La píldora
Él le entregó una píldora para el dolor de cabeza la noche anterior. De repente ella sangró toda la mañana siguiente y sus entrepiernas eran un baño de fluidos. Ifigenia entró por la puerta de atrás y ya se sentía mejor.
Los cuatro perros dejaron de ladrar al ver la figura de quien les alimentaba una vez al día con medio kilo de concentrado revuelto con carne de primera. Ella y sus mil dudas se enfrentaban tras cada paso que la guiaba hacia la habitación de Teobaldo.
La situación económica en la casa no era la mejor e Ifigenia debía esperar unos meses más para comprar los zapatos que quería del almacén de la cuarta esquina del centro, aunque Teo perdía su tiempo jugando golf en el club.
Subió por las escaleras apoyando su peso contra la pared, mientras usaba los mismos zapatos desde que se mudó a esa casa de color ocre. Lágrimas mojaban sus mejillas, pero todo permaneció en silencio a medida que se alejaba del nivel del mar.
Una habitación concurrida de fantasmas precedía su lugar de destino: el dormitorio del hombre que amaba.
Su corazón se aceleró y su agitada respiración asesinó al silencio. No tenía planeado matar, pero de ser necesario, lo haría... ella era guiada por una voz interior que danzaba en su cabeza a ritmo de bossa nova, incluso Ifi, como la llamó su abuela alguna vez, tenía ganas de bailar, aún con la ira desangrándose sobre ella. Pero el tiempo era poco... su patrona podía llegar en cualquier momento y debía encontrar el espacio medido entre la conversación con Teobaldo y el aseo perfeccionista a la cocina.
La puerta se entreabrió y el patrón despertó de un sueño superficial, como lo era todo en su vida. Los fríjoles del medio día le habían sentado mal y su gastritis se acentuó con el café negro que Ifi le preparó.
Ella se acercó y se sentó en el borde de la cama con la excusa de darle un masaje en la planta de los pies; Teo, aún con los ojos dormitados hizo un gesto de satisfacción como el de los gatos ante las caricias de un nuevo admirador. Las lágrimas de la sirvienta cayeron sobre los pies de Teobaldo y él se dio cuenta de ello.
Al preguntarle sobre su estado anímico, ella argumentó que había llegado del hospital y que había perdido el bebé que esperaba de él. Teo se puso de pie; miró por la ventana y no pareció sentir dolor alguno. Para él los secretos eran inconvenientes, pero ella se enteró horas antes que la píldora que el le entregó para su dolor de cabeza, era un abortivo que cortaría cualquier lazo con ella.
Teo deseó borrar ese momento, pero un certero golpe en la cabeza con un palo de golf no le permitió pensarlo siquiera.
Magda llegó y encontró todo limpio. Le pareció extraño ver a los perros comer hasta la saciedad, y la ausencia de su esposo desempleado la alivió un poco más.
Derechos reservados, Cartagena de Indias/ 2003.
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