lo que aquél había prometido él mismo habría de ejecutar; por lo cual fue elegido al instante jefe del ejército. El conde de Perche antes de iniciar la marcha, pereció; su cruz la recibió su hermano el señor Esteban. También el maestro Fulco cuando estuvo preparado, murió; sus inmensos bienes los recibieron el señor Odo de Champaña y el castellano de Coucy con la autorización del rey de Francia y sabiendo que deberían ser destinados a la obra de este sacro ejército. Así, cuando este ejército proveniente de distintas partes del mundo se concentró en Longobardia, los longobardos, celebrado un consejo, promulgaron un edicto [que ordenaba] que ningún cruzado fuera hospedado más de una noche y que no se les vendieran víveres, y los persiguieron de ciudad en ciudad. También el señor Papa había previsto que el cruce se hiciera por Venecia. Cuando llegaron allí, del mismo modo fueron expulsados de las casas de la ciudad e instalados en la isla de San Nicolás. Una vez establecidas allí las tiendas de campaña aguardaron el cruce desde las Kalendas de junio hasta las Kalendas de octubre. Un sextario de trigo se vendía a cincuenta sólidos. Los venecianos, siempre que les placía, ordenaban que nadie permitiera salir a ningún cruzado de la isla antes mencionada y por todos los medios los trataban casi como a prisioneros. Entonces estalló un gran temor en el pueblo por lo cual muchos regresaron a la patria, muchos corrieron hasta la Apulia hacia otros puertos y atravesaron el mar; una mínima parte permaneció allí, entre los cuales se produjo una mortandad tan sorprendente de manera tal que los muertos apenas podían ser sepultados por los vivos.

En la festividad de Santa María Magdalena el señor cardenal Pedro llegó a Venecia y confortó de modo admirable a todos los cruzados con la exhortación de su prédica; con cartas suyas envió de regreso a su patria a los débiles, a los pobres, y a las mujeres y a todas las personas enfermas. Hecho esto él mismo se retiró y regresó a Roma. En el día de la Asunción de Santa María llegó al ejército el marqués y fue confirmado como conductor del mismo. Todos los barones le juraron a los venecianos que ellos los ayudarían durante un año. Entretanto se dispusieron y equiparon las naves. Eran cuarenta naves, sesenta y dos galeas, cien hipagogas. Comenzaron a marchar en las Kalendas de octubre. Cuando salieron del puerto naufragó la nave Viola del señor Esteban de Perche. Los venecianos con los cruzados dirigiéndose hacia el norte por el mar llegaron a Istria, obligaron a rendirse a Trieste y a Muggia, y forzaron a pagar tributo a toda Istria, Dalmacia y Eslavonia. Navegaron hacia Jadra donde expiró el pacto. En la festividad de San Martín entraron al puerto de Jadra, la sitiaron desde todas partes, tanto por tierra como por mar,. erigieron más de ciento cincuenta máquinas y catapultas y escalas y torres de madera y numerosos instrumentos bélicos; también socavaron el muro. Visto esto los habitantes de Jadra entregaron la ciudad el día quince, así como también pusieron en posesión de los venecianos todos sus bienes con tal de salvar sus personas. El dux retuvo para sí y los suyos la mitad de la ciudad, la otra mitad la dio a los cruzados. Saquearon la villa sin misericordia. Al tercer día de haber entrado en Jadra surgió un conflicto entre los venecianos y los cruzados, en el cual perecieron cerca de cien hombres. Los barones retuvieron para sí las riquezas de la ciudad, nada dieron a los pobres, que padecieron mucha privación y hambre. Como mucho clamaran ante los barones, pidieron naves para que los llevaran a Ancona; y unos mil partieron con autorización y sin permiso también más de mil. Se decretó entonces que ninguno osara abandonar el ejército. También de las hipagogas que los llevaban dos naufragaron. El ejército invernó junto a Jadra. Los Venecianos derribaron los muros y casas de la ciudad desde sus cimientos, de manera que no quedaran en pie. Mientras las naves estuvieron en el puerto de Jadra, tres de los navíos grandes se hundieron.

En el día de la circuncisión llegó un enviado del rey Felipe con cartas suyas, rogando al marqués y a los barones que apoyaran en su gestión a su cuñado el emperador Alejo. El marqués junto con todos los barones le prestó juramento. Cuando la gente supo esto, es decir que ellos debían ir a Grecia, se reunieron y puestos de acuerdo, juraron que ellos nunca habrían de ir allí. Por lo cual el abad de Vaux de Cernay y el señor Simón de Montfort y Enguerrando de Boyes se retiraron junto con una gran cantidad de soldados y otros, y al llegar a Hungría fueron acogidos honorablemente por el rey. El domingo de Ramos Reinaldo de Montmirail fue enviado en misión a Siria. El segundo domingo después de Pascua las naves comenzaron a salir de Jadra. Por entonces llegó de Alemania el emperador Alejo. Todas las villas, ciudades y castillos desde Ragusa hasta Corfú lo recibieron favorablemente. El ejército se congregó ante Corfú; en Pentecostés abandonó Corfú -allí murió Balduíno, el hermano del conde de Flandes- y llegó felizmente a Constantinopla, y en su trayecto todas las islas se le sometieron.

En las Kalendas de julio las naves llegaron a Constantinopla y desembarcaron por la fuerza, oponiéndose el emperador con todo su ejército. El emperador huyó con los suyos al interior de la ciudad, nosotros la sitiamos. En el octavo día después del de los apóstoles Pedro y Pablo tomamos por la fuerza el fuerte que estaba en el puerto fuera de la ciudad y con dificultad escapó alguno de los que estaban en él. Los cruzados sitiaron la ciudad por tierra: los Griegos en varias ocasiones lucharon con ellos, y de ambas partes muchos cayeron muertos. Entre tanto los Venecianos devastaron la ciudad por mar con máquinas y catapultas y ballestas y arcos. También en esta lucha murieron muchos, tanto de los venecianos como de los Griegos. Entonces los venecianos levantaron sorprendentes escalas en sus naves, una en cada una, y adosándolas al muro penetraron por medio de esas mismas escalas, pusieron en fuga a los Griegos y prendieron fuego, e incendiaron y saquearon gran parte de la ciudad, y así pasaron todo aquel día. Al llegar la noche, el emperador después de haber reunido a todos cuantos pudo juntar, huyó furtivamente. Al día siguiente los Griegos se entregaron y también [entregaron] la ciudad en manos de los cruzados. Los cruzados, abiertas ya las puertas, entraron, y al llegar al palacio real, el cual es llamado Blaquernas, encontraron encadenado y encarcelado a Cursac, a quien su hermano había arrancado los ojos y allí encerrado. Liberaron a Cursac e impusieron la corona a su joven hijo Alejo. Por este gran favor Alejo juró, que durante un año entero alimentaría al ejército, tanto a los venecianos como a los cruzados. También juró, que si querían invernar en Constantinopla con él, él mismo al llegar el próximo marzo, partiría con ellos, después de haber recibido la cruz junto con todos cuantos él pudiera reunir. Con respecto a lo dicho ofreció garantías. De esta manera quedó restablecida la armonía entre Griegos y Latinos. Sin embargo sucedió que en el octavo día de la Asunción de Santa María, se produjo una disputa entre Griegos y Latinos. De una y otra parte acudieron a las armas. El número de los Griegos creció; los Latinos se retiraron y, como de otro modo no podían defenderse, recurrieron al fuego. Visto esto muchos del ejército vinieron en auxilio de los Latinos y multiplicaron el fuego, y destruyeron y saquearon casi la mitad de la ciudad. Los barones interpusieron sus fuerzas y por segunda vez hicieron la paz. Sin embargo ninguno que proviniera del Imperio Romano, permanecería dentro de la ciudad, ni tampoco aquellos que todos los días de su vida habían habitado allí. Y de todos se hizo un solo ejército.

Entre tanto el nuevo emperador obligó a perseguir a su tío paterno, a quien él mismo ya había hecho huir de la ciudad, y reunió un gran ejército de Griegos. Además dio muchos regalos y sólidos, tanto a los jinetes como a los infantes de nuestro ejército, para que vinieran con él. También hasta el marqués marchó con él y el señor Enrique, hermano del conde de Flandes. Y así llegaron a Andrinópolis. Sin embargo como el emperador no cumpliera lo prometido al señor Enrique, éste, abandonándolo inmediatamente regresó al ejército y condujo consigo a muchos jinetes e infantes. El marqués permaneció con pocos cristianos junto al emperador. Así el emperador con sus Griegos y con aquellos Latinos que habían permanecido con él recorrió toda Grecia, y fue acogido y aprobado por la totalidad de los Griegos y todos los principales hombres de Grecia eso hicieron. Después de esto el emperador junto con todo su ejército regresa a Constantinopla y es recibido con gran honor, y aquello que había prometido a los cruzados y a los venecianos tanto en víveres como en oro y plata, demora en cumplir. Y al segundo día después del "Ad te levavi" sucedió que los Griegos se levantaron otra vez contra los Latinos dentro de Constantinopla. Acudieron los Griegos, insultaron a los Latinos, unas veces los hacen huir, otras huyen. Los barones del ejército latino se afligen a causa de esta desventura: prohiben que se preste auxilio a aquéllos, que tan temerariamente habían atacado a los Griegos. Así el número de los Griegos aumentó, caen sobre los Latinos, dan muerte sin misericordia a los que han capturado, queman a los muertos, y no respetan ni edad ni sexo. Alentados por esto los Griegos provocan nuevamente a los Latinos, atacan con sus botes y barquichuelos las naves de aquéllos. Los cruzados y los venecianos soportando difícilmente esto, aparejan las galeas y los barcos y embisten a los Griegos. Los Griegos huyen, los Latinos los persiguen hasta el muro de la ciudad, a muchos dan muerte, capturan en el puerto numerosas naves de los Griegos cargadas con gran cantidad de mercancías y vituallas. En el día de San Juan Evangelista los cruzados y los venecianos aparejan nuevamente las galeas y los barcos y ya al comenzar el día se encuentran en el puerto ante Gonstantinopla, y nuevamente capturan gran número de naves; y así perecieron muchos. En el día de la circuncisión del Señor, durante el primer sueño los Griegos reunieron quince de sus naves, y las cargaron con leños cortados, con pez y aceite e incendiándolas y así ardiendo las dirigen hasta las naves de los venecianos, para destruirlas de este modo por el fuego. Una sola entre tantas naves ardió. Al día siguiente de Epifanía los Griegos salieron de la ciudad a caballo. El marqués con unos pocos de los suyos les salió al encuentro, muchos de los Griegos fueron muertos, y capturados algunos hombres importantes; de la facción del marqués mueren dos soldados y un escudero. Durante todo el transcurso de estas luchas los venecianos con los cruzados recorren una y otra ribera del Brazo con galeas y barcos y vuelven a apoderarse de un inmenso botín; incendian muchos edificios en ambas márgenes. Recorrieron durante dos días de marcha numerosos lugares de los alrededores; se apoderan de numerosas presas, capturan hombres, rebaños y majadas y todo lo que pueden hallar lo llevan consigo y ocasionan muchos daños a los Griegos. Al ver esto los Griegos, es decir que ellos y su tierra son destruidos, toman prisionero a su emperador y vuelven a encarcelarlo, y ponen al frente de ellos a Murzufles, el principal autor de esta gran traición, y lo invisten de gran autoridad y lo proclaman rey en el palacio de Blaquernas. Entre tanto la plebe común y el populacho de Santa Sofía se dan otro rey y eligen a Nicolás, apodado Macellario. Entonces Murzufles, habiendo concentrado todas sus tropas en la Iglesia de Santa Sofía, lo sintió y finalmente lo tomó y lo estranguló y logró reinar él solo.

Entre tanto el señor Enrique, hermano del conde, con muchos soldados, tanto jinetes como infantes, prosiguió hasta un campamento que es llamado Pilea y lo tomó y de allí se llevó un gran botín, tanto en hombres como en otras cosas. Cuando regresaba, Murzufles ya prevenido, le puso una celada en aquel lugar con quince mil hombres; y saliendo al encuentro luchó con aquél, y fue vencido, y muchísimos Griegos fueron muertos y el mismo Murzufles fue herido y pudo apenas huir, y estuvo escondido entre zarzas y perdió el caballo y todos los símbolos imperiales, es decir la corona y la lanza y una imagen de la gloriosa Virgen, que siempre solía preceder a los reyes en la guerra, toda de oro y piedras preciosas. Con esta victoria el señor Enrique regresó al ejército. También Murzufles durante la noche volvió a la ciudad, y sacando al emperador de la cárcel, lo estranguló con un lazo. Entre tanto el ejército es preparado para atacar la ciudad y todos se embarcaron con todos sus pertrechos para invadir la ciudad con las naves. En el sexto día antes de la Pasión del Señor, que fue el quinto antes de los Idus de abril, conducen las naves contra los muros, y efectúan el asalto, y muchos, tanto de los nuestros como de los griegos, son muertos. Pero como el viento nos era desfavorable, el cual nos alejaba de los muros, retrocediendo entramos en el puerto en el cual anteriormente estuvimos y esperamos la llegada del Bóreas. Comenzó a soplar el Bóreas en la víspera de los Idus de abril; nosotros acercamos nuevamente las naves contra los muros y combatimos con los Griegos y los expulsamos de sus muros y entramos en la ciudad; hubo mucha matanza de Griegos. Como éstos nos perseguían de cerca sin detenerse prendimos fuego y por medio del fuego los rechazamos. Al llegar la noche Murzufles huyó con unos pocos. Al día siguiente todos los Griegos cayeron a los pies del marqués, y ellos se entregaron y también todas sus cosas pusieron en sus manos. Entonces nos instalamos y los Griegos huyeron de la ciudad. Pusimos en común todo el botín y nuestras ganancias y llenamos tres torres muy grandes con plata. Entonces comenzó a considerarse acerca de la designación de un emperador. Fueron nombrados seis de nuestra parte, y seis de parte de los venecianos, a quienes les fue otorgada potestad para elegir emperador. Estos reuniéndose en el octavo día de Pascua, en presencia de toda nuestra gente y de los venecianos, eligen y nombran emperador a Balduíno conde de Flandes, quien fue aprobado por el ejército, y fue coronado el domingo siguiente en el cual se canta el Jubílate. Al mismo tiempo los Venecianos ocuparon la Iglesia de Santa Sofía diciendo: "el Imperio es vuestro, nosotros tenemos el patriarcado". Se produjo el cisma entre nuestro clero y los venecianos; nuestro clero apeló y reservó para el Papa la ordenación en la Iglesia de Santa Sofía. Entre tanto comenzaron a repartir los bienes y a entregar como adelanto, veinte marcos a cada soldado, diez marcos a cada clérigo y a cada [escudero] y cinco marcos a cada infante.

 

"Devastatio Constantinopolitana", Introducción, traducción y notas por M.A.C. de Muschietti y B.S. Díaz Pereyra, en: Anales de Historia Antigua y Medieval, Nº 15, 1970, Buenos Aires, pp.171-200, texto de la crónica en pp. 185-199.

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LA CRUZADA DE 1204 SEGÚN LA CRÓNICA DE NOVGOROD

Año 6712 (1204). Alejo se apoderó de Constantinopla durante el reinado de su hermano Isaac a quien el mismo basileus cegó para librarse de él. También aprisionó a su hijo rodeándolo de altas murallas y destacó centinelas con el propósito de que nadie pudiese verlo. Más tarde Isaac se atrevió a pedir clemencia para el príncipe, y dirigiéndose con súplicas a su hermano, lo instó a que lo pusiera en libertad.

Cuando él y su hijo le prometieron que nunca intentarían apoderarse del Imperio, el isácida fue liberado y podía ir por donde quisiera, pues creyendo el emperador Alejo que tanto su hermano como su sobrino cumplirían el juramento, nadie lo vigilaba. Pero más tarde Isaac meditó y ansioso por recuperar el poder, envió secretamente un nuncio ante su hijo, para que le dijese de su parte: "Yo beneficié a mi hermano Alejo a quien rescaté de los paganos, pero él recompensó mis beneficios con maldades, pues me cegó y ocupa mi Imperio". Persuadido por tales razones, Alejo pensó cómo podría evadirse de la ciudad y llegar a los confines desde donde buscaría el medio de apoderarse del Imperio. Una nave lo condujo escondido en un tonel de tres fondos: uno extremo, luego aquel en el que fue colocado el hijo de Isaac, y el superior lleno de agua cuya salida impedían los tapones de que estaba provisto. De otro modo Alejo no hubiera podido salir de la ciudad. Tal la forma como logró abandonar la tierra griega.

Cuando el emperador tuvo conocimiento de esto, ordenó que lo buscaran por diversos lugares; y también inspeccionaron la nave en la que Alejo estaba escondido. Penetraron en ella, escudriñaron todos los sitios y extrajeron los tapones de los toneles. Pero al ver que fluía agua, se fueron sin encontrarlo. Así huyó el hijo de Isaac y llegó ante Felipe, el emperador de los germanos, marido de su hermana. Felipe lo envió a que consultara con el Papa si habría de llevar la guerra a Constantinopla. Y el isácida dijo: "Toda la ciudad quiere que sea yo el emperador". El Papa contestó a los francos: "Si es así lo restauraréis en el solio y luego iréis a Jerusalén a fin de auxiliar a la Tierra Santa. Pero en el caso de que no quisieran recibirlo, regresaréis sin dañar la tierra de los griegos". Como los francos y todos los caudillos estaban ansiosos por recibir el oro y la plata que el hijo de Isaac había prometido darles, en seguida olvidaron los preceptos del Papa y del emperador. En la primera ocasión las naves se pusieron en marcha; rotas las cadenas de hierro penetraron en la ciudad y prendieron fuego a los edificios en cuatro zonas distintas.

Cuando el emperador vio las llamas, olvidando la pugna contra su hermano Isaac, a quien él mismo había cegado, lo hizo traer a su presencia y lo instaló en el solio diciéndole: "Perdóname el daño que te hice, hermano mío. ¡He aquí tu Imperio!" Hecho esto, huyó de la ciudad". En verdad la urbe y las iglesias de increíble belleza, cuyo número no podríamos determinar, fueron quemadas, y todo el paramento de Santa Sofía consumido, y el pórtico en el que estaban representados los patriarcas, y el hipódromo; el fuego llegó hasta el mar devorando todas las cosas junto con las mismas naves. Ayudado por los francos, el hijo de Isaac persiguió a Alejo pero sin alcanzarlo; y habiendo regresado a la ciudad destronó a su padre y se erigió, él mismo, emperador. "Tú estás ciego, ¿cómo podrías regir el Imperio? Yo soy emperador". Entonces el basileus Isaac enfermó apenado por la expoliación que sufriría la ciudad, el Imperio y los monasterios, si se entregaba a los francos el oro y la plata prometidos, y habiéndose hecho monje, terminó su vida. Muerto Isaac, el pueblo se rebeló contra su hijo a causa del saqueo de los monasterios y del incendio de la ciudad; el populacho conjuró y abandonó a Alejo. Varones probos deliberaron juntamente con el pueblo acerca de quién habría de ser elegido emperador. Y unánimemente delegaron el poder en Constantino Radino. Pero éste, no queriendo aceptar el cetro, se ocultó a los peticionarios y vistió la cogulla. Su mujer fue conducida a Santa Sofía y una y otra vez le rogaban: "Dinos dónde está tu marido". Pero no pronunció ni una palabra acerca de él. A causa de esto eligieron emperador a cierto soldado Nicolás (Canabo), a quien impusieron la corona en ausencia del patriarca, y permanecieron con él seis días y seis noches en Santa Sofía. El emperador Alejo dirigió a los francos hacia Blaquernas y trató de introducirlos en él sin que los grandes lo notasen. Pero descubierto, ellos lo detuvieron y no permitiéndole que introdujese a los francos le dijeron: "Nosotros iremos contigo". Pero como temían que los francos entrasen, los magnates conjuraron y traicionando al emperador Alejo, confirieron la corona a Murzuflo. En seguida el hijo de Isaac ordenó aprisionar a Murzuflo y lo obligó a jurar que mientras él reinase, no intentaría asumir el poder, sino por el contrario, lo ayudaría a conservarlo para sí. Pero Murzuflo envió nuncios ante Nicolás y sus hombres congregados en Santa Sofía. "Yo he sido aprisionado por el hijo de Isaac y soy vuestro emperador" -les dijo. "Pero si Nicolás depusiese la corona, sería príncipe entre mis grandes". Entonces Nicolás renunció a la corona, pero sus acompañantes no se lo permitieron y juraron que quien se apartara de él, habría de ser detestado. Y aquel día, cuando todos se dispersaron en espera de la noche, Murzuflo aprisionó a Nicolás y a su mujer y los puso bajo custodia. Cuando habiendo prendido también a Alejo, lo encerró, Murzuflo se erigió emperador el día 5 del mes de febrero, esperándose de él que sometiera a los francos. Enterados éstos de que el hijo de Isaac había sido despojado del Imperio, combatieron en todo el ámbito de la ciudad y exhortaron a Murzuflo: "Entréganos al hijo de Isaac y regresaremos a Germania, junto a nuestro emperador, pues hemos venido aquí obligados por la necesidad. Si así lo haces, tuyo será el Imperio". Pero ni Murzuflo, ni los grandes, entregaron vivo a Alejo. Y muerto el Isácida dijeron: "Él murió, venid y ved". Entonces los francos irritados a causa de que Murzuflo no había tenido en cuenta para nada su pedido, examinaron las prescripciones del emperador de los germanos y del Papa romano acerca de no dañar de ninguna manera a Constantinopla. Y de este modo discurrieron entre sí: "Perdimos al hijo de Isaac con quien habíamos venido; por lo tanto, debemos perecer frente a Constantinopla antes que volver deshonrados". Nuevamente comenzaron a prepararse para atacar la ciudad (como ya antes lo habían hecho) y determinaron insertar las vergas en las naves para sujetar las escalas. En otras naves colocaron toneles con azufre y viruta que arrojaban ardiendo sobre los edificios. De esta manera la ciudad fue incendiada, como ya lo había sido con anterioridad.

El viernes 9 de abril, quinta semana de ayuno, atacaron la ciudad y aunque no lograron apoderarse de ella, alrededor de cien griegos fueron muertos por los francos. Estos permanecieron allí durante tres días continuos hasta que el lunes, al iniciarse la semana de palmas, nuevamente atacaron la ciudad. A la salida del sol se hallaban a la vista de la iglesia del Santo Redemptor, a la cual llaman tou Evergetou y del Ispigarum de Blaquernas. Entonces se dirigieron a la ciudad con cuarenta naves amarradas las unas a las otras; en ellas hombres provistos de toda clase de armas montaban caballos lorigados, en tanto que otros vigilaban en las popas a fin de que la escuadra no fuese incendiada. Ya antes, el día de San Basilio, los griegos habían enviado a medianoche diez navichuelas igníferas contra la escuadra de los francos, pero no la destruyeron. Y anticipándose al ataque contra la escuadra de los francos, el hijo de Isaac había advertido a éstos que aquellas navichuelas en modo alguno los dañarían.

He aquí cómo fue conquistada la gran Constantinopla. El viento impulsó hacia la ciudad la nave provista de pequeñas y grandes escalas que igualaban en altitud las almenas de los muros. Desde las altas escalas los francos arrojaron piedras, flechas y viruta ignescente sobre los griegos y varangos que estaban en la ciudad y valiéndose de las más bajas aterraron sobre Bizancio y así la tomaron. Murzuflo exhortaba a los caudillos y a todos sus hombres a que peleasen con los francos, pero en lugar de obedecerlo, huían. El emperador los siguió y habiéndolos alcanzado en el foro equino, quejóse amargamente de sus príncipes y de toda su gente. Luego abandonó la ciudad y con él fugaron el patriarca y todos los notables, El lunes 12 de abril, aniversario de San Basilio confesor, habiendo penetrado en la ciudad del universo la totalidad de los francos, acamparon en el lugar que antes había ocupado el emperador de los griegos, junto al Santísimo Redemptor, donde también pernoctaron. Con el día, a la salida del sol, invadieron Santa Sofía y utilizando las puertas que habían arrancado, destruyeron el púlpito sacerdotal adornado con plata, y doce columnas argénteas; cuatro celdas, cuyas paredes estaban decoradas con imágenes, fueron arruinadas, y el altar y las doce cruces que estaban sobre él, así como tenebrarios más altos que un hombre y los sostenes del ara asentados en medio de las columnas, todo ello fabricado en plata. Arrebataron también la magnífica mesa .engalanada con gemas y grandes perlas; tales las acciones que insensatos cometieron. Luego destrozaron cuarenta cálices que estaban en el altar y candelabros de plata de los cuales había tal cantidad, que no podríamos enumerarlos, y vasos argénteos usados por los griegos en los días de sus festividades magnas. Se llevaron el Evangelio que se empleaba habitualmente en los oficios y sagradas cruces e imágenes singulares y el tapete que estaba bajo la mesa y cuarenta incensarios de oro puro; y fue tanto todo lo que encontraron de oro y plata, excepto vasos inestimables que estaban en los armarios, paredes y nichos, que no podríamos enumerarlos. No digo tales cosas sólo con respecto a la iglesia de Santa Sofía porque también cometieron depredaciones en la iglesia de Santa María, en Blaquernas, hasta la cual todos los viernes desciende el Espíritu Santo. Ninguno podría mencionar las restantes iglesias por ser innumerables. Dios valiéndose de la piedad de los hombres buenos, conservó la mirífica Hodegetria (es decir, la que guía por la ciudad) y el edificio de Santa María, y confiamos que hayan sido conservados hasta estos días. Saquearon todos los otros edificios y monasterios, tanto dentro como fuera de la ciudad, cuyo número y belleza nos sería imposible describir; despojaron a los monjes, religiosas y presbíteros matando a algunos de ellos y expulsaron a los griegos y varangos que permanecieron en la ciudad.

He aquí la nómina de quienes dirigieron a los francos: primero Marquio (Markos) romano, oriundo de la ciudad de Verona, en la cual vivió otrora el cruel Teodorico, el pagano; segundo, el conde de Flandes y tercero el dux ciego de la isla de San Marcos, de los venecianos, privado de la vista por el emperador Manuel. Muchos sapientes rogaron al emperador diciéndole: Si dejas sano a este dux, graves males sobrevendrán para tu Imperio. Entonces el emperador ordenó que en lugar de matarlo, lo cegaran con un vidrio. Y aunque no le fueron vaciados los ojos, no distinguía nada. Este dux dirigió la gran guerra contra la ciudad, y todos se sometieron a él, ya que fueron sus naves las que se apoderaron de ella. Los francos atacaron a Constantinopla desde diciembre hasta abril, mes en que la ciudad fue conquistada. El 9 de mayo los notables eligieron al conde de Flandes emperador latino y se repartieron el poder entre sí: la ciudad para el emperador, el sumo tribunal para el marqués, abundantes diezmos para el dux. Así feneció el imperio de la ciudad de Constantino, custodiado por Dios; la tierra de los griegos dejó de estar entre los reinos y los francos se apoderaron de ella.

 

En: DE MUNDO LO, S., "La Cuarta Cruzada según el cronista Novgorodense", en: Anales de Historia Antigua y Medieval, 1950, Buenos Aires, pp. 136-141.

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EL HISTORIADOR NIKETAS CHONIATES HUYE DE CONSTANTINOPLA CON SU FAMILIA EN 1204

Conmigo compartió mi hogar cierto conocido mío, veneciano de nacimiento, pues merecía protección y, con él, su doncella y su esposa fueron resguardadas de daños físicos. Demostró sernos de ayuda en aquellos tumultuosos tiempos. Tras vestirse su armadura y convertirse de mercader en soldado, se hizo pasar por un compañero de armas y, hablando con ellos en su propia lengua bárbara, defendió que había ocupado la vivienda primero. Así ahuyentó a los expoliadores. Pero continuaron llegando en grandes oleadas y al fin desesperó de oponerse a ellos, sobre todo a los franceses, que no eran como los demás en temperamento o fuerza física y se jactaban de mostrar sólo temor al cielo. Como quiera que le fue imposible deshacerse de ellos, nos animó a escapar...

Partimos poco después, arrastrados de la mano como si hubiéramos sido asignados a él como cautivos de su lanza, y abatidos y descompuestos conocimos el camino de la huida... Los sirvientes se dispersaron en todas direcciones abandonándonos inhumanamente, pues nos vimos forzados a acarrear sobre los hombros a niños que no podían caminar y a sostener en las manos a un infante de pecho, y de esta suerte proseguimos la fuga por las calles.

Después de permanecer en la ciudad durante cinco días tras su caída, marchamos [el 17 de abril de 1204]. Era sábado, y lo que había sucedido no era un acontecimiento carente de sentido, en mi opinión, una circunstancia fortuita o una coincidencia, sino la voluntad de Dios. El día era tormentoso e invernal... A la altura de la iglesia del noble mártir Mokios, un bárbaro libertino y vil agarró delante de nuestros ojos, cual el lobo apresa al cordero, a una doncella de finas trenzas, joven hija de un juez. Ante el penoso espectáculo, toda nuestra compañía dio un grito de alarma. El padre de la muchacha, achacoso por los años y por la enfermedad, se tambaleó y cayó en un charco, quedando tendido de costado mientras gemía y se golpeaba contra el lodo; volviéndose a mí con inefable indefensión... me pidió que hiciera lo posible por liberar a su hija. Al punto retrocedí en pos de los pasos del malvado; con lágrimas en los ojos grité contra el secuestro, y convencí con gestos de súplica a las tropas que pasaban, que no eran completamente ignorantes de nuestro idioma, para que acudieran en mi ayuda, llevando incluso a algunos de la mano...

Cuando llegamos a los aposentos del vil mujeriego, éste ordenó a la muchacha que se ocultara dentro mientras él permanecía en el umbral presto a rechazar a los oponentes. Señalándole, dije: "Éste es el felón, que a plena luz del día ha desobedecido las órdenes de vuestros jefes bien nacidos... Este hombre se ha burlado de vuestros mandatos ante muchos testigos y no teme desafiar como un asno salaz el suspiro de virtuosas doncellas. Defended, pues, a los que protegen vuestras leyes y han sido puestos a vuestro cargo...".

Con tales argumentos desperté las simpatías de estos hombres, que insistieron en la liberación de la muchacha. Al principio, el bárbaro mostró desprecio, pues era presa de las dos pasiones más tiránicas, la lujuria y la ira. Mas al ver que los hombres se enfurecían en su rabia y le amenazaban con colgarle de una estaca como a hombre de baja ralea, injusto y vergonzante... se rindió, aun reacio, y entregó a la muchacha. El padre se alegró sobremanera al recuperar a su hija, derramando lágrimas como libaciones de Dios por haberla salvado de esta unión no ungida por las arras del matrimonio y los himnos de boda. Al cabo, se levantó y continuó camino con nosotros.

 

De: Harry Magoulias (tr.), O City of Byzantium, The Annals of Niketas Choniates (Detroit, Wayne State University Press, 1984), pp. 323-25, en: Miscelánea Medieval, Selección y Edición de J. Herrin, Grijalbo, 2000 (1999), Barcelona, pp. 196-197.

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EL SAQUEO DE CONSTANTINOPLA POR LOS CRUZADOS

Igual que este palacio se rindió al marqués Bonifacio de Monferrato, el de las Blaquernas se rindió a Enrique, hermano del conde Balduíno de Flandes, salvando igualmente las vidas de los que estaban dentro. También allí fue encontrado un tesoro muy grande, no menor que el de Bucoleón. Cada uno llenó con sus gentes el castillo que le fue entregado e hizo custodiar el tesoro; y las otras gentes que estaban dispersas por la ciudad hicieron también gran botín; y el botín fue tan grande que nadie os podría hacer la cuenta: oro y plata, vajillas, piedras preciosas, satenes, vestidos de seda, capas de cibelina, de gris y de armiño y toda clase de objetos preciosos como nunca se encontraron en la tierra. Godofredo, mariscal de Champagne, da testimonio según la verdad y en su conciencia que, desde que el mundo fue creado, nunca se hizo tanto botín en una ciudad.

 

VILLEHARDOUIN, La Conquête de Constantinople, 250, Ed. de E. Faral, Les Belles Lettres, 5ème Tirage, Les Belles Lettres, 1973, Paris, vol. 2, p. 53.

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EL IMPERIO DE BIZANCIO EN MANOS DE LOS OCCIDENTALES (1204)

[...] El botín de Constantinopla fue repartido tal y como habéis oído.

Entonces, se reunieron todos en una asamblea y el común del ejército declaró su voluntad de elevar a un emperador, tal y como se había convenido. Se habló tanto que hubo que proseguir otro día; en él fueron elegidas las doce personas a quienes incumbía la elección. No se pudo evitar, que para tan alta dignidad como el imperio de Constantinopla, hubiera muchos aspirantes. Pero la gran discordia fue a causa del conde Balduíno de Flandes y Hainaut y el marqués Bonifacio de Montferrato. Todo el mundo decía que uno de estos dos sería emperador [...].

El consejo duró hasta que se llegó a un acuerdo. Encargaron la labor de portavoz de la concordia a Nevelón, obispo de Soissons, que era uno de los doce, y salieron allá donde estaban todos los barones y el dux de Venecia. Ahora bien, podéis saber que fueron observados por mucha gente que quería saber el resultado de la elección. El obispo les expuso las cosas y les dijo: "Señores, nos hemos puesto de acuerdo, a Dios gracias, para nombrar emperador; y todos vosotros habéis jurado que al que eligiéramos como emperador le tendríais por tal y, si alguno quería oponérsele, le prestaríais ayuda. Le nombraremos en esta hora: el conde Balduíno de Flandes y de Hainaut."

Un grito de alegría se elevó en el palacio y le condujeron a la Iglesia. El marqués de Montferrato le condujo, por su parte,-el primero a la Iglesia y le rindió los debidos honores. Así fue elegido emperador el conde Balduíno de Flandes y Hainaut y el día de su coronación se fijó para tres semanas después de Pascua.

 

GEOFFROI DE VILLEHARDOUIN, La conquete de Constantinople, en: Historiens et chroniqueurs du Moyen Age, Paris, Éd. Gallimard, La Pléiade, pp. 148-149, cit. en: Mitre, E., Textos y Documentos de época Medieval, Ariel, Nueva Ed. Revisada, 1998 (1992), Barcelona, p. 114.

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BALDUÍNO, EMPERADOR LATINO DE CONSTANTINOPLA

Y tras decidirlo así como lo digo,

reuniéronse en consejo para nombrar al emperador.

Eligieron a doce nobles, dignos, prudentísimos;

seis eran prelados y seis barones;

pactos jurados hicieron de elegir emperador

con confianza en Dios, sin doblez ni engaño.

Entraron en una celda y allí los encerraron

hasta que eligieran al emperador de Contantinopla.

Mucho disputaron entre ellos con palabras

porque no concordaban para hacer emperador:

pues unos declaraban con alabanza grande

al dogo de Venecia, prudente y diestro,

y decían que era digno de ser emperador.

Y por la mucha discordia que tenían entre ellos,

vino uno y díjolo al dogo de Venecia.

Y éste, como muy sensato y diestro en todo,

fue luego hacia aquellos doce prudentes.

Llamó a la puerta con la punta de los dedos por que le oyesen

y dijo así entre ellos: -Señores, oíd.

Dióme aviso uno, pues llegóse y me lo trajo,

de que algunos de vosotros, debido a su bondad,

como nobles y prudentes, dicen lo que desean

y exponen razones sobre mí para el trono,

diciendo que digno soy de ser emperador de Constantinopla.

Pues bien, yo como a prudentes amigos y hermanos míos

mucho se lo agradezco; que Dios les recompense

por lo que han dicho y dicen de mí, hermano suyo.

Pero yo, por la gracia y gloria de Dios,

no encuentro en mí, en mí mismo digo,

tanta imprudencia como para no reconocer

que hombres hay en la comuna de Venecia

de gran entendimiento en armas, como en otros sitios;

mas ninguno llegó en sus días a tanta gloria

como para llevar la corona imperial.

Y así os pido, como amigos y hermanos míos,

que terminéis la controversia, disputa y discusiones

y, de cuantos hablasteis por que fuera yo emperador,

tomo yo las palabras y voces que dijeron

y pongo sobre ellas también la mía propia;

unámoslas con las de los demás para hacer juntos

los doce la elección, y la designación se cumpla.

Hagamos emperador al conde Balduíno

que es señor natural, señor de Flandes,

porque es digno y de noble linaje, bueno para todos

y honrado para ser emperador entre todos los de la hueste.

Oyendo estas cosas los doce que os relato,

elegidos todos para designar emperador,

accedieron entonces y todos asintieron;

levantáronse de donde se reunieran,

fueron al palacio del emperador

e hicieron reunir todos los de la hueste

por oír la respuesta que dieran y acordaran,

la elección del emperador, quién debía serlo.

Y de que se reunieron todos los de la hueste

en aquel espléndido palacio del emperador,

uno de los doce, el más prudente de ellos,

tomó la palabra y declaró lo hecho:

que, con temor de Dios y cuidado grande,

eligieron al conde de Flandes para emperador y rey

de Constantinopla y del Imperio de toda la Romania.

Oyéndolo todos, grandes y pequeños,

los ricos y de noble linaje, el pueblo y la hueste,

mostraron complacencia y agrado grande y confirmáronlo,

que el conde Balduíno fuera emperador.

Trajeron la corona y manto del emperador

y lo coronaron e invistieron como emperador, te digo,

y lo proclamaron y glorificaron, cual conviene y cuadra.

 

Crónica de Morea, vv. 920 y ss., Trad. de J.M. Egea, Colección Nueva Roma – Biblioteca Graeca et Latina Aevi Posteriores, 2, CSIC, 1996, Madrid, pp. 49 y s.

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