Dios nos ha hecho en serio, no en serie

Conmovedor testimonio de un joven homosexual que clama por una actitud tolerante de la Iglesia Católica para quienes fueron creados distintos

A los 16 años de edad experimenté por primera vez un encuentro personal con Cristo. Le conocí, me atrajo profundamente lo que me proponía, y comencé a vivir mi fe en una pequeña comunidad cristiana para jóvenes de mi edad.

Desde entonces he ido caminando en mi vida junto a Cristo, dejándome en cada paso iluminar por su luz, tanto en los pequeños momentos del día a día, como en las grandes decisiones. Comprendo que El es el camino y la Verdad en esta vida. Y comprendo que sólo se puede ser feliz en la medida en que uno se entrega a los demás, en la construcción del Reino de Dios, de un mundo más justo y más humano. Ese es el fin para el que hemos de aportar nuestros carismas y talentos, en definitiva nuestro propio yo, tal como es.

Lo primero que aprendí en mi aprendizaje como cristiano es que toda cosa seria en la vida empieza por uno mismo. Tienes que conocerte bien, saber quién eres para, a partir de ese descubrimiento, ponerte en marcha. Seguir a Cristo no consiste simplemente en tratar de imitarle. Cada uno de nosotros es como un cristal distinto, a través del cual hemos de dejar pasar una misma luz, la del espíritu de Dios, la que en cada uno producirá, sin embargo, tonalidades distintas. Dios nos ha hecho pensándonos bien a cada uno. Nos ha hecho en serio, y no en serie. Y por eso hemos de saber exactamente quiénes somos para comprender qué es lo que quiere de cada uno de nosotros en particular.

En este lapso he descubierto que soy homosexual. Desde que con 13 ó 14 años empezábamos a salir con chicas me he ido poco a poco dando cuenta de que me sentía atraído hacia mi propio sexo. Aquello me desconcertaba. A los 16 años me enamoré de un chico que, sin quererlo, me hizo mucho daño; yo por entonces me rebelaba contra aquellos sentimientos sexuales, "¡Señor, ¿por qué a mí?!, y le pedía que me librara de ello. ¡Tenía que pedir con la suficiente fe! y qué mal lo pasaba cuando después se me iban lo ojos, o cuando pensaba en Juan.

A los 18 se lo conté a un buen amigo. "Prueba con chicas", me aconsejó. Yo nunca he tenido problemas en mis relaciones de amistad con chicas. He tenido y tengo grandes amigas; soy amigo de grandes mujeres, que realmente "merecen la pena", pero, ¿a qué amiga engañar?; aunque en realidad, ¿quién iba a ser el engañado?

No he tenido hasta ahora experiencia homosexual ninguna, pero tampoco hace falta. No tengo duda por quiénes me siento atraído. No se trata de una opción, sino de una condición. De una condición de nacimiento, así nací; de hecho he sabido posteriormente que hay antecedentes en las familias de mis dos padres; ¡¡es una cuestión genética!! La homosexualidad como la heterosexualidad, no es una elección; la orientación sexual no está sujeta a una decisión personal. Es una condición de mi propia naturaleza. Es natural, aunque no sea normal.

¡Qué cómodo sería ser heterosexual! y poder fácilmente amar y ser amado y ver bendecida por Dios tu unión y tu amor a una mujer con la llegada de los hijos, a lo cuales formar en lo valores del Reino de Dios, del Dios de la Cruz, los oprimidos, los marginados y los empobrecidos. Sería grandioso. Pero Dios no me ha hecho así. Y sería estúpido que yo la reprimiera o cerrara los ojos a mi sexualidad, negándome a aceptarme precisamente como Dios me quiere. Lo que tengo que hacer es aceptar mi condición y aprender incluso a proyectarla en mi amor a los demás.

De otro lado, reprimir mi sexualidad de la forma que fuera no conseguiría más que hacerme un amargado y un frustrado toda mi vida. Creo que la felicidad en esta tierra se cifra en lo que seas capaz de amar a los demás; que al final, lo que hayamos amado será lo único que quede de nosotros y de nuestro paso por la tierra. Pero me doy cuenta de que una persona amargada no puede nunca ser capaz de dar amor a los demás; no puede proyectar más que su frustración. No quiero vivir una vida así.

Aceptada mi homosexualidad, convencido de que no me debía engañar a mí mismo buscando una chica para intentar fundar una familia, ya que eso habría servido sólo para complicar las cosas y dañar a personas inocentes, venía un problema que me aplastaba: un sentimiento que surgía desde dentro del corazón, y que no podía reprimir, y que se hacía un grito: El ser humano está llamado a ser dos. ¡Qué más quisiera yo que ser autosuficiente y no tener que depender en mi realización personal (y en mi corazón) más que de mí mismo¡ Pero no es así: estamos llamados al "otro".

Yo necesitaba compartir mi vida, compartirme. Tengo muchísimos amigos y amigos, buenos amigos, no me falta nada, personas que me quieren y a las que yo quiero, y sin embargo… me sentía profundamente solo, faltándome ese "otro" que llenase mi vida, al que mi sexualidad me empujaba con tanta necesidad, y sin el que toda mi vida parecía carecer de sentido. Necesitaba amar y ser amado; necesitaba un hombro donde apoyar la cabeza y que alguien se apoyara en el mío; necesitaba abrazar fuerte… Me sentía sin derecho a abrazar a alguien a quien amase.

Quería querer, pero ¿a quién? Ya había intentado entre los muchos amigos que me rodean sin que hubiera muestra de que correspondiesen a mis sentimientos. El futuro se me planteaba muy feo: o ser un solterón viejo, amargado y verde, o meterme en unos ambientes rarísimos que no me apetecían en absoluto, "promiscuando" toda mi vida hasta que mi físico se deteriorara lo suficiente como para que nadie me quisiera. El factor común, una palabra que me aterra: la soledad.

Este sentimiento me ha ido minando cada vez más, me ha ido amargando, me ha ido entristeciendo, ésa es la palabra. Sin capacidad alguna de proyección hacia el futuro, desesperanzado, sumido en una severa depresión. ¿A quién iba yo encontrar nunca? ¿Qué sería yo, proyectado a 25 años en el futuro por ejemplo?: un amargado, un frustrado, un fracasado, alguien que ha perdido su vida. ¿Para qué seguir viviendo entonces?

Esa amargura irradiaba yo a todos los ámbitos, perdida desde hacía tiempo la alegría de vivir, la capacidad de dar cariño y alegría a quienes me rodeaban e incapaz de seguir creciendo en Cristo.

Estas Navidades ya no aguantaba más. Reventaba. Había que poner cuanto antes manos a la obra y seguir construyendo mi vida con fuerza. Algo había que hacer porque, como quiera que fuere, ésta era mi vida, así había que aceptarlo.

He comenzado a dar, por fin, pasos. ¡Y ellos han abierto todo un nuevo horizonte a mi vida! Cuando se camina, a veces se tropieza, pero es la única manera de llegar a alguna parte. Me he sorprendido al descubrir que no todos los homosexuales son amargados, sino que hay gente enamorada que comparte su vida de forma estable. Y al descubrir que de los de mi edad, no todos buscan únicamente el sexo por el sexo; hay también quienes, como yo, valoran en muy alto grado su sexualidad y procuran vivirla con dignidad, sabiendo, como ahora yo, que algún día llegará una persona con quien compartir el camino. Viviendo por fin en la esperanza, esa aspiración ya no corre tanta prisa.

Tenía que compartirlo con mis amigos de siempre. La sexualidad no es algo que pueda obviarse sin más. Es una realidad profunda que atraviesa toda nuestra persona, desde lo más cotidiano a los más profundo. Sustraer de una relación de amistad una parte que es tan importante de uno mismo, sería privarla de demasiado. Un amigo que no lo supiese, con quien no pudieras compartir tus sentimientos, tus problemas, tus inquietudes y tus alegrías, podría estar bien para salir a tomarse unas copas, pero para nada más.

La acogida de mis amigos fue maravillosa: un mundo se me abría por delante. ¡Nunca podría haberlo creído!

Igualmente maravillosa fue la acogida de mis hermanos en Cristo, de la comunidad. Fui hablando uno por uno, personalmente, conversaciones de 3 y 4 horas. Poder decir, después de tantos años tragándomelo yo solo, tragando hiel amarga, poder pronunciar "homosexual", poder decir "soy homosexual". Y que te digan "tío, pues estoy muy orgulloso de ti"; "probablemente acabas de dar el paso más importante de tu vida"; "te agradezco mucho que lo hayas querido compartir conmigo", no creo que mucha gente fuera capaz de ser tan valiente"; "ten en cuenta que Dios te ha hecho así porque seguro que desde ahí tienes una misión importante que cumplir"; "necesitas gente que luche por tu causa, ¡y aquí tienes uno!; "tus amigos tenemos que ayudarte en todo lo que podamos porque la vida no será fácil en esta sociedad que nos hemos inventado"; "que sepas que hoy desde el punto de vista psicológico el homosexual al que se considera enfermo es precisamente el que no es capaz de aceptar su propia homosexualidad"; "desde luego no cambia nada entre nosotros"; "y no dudes que nosotros tenemos muchas cosas que aprender de ti"; "si Dios te ha ayudado hasta el punto de hacerte tomar conciencia de que El te ama y te necesita homosexual, qué quieres que te diga, ¡que me siento orgulloso de creer en ese mismo Dios!

Yo respondo con un "Gracias, Padre. Y gracias, amigos, porque son palabras que les han salido a ustedes del corazón".

Esperaba incluso desprecio, sin duda incomprensión, y me he encontrado con un "nos sentimos orgullosos de ti", como el de un padre a un hijo que ha sabido hacerlo bien. No sólo no he sido rechazado, sino que sido profunda, sincera y cariñosamente aceptado y amado, como cuando Dios y sus valores reinen por fin sobre estas tierras. Habéis hecho que realmente el Evangelio sea para mí una buena noticia. He sentido el Cielo en la Tierra construyéndose en mí.

Anhelo que algún día podamos compartir ya con todos sin más angustias ni oscuridades nuestros problemas, anhelos, inquietudes y alegrías, y en definitiva nuestro yo tal como es de verdad, no de mentira. Seguros de que, al menos en nuestra comunidad cristiana no seremos víctimas de injustificada e injusta marginación y discriminación.

(Tomado y adoptado de un boletín eclesial español)

 Archivo traido desde www.granvalparaiso.cl/iglesia/iglesia.htm

Diciembre 12, 2000

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