IGLESIA

 

Cristianismo y Poder Temporal

Política religiosa de Claudio

Nerón y el incendio de Roma

Una oración por el poder civil (96 d.C.)

Dad al César lo que es del César

Carta de Plinio a Trajano y respuesta (s.II)

El problema del Nombre (s. II)

El emperador no es dios (s. II)

De la persecución de Severo

De la perversidad de Decio y Galo

Persecución de Decio

Certificado de la persecución de Decio

El problema de los lapsis

De Valeriano y su persecución

De la paz en tiempo de Galieno

De la situación anterior a la persecución de nuestros días

Semblanza de Diocleciano

Primeras medidas contra los cristianos

Galerio induce a Diocleciano a iniciar la gran persecución del año 303

De la palinodia de los soberanos. Edicto de tolerancia (311)

Batalla del puente Milvio

El edicto de Milán (313)

Discurso de Constantino a la asamblea de los santos (325)

San Silvestre y Constantino el Grande según la leyenda

La conversión de Constantino según un pagano

Fe y libertad (343)

El edicto de Tesalónica (380)

Alocución secreta al emperador (390)

San Ambrosio y Teodosio el Grande

Paganismo en el siglo IV: Símaco

Sermón del Papa san León Magno en el natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo

Las dos potestades (494)

San Gregorio y el poder temporal

San Gregorio Magno

Carta de san Gregorio Magno al rey de Kent

Carta de san Gregorio a Melito

Carta de san Gregorio Magno a Agustín de Canterbury

Fragmentos de las Sentencias de san Isidoro de Sevilla

Donación de Pipino (756)

La Donación de Constantino

Carta de Carlomagno a León III (796)

Coronación de Carlomagno (800)

Actas del Concilio de Paris (829)

San Nicolás I: De la inmunidad e independencia de la Iglesia

Hincmar de Reims: Cuan distintas son la potestad real y la autoridad pontificia (881)

Adversus simoníacos. el cardenal Humberto contra la investidura laica (1057)

Decreto de Nicolás II sobre las elecciones papales (1059)

Carta de Pedro Damián a Enrique IV de Alemania sobre el sacerdocio y la realeza

Carta de Gregorio VII a Rodolfo de Suabia sobre Enrique IV (septiembre 1 de 1073)

Carta de Enrique IV a Gregorio VII prometiendo sumisión (septiembre de 1073)

Carta de Gregorio VII a Enrique IV (diciembre de 1074)

El Dictatus Papae de Gregorio VII (marzo de 1075)

Primera excomunión de Enrique IV (febrero 14-22 de 1076)

Enrique IV contra Gregorio VII (23 de marzo de 1076)

Juramento de Enrique IV dado en Canossa (1077)

Llamado a la Primera Cruzada (1095)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CRISTIANISMO Y PODER TEMPORAL

 

Mat. XXII, 15-21:

Entonces se retiraron los fariseos y celebraron consejo para ver el modo de sorprenderlo en alguna declaración. Enviáronle discípulos suyos con herodianos para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas. Dinos, pues, tu parecer: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? Jesús, conociendo su malicia dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Ellos le presentaron un denario. Él les preguntó: ¿De quién es esa imagen y esa inscripción? Le contestaron: Del César. Díjoles entonces: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (Cf. Mc. XII, 13-17; Lc. XX, 20-26).

 

Jn. XVIII, 33-37:

Entró Pilato de nuevo en el Pretorio, y, llamando a Jesús, le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí? Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: Luego, ¿tú eres rey? Respondió Jesús: Tú dices que soy rey.

 

Jn. XIX, 10-11:

Díjole entonces Pilato: ¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Respondióle Jesús: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto...

 

Rom. XIII, 1-7:

Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación. Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra mal. Es preciso someterse no sólo por temor al castigo, sino por conciencia. Por tanto, pagadles los tributos, que son ministros de Dios ocupados en eso. Pagad a todos lo que debáis: a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor.

 

Sagrada Biblia, Trad. de E. Nacar y A. Colunga, B.A.C., 22ª Ed., 1974, Madrid.

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UNA ORACIÓN POR EL PODER CIVIL (96 d.C.)

 

Concede, oh, Señor, unión de concordia y paz, a estos tus siervos y a cuantos moran sobre esta tierra, como lo hiciste con nuestros Padres, cuando te invocaban en fe y en verdad y llenos de piadoso sentimiento.

Danos docilidad para obedecer en tu Nombre, que es Santo y Todopoderoso, a nuestros gobernantes y jefes sobre la tierra.

Les diste, oh, Señor, la potestad del gobierno, y la virtud de tu infinito e inefable poder, para que nosotros, reconociendo la magnificencia y la gloria que les has concedido, les seamos sumisos y ni en lo más mínimo ofendamos tu Santa Voluntad.

Concédeles, oh, Señor, paz, concordia y firmeza, para que puedan ejercer sin debilidad el poder que les has dado.

Porque Tú, oh, Señor, celeste rey de la eternidad, otorgas a los hijos de los hombres dignidad, gloria y virtud sobre todas las cosas de la tierra.

Guía sus pensamientos, oh, Señor, a fin de que conozcan lo que es bueno y agradable a tus divinos ojos; para que el Poder que de Ti les vino lo ejerzan en paz y con mansedumbre y penetrados de tu santo temor, participando así de tu misericordiosa bondad.

Tú solo eres poderoso para ejecutar estas y otras muchas bondades con nosotros; te honramos y glorificamos por medio del Supremo Sacerdote y Jefe de nuestras almas, Jesucristo.

Por Él sea a Ti la gloria y toda honra, ahora y de generación en generación, por la eternidad. Amén.

 

Clemente Romano a los Corintios, 60, 4; 61, 1-3 (Fr. Funk, Patres Apostolici, Tubingia, 1901, pp. 178 y ss.), en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, p. 44; cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 291; Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 107.

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DAD AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR

 

También nos preocupamos de pagar, los primeros entre todos, los impuestos y los censos a aquellos a quienes habéis dado esta concesión, porque así hemos sido enseñados por Él. Porque, acercándose algunos en el tiempo en que predicaba, le preguntaron si debían pagarse los tributos al César, y recibieron de Él esta respuesta: "Decidme de quién es la imagen que tiene la moneda". Y como le contestaran que era del César, añadió: "Dad pues al César las cosas que son del César y a Dios las que son de Dios". Por consiguiente, nosotros adoramos sólo a Dios; pero os servimos a vosotros alegres en todo lo demás, reconociendo que sois reyes y príncipes de los hombres y rogando al mismo tiempo que, juntamente con el poder regio, recibáis inteligencia prudente. Y si no nos amparáis a nosotros, que suplicamos y que ponemos todas las cosas en plena luz, nosotros ciertamente no sufriremos daño alguno, porque creemos o, mejor dicho, estamos convencidos de que cada uno ha de sufrir por el fuego eterno las penas merecidas por sus [malas] obras y que ha de dar cuenta a Dios según las facultades recibidas del mismo, como Cristo declaró diciendo: "A aquel a quien más concedió Dios, más se le exigirá".

 

Justino, Primera Apología, XVII (s. II), en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 108.

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EL PROBLEMA DEL NOMBRE (s. II)

 

Por el [solo] nombre ninguna cosa puede juzgarse buena ni mala, sin [examinar] los actos que bajo ese nombre se encierran. Por el nombre con el cual somos conocidos, somos buenos. Pero, así como no consideramos justo pedir por el nombre la absolución, en el caso de ser encontrados criminales, de igual modo, si nada hacemos, ni por razón del nombre con que se nos designa ni por razón de nuestra conducta, a vosotros toca evitar el que, por castigar injustamente a hombres a quienes no se ha probado [delito alguno], incurráis en las penas de la justicia. Por el nombre, en efecto, no puede darse con razón ni alabanza ni castigo mientras no se pueda probar que se ha hecho algo excelente o algo malo. Porque a cuantos son acusados ante vosotros no imponéis pena mientras no se pruebe su delito. Mas por lo que hace a nosotros tomáis el nombre como [suficiente] argumento, si bien por lo que hace al mismo nombre debierais dirigiros principalmente contra los que lo llevan. Se nos acusa de que somos cristianos; pero aborrecer lo que es bueno, óptimo, resulta contrario a la justicia. Por otra parte, si alguno reniega de ese nombre y afirma que no es cristiano, lo dejáis libre, [dando a entender] que en nada tenéis que argüirle de delito. Pero si alguno confiesa le imponéis la pena por la sola confesión, siendo así que lo oportuno sería examinar la conducta del que confiesa y del que niega, para que por los actos pueda conocerse qué tal es cada uno.

 

Justino, Primera Apología, IV, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 111 y s.

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EL EMPERADOR NO ES DIOS (s. II)

 

Yo quiero venerar al César, lo cual no ha de tomarse como adoración sino como oración por él. Adoro solamente al Dios verdadero y real, sabiendo que el emperador ha sido constituido por El. Me dirás: ¿Por qué no adoras al César? Porque no ha sido constituido en la dignidad de emperador para ser adorado, sino reverenciado con aquella especial reverencia que le corresponde. Porque no es Dios, sino un hombre constituido por Dios en su lugar, no para ser adorado, sino para que ejerza juicio justo. Pues a él, para usar de una comparación, le ha sido confiado por Dios el gobierno de los pueblos. Ahora bien, así como el emperador no puede querer que sus súbditos sean nombrados o tenidos como Emperadores -César, es su nombre especial y a otros no es lícito apropiárselo- así también debe decirse de la adoración. Ya ves, pues, oh, hombre, que estás en un error. Respeta al César, amándole, obedeciéndole y orando por él. Si obras así cumples la voluntad de Dios. Es claro a este respecto el mandato del Señor: "Honra a Dios y al rey, hijo mío, y a ninguno de entre ambos seas desobediente. Porque sus enemigos muy pronto harán que se cumpla el castigo" (Prov. XXIV, 21-22).

 

Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 11 (J.C. Otto, Corpus Apologetarum, VIII, Jena, 1861, pp. 32-36), en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 45-46; cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 295.

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EL PROBLEMA DE LOS LAPSIS

 

II. Con alegres ojos contemplamos a los confesores, claros por el pregón de su buen nombre y gloriosos por las hazañas de su valor y fidelidad, y, pegándonos a ellos con santos ósculos, a los que por tanto tiempo echábamos de menos, los abrazamos con divina e insaciable gana. Aquí está la blanca cohorte de los soldados de Cristo, los que rompieron la ferocidad turbulenta de la persecución en todo su apremio, preparados a soportar la cárcel, armados a sufrir la misma muerte. Luchasteis valerosamente contra el mundo, disteis a Dios un espectáculo glorioso, os convertisteis en ejemplos para los hermanos por venir. La voz religiosa proclamó a Cristo, en quien una vez confesó creer; las ilustres manos, que sólo se ejercitaron en obras divinas, resistieron a los sacrílegos sacrificios; las bocas, santificadas con la celeste comida después de gustar el cuerpo y la sangre del Señor, rechazaron los profanos contactos y los restos de los sacrificios a los ídolos. Vuestra cabeza permaneció libre del impío y criminal velo, con que allí se cubrían las cautivas cabezas de los sacrificantes. La frente pura con la señal de Dios, no pudo llevar la corona del diablo, sino que se reservó para la corona del Señor.

III. Que nadie, hermanos, pretenda estropear esta gloria; que nadie, con maligna detracción, intente debilitar la incorrupta firmeza de los que se han mantenido en pie. Pasado el día señalado para negar, quien dentro de ese plazo no hizo profesión de paganismo, confesó ser cristiano. El primer título de la victoria es ser prendido por mano de los gentiles y confesar al Señor; el segundo escalón para la gloria es retirarse con cauta huida y reservarse para el Señor. Aquélla es confesión pública; ésta, privada; aquél venció al juez de este mundo; éste, contento con tener por solo juez a Dios, guarda pura su conciencia con integridad de corazón.

VI. Nadie tenía otro afán que aumentar su hacienda, y olvidados de lo que hicieron antes los creyentes en tiempo de los Apóstoles y de lo que en todo tiempo debieran hacer, con insaciable ardor de codicia se entregaban al acrecentamiento de sus bienes. No se veía en los sacerdotes aquella reverencia devota, ni en sus ministerios fidelidad íntegra, ni en sus obras misericordia, ni en sus costumbres disciplina. En los varones, la barba raída; en las mujeres, hermosura colorada. Los ojos, adulterados después que fueron hechos por las manos de Dios; los cabellos, mentirosamente pintados. Astutos fraudes para engañar los corazones de los sencillos; para burlar a los hermanos, arteras voluntades. Unirse en matrimonio con los infieles, prostituir los miembros de Cristo. No sólo jurar temerariamente, sino perjurar, despreciar con soberbia hinchazón a los superiores, maldecirse mutuamente con boca envenenada, dividirse entre sí con odios pertinaces. La mayor parte de los obispos, cuya vida debiera ser exhortación y ejemplo de los demás, despreciando la divina procuraduría, se hacían procuradores de los reyes del mundo y, abandonando su sede, desertando de su pueblo, andaban errantes por provincias ajenas, a la caza de pingües negocios; y mientras en su Iglesia los pobres se morían de hambre, ellos querían tener largamente dinero, se dedicaban a arrebatar heredades con insidiosos fraudes y, multiplicando la usura, a aumentar sus rentas. Siendo tales, ¿qué no merecemos sufrir por nuestros pecados?

VIII. Todo eso, ¡oh, maldad!, cayó para algunos por tierra y se les borró de la memoria. No esperaron, al menos, a ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe. Muchos fueron vencidos antes de la batalla, derribados sin combate, y no se dejaron a sí mismos el consuelo de parecer que sacrificaban a los ídolos a la fuerza. De buena gana corrieron al foro, espontáneamente se precipitaron a la muerte, como si fuera ello cosas que de tiempo estaban deseando, como si aprovecharan la ocasión que se les ofrecía, que de buena gana hubieran ellos buscado. ¡Cuántos, por venirse a más andar la noche, fueron diferidos por los magistrados para otro día, cuántos llegaron hasta suplicar que no se dilatara su ruina! ¿Qué violencia puede ese tal pretextar para excusar su crimen, cuando fue él mismo quien hizo violencia para perecer? ¡Cómo! Cuando espontáneamente subiste al Capitolio, cuando de buena gana te prestaste a cumplir el terrible crimen, ¿no vaciló tu paso, no se oscureció tu rostro, no te temblaron las entrañas, no se te cayeron los miembros todos? ¿No fueron tus sentidos presa de estupor, no se te pegó la lengua, no te faltó la voz? ¿Con qué pudo estar allí a pie firme el siervo de Dios y hablar y renunciar a Cristo, él, que había renunciado ya al diablo y al mundo? Aquel altar, a que se acercó para morir, ¿no fue más bien una hoguera? ¿Acaso no debía sentir horror y huir de aquel altar del diablo que viera humear y oler con negro hedor, como si fuera la tumba y sepulcro de la propia vida? ¿A qué fin llevar contigo, miserable, una víctima menor, a qué transportar otra mayor para cumplir el sacrificio? Tú mismo eres hostia para esos altares, tú has venido como víctima; allí inmolaste tu salvación; tu fe, tu esperanza, allí las quemaste con funestos fuegos.

X. Ni hay, ¡oh, dolor!, causa alguna justa y grave que excuse tan gran delito. La patria debía abandonarse, arruinarse debía la hacienda antes que cometerlo. Pues, ¿quién de los nacidos no ha de abandonar un día su patria al morir y sufrir quiebra total en su hacienda? Cristo es quien no debe ser abandonado; de la salvación y trono eterno hemos de temer la quiebra.

XI. No debemos, hermanos, disimular la verdad ni callar lo que dio ocasión y fue causa de nuestra herida. A muchos engañó su amor ciego a la hacienda, y no podían estar preparados ni expeditos para la retirada aquellos a quienes ataban, como con trabas, sus riquezas. Estas fueron las ataduras de los que se quedaron; éstas, las cadenas con que se retardó el valor, quedó oprimida la fe, atada la mente, cerrada el alma, de suerte que quienes estaban pegados a lo terreno vinieron a ser presa y comida de la serpiente, que, según sentencia de Dios, se alimenta de tierra.

XIV. Mas ahora, ¿qué heridas pueden mostrar los vencidos, qué llagas de las abiertas entrañas, qué torturas en los miembros, cuando no cayó la fe tras la lucha, sino que la perfidia previno todo combate? Ni excusa tampoco al derrotado la necesidad de su crimen, cuando el crimen es de la voluntad. Y no es que pretenda, al hablar así, sobrecargar la culpa de los hermanos, sino que quiero más bien instigarlos a la súplica de la satisfacción.

XV. Se tapan las heridas de los que están a punto de muerte, y una llaga mortal, que está clavada en las más hondas y ocultas entrañas, se cubre con simulado dolor. Apenas vueltos de las aras del diablo, se acercan al sacramento del Señor con sucias manos que apestan de olor a grasa de los sacrificios; mientras están todavía poco menos que eructando los mortíferos manjares de los ídolos, y sus gargantas exhalan aún su crimen y despiden olor de aquellos funestos contactos, se precipitan sobre el cuerpo del Señor.

XXV. Ni se forjen tampoco ilusiones sobre no hacer penitencia los que si no se contaminaron con los nefandos sacrificios, mancharon, sin embargo, sus conciencias con los certificados de sacrificios. También eso fue abierta negación.

XXXV. Cuan grande fue nuestro delito, otro tanto lo sea nuestro llanto. A una herida profunda no falte diligente y larga medicina; la penitencia no sea menor que el pecado. ¿Con qué piensas tú que puede aprisa aplacarse Dios a quien con pérfidas palabras negaste, a quien pusiste por bajo de tu hacienda, cuyo templo violaste con sacrílego contacto? ¿Piensas que va El fácilmente a compadecerse de ti, que dijiste no era tu Dios? Es preciso orar y suplicar más fervorosamente, pasar el día de luto, las noches en vigilia y lágrimas, llenar el tiempo todo de lamentos lagrimosos; tendidos en el suelo, pegarnos a la ceniza, envolvernos en cilicio y sucios vestidos, no querer tras el vestido perdido de Cristo vestidura alguna, después de la comida del diablo preferir el ayuno, darnos a las buenas obras por las que se limpian los pecados, practicar frecuentes limosnas por las que las almas se libran de la muerte.

 

Cipriano, De Lapsis, II y III, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 120-124.

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DE LA SITUACIÓN ANTERIOR A LA PERSECUCIÓN DE NUESTROS DÍAS

 

1. Explicar como se merece cuáles y cuán grandes fueron, antes de la persecución de nuestro tiempo, la gloria y la libertad de que gozó entre todos los hombres, griegos y bárbaros, la doctrina de la piedad para con el Dios de todas las cosas, anunciada al mundo por medio de Cristo, es empresa que nos desborda.

2. Sin embargo, pruebas de ello podrían ser acogidas de los soberanos para con los nuestros, a quienes incluso encomendaban el gobierno de las provincias, dispensándoles de la angustia de tener que sacrificar, por la mucha amistad que reservaban a nuestra doctrina.

3. ¿Qué necesidad hay de hablar de los que estaban en los palacios imperiales y de los supremos magistrados? Estos consentían que sus familiares -esposas, hijos y criados- obraran abiertamente, con toda libertad, con su palabra y su conducta, en lo referente a la doctrina divina, casi permitiéndoles incluso gloriarse de la libertad de su fe. Los consideraban muy especialmente dignos de aceptación, aún más que a sus compañeros de servicio.

4. Tal era el famoso Doroteo, el mejor dispuesto y más fiel de todos para con ellos y por esta causa el más distinguido con honores, más incluso que los que ocupaban cargos y gobierno. Y con él el célebre Gorgonio y cuantos fueron considerados dignos del mismo honor que ellos, por razón de la palabra de Dios.

5. ¡Era de ver también de qué favor todos los procuradores y gobernadores juzgaban dignos a los dirigentes de la Iglesia! ¿Y quién podría describir aquellas concentraciones de miles de hombres y aquellas muchedumbres de las reuniones de cada ciudad, lo mismo que las célebres concurrencias en los lugares de oración? Por causa de éstos, precisamente, no contentos ya en modo alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por todas las ciudades.

6. Esto con el tiempo iba avanzando y cobrando cada día mayor acrecentamiento y grandeza, sin que envidia alguna lo impidiera y sin que un mal demonio fuera capaz de hacerlo malograr ni obstaculizarlo con conjuros de hombres, en tanto que la celestial mano de Dios protegía y custodiaba a su propio pueblo porque en realidad lo merecía.

7. Pero desde que nuestra conducta cambió, pasando de una mayor libertad al orgullo y la negligencia, y los unos empezaron a envidiar e injuriar a los otros, faltando poco para que nos hiciéramos la guerra mutuamente con las armas llegado el caso, y los jefes desgarraban a los jefes con las lanzas de las palabras, los pueblos se sublevaban contra los pueblos y una hipocresía y disimulo sin nombre alcanzaban el más alto grado de malicia, entonces el juicio de Dios, con parsimonia, como gusta de hacerlo, cuando aún se reunían las asambleas, iba suave y moderadamente suscitando su visita, comenzando la persecución por los hermanos que militaban en el ejército.

8. Y nosotros, como si estuviéramos insensibles, no nos preocupábamos de cómo hacernos benévola y propicia la divinidad, sino que, como algunos ateos que piensan que nuestros asuntos escapan a todo cuidado e inspección, íbamos acumulando maldades sobre maldades, y los que parecían ser nuestros pastores rechazaban la norma de la religión, inflamándose con mutuas rivalidades, y no hacían más que agrandar las rencillas, las amenazas, la rivalidad y la enemistad y odio recíprocos, reclamando encarnizadamente para sí el objeto de su ambición como si fuera el poder absoluto. Entonces sí, entonces fue cuando, según dice Jeremías: oscureció el Señor en su cólera a la hija de Sión y precipitó del cielo abajo la gloria de Israel, sin acordarse del escabel de sus pies en el día de su ira; antes bien, el Señor sumergió en lo profundo a todas las bellezas de Israel y destruyó todas sus vallas;

9. y según lo profetizado en los salmos, destruyó el testamento de su siervo y con la ruina de las iglesias profanó su santuario, destruyó todas sus vallas y plantó la cobardía en sus fortalezas. Y todos los caminantes saqueaban al pasar a las muchedumbres del pueblo y, por si esto fuera poco, se convirtió en baldón para sus vecinos. Porque exaltó la diestra de sus enemigos y desvió la ayuda de su espada y no le sostuvo en la guerra, sino que incluso le despojó de su pureza, derribó por el suelo su trono, acortó los días de su tiempo y, por último, extendió su ignominia.

 

Eusebio de Cesárea,Historia Eclesiástica, VIII, 1 en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 127 y ss.

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PRIMERAS MEDIDAS CONTRA LOS CRISTIANOS

 

Se encontraba a la sazón en Oriente, y como, por ser timorato, era aficionado a escudriñar el futuro, se entregaba a sacrificar animales para descubrir el porvenir en sus vísceras. Con tal motivo, algunos de los ministros del culto que creían en el Señor se santiguaron en la frente con el signo inmortal, mientras asistían en el sacrificio. Hecho esto, los demonios se pusieron en fuga y los sacrificios se vieron perturbados. Comenzaron a temblar los arúspices, pues no veían en las vísceras las señales de costumbre y repetían una y otra vez los sacrificios, como si éstos hubiesen sido vanos. Mas las víctimas sacrificadas, una y otra vez, no daban resultado alguno. Entonces el maestro de los arúspices, Tages, bien por haberlo sospechado, bien por haberlo observado, declaró que la causa de que los sacrificios no diesen resultados era que personas profanas participaban en las ceremonias divinas. Entonces, furioso, ordenó que sacrificasen no sólo los ministros del culto, sino también todos los que se encontraban en palacio y, caso de que se negasen, que fuesen obligado a ello a fuerza de azotes. Asimismo dio órdenes escritas a los jefes de las unidades militares para que se obligase también a los soldados a realizar los sacrificios nefandos, so pena de que quienes no obedeciesen fuesen expulsados del ejército.

Hasta aquí llegaron en su cólera y su locura sin que tomase ninguna otra medida contra la ley y la religión divina. Seguidamente, pasado algún tiempo, vino a Bitinia a invernar. Aquí llegó también el César Galerio inflamado de idéntico furor criminal, con el fin de incitar a este endeble anciano a que continuase en la persecución a los cristianos que ya había iniciado.

Por lo que respecta a los motivos de esta mala saña, esto es lo que he podido saber.

 

Lactancio, De la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 130.

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GALERIO INDUCE A DIOCLECIANO A INICIAR LA GRAN PERSECUCIÓN DEL AÑO 303

 

Su madre adoraba a los dioses de las montañas y, dado que era una mujer supersticiosa, ofrecía banquetes sacrificiales casi diariamente y así proporcionaba alimento a sus paisanos. Los cristianos se abstenían de participar y, mientras ella banqueteaba con los paganos, ellos se entregaban al ayuno y la oración. Concibió por ésto odio contra ellos y, con lamentaciones mujeriles, incitaba a su hijo, que no era menos supersticioso que ella, a eliminar a estos hombres. Así pues, durante todo el invierno ambos emperadores tuvieron reuniones a las que nadie era admitido y en las que todos creían que se trataban asuntos del más alto interés público. El anciano se opuso a su apasionamiento tratando de hacerle ver lo pernicioso que sería turbar la paz de la tierra mediante el derramamiento de la sangre de muchas personas. Insistía en que los cristianos acostumbraban a morir con gusto y que era suficiente con prohibir la práctica de esta religión a los funcionarios de palacio y a los soldados. Pero no logró reprimir la locura de este hombre apasionado. Por ello, le pareció oportuno tantear la opinión de sus amigos. Así era, en efecto, su malvado carácter: cuando tomaba alguna medida beneficiosa lo hacía sin pedir previamente consejo, a fin de que las alabanzas recayesen sólo sobre él; por el contrario, cuando la medida era perjudicial, como sabía que se le iba a reprochar, convocaba a consejo a muchos, a fin de que se culpase a otros de aquello de lo que sólo él era responsable.

Se hizo, pues, comparecer a unos pocos altos funcionarios y militares y se les fue interrogando siguiendo el orden jerárquico. Algunos, llevados de su odio personal contra los cristianos, opinaron que éstos debían ser eliminados en cuanto enemigos de los dioses y de los cultos públicos; los que pensaban de otro modo coincidieron con este parecer, tras constatar los deseos de esta persona, bien por temor, bien por deseo de alcanzar una recompensa. Pero ni aún así se doblegó el emperador a dar su asentimiento, sino que prefirió consultar a los dioses y, a tal fin, envió un arúspice al Apolo Milesio. Este respondió como enemigo de la religión divina. Así pues, cambió de idea y, dado que no podía ya oponerse ni a sus amigos, ni al César ni a Apolo, se esforzó, al menos, en que se observase la limitación de que todo se hiciese sin derramamiento de sangre, en tanto que el César deseaba que fuesen quemados vivos los que se negasen a ofrecer sacrificios.

 

Lactancio, De la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 131 y s.

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FE Y LIBERTAD (343)

 

Vuestra natural bondad, oh piadoso señor y augusto, está en perfecta consonancia con vuestra buena voluntad, y porque de la abundancia de vuestra piedad heredada de vuestro padre, fluye tanta benevolencia, estamos firmemente persuadidos de que nuestra súplica será atendida.

Por eso, no ya con palabras, sino con lágrimas en los ojos, os pedimos que no permitáis que continúen por más tiempo tamañas ofensas, y que se vean libres las iglesias católicas de las ya casi intolerables persecuciones y vejaciones que -y ésto es lo que más duele- tienen que soportar por parte de sus propios hermanos en la fe. Quiera disponer vuestra Majestad, mediante un decreto, que todos los prefectos de vuestro Imperio, a quienes ha sido encomendado el gobierno político de las provincias y cuya misión debe reducirse a las cuestiones de bienestar civil, no se entrometan ya en asuntos religiosos, y que no se atribuyan injustos poderes para ingerirse en las resoluciones y discernimientos de problemas jurídicos de los eclesiásticos, amenazando a hombres inocentes con la fuerza y con el terror para atormentarlos y quebrar su integridad.

La singular y admirable sabiduría de vuestra Majestad no dejará de comprender claramente la maldad e injusticia que supone el que uno sea violentado y amenazado para que no siga el dictado de su propia conciencia, y sí las doctrinas de quienes, solamente para escapar a la fuerza brutal, no cesan de sembrar la mala semilla del error.

Lo sabemos: os preocupáis incesantemente, y gobernáis al Estado inspirado en los más sanos principios y trabajáis, muchas veces, hasta muy entrada la noche sólo para que vuestros súbditos puedan sentirse dichosos en la posesión de la dulce libertad.

Para pasar de la confusión a una tranquilidad permanente, de la discordia espiritual al oasis de la paz, sólo existe un camino: el otorgar a cada uno de vuestros súbditos una plena y perfecta libertad para que así determinen los actos de su vida, sin que se vean constantemente coartados por la amenaza de un espíritu servil.

La mansedumbre de vuestra Majestad debe ineludiblemente dar oídos a las voces que llegan a vuestro trono: "¡Yo soy católico, no quiero ser hereje! ¡Soy un cristiano, y no un arriano! ¡Prefiero mil veces soportar en esta tierra la misma muerte antes que traicionar la virginal integridad de la Verdad, simplemente porque un solo hombre me quiere forzar a ello!"

No puede menos de parecer justo a vuestra sagrada Majestad, Soberano Augusto, que el que, si uno teme a Dios y a su Juicio, no quiera mancharse ni rebajarse con repudiables blasfemias; os ha de parecer asimismo lo más natural que tenga la libertad para adherirse a aquellos Obispos y Sacerdotes que conservan fielmente la alianza de la verdadera Caridad y no tienen otra ambición que lograr una paz verdadera y permanente. Es del todo imposible, como opuesto a la misma naturaleza, que lo contradictorio se junte, que lo desigual sea igual, que la verdad y el error se compenetren armónicamente, que la luz y las tinieblas, la noche y el día, se abracen amigablemente.

Si, como lo esperamos y lo creemos sin titubeos, esta nuestra súplica halla gracia ante aquella bondad que posee por naturaleza y no por ficción vuestra Majestad, mandad que vuestros representantes dejen de favorecer a los jefes heréticos, de proporcionarles bienestar y altas posiciones. Y permita vuestra Majestad que todos vuestros súbditos puedan reconocer como maestros de la fe a quienes ellos libremente nombren, designen, quieran elegir, para que con ellos puedan celebrar los divinos misterios durante los cuales oran también por vuestro bienestar y vuestra salvación eterna.

Tan pronto como se veden e impidan las intrigas de los hombres perversos o envidiosos, habrán cesado sin más las sospechas de "enemistad hacia el Estado" o de "detracciones culpables hacia el gobierno". Entonces reinará de nuevo la paz y un sincero respeto. Hoy, empero, los que se hallan contagiados de la peste de la herejía arriana, con boca impura y sacrílego espíritu, pueden sin trabas e impunemente ya mancillar la pureza del Evangelio, ya falsear la verdadera fe apostólica. No entienden las enseñanzas de los profetas de Dios; son listos y astutos para ocultar sagaz y artificiosamente sus enseñanzas bajo el impresionismo de palabras sublimes; no desparraman su veneno hasta que han conquistado capciosamente y encandilado con malicia a gentes sencillas y crédulas con el alegato de un "auténtico cristianismo"; es que no quieren condenarse solos; quieren llevarse cómplices de sus terribles crímenes.

Además pedimos a vuestra Majestad se sirva ordenar que todos los Obispos -hombres preeminentes y muy dignos de tanta excelencia- puedan volver del destierro y de los desiertos, donde todavía sufren cruelmente, a tomar posesión de sus sedes. Porque donde se encuentre la dulce libertad, debe encontrarse la verdadera alegría. ¿Quién es tan ciego como para no percatarse de que casi han pasado cuatrocientos años desde que el Unigénito Hijo de Dios se dignó venir en auxilio de la perdida humanidad? Entonces, ¿cómo es posible que hoy, cual si no hubiesen venido los Apóstoles, ni los mártires hubieran dado testimonio cruento de la fe, exista y se propague por toda la tierra esta nueva y horrenda peste que no consiste en los miasmas del aire, sino en la despreciable y condenable blasfemia arriana? ¿Era acaso vana la esperanza de las pasadas generaciones creyentes que soñaban con la inmortalidad? Hemos podido comprobar recientemente que los inventores de tales doctrinas son los dos Eusebios, ambos Obispos, Narciso, Teodoro, Esteban, Acacio, Menofantes y, sobre todo, aquellos dos jóvenes perversos, ateos e inexpertos, Ursacio y Valente. Los delatan, como es fácil verificarlo, sus cartas, y los testimonios de personas fidedignas que certifican haberlos oído hablar, claro está, no en forma de disputas, sino de ultrajantes ladridos de perro.

Quien sea tan osado y poco perspicaz para comulgar con tales hombres, hágase cuenta que se hace cómplice de sus crímenes y compañero de sus pecados. Su fin está ya bien claro: además de ser despreciables en este mundo e indignos del ministerio que se les ha confiado, cuando llegue el gran día del Juicio, serán condenados eternamente.

 

Carta de los Padres católicos del Concilio de Sárdica al Emperador Constancio, en: Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, 65 (Viena, 1866), pp. 181-184, en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 110-113, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 301 y ss.

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SERMÓN DEL PAPA SAN LEÓN MAGNO EN EL NATALICIO DE LOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO

 

(I) Ciertamente, dilectísimos, todo el mundo es partícipe de las solemnidades de los santos y la piedad de una misma fe exige que lo que es recordado por la salvación de todos se celebre por doquier con gozos comunes. En verdad, la festividad de hoy día, además de aquella veneración que merece en toda la tierra, ha de ser recordada con exultación especial y adecuada en nuestra ciudad, a fin de que donde fue glorificada la muerte de los principales apóstoles, allí en el día de su martirio sea la culminación de la alegría. Pues estos son los varones gracias a quienes el Evangelio de Cristo resplandeció para ti, Roma, y tú que eras maestra del error, has sido hecha discípula de la verdad. Estos son tus santos padres y verdaderos pastores que te fundaron mucho mejor y más felizmente para introducirte en los reinos celestes, que aquellos que con su dedicación colocaron los primeros fundamentos de tus murallas; y de los cuales el que te dio el nombre te mancilló con el fratricidio. Estos son quienes te condujeron a esta gloria, para que, como raza santa, pueblo elegido, ciudad sacerdotal y regia, hecha cabeza del mundo, por la sacra sede del bienaventurado Pedro, presidas más bien por la religión divina que por la dominación terrena. Pues, aunque con muchas victorias por mar y tierra has extendido el derecho de tu imperio, sin embargo es menor lo que el esfuerzo bélico te sometió que lo que la paz cristiana te entregó.

(II) Dios bueno, justo y omnipotente, que nunca ha negado su misericordia al género humano, y siempre ha impulsado a todos los mortales en general a su conocimiento por medio de abundantísimos beneficios y ha tenido misericordia con profunda piedad y secreto consejo de la ceguera voluntaria y de la malicie proclive a la perdición de los que yerran, ha enviado a su Verbo igual a sí mismo y coeterno. El cual se hizo carne y así unió la naturaleza divina a la naturaleza humana, a fin de que su inclinación a lo ínfimo llegara a ser nuestra proyección a lo sumo; a fin también de que su gracia inenarrable se difundiera por todo el mundo, preparó al reino romano con divina prudencia; cuyos avances han sido conducidos hasta esos límites con los cuales la totalidad de los pueblos de doquiera llegase a ser contigua y vecina. La disposición de la divinidad operaba con el mayor cuidado para que muchos reinos fueran confederados en un imperio, y la predicación general llegase prontamente a diversos pueblos, a los cuales unía el gobierno de una ciudad. Esta ciudad, no obstante, ignorante del autor de su promoción, cuando casi dominaba a todas las razas servía a los errores de todas ellas y parecía que hubiese formado para sí al gran culto, porque a ninguna falsedad había desechado... De donde cuanto había sido por el diablo fuertemente atado, tanto es admirablemente desatado por Cristo.

(III) Pues cuando los doce apóstoles habiendo recibido el don de lenguas por el Espíritu Santo, para comunicar al mundo el Evangelio, distribuidos por las partes de la tierra, el muy bienaventurado Pedro, príncipe del orden apostólico, fue destinado a la cima del Imperio Romano, a fin de que la luz de la verdad que revelaba la salvación a todas las razas, fuera difundida por todo el cuerpo del mundo desde la misma cabeza. Pues, ¿qué hombres de qué nación no se encontraban entonces en esta ciudad? o ¿qué razas habrían ignorado lo que Roma hubiese enseñado? Aquí las opiniones de la filosofía han de ser pisoteadas, aquí las vanidades de la sabiduría terrenal han de ser disueltas, aquí el culto de los demonios confundido, aquí la impiedad de todos los sacrificios destruida, aquí donde con diligentísima superstición se había reunido lo que fuera el instituto de diversos errores.

 

San León Magno, Sermo LXXXII, en: Migne, Patrologia Latina, t. LIV, col. 422-428. Trad. del latín por Héctor Herrera C.

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LAS DOS POTESTADES (494)

 

Dos son [las potestades], Augusto Emperador, por las cuales este mundo es principalmente regido: la sagrada autoridad de los pontífices y el poder regio (auctoritas sacrata pontificum et regalis potestas). En las cuales la carga de los sacerdotes es tanto más grave cuanto que en el juicio divino de los hombres también habrán de dar cuenta por los mismos reyes. Vos, clementísimo hijo, harto lo sabéis: sobrepasáis a todos los hombres en dignidad (praesideas humano generi dignitate); con todo, doblegáis humildemente vuestra cerviz ante los ministros de los Divinos Misterios y de ellos recibís los medios que os conducirán a la salvación eterna. Asimismo reconocéis que cuando los santos sacramentos son administrados cual corresponde, debéis ser contado entre los que participan humildemente de ellos y no entre los Ministros: en tales cosas, Vos dependéis de los sacerdotes y no os es lícito esclavizarlos a vuestra voluntad. Porque si en el campo de la organización jurídica civil (quantum ad ordinem publicae disciplinae), los mismos superiores eclesiásticos reconocen que el Poder Imperial os ha sido concedido por la Divina Providencia y que, en consecuencia, deben obediencia a vuestras leyes y procuran no ofenderos en lo mínimo en este orden en que Vos sois el que manda, ¿con cuánta mayor disposición y alegría habrá que prestar obediencia a aquellos que son puestos por Dios para la administración de los grandes Misterios? En conclusión: así como sobre la conciencia de los obispos recae una grave responsabilidad cuando, debiendo hablar, callan en asuntos de orden sobrenatural, también para los que deben escuchar existe un grave peligro si se muestran orgulllosos (lo que Dios no permita), en lo que deberían ser sumisos y obedientes. Y si los corazones de los fieles deben rendirse humildemente ante los sacerdotes en general, ¿cuánto mayor no habrá de ser la reverencia y el acatamiento que se deba al obispo que ocupa aquella sede elegida por la Soberana Majestad de Dios como lugar de Primacía sobre todos los demás obispos y que, en todo tiempo, fue objeto de la más tierna devoción por parte de la Iglesia entera?

Porque, mi amado hijo, como ciudadano romano respeto y venero al emperador romano; y como cristiano me urge el anhelo de hallarme en correspondencia y comunión real y verdadera con Vos, puesto que sois dechado de celo por la gloria del Señor. Pero como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas, no puedo menos que intervenir con prudencia, pero también con prontitud allí donde se ofende la integridad de la fe católica. Por algo me ha sido confiada la custodia y dirección de la Palabra divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la Buena Nueva.

De todo lo que antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad, se desprende una conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe orgullosamente revelarse contra el Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo como Cabeza de todos y al que la Santa Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce aún hoy como su Pastor Supremo. Lo que Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado por la arrogancia de los hombres; pero jamás podrá prevalecer potestad alguna, cualquiera que sea, sobre las disposiciones divinas.

¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores de la Iglesia no fuese para ellos causa de su condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la que no pueden doblegarla las más furiosas tormentas!

La Obra que Dios ha fundado con tanta firmeza permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la fe, cuando alguien se propuso combatirla? ¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí donde se creyó habérsela arrastrado? Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los mercenarios de cargos que no les corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos de confusión introducidos por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que logren lo que inicuamente persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han señalado el último lugar.

 

Gelasio, Carta al Emperador Anastasio, en: Thiel, A., Epistolae Romanorum Pontificum, Braunsburg, 1868, pp. 349-354, cit. en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 205-209; extracto en: Artola, M., Textos Fundamentales para el Estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 7, 1975, Madrid, pp. 37-38; todos los anteriores textos cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 310-311. Véase esp. para los textos latinos: Herrera, H., "La Doctrina Gelasiana", en: Padre Osvaldo Lira. En torno a su Pensamiento, Zig-Zag, 1994, Santiago, pp. 459-472.

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SAN GREGORIO Y EL PODER TEMPORAL

 

Epístola a Mauricio y su hijo (que prohiben a los soldados la vida monástica):

Yo, quien hablo así a mis señores, ¿qué soy? Sólo polvo y gusano de tierra. Pero, porque yo siento que esta constitución ataca (al Señor), el autor de todas las cosas, yo no puedo guardar silencio en vuestra consideración... El poder ha sido dado de lo alto a mis señores sobre todos los hombres, para ayudar a esos que desean hacer el bien, para abrir más largamente la vía que lleva al cielo, para que el reino terrestre esté al servicio del reino de los cielos (1).

Epístola a Thierry y Thiberio:

El soberano bien para los reyes es cultivar la justicia, conservar a cada uno sus derechos y no abusar del poder en respeto a sus súbditos, sino de conducirse con ellos según la equidad (2).

Epístola a Childerico:

Ser rey no tiene nada en sí de maravilloso, puesto que otros lo son, lo que importa es ser un rey católico (3).

 

(1) Gregorii Papae I Registrum Epistolarum, III, 61, Ed. Ewald-Hartmann, 2 vols., 1881-1889, Berlín, en: Pacaut, M., La Théocratie. L'Eglise et le Pouvoir au Moyen Age, Aubier, Ed. Montaigne, Collection Historique, 1957, Paris, p. 230, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 312. (Volver al texto)

(2) Gregorii Papae I Registrum Epistolarum, IX, 226, Ed. Ewald-Hartmann, 2 vols., 1881-1889, Berlín, en: Pacaut, M., La Théocratie. L'Eglise et le Pouvoir au Moyen Age, Aubier, Ed. Montaigne, Collection Historique, 1957, Paris, p. 230, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 312. (Volver al texto)

(3) Gregorii Papae I Registrum Epistolarum, VI, 6, Ed. Ewald-Hartmann, 2 vols., 1881-1889, Berlín, en: Pacaut, M., La Théocratie. L'Eglise et le Pouvoir au Moyen Age, Aubier, Ed. Montaigne, Collection Historique, 1957, Paris, p. 230, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 312. (Volver al texto)

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SAN GREGORIO MAGNO

 

XLVI.3. Otra vez, al pasar el santo por las cercanías del mercado de Roma, vio en la plaza, puestos a la venta a unos cuantos muchachos que llamaron su atención por la gallardía de sus cuerpos, la belleza de caras y el color encendidamente rubio de sus cabellos. Gregorio se acercó al grupo y preguntó al mercader:

-¿De dónde son estos muchachos?

El mercader le respondió:

-De Bretaña. En aquella tierra los jóvenes son todos tan guapos como éstos.

Gregorio preguntó de nuevo:

-¿Son cristianos?

-No, allí todos son paganos, -contestó el vendedor.

San Gregorio, al oír esta respuesta, dando un profundo suspiro, dijo:

-¡Qué pena, que gente tan hermosa como ésta esté sometida al poder del diablo!

Seguidamente formuló esta otra pregunta

-¿Cómo llaman a los habitantes de ese país?

-Ánglicos, -respondió el mercader.

San Gregorio comentó:

-No me extraña, porque ánglicos suena casi igual que angélicos, y angélicos o ánglicos merecen llamarse quienes tienen un rostro tan hermosos y parecido al de los ángeles. Y la nación a que pertenecen, ¿cómo se llama?

El mercader le dijo:

-La nación se llama Deria, y los naturales de ella suelen llamarse deirios.

San Gregorio comentó nuevamente:

-¡Qué nombres tan adecuados y expresivos! Suenan a ¡de ira! ¡De la ira divina en que están inmersas hay que sacar a esas gentes! Dime una cosa más: ¿Cómo se llama su rey?

-Aelle, -respondió su interlocutor.

-¡Aelle! Esa palabra me recuerda la de ¡alleluja! ¡Es menester que en la tierra de este rey pueda cantarse el Aleluya!

Tras el anterior diálogo fue San Gregorio a ver al sumo pontífice, y a fuerza de ruegos y de súplicas consiguió de él que le autorizase para marchar a Bretaña y convertir a los ingleses...

A las tres jornadas de camino, Gregorio decidió detenerse en un lugar para tomarse algún descanso. Mientras los monjes que llevaba en su compañía dormían, él empleó el tiempo de reposo en la lectura. De pronto una langosta o saltamontes comenzó a molestarle de tal manera que le resultó difícil seguir leyendo. Cavilando acerca del significado que podrían tener las reiteradas molestias de aquel insecto, y reflexionando sobre la semejanza fonética entre el nombre latino del saltamontes que es locusta y la locución loci-sta, que quiere decir permanece en tu sitio, dedujo que el saltamontes trataba de retenerle allí e impedirle que continuara su camino; mas, como no estaba dispuesto a renunciar a su propósito, inmediatamente despertó a sus compañeros y les advirtió que era preciso proseguir el viaje y marcharse de aquel lugar sin pérdida de tiempo; pero antes de que pudieran emprender su peregrinación, llegaron los emisarios del Papa y le hicieron saber que tenía que regresar a Roma sin tardanza. El santo, profundamente apenado, acató la orden y retornó a su monasterio. Apenas hubo llegado, el Papa lo sacó de él nombrándolo cardenal diácono y llevándoselo consigo a la curia pontificia.

 

Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada [Legendi di Sancti Vulgari Storiado (c.1260)], Trad. de J. M. Macías, Alianza, 1982, Madrid, vol. 1, pp. 185-186.

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CARTA DE SAN GREGORIO MAGNO AL REY DE KENT

 

Al más glorioso y digno hijo, Ethelbert, rey de los ingleses, de Gregorio, obispo.

¡Oh!, noble hijo, trabaja diligentemente para conservar la gracia que has recibido de Dios, procura con rapidez divulgar la fe de Cristo al pueblo a ti sujeto, acrecienta el celo de tu rectitud en su conversión; tú mismo muéstrate en contra del culto de los ídolos, derriba sus templos, incita a la virtud en las costumbres de tus súbditos mediante la pureza de tu vida, con palabras de exhortación, temiendo con bellas palabras, corrección y dando el ejemplo en hacer buenas obras.

También apresura en extender entre los reyes y reinos sujetos a tu dominio, el conocimiento del único Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, mérito por el cual puedes sobrepasar en ilustre fama a los antiguos reyes de tu nación.

 

En: Beda, Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum, I, 32, en: Bedae Opera Historica, Loeb Classical Library, Transl. by J.E. King based on the version of Th. Stapleton (1565), W. Heinemann, London and Harvard University Press, 1962, Cambridge, Massachusetts, (ed. bilingüe). Trad. del inglés por Paola Corti B.

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CARTA DE SAN GREGORIO A MELITO

 

Cuando Dios Todopoderoso os lleve hasta nuestro venerado hermano Agustín, obispo, decidle lo que por largo tiempo he estado meditando a causa de los ingleses: esto es, a saber, que los templos de los ídolos de aquellas gentes no deben ser destruidos; sólo los ídolos que en ellas se encuentran; que con agua bendita se rocíen y bendigan los mismos templos, que sean construidos los altares y depositadas las reliquias: porque si los mencionados templos están bien construidos, es necesario que ellos vean cambiado su antiguo culto a los demonios por el culto al verdadero Dios; que mientras el pueblo no vea sus templos destruidos, más fácilmente podrán abandonar el error de su alma y ser movidos con mayor prontitud, al frecuentar sus lugares acostumbrados, al conocimiento y adoración del verdadero Dios. Y, puesto que están habituados a matar muchos bueyes en sacrificio a los demonios, se les puede conceder el celebrar alguna festividad de este género pero bajo otra forma, y de este modo en los días de "dedicación" o natalicio de los Santos Mártires, de quienes poseen las reliquias, hagan "ramadas" alrededor de los templos transformados ahora en iglesias, y que tengan solemnes ceremonias en conjunto, después de cada festividad religiosa; y que no sacrifiquen más animales al demonio, sino que lo hagan a la gloria de Dios, y dar gracias al "Dador" de todas las cosas, por su abundancia: ya que mientras algunos beneficios externos les son conservados, más rápidamente podrán ser llevados a aceptar los beneficios interiores (gracia)... Porque es sin duda imposible arrancar a la vez, de almas tan rudas, todos los malos usos; viendo también que aquel que se esfuerza por escalar una cumbre, lo hace paso a paso y no a saltos...

 

En: Beda, Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum, I, 30, en: Bedae Opera Historica, Loeb Classical Library, Transl. by J.E. King based on the version of Th. Stapleton (1565), W. Heinemann, London and Harvard University Press, 1962, Cambridge, Massachusetts, (ed. bilingüe). Trad. del inglés por Paola Corti B.

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CARTA DE SAN GREGORIO MAGNO A AGUSTÍN DE CANTERBURY

 

Conocéis la costumbre de la Iglesia de Roma en la cual fuisteis educado. Pero me agradaría que si hubierais encontrado algo -ya sea en la Iglesia de Roma, de Galia o en cualquier otra, que pueda placer más a Dios Todopoderoso- lo escojáis escrupulosamente y lo introduzcáis en la iglesia inglesa -que, como tal, tarde se ha incorporado a la fe-. (...) Porque las cosas no deben ser amadas por el lugar, sino el lugar debe ser amado por las cosas que hay en él. Escoge, pues, de cada iglesia aquello que sea divino, piadoso y correcto.

 

En: Beda, Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum, I, 27, en: Bedae Opera Historica, Loeb Classical Library, Transl. by J.E. King based on the version of Th. Stapleton (1565), W. Heinemann, London and Harvard University Press, 1962, Cambridge, Massachusetts, (ed. bilingüe). Trad. del inglés por Paola Corti B.

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SAN NICOLÁS I: DE LA INMUNIDAD E INDEPENDENCIA DE LA IGLESIA

 

El juez no será juzgado ni por el Augusto, ni por todo el clero, ni por los reyes, ni por el pueblo... La primera Sede no será juzgada por nadie...

...¿Dónde habéis leído que los emperadores antecesores vuestros intervinieran en las reuniones sinodiales, si no es acaso en aquellas que se trató de la fe, que es universal, que es común a todos, que atañe no sólo a los clérigos, sino también a los laicos y absolutamente a todos los cristianos?...

....A vosotros, empero, os rogamos, no causéis perjuicio alguno a la Iglesia de Dios, pues ella ningún perjuicio infiere a vuestro Imperio, antes bien ruega a la Eterna Divinidad por la estabilidad del mismo y con constante devoción suplica por vuestra incolumidad y perpetua salud. No usurpéis lo que es suyo; no le arrebatéis lo que a ella le ha sido encomendado, sabiendo, claro está, que tan alejado debe estar de las cosas sagradas un administrador de las cosas mundanas, como de inmiscuirse en los negocios seculares cualquiera que está en el catálogo de los clérigos o los que profesan la milicia de Dios. En fin, de todo punto ignoramos cómo aquellos a quienes sólo se les ha permitido estar al frente de las cosas humanas, y no de las divinas, osan juzgar de aquellos por quienes se administran las divinas. Sucedió antes del advenimiento de Cristo que algunos típicamente fueron a la vez reyes y sacerdotes... y como, imitándolo el diablo en sus miembros, como quien trata siempre de vindicar para sí con el espíritu tiránico lo que al culto divino conviene, los emperadores romanos se llamaron también pontífices máximos. Mas cuando se llegó al que es verdaderamente Rey o Pontífice, ya ni el emperador arrebató para sí los derechos del pontificado, ni el pontífice usurpó el nombre de emperador...

 

De la Epistola VIII Propusueramus Quidem, al Emperador Miguel del año 856, en: Denzinger, E., El Magisterio de la Iglesia, Herder, 1963, Barcelona, pp. 121-123, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 328.

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HINCMAR DE REIMS: CUAN DISTINTAS SON LA POTESTAD REAL Y LA AUTORIDAD PONTIFICIA (881)

 

En realidad son distintos el poder de los reyes y la autoridad de los pontífices. Uno pertenece al oficio sacerdotal y otro al ministerio real. Como se lee en las Sagradas Escrituras, el mundo se rige por dos poderes: la autoridad de los pontífices y el poder real. Solamente Nuestro Señor Jesucristo pudo ser a la vez rey y sacerdote. Después de la Encarnación, Resurrección y Ascensión al cielo, ningún rey se atrevió a usurpar la dignidad de pontífice ni ningún pontífice el poder real, sus dignidades y sus actuaciones fueron separadas por Cristo, de modo que los reyes cristianos necesitan de los pontífices para su vida eterna y los pontífices se sirven en sus asuntos temporales de las disposiciones reales, de modo que la actuación espiritual debe verse preservada de lo temporal y el que milita por Dios no debe mezclarse en los asuntos temporales y al contrario no debe parecer que preside los asuntos divinos el que está implicado en asuntos temporales.

Es superior la dignidad de los pontífices a la de los reyes, porque los reyes son consagrados en su poder real por los pontífices y los pontífices no pueden ser consagrados por los reyes. Además, la carga de los sacerdotes es más pesada que la de los reyes, pues deben dar cuenta ante el juicio divino incluso de las personas de los reyes. Y en los asuntos temporales es tanto o más pesada la carga de los reyes que la de los sacerdotes, puesto que este trabajo les ha sido impuesto para honor, defensa y tranquilidad de la Santa Iglesia, de sus rectores y ministros, por el rey de los reyes. Y como leemos en las Sagradas Escrituras (Deut. XVII), cuando los sacerdotes ungían a los reyes para el gobierno del reino y colocaban en su cabeza la diadema, ponían en sus manos las leyes para que aprendiesen cómo debían regir a sus súbditos y honrar a los sacerdotes...

 

Hincmar, Capitula Synodo Apud S. Macram..., en: Migne, Patrologia Latina, t. CXXV, c. 1071, en: Imbert, J., Histoire des Institutions et des Faits Sociaux, P.U.F., 1957, Paris, p. 371; Lo Grasso, I., Ecclesia et Status, Fontis Selecti, Historiae Iuris Publici Ecclesiatici Romae, Apud Aedes Pontif., 1952, Universitatis Gregorianae, pp. 101 y s.; Artola, M., Textos Fundamentales para el Estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 7, 1975, Madrid, pp. 38 y s. v. Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 329.

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LLAMADO A LA PRIMERA CRUZADA (1095)

 

Habéis oído, mis muy queridos hermanos, lo que no podemos recordaros sin derramar lágrimas, a qué espantosos suplicios son arrojados en Jerusalén, Antioquía y en todo el Oriente, nuestros hermanos los cristianos, miembros de Cristo. Vuestros hermanos son: se sientan a la misma mesa que vosotros y han bebido de la misma divina leche. Pues tenéis como hermano al mismo Dios y al mismo Cristo. Están sometidos a la esclavitud en sus propias casas; se les ve venir a mendigar ante vuestros mismos ojos; muchos vagan desterrados en su propio país. Se derrama la sangre que Cristo ha rescatado con la suya; la carne cristiana sufre toda clase de injurias y de tormentos. En estas ciudades no se ve más que duelo y miseria, y sólo se oyen gemidos. Cuando os digo esto, mi corazón se rompe; las iglesias, en que desde tantos siglos se celebra el divino sacrificio, son, ¡oh, vergüenza!, convertidas en establos impuros. Las ciudades sagradas son presa de los más malvados de los hombres; los turcos inmundos son dueños de nuestros hermanos. El bienaventurado Pedro ha gobernado la sede de Antioquía; hoy los infieles celebran sus ritos en la Iglesia de Dios y expulsan la religión de Cristo, esta religión que deberían observar y venerar, de los lugares consagrados al Señor desde largo tiempo.

¿Para qué usos sirve ahora la Iglesia de Santa María, construida en el valle de Josafat, en el mismo lugar de su sepultura? ¿Para qué sirve el templo de Salomón, o mejor dicho, el templo del Señor? No os hablamos ya del Santo Sepulcro, pues habéis visto con vuestros ojos con qué abominaciones ha sido manchado, y no obstante, ahí están los lugares en que Dios reposó, ahí fue donde murió por nosotros, pues ahí fue donde le enterraron, y donde se produjo un milagro todos los años en tiempo de la Pasión: cuando todas las luces están apagadas en el Sepulcro y la Iglesia que lo rodea, estas luces vuelven a encenderse por mandato de Dios. ¡Qué corazón no se convertiría con semejante milagro! Lloremos, hermanos, lloremos de continuo; que nuestros gemidos se eleven como los del salmista: ¡desdichados de nosotros! Los tiempos de la profecía se han cumplido; oh, Dios, los gentiles han llegado a la heredad, han mancillado tu santo templo.

Simpaticemos con nuestros hermanos al menos con nuestras lágrimas: seríamos el último de los pueblos si no llorásemos sobre la espantosa desolación de esas comarcas. ¿Por cuántos títulos no merece ser llamada santa, esa tierra en que nuestro pie no puede posarse en ningún punto que no haya sido santificado por la sombra del Salvador, por la gloriosa presencia de la Santa Madre de Dios, por la ilustre estancia de los apóstoles, por la sangre de los mártires que ha corrido con tanta abundancia dejándola como regada por ella

 

Parlamento de Urbano II en el Concilio de Clermont (según actas), en: Reportaje a la Historia, Trad. de R. Ballester, Selección de M. de Riquer, Planeta, 1968, Barcelona, vol. 1, p. 184.

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