Al Kitsch le dicen el arte de la felicidad propia del hombrecito medio sin grandes metas intelectuales. Agregan que prolifera en las sociedades de masas, entre los consumistas y los de fortuna reciente. Cierto o no, su colorido y alegría adornan nuestras ciudades, le quitan su telón gris y nos alecciona, a través del método de ensayo y error, sobre la diferencia que hay entre buen gusto y sabor dulzón.
Debieron ser los buenos tiempos. Las vacas gordas que se han ido desnutriendo, pero que le abrieron las puertas a la imaginación. Y la imaginación tenía sabor a kitsch. Un sabor que se hace fuerte en los malls de arriba, los de abajo y los de en medio, que puede ser algo evocador en ciertas obras arquitectónicas y en algunas decoraciones privadas. Desde la mesa de centro abigarrada de figuritas inconexas, hasta las pretensiones paladianas de un restorán. Desde los lánguidos violetas sobre el fondo dorado del santito preferido del chofer de micro, hasta las evocadoras líneas mexicanas de una casa en tierra del fuego. El kitsch es democrático, tiene bastante de consumistas, absolutamente autocomplaciente y totalmente opuesto a lo funcional. Total, para qué hacerse problemas en tiempos en que cualquiera es artista y en los que para ser vanguardia basta con vestirse de negro.
Qué Lindo.
No hay palabra castellana con la capacidad de traducir exactamente lo que la palabra kitsch encierra. El concepto tambalea entre ser sinónimo de mal gusto, y ser una suerte de conformismo artístico. "No es fenómeno denotativo, semánticamente explícito; es un fenómeno connotativo, intuitivo y sutil", explica Abraham Moles en su libro "Kitsch, el arte de la felicidad" (Ediciones Paidós, 1990. Barcelona). Es como buscar una traducción exacta y redonda del chilenísimo "siútico": imposible.
En el alemán que la vio nacer la palabra kitsch tenía el significado de hacer pasar "gatos por liebre", consigna Moles. El gato en este caso, es el producto con aspiraciones de arte serio que a su vez vendría a ser la liebre. Aceptar esta suplantación exige un fuerte grado de conformismo y de convencionalismo. Jaime Hagel -profesor de literatura- afirmaba hace algunos años que el kitsch está conforme con el mundo y su curso que "su pasividad es sinónimo de una felicidad de la que no participamos".
No hay desafío intelectual ni estético, por ejemplo, detrás del típico afiche del niño llorando que tanto se popularizó en loa años ochenta, Tampoco existe un proceso de creación que experimente con esa imagen. Sólo está el niño sufriente de grandes ojos azules y cabeza dorada reproducido una y otra vez en millones de posters adornando paredes en las que seguramente nunca habrá un óleo con apellido. El kitsch es más industrial y más masivo que artesanal y folclórico. Nada más que algo llamativo, algo lindo que en cualquier momento puede ser desechado por otro que esté más de moda o menos gastado. Porque aunque el kitsch traspasa tiempos, formatos -de puede surgir en cualquier soporte: pintura, escultura, televisión, cine, música o literatura-, regímenes políticos y económicos, es indudable que los períodos de prosperidad económica son más fértiles que la forzosa austeridad. Esta es la razón de que la emergencia de la sociedad burguesa potenciara la aparición del kitsch. "El kitsch es creado para el hombre medio, el ciudadano de la prosperidad", advierte Abraham Moles. Y no solamente lo vamos a encontrar en las tierra de "Todo a mil", entre elefantes lilas y margaritas fosforescentes, sino también en las galerías de arte en pequeñas concesiones escultóricas o pictóricas para tranquilizar a las almas comunes, porque al fin y al cabo "el kitsch es permanente, como el pecado".
Si no contamos con una teoría de la estética que nos ocupa, lo mejor es probar derroteros que nos ayuden a configurar ciertas constantes marcadas por el kitsch. Abraham Moles asegura que la solución para lograr distinguir la presencia o ausencia del kitsch pasa por establecer un tipología: "El tipologista al adoptar diversos puntos de vista sobre el fenómeno, y después definir una gran cantidad de ítemes que exhiben el rasgo kitsch, sin plantearse lo que debe entenderse por esto, tratará de ver si entre dos caracteres numéricos, distinguidos de un modo arbitrario, se establece alguna correlación". Moles va construyendo una estructura lógica que se sirve del as matemáticas para graficar las emergencias kitsch. Comienza distinguiendo dos grandes aspectos: los objetos o mensajes unitarios que alojan en ellos "formas, colores y dimensiones calificables de kitsch" y los conjuntos que en su reunión logran el efecto buscado.