Mientras los otros niños no tenían que desayunar, yo tenía que comer cereal, huevos y pan tostado. Cuando los demás tomaban refresco gaseosos y dulces para el almuerzo, yo tenía que comer un sandwich.
Mi madre siempre insistía en saber dónde estábamos, parecíamos encarcelados.
Tenía que saber quiénes eran nuestros amigos y lo que estábamos haciendo.
Insistía en que si decíamos que íbamos a tardar una hora, solamente nos tardáramos una hora.
Me da vergüenza admitirlo, pero hasta tuvo el descaro de romper la ley contra el trabajo de niños menores: hizo que laváramos trastes, tendiéramos camas, aprendiéramos a cocinar y muchas cosas igualmente crueles.
Creo que se quedaba despierta en la noche pensando en las cosas que podría obligarnos a hacer; siempre insistía en que dijéramos la verdad y nada más que la verdad.
Para cuando llegamos a la adolescencia, ya fue más sabia y nuestra vida se hizo aún más miserable.
Nadie podía tocar el claxón para que saliéramos corriendo; nos avergonzaba hasta el extremo obligando a nuestros amigos a llegar a la puerta para preguntar por nosotros.
Mi madre fue un completo fracaso; ninguno de nosotros ha sido arrestado, todos mis hermanos han hecho labor social y también han servido a su patria. Y, ¿a quién debemos culpar de nuestros terrible futuro?.
Tienen razón, a nuestra mala madre.
Vean de todo lo que nos hemos perdido.
Nunca hemos podido participar en una manifestación con actos violentos y miles de cosas más que hicieron nuestros amigos. Ello nos hizo convertirnos en adultos educados y honestos.
Usando esto como marco, estoy tratando de educar a mis hijos de la misma manera; me siento orgullosa cuando me dicen que soy mala.
Y, verán... Doy gracias a Dios por haberme dado... ¡La mamá más mala del mundo!