CHARLAS DE CAFÉ EN LA UPC

MARIO VARGAS LLOSA, HÉROE DE NUESTRO TIEMPO

(Ponencia: Monterrrico, Lima, UPC, 27 de noviembre de 1997)
1. Introducción
2.
Una Obra literaria ejemplar
3.
Una trayectoria ideológica transparente
4.
Una conducta política singular
5.
Conclusiones

Paúl Llaque

In memoriam Isaiah Berlin

1. Introducción

En otro lugar, dedicado a evaluar el conjunto de la obra literaria y personal de Mario Vargas Llosa, he asegurado que no me cabe duda de que es el más grande novelista de la historia de la literatura peruana y uno de los más importantes de la novela contemporánea [... sino que, además,] su trayectoria personal lo erige en uno de los intelectuales más lúcidos y revolucionarios de esta segunda mitad del siglo XX.

En ese artículo, estaba yo consciente de la aparente temeridad de una de esas afirmaciones, porque si bien consideraba que respecto de la jerarquía novelística de nuestro autor "es posible que […]exista justo consenso", por otro lado reconocía que el último reconocimiento [uno de los intelectuales más lúcidos y revolucionarios de esta segunda mitad del siglo XX] acaso invite a la polémica.

En este texto no sólo corroboro mis aseveraciones sino que amplío el conjunto de mis conclusiones a la evolución ideológica del autor, sin dejar de explicitar y puntualizar los argumentos crítico-literarios, ideológico-culturales y político-éticos que desembocan ineludible y lógicamente en esas conclusiones. De esta manera, presento aquí las líneas medulares de la obra literaria, ideológica y política de Mario Vargas Llosa, obra que, en mi concepto, lo erige en uno de los pocos héroes de nuestro tiempo.

2. Una obra literaria ejemplar

Vargas Llosa –cuyo nombre completo es Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, nacido en Arequipa, Perú, en 1936– no sólo es el más grande novelista de la historia de la literatura peruana y uno de los más importantes de la novela contemporánea, sino el autor más prolífico entre los peruanos que empezaron a publicar a partir de la segunda mitad del siglo XX.

En ese sentido, la calidad no tiene necesariamente que estar reñida con la cantidad. En efecto, Vargas Llosa ha publicado, desde 1959 a la fecha, un libro de cuentos, una novela corta o cuento largo, once novelas, catorce libros de ensayos (incluido uno de memorias), cinco obras de teatro, no menos de cinco libros de crítica ensayística en colaboración. A esa vasta, versátil y memorable producción, hay que agregar numerosos artículos publicados en diarios y revistas del Perú y del extranjero que nunca han sido reunidos en libros, guiones cinematográficos para documentales y películas, entrevistas y reportajes –varios de ellos editados en libro–, prólogos para textos de otros autores, etc.

En términos literarios, la obra narrativa de Vargas Llosa se organiza obedeciendo a dos fuerzas, que participan de una dinámica y de una dialéctica que frecuentemente las funde en una sola. Desde esa perspectiva, puede asegurarse que existen dos sentidos de lo literario: uno individual, otro social.

Por un lado, la literatura es vida individual: constituye el resultado del quehacer solitario de un sujeto problemático que, por eso, posee demonios de variada índole: personales, sociales, culturales, históricos. Un demonio es una inquietud no resuelta, un trauma, una piedrecilla en el zapato, una tragedia infantil, una lectura, una insatisfacción con el tiempo que correspondió vivir. Su correlato es necesariamente personal y está ligado, entonces, en primerísima instancia, al individuo. El demonio puede poseer naturaleza social, cultural o histórica, pero, del mismo modo que su similar personal, está ligado de inmediato al individuo; sólo después de este, se halla el entorno (los entornos).

Un demonio, o un conjunto de ellos, puede ser exorcizado. El acto de exorcismo, un hecho entrañablemente subjetivo, se llama literatura y, más precisamente, novela. Exorcismo, purificación, catarsis –para utilizar el tan socorrido término aristotélico–, el hecho individual se plasma en un producto objetivo: lo literario.

Es bueno reparar en las características del proceso de creación. Antes de él, el individuo se encuentra mortificado. Después de él, liberado. La diferencia entre la mortificación y la liberación de esa mortificación tiene un nombre: placer. El acto creativo es un acto placentero. Después de él, el individuo desea repetir, y entonces adquiere el vicio, la solitaria, la pasión incontrolable que no admite –no puede admitir– ser compartida:

"[...] Ella es una pasión y la pasión no admite ser compartida. No se puede amar a una mujer y pasarse la vida entregado a otra y exigir de la primera una lealtad desinteresada y sin límites. Todos los escritores saben que a la solitaria hay que conquistarla y conservarla mediante una empecinada, rabiosa asiduidad. Porque el escritor, que es el hombre más libre frente a los demás y el mundo, ante su vocación es un esclavo. Si no se la sirve y alimenta diariamente, la solitaria se resiente y se va. El que no quiere exponerse, el puro que adivina el peligro que corre su vocación en la lucha por la vida, no tiene otra solución que renunciar de antemano a esa lucha. Si teme ser paulatinamente alejado de lo que para él constituye lo esencial, debe resignarse a no tener lo que la gente llama un ‘porvenir’. […] La vocación literaria es una apuesta a ciegas, adoptarla no garantiza a nadie ser algún día un poeta legible, un decoroso novelista, un dramaturgo de valor. Se trata, en suma, de renunciar a muchas cosas –a la estricta holgura a veces, al decoro elemental– para intentar una travesía que tal vez no conduce a ninguna parte o se interrumpe brutalmente en un páramo de desilusión y fracaso."

Sin embargo, antes de la desilusión y el fracaso individual, está el placer. Esa es la razón por que los verdaderos escritores escriben siempre. Podrán permanecer pobres, excluidos de lo social y de lo económico, marginales, sin éxitos literarios, pero satisfechos. Cuando alguien ya no se satisface con la literatura, deja de ser escritor, o se suicida: el derecho al placer que corresponde a todos los individuos, posee para el escritor una factura muy específica: la escritura.

Ahora bien, tanto el demonio como el placer pueden ser compartidos de cierta manera y de distinto grado por el escritor y su lector. Generalmente, el lector es ajeno a los demonios personales del creador, sobre todo cuando este es contemporáneo a aquel, pero los demonios personales suelen trocarse en sociales, culturales o históricos y, por el hecho de que tanto creador como lector compartan un mismo tiempo, posiblemente espacios semejantes, las problemáticas pueden advenir comunes.

La compartición es aun mayor en el placer. El individuo que lee, al igual que el que escribe, lo hace debido a que la realidad inmediata no colma sus deseos. Requiere de la ficción para sustituir esa falta. La realidad monda y lironda es demasiado chata para llenar sus expectativas. El individuo demanda placer. Por ello, lee; es posible que nunca experimentará el placer de la creación, pero sí el de la re-creación que toda lectura lleva consigo.

Simultáneamente a su esencia individual, la literatura posee el estatuto de hecho social. Más allá del fondo demoníaco que signa al acto individual de la creación, el producto objetivo –llámese poema, ensayo o, especialmente, novela– descubre su índole social. Respecto de la sociedad y del tiempo que pergeñan los productos literarios, la literatura es fuego. Fuego en –por lo menos– dos sentidos: porque ilumina y porque chamusca. De ahí la índole cognoscitiva e insurrecta de la literatura.

La literatura es acto de conocimiento porque es una mentira verdadera. Una mentira verdadera es una ficción que dice las verdades no dichas por la prensa, los comunicados gubernamentales, la historia y las demás ciencias sociales. Estas últimas no pueden registrar los deseos, las obsesiones, los temores, los anhelos de los espacios, de las generaciones, de los conglomerados. En ese sentido, las mentiras de la ficción son mentiras verdaderas porque nos informan de un contenido que, si no fuera por ellas, se perdería irreversiblemente:

"[…] Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran."

En esta misma línea de significado, la literatura es una insurrección permanente. El que escribe lo hace porque está insatisfecho con la realidad y la literatura es testimonio de ese displacer de origen que se tornará placer una vez objetivado. El producto, que al individuo creador ha permitido alcanzar placer, reproduce, con el tamiz correspondiente, noticias de su descontento con la realidad. La literatura es insurrección permanente, porque el creador es un insatisfecho con la sociedad que lo alberga y en su realización literaria expresa siempre ese desagrado:

[...] [N]o hay creación artística sin inconformismo y rebelión. La razón de ser de la literatura es la protesta, la contradicción y la crítica. El escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir dramas, cuentos o novelas que merezcan este nombre, nadie que esté de acuerdo con la realidad en la que vive acometería esa empresa tan desatinada y ambiciosa: la invención de realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, blancos, vicios, equívocos o prejuicios a su alrededor. Entiéndanlo de una vez, políticos, jueces, fiscales y censores: la literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza díscola fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.

Estos dos sentidos vargallosianos de lo literario –lo individual, lo social– se amalgaman lógicamente en una dinámica que puede ser adjetivada de dialéctica y que se reproduce invariablemente –sobre todo, en sus mejores novelas– en la trama, en el estilo, en los personajes, en los mundos ideológicos de todos sus escritos literarios, ya sea ficciones o ya sea ensayos y artículos periodísticos.

Por esos dos sentidos de lo literario, es que al sistema narrativo de sus novelas más representativas –La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo– lo caracteriza el tema universal de la lucha. Lucha entendida como una relación entre las fuerzas internas y las externas, entre lo concreto y lo virtual, entre el instinto y la sociabilidad, la guerra primordial entre el ser y el pensar. En esa encrucijada, el conflicto es inevitable. La dialéctica entre lo individual y lo social se reproduce narrativamente mediante una representación reiterada: la de un protagonista que se opone a la inmediatez de su contexto, o entra en conflicto con él. En la lucha con el entorno, el individuo fracasa. En la lucha consigo mismo, vuelve a fracasar. Pero la historia ha sido asumida, ha empezado a germinarse una colectividad, una colectividad en la que el sujeto sigue manteniendo su individualidad, la cual, sin embargo, no es la misma que convocó al grupo; algo ha ocurrido en ese proceso, en esa simbiosis por que el individuo dejó de ser él mismo para convertirse en el producto de una colectividad que, en términos teóricos y de expectativas, existe sólo por él y, acaso, únicamente para él.

Por otro lado, las novelas de Vargas Llosa han sabido representar, en su constitución formal, un rasgo típico de la sociedad peruana y de las sociedades latinoamericanas en general: la tensión establecida por los cánones de la tradición y la modernidad. Esta tensión, que en la sociedad latinoamericana es de naturaleza social y económica, en la novelística vargasllosiana es de índole formal. Al lado de historias que conservan no sólo los artificios del antiguo realismo narrativo, que retratan con mayor acercamiento los elementos peculiares de las sociedades latinoamericanas, Vargas Llosa apela a los procedimientos de una narrativa moderna cuya tradición se remonta a la vanguardia joyceana y posjoyceana. Esa nueva articulación de dos elementos aparentemente contradictorios e irreconciliables dota a su escritura de una fuerza, una lozanía y una actualidad francamente simbólicas para nuestros espacios latinoamericanos.

3. Una trayectoria ideológica transparente

A nadie escapa que Vargas Llosa es un escritor comprometido. Siempre lo fue y hoy lo sigue siendo. En su caso, el término comprometido posee una connotación sartreana: señala la responsabilidad moral que el intelectual debe adoptar respecto de su marco social. Ahora bien, se puede afirmar que su trayectoria ideológica ha evolucionado de forma transparente –en las dos acepciones que el término ‘transparente’ puede poser–: primero, porque se ha tratado de un proceso público y, por ello, cada paso realizado ha sido refrendado con artículos, libros o declaraciones, o esos escritos han formado parte del acto mismo; segundo –y esto es mucho más importante–, debido a que esa trayectoria es resultado de una coherencia de espíritu y de ideas.

Vargas Llosa empezó abrazando el socialismo, pero un socialismo moderno y tolerante, que permitiera el derecho de la información y de la crítica al régimen y que no pusiera camisas de fuerza a las expresiones culturales. Aun cuando el sistema soviético no terminó de convencerlo nunca e incluso tendrá palabras duras contra él, se entusiasmará con los inicios de la revolución cubana, como lo atestiguan estas líneas de un artículo de 1962:

Acabo de pasar dos semanas en Cuba, en momentos que parecían críticos para la isla, y vuelvo convencido de dos hechos que me parecen fundamentales: la revolución está sólidamente establecida y su liquidación sólo podría llevarse a cabo mediante una invasión directa y masiva de Estados Unidos, operación que tendría consecuencias incalculables; y, en segundo lugar, el socialismo cubano es profundamente singular, muestra diferencias flagrantes con el resto de los países del bloque soviético y este fenómeno puede tener repercusiones de primer orden en el porvenir del socialismo mundial.

Más aún, Vargas Llosa y otros intelectuales, entre los que se hallan los peruanos Julio Ramón Ribeyro y Hugo Neyra, redactarán un texto colectivo, en 1965, donde

[…] aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicatorio de las guerrillas, censuramos la violenta represión gubernamental –que con el pretexto de la insurrección pretende liquidar las organizaciones más progresistas y dinámicas del país– y ofrecemos nuestra caución moral a los hombres que en estos momentos entregan su vida para que todos los peruanos puedan vivir mejor.

Cuando Velasco da golpe de estado, las reformas de clara inspiración socialista le despertarán simpatía, pero estará lejos de formar parte del régimen, como se lo enrostraría, muchos años después –sabiendo que no era cierto– el entonces candidato Alberto Fujimori en el debate de 1990.

Sin embargo, sus compromisos revolucionarios de obvias inclinaciones socialistas no están sobre su vocación literaria. Aun en esta época, la literatura ocupará siempre el primer lugar. No es gratuito que en una carta, del 28 de agosto de 1967, dirigida al vocero del Partido Comunista Peruano, director de Unidad, señor Edmundo Cruz, Vargas Llosa llame la atención sobre el hecho de que, en dicha edición, el periodista que lo entrevistó

me atribuye una frase que yo no dije y que, por lo demás, contradice algo que creo. Pienso, sí, que el escritor debe sentirse solidario con las víctimas de una sociedad pero creo que, si es un escritor profundamente comprometido con su vocación, amará la literatura por encima de todas las cosas, tal como el auténtico revolucionario ama la revolución por encima de todo lo demás.

En esa misma carta dejará clara su concepción del socialismo que ambiciona para su país y que el entrevistador de Unidad no incluye en la publicación:

[…] [Q]ue el régimen socialista, cuando se instaure en el Perú, admita la libertad de prensa y la oposición política organizada. Pienso que el derecho de disentir y de oponerse al sistema no debe ser un privilegio de los escritores, sino un derecho común a todos los miembros de una sociedad.

Por ello, no llama la atención que, en 1971, empiece su distanciamiento con la revolución cubana primero e inmediatamente después con la militar peruana. Vargas Llosa ve en el famoso ‘caso Padilla’ el inicio de la crisis ética del régimen de la isla. En sendas cartas a Haydée Santamaría y a Fidel Castro, expresará su protesta y su rechazo. A la primera le presentará " […] mi renuncia al Comité de la revista de la Casa de las Américas, al que pertenezco desde 1965"; al segundo le comunicará –en primera persona del plural, ya que el novelista peruano encabezó una protesta mundial de intelectuales del orbe entre los que se encontraban, desde Simone de Beauvoir, Ítalo Calvino, José María Castellet o Marguerite Duras, hasta Hans Magnus Enzensberger, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre o Susan Sontang, pasando por Luis Goytisolo, Rodolfo Hinostroza o José Emilio Pacheco– "nuestra vergüenza y nuestra cólera".

Muy pronto terminará desencantándose totalmente de la ideología colectivista y socialista. Al parecer hay tres factores básicos que motivan este alejamiento: primero, la comprobación de que el sistema socialista no respetaba la individualidad de las personas y contribuía más bien con el surgimiento de corruptelas de nuevo cuño, las burocráticas y administrativas; segundo, la constatación de que no una sino varias naciones del mundo habían salido del atraso y del subdesarrollo merced a programas capitalistas de inspiración liberal; tercero, el descubrimiento de autores de la talla de Popper, Hayek o Isaiah Berlin, grandes difusores de la ideología liberal, y en los que un conocimiento erudito de la historia, de la economía, o de las ciencias sociales, se concilia con un sentido moral y ético de la conducta personal y colectiva. Ello seducirá a Vargas Llosa; con mayor precisión, lo hará reencontrarse consigo mismo. El novelista ha recordado la circunstancia en un artículo de 1992:

A los tres [a Popper, Hayek e Isaiah Berlin] comencé a leerlos hace veinte años, cuando salía de las ilusiones y sofismas del socialismo y buscaba, entre las filosofías de la libertad, las que habían desmenuzado mejor las falacias constructivistas […] y las que proponían ideas más radicales para conseguir, en democracia, aquello que el colectivismo y el estatismo habían prometido sin conseguirlo nunca: un sistema capaz de congeniar esos valores contradictorios que son la igualdad y la libertad, la justicia y la prosperidad.

Desde entonces, no cejará un instante en empezar –tibiamente al principio, furibundamente luego– a aprovechar la mínima transgresión que gobernantes, organismos nacionales e internacionales, o sociedades completas hagan a la libertad, en cualquiera de sus modalidades, para desmenuzar y probar las increíbles falacias y componendas que se tejen cuando no se respetan los derechos de los demás.

Durante los años setenta y ochenta, sobre todo en los países del Tercer Mundo, Vargas Llosa prácticamente ha sido una voz solitaria que clamaba en el desierto. No lo amilanó el hecho de que las llamadas intelligentsias de nuestros países fueran, en su mayoría, de izquierdas y, en consecuencia, monopolizaran los centros del saber, así como sus expresiones más difundidas.

Por esta razón, bastó que participara en una comisión investigadora de los sucesos de Uchuruccay, en 1983, destinada a averiguar la muerte de ocho periodistas en el departamento de Ayacucho para que las baterías apristas, izquierdistas y de extrema izquierda satanizaran, de la forma más indigna, su actuación en dicha indagación. Apristas, izquierdistas y extremoizquierdistas aceptaban a regañadientes los resultados de la investigación, pero deseaban que se culpara, a como dé lugar, a los militares, cuando el Informe Uchuruccay prueba, de forma fehaciente, que las muertes se debieron a los campesinos ayacuchanos que, en masa, asesinaron a los periodistas confundiéndolos con senderistas. Muchos olvidan que el Informe Uchuruccay fue firmado no sólo por Vargas Llosa, que presidía la Comisión, sino también por el decano del Colegio de Periodistas del Perú, y conspicuo dirigente ¡aprista!, señor Mario Castro Arenas, y por el señor Abraham Guzmán Figueroa, funcionario público. Si a ello sumamos el detalle que tiene que ver con el hecho de que dicho informe fue discutido y aprobado no sólo por los tres miembros de la Comisión Investigadora sino también por sus asesores y que entre estos se hallaban nada menos que intelectuales de reconocida trayectoria profesional y probidad incuestionable como los antropólogos Juan Ossio, Fernando Fuezalida y Luis Millones, el jurista Fernando de Trazegnies, el psicoanalista Max Hernández y los lingüistas Rodolfo Cerrón-Palomino y Clodoaldo Soto, repararemos sencillamente que el caso Uchuruccay no fue más que otra sucia expresión de la politiquería peruana, que insulta y denigra cuando carece de argumentos.

En ese sentido, la trayectoria ideológica de Vargas Llosa es transparente: siempre fue un liberal, aunque él no estuvo consciente de ello cuando era un joven novelista; lo sedujeron los cantos de sirena de los dogmas socialistas y estatizantes, porque pensaba –moral, éticamente– que no había mejor sistema para su país que aquel que asegurara satisfechas las necesidades básicas de toda la sociedad. De que siempre fue un liberal queda demostrado en esos alegatos que acabo de citar y que son consecuentes con los objetivos supremos de la doctrina socialista –el bienestar social y económico de los ciudadanos–, pero que constituyen de alguna manera la meta final de toda doctrina política y social. Vargas Llosa descubre su ideología liberal precisamente cuando en esos sistemas políticos se viola la libertad individual. Desde siempre, el gran escritor peruano mostrará una terca, empecinada, insobornable, insoslayable vocación individualista. Es por eso que he insinuado que cuando leyó a Popper, a Hayek, a Berlin, a von Mises, a Friedman o a Revel, no estaba precisamente encontrando o descubriendo; en realidad, se estaba reencontrando consigo mismo, se estaba terminando de descubrir a sí mismo.

Entonces, ¿puede decirse que no hubo evolución ideológica alguna, que Vargas Llosa fue siempre un liberal y que en alguna época estuvo vestido con el ropaje de un intelecual socialista progresista, como era moda durante las décadas de 1960 y 1970? Puedo asegurar que la evolución ideológica siguió un camino bastante claro: de una ideología liberal no consciente que se confundió con el objetivo final de toda doctrina política –el bien social– y que coincidió, por razones de espacio-tiempo, con el socialismo, pero que nunca permitió la transgresión de la individualidad, hasta un liberalismo, tibio al principio, más ético, moral e individualista que político y económico, y, ulteriormente, explícito, confeso, beligerante, que concibe todo desafío a la libertad –sea social, económica, política o cultural– como una transgresión que no puede, que no debe, que no tiene que pasar, que hay que combatir, a pesar de los obstáculos, de la corriente en boga.

4. Una conducta política singular

Compréndalo todos de una vez: mientras más duros sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que arde en el corazón de aquél por su patria. Porque la violencia, en el dominio de la literatura, es una prueba de amor.

En 1990, Mario Vargas Llosa postuló a la presidencia de la República del Perú por el Movimiento Libertad. La génesis, desarrollo y prematura desaparición del movimiento está contada, de manera inmejorable, en su libro de memorias El pez en el agua.

Por primera vez en el Perú de esta segunda mitad del siglo XX, un candidato político hablaba con la verdad y ofrecía un programa político y económico sólido y coherente. Anunciaba con precisión lo que realizaría de ser elegido, convencido de que –como lo diría una y otra vez, antes y después de su frustrada candidatura–

[…] [e]n nuestros países, las ideas, las creencias, los sistemas que importamos a menudo experimentan mágicas sustituciones de sentido y de médula, aunque su apariencia prosiga incólume. Se siguen llamando lo mismo; pero, en realidad, se han vuelto antípodas de lo que dicen ser. El fenómeno es tan "extendido" y de consecuencias tan nefastas para la vida política, económica y cultural de América Latina, que sin exageración puede decirse que nuestro fracaso como naciones […] se debe a esa terrible propensión nuestra a desnaturalizar lo que decimos y hacemos, empleando mal las palabras, corrompiendo las ideas y suplantando los contenidos de aquellas instituciones que regulan nuestra vida social, unas veces de manera sutil y otras abrupta y soez.

 

Para Vargas Llosa, la semántica de las palabras está asociada a una ética de las acciones. Cuando estas contradicen a aquellas, el resultado es un acto inmoral. Desde esta perspectiva, sólo se predica con el ejemplo. La integridad de una persona –sea o no política– es producto de la articulación lógica, coherente, entre lo que dice y lo que hace. Lo distinto es inmoral, no ético, bárbaro, aberrante.

Por esta razón, a Vargas Llosa le interesó mostrar siempre una conducta política transparente, ajena a la tradición latinoamericana generalmente relacionada con la actividad política partidista que, en términos morales, alcanzaba y, en algunos casos, aún alcanza ribetes delincuenciales y que él había cuestionado, denigrado y que, ahora, se proponía cambiar. En ese sentido, su actuación política fue y sigue siendo una conducta política singular en nuestro medio peruano y latinoamericano.

Al principio, la candidatura de Vargas Llosa subyugó a las mayorías, no precisamente por la solidez de su propuesta política, sino porque antes se había revelado como un caudillo que combatió la medida, anunciada por el gobierno de Alan García, de estatizar el sistema financiero, y ahora fustigaba a la clase política aprista, izquierdista y extremoizquierdista, en un notorio afán por introducir en nuestro país la doctrina liberal.

Los hechos que suceden a esta historia son bastante conocidos y se pueden resumir así: las medidas anunciadas por el Movimiento Libertad, la agrupación que lideraba Vargas Llosa, iban a traer un inevitable costo social, que tanto el novelista como sus partidarios habían previsto y, para ello, habían pensado en un Programa de Acción Social; la poca o nula tradición antiestatista de nuestro país, que en un momento se postergó pero que muy pronto resultaría decisivamente gravitante en la justa electoral; la guerra sucia iniciada por el Apra, que estaba entonces en el gobierno, y las izquierdas, con la colaboración de algunos intelectuales que Vargas Llosa llamaba ‘baratos’ desde hace mucho tiempo atrás (destacan nítidamente en el grupo Guillermo Thorndike y Mirko Lauer), así como con la colaboración de la prensa oficialista aprista y la que apostó por la continuidad del régimen estatista como La República; terminaron con la derrota de una candidatura que había llegado a alcanzar el 50% de las preferencias en las encuestas durante el proceso electoral. Vargas Llosa se resistió en todo instante a desmentir sus proyectos gobiernistas; haberlo hecho, le hubiera significado, sin duda, ganar en primera vuelta y con amplísimo respaldo popular.

Vargas Llosa se prometerá a sí mismo –y lo hará público– no criticar al gobierno de Fujimori, que había triunfado en segunda vuelta con el apoyo aprista e izquierdista, durante sus primeras gestiones, a fin de ofrecerle al nuevo régimen la oportunidad de trabajar sin ninguna clase de interferencia. Sin embargo, desde el 5 de abril de 1992, fecha en que Alberto Fujimori, presidente constitucionalmente elegido del Perú, comete el tan mentado a veces y tan ignorado otras autogolpe, Vargas Llosa ha enfilado las baterías contra la dictadura. Esta, a través de uno de sus representantes más conspicuos –el general Hermoza Ríos– y con la ayuda de medios de comunicación serviles, lo ha acusado de antiperuano, lo ha amenazado con despojarlo de su nacionalidad o de los atributos de ella, que en buena cuenta son lo mismo. La respuesta vargasllosiana era de esperar; ha tomado las providencias del caso, adoptando una segunda nacionalidad, la española; y ha seguido enfilándola contra el régimen, cuyo grado de corrupción hoy día alcanza niveles de vértigo.

La opinión pública ha actuado de manera esperada, manipulada en gran parte por una prensa acostumbrada a ser lacaya de los regímenes de turno: apoyando decididamente a la dictadura en sus inicios, cuando era popular, y rechazando –más aún, insultando– al antiguo candidato presidencial. Para ello, la prensa adscrita al régimen ha actuado de la siguiente manera: presentando el carácter popular y simpático de la dictadura y expresando que Vargas Llosa ha pedido el boicot y la ayuda económicos al ‘pueblo peruano’, además de haber tenido la frivolidad de nacionalizarse español, renunciado a su nacionalidad de origen: la peruana.

De manera coherente con sus principios, Vargas Llosa solicitó, en efecto, en nombre de la cultura de la libertad, que las naciones del mundo cerraran toda clase de ayuda y más bien discriminaran al gobierno peruano. Repito: al gobierno peruano, no al estado ni al pueblo peruano, como hicieron creer los aparatos gubernamentales con la complicidad de una prensa y de unos intelectuales verdaderamente ‘baratos’.

Algunos de estos últimos defienden su actitud señalando que el pedir sanciones contra el gobierno peruano finalmente afecta al estado peruano. Tienen razón, si se miran los efectos inmediatos, pero no si se examina el contexto a mediano o a largo plazo. A menos que se proponga acabar con otra y restablecer el orden constitucional, una dictadura no es otra cosa que una transgresión de las reglas de la civilidad y una dictadura, como cualquier acto que constituye delito, debe ser debelada, en nombre de la ley, de la civilidad y del respeto mutuo. Por eso, resulta patético, como escribió Vargas Llosa, que, frente a la dictadura de Fujimori, ‘el pueblo’ y ‘la gente decente’, es decir, las mayorías populares y el sector empresarial, se pusieran de acuerdo, cuando este último segmento social –el de los empresarios– sólo pudo evitar, hace algunos años, la estatización del sistema financiero en el contexto de una democracia incipiente e imperfecta como la de Alan García. Para Vargas Llosa, el régimen democrático más limitado es preferible a la más exitosa dictadura. Uno no puede ser democrático u honesto sólo cuando le convenga, sino que el ser democrático u honesto son dos actitudes de principio, no de coyuntura.

En concordancia con sus principios liberales, Vargas Llosa no sólo combate a la dictadura peruana sino a toda clase de dictadura, incluso a aquella que, como la mexicana, está revestida de un maquillaje democrático: a los sucesivos regímenes constitucionales del PRI mexicano, el novelista peruano ha llamado ‘dictadura perfecta’ y se ha ganado, incluso, las protestas de un amigo entrañable como Octavio Paz. Mucho antes, tuvo una respuesta inmediata de repudio a la matanza colectiva de terroristas y acusados de terrorismo en los penales de Lima por el gobierno de Alan García, actitud que ciertamente no tuvieron otros artistas e intelectuales autodenominados ‘progresistas’ e incluso de izquierdas. Pero no sólo fustiga a regímenes y medidas latinoamericanas. Ha criticado, hasta demostrar la fragilidad de sus principios y la ineficiencia de su gestión en los fines para los cuales fue creada, a un organismo internacional como la OEA. Ha cuestionado la propuesta de uno de los gobiernos de Francia, que contaba con el apoyo mayoritario de sus intelectuales, de regular, mediante acción estatal, el mercado cinematográfico. Ha ridiculizado al gobierno italiano cuando uno de sus representantes, el primer ministro, se refirió de manera indigna contra la latinoamericanísima Bolivia.

5. Conclusiones

A algunos integrantes de la resistencia a Hitler, Karl Popper, uno de los maestros de Vargas Llosa, los ha denominado héroes porque llamaban a la insurgencia contra el imperio nazi por medio de hojas volantes, sabiendo de antemano que tenían la pelea perdida. La mayoría de ellos fue ejecutada:

Estas personas eran héroes: se metieron en una lucha casi sin esperanza para ellos, con la confianza puesta en que otros continuarían la lucha. Y ellos son modelos: luchaban por la libertad y por la responsabilidad y por su humanidad y la nuestra.

 

En Impresiones personales, Isaiah Berlin asegura que son los individuos, antes que los grupos y las colectividades, los pivotes del cambio, los detonantes de la marcha de la sociedad y de la historia. Individuos excepcionales a los que llama héroes por dos razones: porque concilian la ética con la excelencia en uno de los campos del saber o de la actividad humana. Los héroes de hoy son los grandes hombres que están dotados de una extraordinaria capacidad para influir sobre sus semejantes y propiciar transformaciones sociales, pero conduciéndose siempre dentro de un marco democrático, respetando la legalidad, tolerando la crítica de los adversarios y obedeciendo el veredicto electoral; son "caudillos" amantes de la ley y de la libertad. Pero la dinámica de la historia tiene, en lugar privilegiado, a otros héroes, a los enseñantes, es decir, a todos aquellos que producen, critican o difunden las ideas; en el pensamiento de Berlin, son estas –las ideas– fuerzas motrices de la vida, el fondo en el que se precipitan los cambios sociales y la clave para comprender la realidad exterior y para explorar la intimidad de la humanidad. En ese sentido, son héroes de otra clase aquellos que revolucionaron nuestro conocimiento del mundo físico, psicológico o social, los que contribuyeron espiritualmente con la época que les correspondió vivir, cuestionando los sistemas intelectuales establecidos, averiguando acerca de nuevos temas de reflexión o creando obras de profundidad estética que sirvieron de goce y de iluminación a sus contemporáneos.

Me pregunto por la naturaleza de estas definiciones de héroe, definiciones que proceden del pensamiento de dos maestros de Mario Vargas Llosa. Sin duda, en ambas acepciones está presente ese doble carácter del héroe genuino de hoy: el talento y la virtud, la capacidad extraordinaria y la limpieza moral. Se me ocurre que Mario Vargas Llosa ha osado reunir en su persona y obra ambas cualidades y puedo decir de él, sin la menor dubitación, lo que él dijo de Berlin: que era un héroe de nuestro tiempo. Un héroe triunfador, en este caso, y por partida doble: aun cuando pudo vivir cómodamente entre sus congéneres intelectuales, abrazando la causa socialista como mera impostura durante las décadas de 1970 y 1980, sin ganarse pleitos por difundir el credo liberal; aun cuando tuvo la oportunidad de hacerse del poder político de su país en 1990 con un par de mentiras o pronunciando discursos puramente electoreros, puesto que sabía que en el Perú las mayorías votan a menudo por caudillos deshonestos y mendaces y no por programas; aun cuando hoy puede vivir sin ganarse una y mil peleas con individuos y regímenes de distintas latitudes del planeta, en nombre de esa cultura de la libertad que se ha propuesto promover a escala mundial, Mario Vargas Llosa lleva la consigna, contra viento y marea, de su responsabilidad de vivir, más allá de que se trate de una causa perdida o de una lucha que otros continuarán. En verdad, es un empecinado paladín de la libertad, un héroe de nuestro tiempo.

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