CHARLAS DE CAFÉ EN LA UPC
MARIO
VARGAS LLOSA, HÉROE DE NUESTRO TIEMPO
(Ponencia: Monterrrico, Lima, UPC, 27
de noviembre de 1997)
1. Introducción
En
otro lugar, dedicado a evaluar el conjunto de la obra
literaria y personal de Mario Vargas Llosa, he asegurado
que no me cabe duda de que es el más grande novelista de
la historia de la literatura peruana y uno de los más
importantes de la novela contemporánea [... sino que,
además,] su trayectoria personal lo erige en uno de los
intelectuales más lúcidos y revolucionarios de esta
segunda mitad del siglo XX.
En
ese artículo, estaba yo consciente de la aparente
temeridad de una de esas afirmaciones, porque si bien
consideraba que respecto de la jerarquía novelística de
nuestro autor "es posible que [
]exista justo
consenso", por otro lado reconocía que el último
reconocimiento [uno de los intelectuales más lúcidos y
revolucionarios de esta segunda mitad del siglo XX] acaso
invite a la polémica.
En este texto no
sólo corroboro mis aseveraciones sino que amplío el
conjunto de mis conclusiones a la evolución ideológica
del autor, sin dejar de explicitar y puntualizar los
argumentos crítico-literarios, ideológico-culturales y
político-éticos que desembocan ineludible y
lógicamente en esas conclusiones. De esta manera,
presento aquí las líneas medulares de la obra
literaria, ideológica y política de Mario Vargas Llosa,
obra que, en mi concepto, lo erige en uno de los pocos
héroes de nuestro tiempo.
2. Una obra literaria ejemplar
Vargas Llosa cuyo nombre
completo es Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, nacido en
Arequipa, Perú, en 1936 no sólo es el más grande
novelista de la historia de la literatura peruana y uno
de los más importantes de la novela contemporánea, sino
el autor más prolífico entre los peruanos que empezaron
a publicar a partir de la segunda mitad del siglo XX.
En ese sentido, la calidad no tiene
necesariamente que estar reñida con la cantidad. En
efecto, Vargas Llosa ha publicado, desde 1959 a la fecha,
un libro de cuentos, una novela corta o cuento largo,
once novelas, catorce libros de ensayos (incluido uno de
memorias), cinco obras de teatro, no menos de cinco
libros de crítica ensayística en colaboración. A esa
vasta, versátil y memorable producción, hay que agregar
numerosos artículos publicados en diarios y revistas del
Perú y del extranjero que nunca han sido reunidos en
libros, guiones cinematográficos para documentales y
películas, entrevistas y reportajes varios de
ellos editados en libro, prólogos para textos de
otros autores, etc.
En términos literarios, la obra
narrativa de Vargas Llosa se organiza obedeciendo a dos
fuerzas, que participan de una dinámica y de una
dialéctica que frecuentemente las funde en una sola.
Desde esa perspectiva, puede asegurarse que existen dos
sentidos de lo literario: uno individual, otro social.
Por un lado, la literatura es vida
individual: constituye el resultado del quehacer
solitario de un sujeto problemático que, por eso, posee
demonios de variada índole: personales, sociales,
culturales, históricos. Un demonio es una inquietud no
resuelta, un trauma, una piedrecilla en el zapato, una
tragedia infantil, una lectura, una insatisfacción con
el tiempo que correspondió vivir. Su correlato es
necesariamente personal y está ligado, entonces, en
primerísima instancia, al individuo. El demonio puede
poseer naturaleza social, cultural o histórica, pero,
del mismo modo que su similar personal, está ligado de
inmediato al individuo; sólo después de este, se halla
el entorno (los entornos).
Un demonio, o un conjunto de ellos,
puede ser exorcizado. El acto de exorcismo, un hecho
entrañablemente subjetivo, se llama literatura y, más
precisamente, novela. Exorcismo, purificación, catarsis
para utilizar el tan socorrido término
aristotélico, el hecho individual se plasma en un
producto objetivo: lo literario.
Es bueno reparar en las
características del proceso de creación. Antes de él,
el individuo se encuentra mortificado. Después de él,
liberado. La diferencia entre la mortificación y la
liberación de esa mortificación tiene un nombre:
placer. El acto creativo es un acto placentero. Después
de él, el individuo desea repetir, y entonces adquiere
el vicio, la solitaria, la pasión incontrolable que no
admite no puede admitir ser compartida:
"[...]
Ella es una pasión y la pasión no admite ser
compartida. No se puede amar a una mujer y pasarse la
vida entregado a otra y exigir de la primera una lealtad
desinteresada y sin límites. Todos los escritores saben
que a la solitaria hay que conquistarla y conservarla
mediante una empecinada, rabiosa asiduidad. Porque el
escritor, que es el hombre más libre frente a los demás
y el mundo, ante su vocación es un esclavo. Si no se la
sirve y alimenta diariamente, la solitaria se resiente y
se va. El que no quiere exponerse, el puro que adivina el
peligro que corre su vocación en la lucha por la vida,
no tiene otra solución que renunciar de antemano a esa
lucha. Si teme ser paulatinamente alejado de lo que para
él constituye lo esencial, debe resignarse a no tener lo
que la gente llama un porvenir. [
] La
vocación literaria es una apuesta a ciegas, adoptarla no
garantiza a nadie ser algún día un poeta legible, un
decoroso novelista, un dramaturgo de valor. Se trata, en
suma, de renunciar a muchas cosas a la estricta
holgura a veces, al decoro elemental para intentar
una travesía que tal vez no conduce a ninguna parte o se
interrumpe brutalmente en un páramo de desilusión y
fracaso."
Sin embargo, antes de la desilusión
y el fracaso individual, está el placer. Esa es la
razón por que los verdaderos escritores escriben
siempre. Podrán permanecer pobres, excluidos de lo
social y de lo económico, marginales, sin éxitos
literarios, pero satisfechos. Cuando alguien ya no se
satisface con la literatura, deja de ser escritor, o se
suicida: el derecho al placer que corresponde a todos los
individuos, posee para el escritor una factura muy
específica: la escritura.
Ahora bien, tanto el demonio como el
placer pueden ser compartidos de cierta manera y de
distinto grado por el escritor y su lector. Generalmente,
el lector es ajeno a los demonios personales del creador,
sobre todo cuando este es contemporáneo a aquel, pero
los demonios personales suelen trocarse en sociales,
culturales o históricos y, por el hecho de que tanto
creador como lector compartan un mismo tiempo,
posiblemente espacios semejantes, las problemáticas
pueden advenir comunes.
La compartición es aun mayor en el
placer. El individuo que lee, al igual que el que
escribe, lo hace debido a que la realidad inmediata no
colma sus deseos. Requiere de la ficción para sustituir
esa falta. La realidad monda y lironda es demasiado chata
para llenar sus expectativas. El individuo demanda
placer. Por ello, lee; es posible que nunca
experimentará el placer de la creación, pero sí el de
la re-creación que toda lectura lleva consigo.
Simultáneamente a su esencia
individual, la literatura posee el estatuto de hecho
social. Más allá del fondo demoníaco que signa al acto
individual de la creación, el producto objetivo
llámese poema, ensayo o, especialmente,
novela descubre su índole social. Respecto de la
sociedad y del tiempo que pergeñan los productos
literarios, la literatura es fuego. Fuego en por lo
menos dos sentidos: porque ilumina y porque
chamusca. De ahí la índole cognoscitiva e insurrecta de
la literatura.
La literatura es acto de conocimiento
porque es una mentira verdadera. Una mentira verdadera es
una ficción que dice las verdades no dichas por la
prensa, los comunicados gubernamentales, la historia y
las demás ciencias sociales. Estas últimas no pueden
registrar los deseos, las obsesiones, los temores, los
anhelos de los espacios, de las generaciones, de los
conglomerados. En ese sentido, las mentiras de la
ficción son mentiras verdaderas porque nos informan de
un contenido que, si no fuera por ellas, se perdería
irreversiblemente:
"[
]
Esa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran
esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así
querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar.
Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios
que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban
para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una
época no está poblada únicamente de seres de carne y
hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se
mudan para romper las barreras que los limitan y los
frustran."
En esta misma línea de significado,
la literatura es una insurrección permanente. El que
escribe lo hace porque está insatisfecho con la realidad
y la literatura es testimonio de ese displacer de origen
que se tornará placer una vez objetivado. El producto,
que al individuo creador ha permitido alcanzar placer,
reproduce, con el tamiz correspondiente, noticias de su
descontento con la realidad. La literatura es
insurrección permanente, porque el creador es un
insatisfecho con la sociedad que lo alberga y en su
realización literaria expresa siempre ese desagrado:
[...] [N]o hay creación artística
sin inconformismo y rebelión. La razón de ser de la
literatura es la protesta, la contradicción y la
crítica. El escritor ha sido, es y seguirá siendo un
descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz
de escribir dramas, cuentos o novelas que merezcan este
nombre, nadie que esté de acuerdo con la realidad
en la que vive acometería esa empresa tan desatinada y
ambiciosa: la invención de realidades verbales. La
vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con
el mundo, de la intuición de deficiencias, blancos,
vicios, equívocos o prejuicios a su alrededor.
Entiéndanlo de una vez, políticos, jueces, fiscales y
censores: la literatura es una forma de insurrección
permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas
las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza
díscola fracasarán. La literatura puede morir pero no
será nunca conformista.
Estos dos sentidos vargallosianos de
lo literario lo individual, lo social se
amalgaman lógicamente en una dinámica que puede ser
adjetivada de dialéctica y que se reproduce
invariablemente sobre todo, en sus mejores
novelas en la trama, en el estilo, en los
personajes, en los mundos ideológicos de todos sus
escritos literarios, ya sea ficciones o ya sea ensayos y
artículos periodísticos.
Por esos dos sentidos de lo
literario, es que al sistema narrativo de sus novelas
más representativas La ciudad y los perros,
La casa verde, Conversación en La Catedral,
La guerra del fin del mundo lo caracteriza
el tema universal de la lucha. Lucha entendida como una
relación entre las fuerzas internas y las externas,
entre lo concreto y lo virtual, entre el instinto y la
sociabilidad, la guerra primordial entre el ser y el
pensar. En esa encrucijada, el conflicto es inevitable.
La dialéctica entre lo individual y lo social se
reproduce narrativamente mediante una representación
reiterada: la de un protagonista que se opone a la
inmediatez de su contexto, o entra en conflicto con él.
En la lucha con el entorno, el individuo fracasa. En la
lucha consigo mismo, vuelve a fracasar. Pero la historia
ha sido asumida, ha empezado a germinarse una
colectividad, una colectividad en la que el sujeto sigue
manteniendo su individualidad, la cual, sin embargo, no
es la misma que convocó al grupo; algo ha ocurrido en
ese proceso, en esa simbiosis por que el individuo dejó
de ser él mismo para convertirse en el producto de una
colectividad que, en términos teóricos y de
expectativas, existe sólo por él y, acaso, únicamente
para él.
Por otro lado, las novelas de Vargas
Llosa han sabido representar, en su constitución formal,
un rasgo típico de la sociedad peruana y de las
sociedades latinoamericanas en general: la tensión
establecida por los cánones de la tradición y la
modernidad. Esta tensión, que en la sociedad
latinoamericana es de naturaleza social y económica, en
la novelística vargasllosiana es de índole formal. Al
lado de historias que conservan no sólo los artificios
del antiguo realismo narrativo, que retratan con mayor
acercamiento los elementos peculiares de las sociedades
latinoamericanas, Vargas Llosa apela a los procedimientos
de una narrativa moderna cuya tradición se remonta a la
vanguardia joyceana y posjoyceana. Esa nueva
articulación de dos elementos aparentemente
contradictorios e irreconciliables dota a su escritura de
una fuerza, una lozanía y una actualidad francamente
simbólicas para nuestros espacios latinoamericanos.
3. Una trayectoria ideológica
transparente
A nadie escapa que
Vargas Llosa es un escritor comprometido. Siempre lo fue
y hoy lo sigue siendo. En su caso, el término comprometido
posee una connotación sartreana: señala la
responsabilidad moral que el intelectual debe adoptar
respecto de su marco social. Ahora bien, se puede afirmar
que su trayectoria ideológica ha evolucionado de forma
transparente en las dos acepciones que el término
transparente puede poser: primero,
porque se ha tratado de un proceso público y, por ello,
cada paso realizado ha sido refrendado con artículos,
libros o declaraciones, o esos escritos han formado parte
del acto mismo; segundo y esto es mucho más
importante, debido a que esa trayectoria es
resultado de una coherencia de espíritu y de ideas.
Vargas Llosa empezó
abrazando el socialismo, pero un socialismo moderno y
tolerante, que permitiera el derecho de la información y
de la crítica al régimen y que no pusiera camisas de
fuerza a las expresiones culturales. Aun cuando el
sistema soviético no terminó de convencerlo nunca e
incluso tendrá palabras duras contra él, se
entusiasmará con los inicios de la revolución cubana,
como lo atestiguan estas líneas de un artículo de 1962:
Acabo de pasar dos
semanas en Cuba, en momentos que parecían críticos para
la isla, y vuelvo convencido de dos hechos que me parecen
fundamentales: la revolución está sólidamente
establecida y su liquidación sólo podría llevarse a
cabo mediante una invasión directa y masiva de Estados
Unidos, operación que tendría consecuencias
incalculables; y, en segundo lugar, el socialismo cubano
es profundamente singular, muestra diferencias flagrantes
con el resto de los países del bloque soviético y este
fenómeno puede tener repercusiones de primer orden en el
porvenir del socialismo mundial.
Más aún, Vargas
Llosa y otros intelectuales, entre los que se hallan los
peruanos Julio Ramón Ribeyro y Hugo Neyra, redactarán
un texto colectivo, en 1965, donde
[
] aprobamos la
lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa
interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y
reivindicatorio de las guerrillas, censuramos la violenta
represión gubernamental que con el pretexto de la
insurrección pretende liquidar las organizaciones más
progresistas y dinámicas del país y ofrecemos
nuestra caución moral a los hombres que en estos
momentos entregan su vida para que todos los peruanos
puedan vivir mejor.
Cuando Velasco da
golpe de estado, las reformas de clara inspiración
socialista le despertarán simpatía, pero estará lejos
de formar parte del régimen, como se lo enrostraría,
muchos años después sabiendo que no era
cierto el entonces candidato Alberto Fujimori en el
debate de 1990.
Sin embargo, sus
compromisos revolucionarios de obvias inclinaciones
socialistas no están sobre su vocación literaria. Aun
en esta época, la literatura ocupará siempre el primer
lugar. No es gratuito que en una carta, del 28 de agosto
de 1967, dirigida al vocero del Partido Comunista
Peruano, director de Unidad, señor Edmundo Cruz,
Vargas Llosa llame la atención sobre el hecho de que, en
dicha edición, el periodista que lo entrevistó
me atribuye una frase
que yo no dije y que, por lo demás, contradice algo que
creo. Pienso, sí, que el escritor debe sentirse
solidario con las víctimas de una sociedad pero creo
que, si es un escritor profundamente comprometido con su
vocación, amará la literatura por encima de todas las
cosas, tal como el auténtico revolucionario ama la
revolución por encima de todo lo demás.
En esa misma carta
dejará clara su concepción del socialismo que ambiciona
para su país y que el entrevistador de Unidad no
incluye en la publicación:
[
] [Q]ue el
régimen socialista, cuando se instaure en el Perú,
admita la libertad de prensa y la oposición política
organizada. Pienso que el derecho de disentir y de
oponerse al sistema no debe ser un privilegio de los
escritores, sino un derecho común a todos los miembros
de una sociedad.
Por ello, no llama la
atención que, en 1971, empiece su distanciamiento con la
revolución cubana primero e inmediatamente después con
la militar peruana. Vargas Llosa ve en el famoso
caso Padilla el inicio de la crisis ética
del régimen de la isla. En sendas cartas a Haydée
Santamaría y a Fidel Castro, expresará su protesta y su
rechazo. A la primera le presentará " [
] mi
renuncia al Comité de la revista de la Casa de las
Américas, al que pertenezco desde 1965"; al
segundo le comunicará en primera persona del
plural, ya que el novelista peruano encabezó una
protesta mundial de intelectuales del orbe entre los que
se encontraban, desde Simone de Beauvoir, Ítalo Calvino,
José María Castellet o Marguerite Duras, hasta Hans
Magnus Enzensberger, Carlos Fuentes, Juan Rulfo,
Jean-Paul Sartre o Susan Sontang, pasando por Luis
Goytisolo, Rodolfo Hinostroza o José Emilio
Pacheco "nuestra vergüenza y nuestra
cólera".
Muy pronto terminará
desencantándose totalmente de la ideología colectivista
y socialista. Al parecer hay tres factores básicos que
motivan este alejamiento: primero, la comprobación de
que el sistema socialista no respetaba la individualidad
de las personas y contribuía más bien con el
surgimiento de corruptelas de nuevo cuño, las
burocráticas y administrativas; segundo, la
constatación de que no una sino varias naciones del
mundo habían salido del atraso y del subdesarrollo
merced a programas capitalistas de inspiración liberal;
tercero, el descubrimiento de autores de la talla de
Popper, Hayek o Isaiah Berlin, grandes difusores de la
ideología liberal, y en los que un conocimiento erudito
de la historia, de la economía, o de las ciencias
sociales, se concilia con un sentido moral y ético de la
conducta personal y colectiva. Ello seducirá a Vargas
Llosa; con mayor precisión, lo hará reencontrarse
consigo mismo. El novelista ha recordado la circunstancia
en un artículo de 1992:
A los tres [a Popper,
Hayek e Isaiah Berlin] comencé a leerlos hace veinte
años, cuando salía de las ilusiones y sofismas del
socialismo y buscaba, entre las filosofías de la
libertad, las que habían desmenuzado mejor las falacias
constructivistas [
] y las que proponían ideas más
radicales para conseguir, en democracia, aquello que el
colectivismo y el estatismo habían prometido sin
conseguirlo nunca: un sistema capaz de congeniar esos
valores contradictorios que son la igualdad y la
libertad, la justicia y la prosperidad.
Desde entonces, no
cejará un instante en empezar tibiamente al
principio, furibundamente luego a aprovechar la
mínima transgresión que gobernantes, organismos
nacionales e internacionales, o sociedades completas
hagan a la libertad, en cualquiera de sus modalidades,
para desmenuzar y probar las increíbles falacias y
componendas que se tejen cuando no se respetan los
derechos de los demás.
Durante los años
setenta y ochenta, sobre todo en los países del Tercer
Mundo, Vargas Llosa prácticamente ha sido una voz
solitaria que clamaba en el desierto. No lo amilanó el
hecho de que las llamadas intelligentsias de
nuestros países fueran, en su mayoría, de izquierdas y,
en consecuencia, monopolizaran los centros del saber,
así como sus expresiones más difundidas.
Por esta razón,
bastó que participara en una comisión investigadora de
los sucesos de Uchuruccay, en 1983, destinada a averiguar
la muerte de ocho periodistas en el departamento de
Ayacucho para que las baterías apristas, izquierdistas y
de extrema izquierda satanizaran, de la forma más
indigna, su actuación en dicha indagación. Apristas,
izquierdistas y extremoizquierdistas aceptaban a
regañadientes los resultados de la investigación, pero
deseaban que se culpara, a como dé lugar, a los
militares, cuando el Informe Uchuruccay prueba, de
forma fehaciente, que las muertes se debieron a los
campesinos ayacuchanos que, en masa, asesinaron a los
periodistas confundiéndolos con senderistas. Muchos
olvidan que el Informe Uchuruccay fue firmado no
sólo por Vargas Llosa, que presidía la Comisión, sino
también por el decano del Colegio de Periodistas del
Perú, y conspicuo dirigente ¡aprista!, señor Mario
Castro Arenas, y por el señor Abraham Guzmán Figueroa,
funcionario público. Si a ello sumamos el detalle que
tiene que ver con el hecho de que dicho informe fue
discutido y aprobado no sólo por los tres miembros de la
Comisión Investigadora sino también por sus asesores y
que entre estos se hallaban nada menos que intelectuales
de reconocida trayectoria profesional y probidad
incuestionable como los antropólogos Juan Ossio,
Fernando Fuezalida y Luis Millones, el jurista Fernando
de Trazegnies, el psicoanalista Max Hernández y los
lingüistas Rodolfo Cerrón-Palomino y Clodoaldo Soto,
repararemos sencillamente que el caso Uchuruccay no fue
más que otra sucia expresión de la politiquería
peruana, que insulta y denigra cuando carece de
argumentos.
En ese sentido, la
trayectoria ideológica de Vargas Llosa es transparente:
siempre fue un liberal, aunque él no estuvo consciente
de ello cuando era un joven novelista; lo sedujeron los
cantos de sirena de los dogmas socialistas y
estatizantes, porque pensaba moral,
éticamente que no había mejor sistema para su
país que aquel que asegurara satisfechas las necesidades
básicas de toda la sociedad. De que siempre fue un
liberal queda demostrado en esos alegatos que acabo de
citar y que son consecuentes con los objetivos supremos
de la doctrina socialista el bienestar social y
económico de los ciudadanos, pero que constituyen
de alguna manera la meta final de toda doctrina política
y social. Vargas Llosa descubre su ideología liberal
precisamente cuando en esos sistemas políticos se viola
la libertad individual. Desde siempre, el gran escritor
peruano mostrará una terca, empecinada, insobornable,
insoslayable vocación individualista. Es por eso que he
insinuado que cuando leyó a Popper, a Hayek, a Berlin, a
von Mises, a Friedman o a Revel, no estaba precisamente
encontrando o descubriendo; en realidad, se estaba
reencontrando consigo mismo, se estaba terminando de
descubrir a sí mismo.
Entonces, ¿puede
decirse que no hubo evolución ideológica alguna, que
Vargas Llosa fue siempre un liberal y que en alguna
época estuvo vestido con el ropaje de un intelecual
socialista progresista, como era moda durante las
décadas de 1960 y 1970? Puedo asegurar que la evolución
ideológica siguió un camino bastante claro: de una
ideología liberal no consciente que se confundió con el
objetivo final de toda doctrina política el bien
social y que coincidió, por razones de
espacio-tiempo, con el socialismo, pero que nunca
permitió la transgresión de la individualidad, hasta un
liberalismo, tibio al principio, más ético, moral e
individualista que político y económico, y,
ulteriormente, explícito, confeso, beligerante, que
concibe todo desafío a la libertad sea social,
económica, política o cultural como una
transgresión que no puede, que no debe, que no tiene que
pasar, que hay que combatir, a pesar de los obstáculos,
de la corriente en boga.
4. Una conducta política singular
Compréndalo
todos de una vez: mientras más duros
sean los escritos de un autor contra su
país, más intensa será la pasión que
arde en el corazón de aquél por su
patria. Porque la violencia, en el
dominio de la literatura, es una prueba
de amor.
En 1990, Mario Vargas Llosa postuló
a la presidencia de la República del Perú por el
Movimiento Libertad. La génesis, desarrollo y prematura
desaparición del movimiento está contada, de manera
inmejorable, en su libro de memorias El pez en el agua.
Por primera vez en el Perú de esta
segunda mitad del siglo XX, un candidato político
hablaba con la verdad y ofrecía un programa político y
económico sólido y coherente. Anunciaba con precisión
lo que realizaría de ser elegido, convencido de que
como lo diría una y otra vez, antes y después de
su frustrada candidatura
[
] [e]n nuestros países, las
ideas, las creencias, los sistemas que importamos a
menudo experimentan mágicas sustituciones de sentido y
de médula, aunque su apariencia prosiga incólume. Se
siguen llamando lo mismo; pero, en realidad, se han
vuelto antípodas de lo que dicen ser. El fenómeno es
tan "extendido" y de consecuencias tan nefastas
para la vida política, económica y cultural de América
Latina, que sin exageración puede decirse que nuestro
fracaso como naciones [
] se debe a esa terrible
propensión nuestra a desnaturalizar lo que decimos y
hacemos, empleando mal las palabras, corrompiendo las
ideas y suplantando los contenidos de aquellas
instituciones que regulan nuestra vida social, unas veces
de manera sutil y otras abrupta y soez.
Para Vargas Llosa, la semántica de
las palabras está asociada a una ética de las acciones.
Cuando estas contradicen a aquellas, el resultado es un
acto inmoral. Desde esta perspectiva, sólo se predica
con el ejemplo. La integridad de una persona sea o
no política es producto de la articulación
lógica, coherente, entre lo que dice y lo que hace. Lo
distinto es inmoral, no ético, bárbaro, aberrante.
Por esta razón, a Vargas Llosa le
interesó mostrar siempre una conducta política
transparente, ajena a la tradición latinoamericana
generalmente relacionada con la actividad política
partidista que, en términos morales, alcanzaba y, en
algunos casos, aún alcanza ribetes delincuenciales y que
él había cuestionado, denigrado y que, ahora, se
proponía cambiar. En ese sentido, su actuación
política fue y sigue siendo una conducta política
singular en nuestro medio peruano y latinoamericano.
Al principio, la candidatura de
Vargas Llosa subyugó a las mayorías, no precisamente
por la solidez de su propuesta política, sino porque
antes se había revelado como un caudillo que combatió
la medida, anunciada por el gobierno de Alan García, de
estatizar el sistema financiero, y ahora fustigaba a la
clase política aprista, izquierdista y
extremoizquierdista, en un notorio afán por introducir
en nuestro país la doctrina liberal.
Los hechos que suceden a esta
historia son bastante conocidos y se pueden resumir así:
las medidas anunciadas por el Movimiento Libertad, la
agrupación que lideraba Vargas Llosa, iban a traer un
inevitable costo social, que tanto el novelista como sus
partidarios habían previsto y, para ello, habían
pensado en un Programa de Acción Social; la poca o nula
tradición antiestatista de nuestro país, que en un
momento se postergó pero que muy pronto resultaría
decisivamente gravitante en la justa electoral; la guerra
sucia iniciada por el Apra, que estaba entonces en el
gobierno, y las izquierdas, con la colaboración de
algunos intelectuales que Vargas Llosa llamaba
baratos desde hace mucho tiempo atrás
(destacan nítidamente en el grupo Guillermo Thorndike y
Mirko Lauer), así como con la colaboración de la prensa
oficialista aprista y la que apostó por la continuidad
del régimen estatista como La República;
terminaron con la derrota de una candidatura que había
llegado a alcanzar el 50% de las preferencias en las
encuestas durante el proceso electoral. Vargas Llosa se
resistió en todo instante a desmentir sus proyectos
gobiernistas; haberlo hecho, le hubiera significado, sin
duda, ganar en primera vuelta y con amplísimo respaldo
popular.
Vargas Llosa se prometerá a sí
mismo y lo hará público no criticar al
gobierno de Fujimori, que había triunfado en segunda
vuelta con el apoyo aprista e izquierdista, durante sus
primeras gestiones, a fin de ofrecerle al nuevo régimen
la oportunidad de trabajar sin ninguna clase de
interferencia. Sin embargo, desde el 5 de abril de 1992,
fecha en que Alberto Fujimori, presidente
constitucionalmente elegido del Perú, comete el tan
mentado a veces y tan ignorado otras autogolpe, Vargas
Llosa ha enfilado las baterías contra la dictadura.
Esta, a través de uno de sus representantes más
conspicuos el general Hermoza Ríos y con la
ayuda de medios de comunicación serviles, lo ha acusado
de antiperuano, lo ha amenazado con despojarlo de su
nacionalidad o de los atributos de ella, que en buena
cuenta son lo mismo. La respuesta vargasllosiana era de
esperar; ha tomado las providencias del caso, adoptando
una segunda nacionalidad, la española; y ha seguido
enfilándola contra el régimen, cuyo grado de
corrupción hoy día alcanza niveles de vértigo.
La opinión pública ha actuado de
manera esperada, manipulada en gran parte por una prensa
acostumbrada a ser lacaya de los regímenes de turno:
apoyando decididamente a la dictadura en sus inicios,
cuando era popular, y rechazando más aún,
insultando al antiguo candidato presidencial. Para
ello, la prensa adscrita al régimen ha actuado de la
siguiente manera: presentando el carácter popular y
simpático de la dictadura y expresando que Vargas Llosa
ha pedido el boicot y la ayuda económicos al
pueblo peruano, además de haber tenido la
frivolidad de nacionalizarse español, renunciado a su
nacionalidad de origen: la peruana.
De manera coherente con sus
principios, Vargas Llosa solicitó, en efecto, en nombre
de la cultura de la libertad, que las naciones del mundo
cerraran toda clase de ayuda y más bien discriminaran al
gobierno peruano. Repito: al gobierno peruano,
no al estado ni al pueblo peruano, como
hicieron creer los aparatos gubernamentales con la
complicidad de una prensa y de unos intelectuales
verdaderamente baratos.
Algunos de estos últimos defienden
su actitud señalando que el pedir sanciones contra el
gobierno peruano finalmente afecta al estado peruano.
Tienen razón, si se miran los efectos inmediatos, pero
no si se examina el contexto a mediano o a largo plazo. A
menos que se proponga acabar con otra y restablecer el
orden constitucional, una dictadura no es otra cosa que
una transgresión de las reglas de la civilidad y una
dictadura, como cualquier acto que constituye delito,
debe ser debelada, en nombre de la ley, de la civilidad y
del respeto mutuo. Por eso, resulta patético, como
escribió Vargas Llosa, que, frente a la dictadura de
Fujimori, el pueblo y la gente
decente, es decir, las mayorías populares y el
sector empresarial, se pusieran de acuerdo, cuando este
último segmento social el de los empresarios
sólo pudo evitar, hace algunos años, la estatización
del sistema financiero en el contexto de una democracia
incipiente e imperfecta como la de Alan García. Para
Vargas Llosa, el régimen democrático más limitado es
preferible a la más exitosa dictadura. Uno no puede ser
democrático u honesto sólo cuando le convenga, sino que
el ser democrático u honesto son dos actitudes de
principio, no de coyuntura.
En concordancia con sus principios
liberales, Vargas Llosa no sólo combate a la dictadura
peruana sino a toda clase de dictadura, incluso a aquella
que, como la mexicana, está revestida de un maquillaje
democrático: a los sucesivos regímenes constitucionales
del PRI mexicano, el novelista peruano ha llamado
dictadura perfecta y se ha ganado, incluso,
las protestas de un amigo entrañable como Octavio Paz.
Mucho antes, tuvo una respuesta inmediata de repudio a la
matanza colectiva de terroristas y acusados de terrorismo
en los penales de Lima por el gobierno de Alan García,
actitud que ciertamente no tuvieron otros artistas e
intelectuales autodenominados progresistas e
incluso de izquierdas. Pero no sólo fustiga a regímenes
y medidas latinoamericanas. Ha criticado, hasta demostrar
la fragilidad de sus principios y la ineficiencia de su
gestión en los fines para los cuales fue creada, a un
organismo internacional como la OEA. Ha cuestionado la
propuesta de uno de los gobiernos de Francia, que contaba
con el apoyo mayoritario de sus intelectuales, de
regular, mediante acción estatal, el mercado
cinematográfico. Ha ridiculizado al gobierno italiano
cuando uno de sus representantes, el primer ministro, se
refirió de manera indigna contra la latinoamericanísima
Bolivia.
5. Conclusiones
A algunos integrantes de la
resistencia a Hitler, Karl Popper, uno de los maestros de
Vargas Llosa, los ha denominado héroes porque llamaban a
la insurgencia contra el imperio nazi por medio de hojas
volantes, sabiendo de antemano que tenían la pelea
perdida. La mayoría de ellos fue ejecutada:
Estas
personas eran héroes: se metieron en una
lucha casi sin esperanza para ellos, con
la confianza puesta en que otros
continuarían la lucha. Y ellos son
modelos: luchaban por la libertad y por
la responsabilidad y por su humanidad y
la nuestra.
En Impresiones personales,
Isaiah Berlin asegura que son los individuos, antes que
los grupos y las colectividades, los pivotes del cambio,
los detonantes de la marcha de la sociedad y de la
historia. Individuos excepcionales a los que llama
héroes por dos razones: porque concilian la ética con
la excelencia en uno de los campos del saber o de la
actividad humana. Los héroes de hoy son los grandes
hombres que están dotados de una extraordinaria
capacidad para influir sobre sus semejantes y propiciar
transformaciones sociales, pero conduciéndose siempre
dentro de un marco democrático, respetando la legalidad,
tolerando la crítica de los adversarios y obedeciendo el
veredicto electoral; son "caudillos" amantes de
la ley y de la libertad. Pero la dinámica de la historia
tiene, en lugar privilegiado, a otros héroes, a los
enseñantes, es decir, a todos aquellos que producen,
critican o difunden las ideas; en el pensamiento de
Berlin, son estas las ideas fuerzas motrices
de la vida, el fondo en el que se precipitan los cambios
sociales y la clave para comprender la realidad exterior
y para explorar la intimidad de la humanidad. En ese
sentido, son héroes de otra clase aquellos que
revolucionaron nuestro conocimiento del mundo físico,
psicológico o social, los que contribuyeron
espiritualmente con la época que les correspondió
vivir, cuestionando los sistemas intelectuales
establecidos, averiguando acerca de nuevos temas de
reflexión o creando obras de profundidad estética que
sirvieron de goce y de iluminación a sus
contemporáneos.
Me pregunto por la naturaleza de
estas definiciones de héroe, definiciones que proceden
del pensamiento de dos maestros de Mario Vargas Llosa.
Sin duda, en ambas acepciones está presente ese doble
carácter del héroe genuino de hoy: el talento y la
virtud, la capacidad extraordinaria y la limpieza moral.
Se me ocurre que Mario Vargas Llosa ha osado reunir en su
persona y obra ambas cualidades y puedo decir de él, sin
la menor dubitación, lo que él dijo de Berlin: que era
un héroe de nuestro tiempo. Un héroe triunfador, en
este caso, y por partida doble: aun cuando pudo vivir
cómodamente entre sus congéneres intelectuales,
abrazando la causa socialista como mera impostura durante
las décadas de 1970 y 1980, sin ganarse pleitos por
difundir el credo liberal; aun cuando tuvo la oportunidad
de hacerse del poder político de su país en 1990 con un
par de mentiras o pronunciando discursos puramente
electoreros, puesto que sabía que en el Perú las
mayorías votan a menudo por caudillos deshonestos y
mendaces y no por programas; aun cuando hoy puede vivir
sin ganarse una y mil peleas con individuos y regímenes
de distintas latitudes del planeta, en nombre de esa
cultura de la libertad que se ha propuesto promover a
escala mundial, Mario Vargas Llosa lleva la consigna,
contra viento y marea, de su responsabilidad de vivir,
más allá de que se trate de una causa perdida o de una
lucha que otros continuarán. En verdad, es un empecinado
paladín de la libertad, un héroe de nuestro tiempo.
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