LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo
JAMES STUART RUSSELL
(1616-1895)
Tomado de The
Preterist Archive
APÉNDICE A LA PARTE II
NOTA E
El Rev. F. D. Maurice acerca
de "El último tiempo"
(I Juan 2:18)
¿Cómo podía decir Juan que éste era
el último tiempo? ¿No ha durado el mundo casi mil ochocientos
años desde que él lo abandonó? ¿No puede durar
muchos años más?
"Muchos les dirán que no sólo Juan, sino
también Pablo y todos los apóstoles, actuaban bajo el engaño
de que el fin de todas las cosas se acercaba en su tiempo. Los que así
hablan no están en general dispuestos a subestimar la autoridad
de estos hombres; algunos adoptan esta opinión prácticamente,
aunque puede que no la expresen en palabras, y sostienen que a los escritores
bíblicos no se les permitía jamás cometer errores
ni siquiera en las cosas más insignificantes. Yo no digo eso; no
hará temblar mi fe en ellos descubrir que se han equivocado en nombres
o puntos cronológicos. Pero, si supusiera que ellos mismos habían
sido conducidos al error, y habían conducido al error a sus propios
discípulos, en un tema tan importante como este de Cristo viniendo
en juicio, y de los últimos días, me sentiría muy
perplejo. Porque es un tema al que ellos se refieren constantemente. Es
parte de su más profunda fe. Se mezcla con todas sus exhortaciones
prácticas. Si se equivocaran aquí, no veo dónde pueden
haber acertado.
"He descubierto que su lenguaje sobre este tema me ha
sido de la mayor utilidad para explicar el método de la Biblia;
el curso del gobierno de Dios sobre las naciones y los individuos; la vida
del mundo antes del tiempo de los apóstoles, durante su tiempo,
y en todos los siglos desde entonces. Si les hacemos a ellos la justicia
que debemos a todos los escritores, inspirados y no inspirados; si les
permitimos interpretarse a sí mismos, en vez de imponerles nuestras
interpretaciones, creo que entenderemos un poquito más de su obra
y de la nuestra. Si tomamos sus palabras simple y literalmente con respecto
al juicio y el fin que ellos esperaban en su día, sabremos qué
posición ocupaban con respecto a sus antepasados y con respecto
a nosotros. Y en lugar de una concepción muy vaga, débil,
y artificial del juicio que debemos esperar, aprenderemos cuáles
son nuestras necesidades por medio de las de ellos; cómo nos cumplirá
Dios a nosotros todas sus palabras por la manera que les cumplió
a ellos Sus palabras.
"No es una idea nueva, sino muy antigua y común,
la de que la historia del mundo se divide en ciertos períodos grandes.
En nuestros días, se les ha estado imponiendo a hombres pensantes
la convicción de que hay una amplia distinción entre la historia
antigua y la moderna. M. Guizot se espacia especialmente sobre la unidad
y la universalidad de la historia moderna, en contraste con la división
de la historia antigua en una serie de naciones que apenas tenían
simpatías comunes. La cuestión es dónde encontrar
el límite entre estos dos períodos. Los estudiantes han especulado
mucho sobre éstos; la mayoría de estas especulaciones han
sido plausibles y sugieren verdades; algunas son muy confusas; ninguna,
creo yo, es satisfactoria. Una de las más populares, la que supone
que la historia moderna comienza cuando las tribus bárbaras se establecieron
en Europa, sería bastante fatal para la doctrina de M. Guizot. Porque
ese establecimiento, aunque fue un suceso muy importante e indispensable
para la civilización moderna, rompía temporalmente la unidad
que había existido antes. Era como la reaparición de aquella
separación de tribus y razas, que él supone ha sido la característica
especial del mundo anterior.
"Ahora bien: ¿Podemos esperar alguna luz sobre
este tema en la Biblia? No creo que cumpliría sus pretensiones si
no pudiéramos encontrarla. Ella profesa presentar los caminos de
Dios a las naciones y a la humanidad. Podríamos muy bien contentarnos
con que nos dijera muy poco de las leyes físicas; podríamos
contentarnos con que guardase silencio acerca de los cursos de los planetas
y la ley de gravedad. Puede que Dios tenga otros métodos para dar
a conocer estos secretos a sus criaturas. Pero lo que concierne
al orden moral del mundo y al progreso espiritual de los seres humanos
cae directamente dentro de la esfera de la Biblia. Nadie podría
estar satisfecho con ella si guardase silencio con respecto a estos últimos.
En consecuencia, todos los que suponen que ella guarda silencio sobre este
punto, por mucha importancia que le atribuyan a lo que ellos llaman su
carácter religioso; por mucho que puedan suponer que sus mayores
intereses dependen de su creencia en sus oráculos, están
obligados a tratarla como un libro muy desarticulado y fragmentario. Ellos
proporcionan la mejor excusa a los que dicen que no es un libro íntegro,
como hemos creído que es, sino una colección de los dichos
y opiniones de ciertos autores, en diferentes épocas, no muy consistentes
los unos con los otros. Por otra parte, ha existido la más fuerte
convicción en las mentes de lectores ordinarios, así como
en las de estudiantes, de que el libro sí nos habla de cómo
las épocas pasadas, y las por venir, tienen que ver con la develación
de los misterios de Dios - qué parte ha jugado un país y
otro en Su gran drama - hasta qué punto están convergiendo
todas las líneas de su providencia. El inmenso interés que
ha despertado la profecía - un interés no destruido, ni siquiera
disminuido, por los numerosos desengaños que las teorías
de los hombres sobre ella han tenido que encontrar - es prueba de cuán
profunda y cuán ampliamente difundida es esta convicción.
En vano tratan los teólogos de disuadir a lectores sencillos y sinceros
de que estudien las profecías insistiéndoles que no tienen
tiempo libre para tal actividad, y en que deberían ocuparse de cosas
más prácticas. Si sus conciencias les indican que hay algún
fundamento para sus advertencias, todavía les parece que no podrían
hacerles caso por completo. Están seguros de que tienen algún
interés en los destinos de su raza, así como en los destinos
individuales. No pueden separar el uno del otro; tienen que creer que hay
luz en alguna parte acerca de ambos. No me atrevo a desanimar a los que
tienen tal certidumbre. Si la sostenemos con fuerza, puede ser un gran
intrumento para sacarnos de nuestro egoísmo. Temo que la perdamos,
como ciertamente la perderemos si adquirimos el hábito de considerar
la Biblia como un libro de adivinanzas y acertijos, y de esperar sin descanso
que ciertos sucesos externos ocurran en ciertas fechas que hemos fijado
como los que han predicho los apóstoles y los profetas. La cura
para tales desatinos, que son realmente muy serios, reside, no en un descuido
de la profecía, sino en una meditación más seria sobre
ella; recordando que la profecía no es un conjunto de predicciones
sueltas, como los dichos de un adivino, sino una revelación de Aquél
cuyas salidas son desde la eternidad; que es el mismo ayer, hoy, y por
los siglos, cuyas acciones en una generación son establecidas por
las mismas leyes que sus acciones en otra generación.
"Si os hablara alguna vez del Apocalipsis de Juan, me
explayaría mucho más sobre este tema. Pero lo dicho es para
introducir la observación de que la Biblia trata la caída
del sistema judío como el fin de un gran período en la historia
humana y el principio de otro. Juan el Bautista anuncia la presencia de
Uno "en cuya mano está el aventador; y limpiará su era; y
recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego
que nunca se apagará". Los evangelistas dicen que estas palabras
quieren decir que Jesús de Nazaret después bajó a
las aguas del Jordán, y que, al salir de ellas, fue declarado Hijo
de Dios, sobre el cual descendió el Espíritu en forma visible.
"Nosotros tenemos por costumbre separar a Jesús
el Salvador de Jesús el Rey y Juez. Ellos no. Nos dicen desde el
comienzo que él llegó predicando el reino de los cielos.
Nos cuentan que llevaba a cabo acciones de juicio, así como actos
de liberación. Nos informan de las tremendas palabras que dirigía
a los fariseos y a los escribas, así como del evangelio que les
predicaba a los publicanos y pecadores. Y antes del fin de su ministerio,
cuando sus discípulos le preguntaron acerca de los edificios del
templo, habló claramente de un juicio que Él, el Hijo del
hombre, ejecutaría antes de que se acabase aquella generación.
Y para dejar claro que quería que le entendiésemos estricta
y literalmente, añadió: "El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán". Este discurso, que Mateo, Marcos,
y Lucas nos informan cuidadosamente, no es ajeno al resto de sus discursos
y parábolas, ni al resto de sus obras. Todos contienen la misma
advertencia. Están llenos de gracia y de misericordia - mucha más
gracia y misericordia de lo que hemos supuesto; son testimonio de un Ser
lleno de gracia y misericordia; pero son testimonio de que las habitaciones
de los que no gustaban de este Ser sólo porque éste era su
carácter, los que buscaban otro ser semejante a ellos mismos, esto
es, un ser sin gracia y sin misericordia, les serían hechas desiertas.
"Cuando, pues, después de la ascensión de
nuestro Señor, los apóstoles salieron a predicar el evangelio
y a bautizar en su nombre, su primer deber era anunciar que aquel Jesús
a quien los dirigentes de Jerusalén habían crucificado era
Señor y Cristo; su segundo deber era predicar la remisión
de los pecados y el don del Espíritu Santo en su nombre; su tercer
deber era predecir la venida de un día grande y terrible del Señor,
y decir a todos los que escuchasen: "Salvaos de esta generación
desgraciada". Era el lenguaje que Pedro usó en el día de
Pentecostés; fue adoptado, con las variantes que requerían
las circunstancias de los oyentes, por todos aquellos a los que se les
confió el mensaje del evangelio. Sin duda, era peculiarmente aplicable
a los judíos. Ellos habían sido hechos mayordomos de los
dones de Dios para el mundo. Habían desperdiciado los bienes de
su Maestro, y ya no habrían de ser más mayordomos. Pero no
vemos a los apóstoles limitando su lenguaje a los judíos.
Hablando en Atenas - con palabras especialmente apropiadas para una ciudad
pagana culta y filosófica - Pablo declara que Dios "ha establecido
un día en el cual juzgará al mundo por aquel varón
a quien designó", y señala a la resurrección de los
muertos como el suceso que establecerá quién es ese Hombre.
¿Por qué fue esto así? Porque los apóstoles
creían que el rechazo del pueblo judío era la manifestación
del Hijo del Hombre; un testigo a todas las naciones de quién
era su Rey; un llamado a todas las naciones a deshacerse de sus ídolos
y confesarle a Él. El evangelio debía explicar el significado
de la gran crisis que estaba a punto de tener lugar; de decirles a los
gentiles y a los judíos lo que esto implicaría; de anunciarlo
nada menos que como el comienzo de una nueva era en la historia del mundo,
cuando el Hombre crucificado reclamaría un imperio universal, y
contendería con el César romano y otros tiranos de la tierra
que se le opusieran.
"Este punto de vista bíblico del ordenamiento de
los tiempos y las sazones armoniza por completo con la conclusión
a la que ha llegado M. Guizot mediante la observación de los hechos.
El nacimiento de nuestro Señor casi coincidió con el establecimiento
del Imperio Romano en la persona de Augusto César. Aquel imperio
aspiraba a aplastar a las naciones y a establecer una gran supremacía
mundial. La nación judía había sido testigo contra
todos estos experimentos en el mundo antiguo. Había caído
bajo la tiranía babilónica, pero había surgido nuevamente.
Y el tiempo que siguió a su cautiverio fue el gran tiempo del despertar
de la vida nacional en Europa - el tiempo en que las repúblicas
griegas florecieron - el tiempo en que la República Romana iniciaba
su gran carrera.
"La nación judía había sido abrumada
por los ejércitos de la República Romana; todavía
conservaba los antiguos signos de su nacionalidad, su ley, su sacerdocio,
su templo. Éstos les parecían ridículos e insignificantes
a los emperadores romanos, aun a los gobernadores romanos que administraban
la pequeña provincia de Judea, o la provincia mayor de Siria, en
la cual a menudo se incluía. Pero encontraron a los judíos
muy problemáticos. Su nacionalismo era de una clase peculiar, y
de una desusada fortaleza. Cuando eran más degradados no podían
separarse de él. Iniciaban innumerables rebeliones, con la esperanza
de recobrar lo que habían perdido, y de establecer el reino universal
que creían estaba destinado para ellos, no para Roma. La predicación
de nuestro Señor les declaraba que había tal reino universal
- que Él, el Hijo de David, hab&iaacute;a venido a establecerlo en
la tierra. Los judíos soñaban con otra clase de reino, con
otra clase de rey. Querían un reino judío, que pisotearía
las naciones, tal como el Imperio Romano les estaba pisoteando; querían
un rey judío que fuese básicamente como el César romano.
Era un concepto tenebroso, horrible, odioso; combinaba todo lo más
estrecho en la forma más degradante del nacionalismo, con todo lo
más cruel y más destructor de la vida personal y moral en
la peor forma de imperialismo. Reunía en sí mismo todo lo
que era peor en la historia del pasado. Proyectaba la sombra de lo que
sería peor en el tiempo venidero. Los apóstoles anunciaban
que la ambición maldita de los judíos se vería frustrada
por completo. Decían que se acercaba una nueva era - la era universal,
la era del Hijo del hombre, que sería precedida por una gran crisis
que zarandearía, no sólo la tierra, sino también los
cielos; no sólo lo que pertenecía al tiempo, sino también
todo lo que pertenecía al mundo espiritual, y a las relaciones del
hombre con él. Decían que este zarandeo sería tal
que sacudiría lo que no se podía sacudir - y que continuaría.
"He tratado, pues, de mostraros lo que Juan quería
decir con el último tiempo, si hablaba el mismo lenguaje
que nuestro Señor y los otros apóstoles hablaban. No puedo
decir qué cambios físicos hayan buscado él o ellos.
En aquel tiempo se observaron fenómenos físicos - hambrunas,
pestes, terremotos. Si ellos o cualquiera de ellos suponía que estos
cambios indicaban más alteraciones en la superficie o la estructura
de la tierra de lo que ellos indicaban, no lo sé; éstos no
son los puntos sobre los cuales busco información, si ellos la dieron.
Que ellos no esperaban el fin de la tierra - lo que nosotros llamamos
la destrucción de la tierra - es claro a partir de esto, que el
nuevo reino del cual ellos hablaban habría de ser un reino en la
tierra así como un reino de los cielos. Pero su creencia de que
un reino tal se había establecido, y haría sentir su poder
tan pronto la antigua nación hubiese sido dispersada, ha sido, creo
yo, corroborada en abundancia por los hechos. No veo cómo podemos
entender la historia moderna correctamente sin aceptar esa creencia".
1. Las epístolas de Juan, por F. D. Maurice, M.A.,
Conferencia ix.
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