AMÉRICA
TIERRA
ENCANTADA
América, tierra
encantada...
América, tierra de
leyendas...
Cantos para esa vida que surge
imperiosa, ávida de empujes y aventuras...
Estas leyendas que sin ser de nadie son
nuestras...
Pertenecen a los americanos primeros, a
sus tragedias y comedias. Pertenecen a los que vinieron después y llegan
hoy, con interés de despertar en el árbol al espíritu que
duerme.
Sólo ellos, -los primeros-, las
anduvieron, contaron y cantaron, y lo más importante: las creyeron y es
su fe tan perenne que asoma en los fértiles caminos americanos.
Descalza, estoy recorriéndolos...
Yo, Jacqueline Dárdano, doy fe
de que América es tierra encantada y bajo su embrujo regreso a la noche
de los tiempos.
KOETI, LA MUJER MANAKA
¿Veis la tostada tropa de
indómitos guerreros? Mbarajaku la lidera. Dispara las flechas que,
impecables, golpean los blancos con certeza. No existen hombres -que como tales
se precien- capaces de resistir a la tribu del cazador que los propios jaguares
envidian. Un cinturón de colmillos de jaguareté le sujeta las
graves palabras al firme cuello.
Persigue la fiera herida...
¡Observad con cuánto orgullo añade alaridos que esconde el
nuevo colmillo sangriento a la procesión que custodia su garganta! Sin
embargo, no hay lugar en el hilo para ensartar otro.
La vegetación es cómplice
de las agallas del hombre que vigorosos y transpirados músculos
ostenta... es muralla que los rastros pierde y Mbarajaku es víctima de
enredados laberintos verdes. Por ellos las piernas más que caminar,
sobrevuelan las esponjosas hojas.
Una monótona lluvia lava la cara
de la selva dejándola tibia y húmeda, plena de olores penetrantes
y pesados. ¡Ah, el olor de la exuberante selva! No existen aromas
comparables.
Mbarajajku se tiende a dormir,
incitados sus sentidos ante la embriaguez excitante de esa selva abierta en
flor. A sus sueños los candiles encendidos que arden en las negruras
le traen palabras sensuales de una bonita mujer que le llama sin pausas.
Sin pausas le llama una boca carnosa de
papaya madura; puede respirarla, saborearla...
El rocío desprende la noche y
teje el día sobre las perfumadas corolas del ysapy. Los sones del tambor
guían al indio; la voluntad va perdiendo. Los espíritus de la
brisa, de las fragancias y los sones le llevan.
¡Allí va el indio que
llaman Mbarajaku! ¡Allí va con paso soberbio el hombre de caza! Por
su presa va... No sabe el cazador aún que la presa es él...
Sin dudas habrá festejos en el
poblado cercano.
***
Manjares y bebidas aguardan las
visitas. El paisaje frondoso dona sombreados abrazos frescos a la árida
jornada.
El tiempo pasa y la tardecita
chisporrotea en las primeras fogatas. Los músicos inician lúcidos
conciertos y la noche tras beber abundantes copas de licores de maíz en
el crepúsculo se ha dado prisa por estrenar bailes.
¡Ay, cómo baila la noche,
estrenando falda de luciérnagas!
¡Ay, cómo baila la noche,
olvidando al día que ha sido!
Mbarajaku, -magnífica piel de
tigre echada sobre la espalda-, se acerca al festejo y tiende a la noche ebria
en el suelo. Toma un mbaraka y ejecuta sonidos melodiosos. Callan los
pájaros cuando el apuesto y robusto indígena se trepa por una
escalera de privilegiados sonidos.
Estoy viéndolo sentado narrando
con temblorosa la voz las famosas historias del príncipe Chimboi. El
auditorio, el fuego, la misma noche, sólo tienen oídos para
Mbarajaku, el de los rasgados ojos, que mezcla sus deseos a la anécdota.
Y las jóvenes, exuberantes y
plenas de deseos ante el vigoroso recién llegado, se miran, esperando
cuál de ellas será la elegida del príncipe Chimboi que
usando bocas de mbaraka está convocándolas. El príncipe es
un invento, es él mismo que se ha convertido - como todos los artistas-
en los seres que su ingenio estrena.
La tribu festeja la cosecha de la
mandioca y las fiestas de la nubilidad.
Por ello las esplendorosas
vírgenes despliegan para los hombres de la aldea sus inmaculadas
trémulas galas sin debut.
Y en aquel desfile iniciático
ve Mbarajaku la que en sueños le llamaba. Frente a él los labios
carnosos de papaya madura sonríen entreabiertos. La virgen lleva flores
claras en el oscuro cabello que los hombros acaricia y sobre los pechos
húmedos, secos ramilletes de hierbas.
El indio cuelga colmillos filosos de
fieras abatidas en combate, pero... a la fiera que en su corazón asoma
peligrosas garras no puede contenerla. Y esa fiera ha invadido la
música... ¡ya es mbaraka! ¡La fiera es mbaraka de alientos
ardientes que a las vigorosas raíces de la selva
extenúan!
Mbarajaku dedica una canción a
la más bella, la que en sueños ya ha sido suya. Al más
bello y fresco pimpollo que se acerca demasiado a la fogata de estiradas
lenguas amarillas, rojas, azules...
Koeti se llama la india que Chimboi
hubiese elegido.
Koeti se llama la india que le ha
regalado Yacy.
Chiro es la abuela de la niña
descalza.
¡Qué razón tiene el
esbelto indio! La abuela lo sabe. Cuando Koeti nació el cielo
abrió el oscuro vientre y sembró el cielo de nuevas cosechas de
luceros. Fue la señal. No hay dudas. Quedó escrito.
- Si mi nieta es la elegida,
guíanos entonces hasta el palacio de Chimboi.
¡Claro que los hermanos se
opusieron pero bien sabemos que las palabras de los ancianos son sagradas!
Por ello el indio, la abuela y la
fresca Koeti marcharon hacia el palacio que Mbarajaku en el aire
pintó.
La niña no lleva prisas. La
abuela no puede refrenar la agilidad.
Los hombres de la aldea ven al indio
abandonar la aldea con sus colmillos de jaguareté y la virgen más
bella que las lenguas del fuego desnudaban.
***
El indio ha cazado un venado. Lo asa y
el sabroso manjar crocante comen abuela y nieta. La abuela está
cansada.
-¿Cuánto falta?
-¡Cuánto yo quiera! Chimboi
soy yo. Mbarajaku es... ¡mi nombre de guerra! – ¿Alguna vez
había doblegado el orgullo y confesado? ¡Jamás! Ni siquiera
con los dioses. Acaso... ¿es la primera herida que la vida al heridor de
jaguares estampe en su piel brillante?
El indio le pide a Koeti. La ama y
necesita encadenar el nombre de ella al suyo, para cincelar al duro oficio de
vivir, el amor.
El matador de fieras suplica y las
rodillas lleva al suelo ante la vieja desdentada. ¡Mbarajaku de
rodillas!
Chiro, la abuela, lo mira con furia.
Extrae del recipiente que apretaba en su seno un ungüento verde. Con
él unta la frente, las mejillas y el pecho de la virgen india. Chiro se
despide y arrepentida de haber incitado el viaje marcha con lentos
pasos.
Mbarajaku mira a su amor. Koeti
está hechizada.
Está vistiéndose de
helada niebla. Las manos, la piel, los ojos, los pechos y los cabellos que
estaban salpicados de hierbas y flores se vuelven cenicientos. Fríos y
desiertos.
El indio está mareado, se siente
pesado como las montañas que sostienen al sol del día.
Obligado espectador. Con dificultad se
acerca a la joven para abrazarla. ¡Está abrazándose a un
tronco! Pero... ¿y la niña dónde
está?
El hechizo le va durmiendo y cuando el
sol ilumina el agreste rostro, se incorpora del árbol en que la espalda
apoyaba. Asesta un montón de golpes en la madera y busca a Koeti en
él.
-¡No juegues con el indio,
niña! ¡No juegues! Mira al indio, triste...-el gran Mbarajaku
derrumba la fortaleza y en ella abre el baúl de la
nostalgia...
Revuelven sus manos dentro de las
entrañas de follaje y no encuentran más que tibios ríos de
savia dolorida.
Lluvias de pétalos caen sobre
él, le cubren, le perfuman... Desconcertado el guerrero se va...
***
Chiro ha esperado que el indio se
retirara para regresar a romper el hechizo. No repara en la pequeña ave
multicolor que danza en el aire a su lado, batiendo las alas de diminutas
lentejuelas. Como una flecha llega antes que la abuela hasta el árbol y
con el fino pico penetra las flores, dentro de ellas se mantiene unos instantes
bebiendo el sabroso néctar.
Los pétalos se ruborizan, se
ponen morados... las raíces tiemblan, las hojas se aferran a los tallos
con desespero... tiernas y verdes...húmedas y enervadas...
Chiro ha salvado la castidad de una
mujer que al volverse flor un pajarillo ha ultrajado sin pudores, ante su
mirada.
Por eso Koeti, se volvió manaka,
y sus flores están siempre sonrojadas. Chiro no supo nunca que los
lugareños cuentan que el pajarillo era un príncipe encantado
llamado Chimboi. Koeti quedó encinta, en varias lunas y muchas veces,
por eso la selva se llenó de hermosos manakas.
Mientras Mbarajaku vivió, los
jaguares corrían a protegerse bajo estos árboles porque observaron
que el heridor de fieras, oliendo estas flores moradas, olvidaba la presa, los
colmillos, y se abrazaba al tronco como un indio loco que hubiese bebido
demasiado licor de mandioca... sobre la magnífica piel de tigre
aguardaba los primeros rayos dorados acariciado por los aromas de las flores del
manaka.
POR AMOR A SAPURU
(Adaptación de la Leyenda del
Ñandutí-guaraní)
“Sapuru se quiere casar y ya se
lo ha dicho a sus padres”.
Ñandú Guasú, el
hijo del jefe de los grandes avestruces baja la cabeza y alza la cólera.
La ninfa que desafía la belleza de las estrellas, la que puebla su noche
de largas agonías, esa es Sapuru, flor bella.
La machu lo ha dicho en tono especial,
el tono que usan las viejas para decir las cosas que en voz fuerte
romperían hasta los mismos tímpanos. Y ahora le mira, sin piedad,
como escondiendo el disfrute de aquellos ojos que sumidos en la tristeza en los
arrugados pliegues que contienen la suya, unos instantes se mecen.
-¿Con quién? –
pregunta el indio, muriendo de amores imposibles.
-Nadie lo sabe, lo hará con
aquel que lleve el más extraño y bello presente.
La madre de Ñandú
Guasú escucha escondida detrás del grueso tronco. De poco han
valido todos sus hechizos para que olvide a la niña indígena. Su
hijo sufre y de ella es la culpa, así lo siente, pues le ha parido, pues
le ha puesto la planta de los pies sobre la hierba blanda.
-Ha recibido algunos ya.-La machu
sugiere maliciosamente.
Prosigue: el que ha traído Jasy
Ñemoñare es tan bello que los dioses estarán celosos de
Sapuru, la mortal. Alhajas finas en manojo ha derramado para ella. Su secreto es
que parecen hechas con chispas de estrellas y luna, son blancas y lo iluminan
todo cuando las descubren. El sol arde y ríe en su superficie como si las
joyas le pulieran la cara de girasol. Es que el desciende de la reina de la
noche. Ella le ha ayudado. Sapuru será suya sin dudas.
Esconde una sonrisa la machu, muy lejos
de su boca, sus manos, sus ojos. Más allá del cuerpo, al punto que
rebota en el reino de las tinieblas con sonidos sibilantes.
Un techo azul y homogéneo de
estirado cielo cubre las chozas con majestuoso porte como si el universo paseara
sobre los hombres una eterna sonrisa. Aunque por su piel se escape una gota de
tristeza que es lágrima en el rostro del hijo del jefe de las grandes
avestruces. Perderá a su amor. ¿Será la muerte mejor? Inicia
una carrera veloz para huir de la machu, el destino, el temor y a su propia
muerte que ya es una sombra a la espalda del sol. El bosque oscuro le cobija.
Corre con él tan veloz como el viento que le despeina los largos cabellos
oscuros. Se enredan, desparraman, ensortijan. Las ramas cuelgan y descuelgan
trinos de kogohé. Caballos alados por el cielo patean oscuros nubarrones
que tajean los azules lagos. El galope del indio detiene el sigiloso arrastre de
la serpiente que estirando los oblicuos ojos le da paso. Un hombre herido va
venciendo, enterrando silencios, a la luz que comienza a yacer. Tiende su cuerpo
anaranjado el horizonte sobre el monte. La noche viene saltando de lucero en
lucero y se acuesta en el monte. Toma de almohada el árbol que un rayo
destronó de las raíces negras y sueña con el verde brote
cuya savia asoma. Ñandú Guasú con ella se acuesta y la
almohada comparte. Cuando el rocío amanece y la noche se despierta y
vuelve a huir para continuar su lento sueño en otras partes del mundo, el
indio ve que al árbol muerto la noche le ha dejado como premio una nueva
vida. Cuando alza la vista sobre él se descuelga, desde lo alto de las
ramas secas, un manto de gotas y finísimos hilos tan blancos como la
nieve. Que hasta el mismo indio se pregunta si no habrá sido la noche que
sin querer ha dejado un trozo de piel de luna colgando de la muerte. El tejido
desnuda hermosos arabescos que sólo mágicos seres podrían
pintar con manos invisibles. ¡Un manto de los dioses para Sapuru! Un
obsequio venido del más allá. Alguien se acerca. No son los ecos
del monte ni bestia salvaje. Es un hombre que también teme morir por
amor. Es Jasy Ñemoñare que se enfrenta a Ñandú
Guasú. El amor con ellos gira, se retuerce y disputa. La luna sigue
allí arriba. Tan redonda y cautiva como siempre. El indio del manto
creía que no se iba porque en el árbol se le había quedado
un trozo. La danza de la muerte, del amor, es un tambor de hondas resonancias
que inunda el monte. Y el monte se acurruca y llora espesas gotas de
rocío. Dos hombres. Un mismo amor que les une y separará
fatalmente. ¿Cuál es aquel que ha sido alcanzado por una roca de
punta afilada? ¿Cuál es aquel de los dos que vencerá en
nombre de la bella indígena?
La luna se resquebraja el velo que la
cara blanca le cubre y derrama sobre el follaje espeso la ternura de su llanto
de madre. Es su hijo el perdedor. Jasy Ñemoñare está
tendido acariciado por la débil luz que la madre exhala en
lánguidos quejidos.
Al costado de la muerte trepa buscando
Ñandú Guasú en el árbol muerto el tejido de vida.
Cercano a sus manos brilla tanto o más que el sol. Es un arco iris que
destella las iridiscentes sonrisas del día. Cuando al fin sus manos
pronta caricia le prestan la bella obra se deshace y llora sobre la madera que
cálida en su seno lo acogía. Ha perdido a Sapuru nuevamente.
¿Se trataba de un hechizo? Una simple quimera. Una más en la vida.
La rabia, la ira, el rostro le pintan de oscuros colores. Salta y corre. Huye de
la realidad que sin sombras sobre él va al galope. Corre lo que va
quedando de la luna. Ha sido ella tal vez quien negó al matador de su
hijo su último trozo de piel.
La madre le ve llegar. Le ve entrar en
aquel pesado sueño que le acosa y revuelve en su hamaca de fibras. Le ve
revolcarse como si pesara poco menos que una pluma. Está sin dudas en el
infierno. Extrañas fuerzas del mal le sacuden e intentan llevarlo para
siempre. El sol brilla y comienza a ahuyentar los nubarrones de hiel que se
ciernen como esculturas gigantes sobre la paz de la aldea. Amenazantes. La madre
le rescata con su dulce voz del huracán grave del infierno. Ante ello el
hijo se sincera. ¿Qué puede ocultarle un hijo a una madre?
¡Nada! Si es la madre el cántaro siempre fresco que aplaca la sed
más terrible. Que apaga la fiebre más alta.
-Llévame a ese lugar.
–Pide la anciana.
Sobre la esperanza que adormecida se
hacía la tonta, se montan y cruzan nuevamente los montes. Trota el amor
en cada músculo y el combustible es inagotable.
La dulce madre observa con pesar el
cuerpo tendido, la muerte que cargará su hijo para siempre. Le cubren
numerosos insectos. Mira hacia lo alto.
-¿Lo ves madre? Allí
está de nuevo... Es una ilusión. Había desaparecido, por
los dioses madre, desapareció cuando quise tocarlo.
La madre mira con paciencia esperando
del cielo una señal. Hasta que el supremo artesano descorre su cortina de
nubes y el sol da por entero en cada parte de la urdimbre maravillosa. Un
pequeño animal teje y teje sin descanso. Un pequeño animal que
para secreto de su magnífica creación ha hecho que el
mínimo roce la deshaga. La alumna comienza a observar como la profesora
involuntaria comienza su clase diaria de tejido divino. Va y viene mil veces. Se
cuelga, se tiende, se descuelga. Se abre el blanco laberinto una y otra vez,
forma flores, corolas, tallos, une las ramas. Cortinas de rocío abre para
el monte.
Del aire escapan campanadas rosas de
mágicos aromas y el indio a su encanto no puede rehuir. Le traen el
sueño, un sueño pacífico, paradisíaco. La madre con
su lección a cuestas ha escrito en el cuaderno del amor filial cuanto ha
aprendido. Llevando a cuestas la felicidad del hijo. Danzan sus manos cual patas
de araña el inmortal manto imitando. Danzan sus ojos que van y vienen en
claro compás. Danzan los cabellos blancos que de su cabeza arranca. El
hijo despierta y sobre otra rama descubre el tejido colgando cual arco iris.
Parece la capa digna para que portase con orgullo una reina, una diosa.
-¿Cómo lo has hecho
madre?
-Con amor-un beso esparce sobre la
morena piel de aceituna.
Lo llamarán
ñandú-ati. Será la ofrenda que el hijo del jefe
llevará a la bella Sapuru.
Y fue el mejor regalo que Sapuru
recibió, lució para siempre sus tocados y vestidos con aquel
encaje de nácar que una madre para dar realidad a un sueño
levantó con enredados cabellos. La araña en lo alto del
débil árbol muerto se tendió a descansar. Podía
hacerlo. Su obra estaba a resguardo para toda la eternidad. Había
enseñado algo magistral al ser humano y ya nadie podía ocultar la
importancia de ella en el planeta tierra. La tejedora primigenia
entrecerró los párpados, hizo un ovillo con sus patas y
confeccionó su último tejido por primera vez.
CUANDO LLORAN LOS
URUTAÚ
LA MUERTE ES AL AMOR TAN
SÓLO LA MÁS CASUAL DE LAS CIRCUNSTANCIAS
( Adaptación de la Leyenda del
Urutaú-guaraní)
Hace calor... Dos cuerpos se entrelazan
junto al tajy, son dos y es uno. El amor les gobierna y toma las manos.
Orquídeas gigantes de exquisitos perfumes les cubren grandes trozos de
cielo. Un indio enamorado y una princesa unen los labios... son picaflores
estrenando el néctar prohibido.
Uruti en el guerrero su paz descansa y
el guerrero en Uruti sus combates apaga. Las llamas de la pasión se
contornean quemando esos cuerpos que ya dejan de ser más de uno. Uruti
siente que los fantasmas de voces ancestrales la llaman para seguir insistiendo
con esas locuras de las uniones aconsejadas y negociadas, pero se están
yendo... Se apagan con los quejidos y los susurros de las ondulantes hojas...
Él le regala un bello collar al
que no le cabe un diente más de jaguar, tributo de su fortaleza, digna
herencia que corre por viejos ríos de sangre nueva. Tatuados en su piel
de chocolate se esconden para siempre los zarpazos previos a las agonías
de las temibles fieras. Es que Jaguarainga no le teme a nada ni nadie. Mortal o
divino. El guerrero tensa en los músculos el peso de los contornos que
sus ojos aprehenden. Crujen las hojas, el viento sopla, las nubes se arremolinan
en plena conferencia. El destino de dos enamorados cuentan los cardos
espinados.
Voces vienen acercándose.
Música mala, triste, es la que trae la aurora que mientras va muriendo
sin prisas. Pálida luz el sol derrama, las hojas escurren las nervaduras
de nácar . El guerrero a la princesa en fuerte abrazo la fragilidad
ahoga.
***
Muchos ha enviado el mburuvicha
guaraní. Muchos vienen con el mburuvicha guaraní. Toma el amor
prestado por unos instantes la garganta del hombre que vive y está
muriendo por Uruti. Habla y los tallos se estremecen. El bosque lo
escucha.
El lapacho gime. Las flores
entrecierran las corolas. ¡Un guerrero dominando idioma tan fino es cosa
que hace temblar hasta las raíces más profundas!. Uruti
también tiembla. Trémula flor sin su bastón de jaguar en
medio del páramo que le azota el bello rostro. El jefe guaraní se
siente ofendido. ¿Cómo puede osar un indio perteneciente a una raza
esclava pretender a su hija?
-Muchos venían con el mburuvicha
guaraní. Muchos envía el mburuvicha guaraní para comprobar
que el altivo luchador huya más allá de los límites
prohibidos.-Jaguarainga se va. ¿Qué ganará con combatir?
Solamente alterará el ánimo y aumentará el odio que el
cacique guaraní siente por él.
En la aldea con sus padres llora Uruti
su destino.
(Es que no sabe la niña que el
destino todo lo rige y que también el amor es una marioneta del mismo.
Algunos dicen que es su juguete preferido y que le han visto en el cielo, ante
un arco de estrellas, disparar hacia él con saetas de amor
empujadas.)
El cacique ha decidido castigar el
pecado de Uruti de forma inquebrantable y ejemplar. ¡La enviarán al
templo mayor para ser consagrada como vestal!. No habrá nunca más
hombres para la bella flor guaraní. Los sacerdotes con sus miles de vanos
conjuros el amor de ella echarán, cortarán y quemarán.
Hasta allí es conducida la
rebelde muchacha que a duras penas camina, pues lleva en la espalda en el pecho
los pies una inmensa carga, el amor sujetado del cabello las manos la boca, tira
de ella hacia atrás y el camino es un abanico que se al
frente.
“¿Cómo pueden pedirme
que renuncie al amor? Si por él, por mi hombre, he abierto la ventana
oculta del mundo. He descubierto la gran traición de los dogmas y los
secretos sacerdotales. Cómo podrán extinguirlo de mi cuerpo si
cada hueso cada arteria cada latido le pertenece a Jaguarainga... Por mi
hombre he sido mujer y ya no dejaré de serlo jamás...
”
Las otras muchachas que han corrido
igual desgracia se deshacen en palabras porque ya conocen el castigo de la
desobediencia. Puede tener desenlace fatal la porfía de Uruti. Y lo
tendrá. Todos lo sabemos. Cierra los oídos ante la promesa de que
castigos y disciplinas matarán al amor y la harán una nueva
criatura.
¿Desde cuándo la oscuridad
apaga la luz? se pregunta la joven. ¡Qué estúpidas son, por
los dioses! Prometer que pronto olvidará...
Una a una las pruebas mágicas va
superando y será ya, pronto, vestal del templo mayor. Las lunas
presurosas por el cielo ondas de níveas puntillas han detenido por
noches enteras y el sol, arrepentido de la noche despierta la aurora en que las
ceremonias oficiales oscurecerán el mañana de la bella princesa.
Los padres de Uruti, Arakare y Ojampi relucen de brillos interiores, los
sacerdotes inician los ritos.
Uruti es una azucena blanca de
cimbreante cintura. Nadie sabe que está perdiendo los perfumados
pétalos. De nieve va hirviendo Uruti por el camino espiritual.
Comenzarán las danzas rituales. Los acordes se dilatan hasta rascar la
oreja de los dioses y penetrarlos de extremas agudezas.
Todas las vírgenes como llamadas
por un mismo son, la vista elevan. Tan alto hasta donde el amor
llega.
¡Arriba, en el techo del templo un
hombre se asomó!
Los ojos eran de fuego... De fuego eran
los ojos...
Sin dudas, hay un hombre allá,
arriba, espiando.
Abajo, una fuerza posee a Uruti. La
toma de la cintura y círculos en cadencias embriagantes la obligan a
bailar como nunca lo ha hecho. Son sus caderas laderas del monte pidiendo la
lluvia y su boca fogosa los tempranos besos del rocío en pistilos, sus
brazos alas sin vuelos hacia el infinito. La flor sin primavera perfuma cantos
en sensual hora y sus ojos son los que se encargan de desnudarlos. El amor con
ella baila. Las otras vestales admiran su irreverencia y temen el castigo que
sin dudas vendrá. Arakare tiembla de impotencia ante esos demonios que en
Uruti la castidad maldicen. Su hija está negándose a ser pura. La
danza de la flor de blanco es testigo de cuánto en ella la pasión
ha obrado. ¡El talle cimbreante gira y desmantela a su paso líricos
caudales de emociones!. El templo el viento el tiempo con ella juegan sin
cordura.
¡Allá en lo alto le ha
visto! Ella iba rumbo al fin, él venía a dar principio.
Sólo para él puede la indiecita enroscar y desenroscar los
pliegues frescos de su piel de manzana. Sólo para Jaguarainga es capaz de
desafiar los castigos divinos y mortales.
¡Sólo para Jaguarainga la
azucena guaraní tiene perfumes en los senos!
Arakare ofendido captura con sus
soldados al hereje que ha osado merodear durante la ceremonia. Acaso ¿no
ha dicho siempre él que ese guerrero es de mal augurio? ¡Será
castigado y su hija será testigo! Le romperán el cráneo,
cortarán su cuerpo trozo a trozo. La tribu los devorará cual
sabroso manjar del cielo venido, y sus huesos se desparramarán en varios
escondites del bosque para que nunca se unan, ni reencuentren la paz
eterna.
***
Sin el amor habla el indio enamorado
de amor y el vocablo de cuatro letras enfervoriza los cinco sentidos del
mburuvicha haciendo que sus odios interiores griten por él. El jefe
quiere que goce de placeres terrenales así en la hora de la muerte que
pronto llegará le pese más retirarse de este paraíso. Y su
carga de culpas pese lo suficiente para llamar al arrepentimiento. Sin embargo,
no habrá convidado de piedra, porque no puede arrepentirse Jaguarainga
del amor.
¡Pero Dioses! Si él no lo
inventó..., es una víctima más.
El castigo- sacrificio viene dentro de
bellas mujeres que traen los guardias, manjares y bebidas exquisitas... El
prisionero no quiere ni probar el vino ni mordisquear las apetitosas comidas ni
siquiera mirar una mujer... Uruti y las vestales desean liberarlo por eso sus
manos, observad, vuelan como pequeños pájaros mezclando en las
bebidas que la tribu goza y padece el jugo de adormideras rosadas y de ninfeas
azules. Todos beben. Es parte del ritual.
Caen dormidos en estibas que roncan
gravemente.
Jaguarainga no sabe si es la muerte que
apresurada, viene escondida detrás del ángel que tiene delante de
sí. Uruti va a liberarlo. Sus delgadas manos desatan las cuerdas que
mantienen al amor atado firmemente a un tronco. Vuelven a sentir la magia del
abrazo que les fuera arrancado. Por unos instantes creen nuevamente ser uno. Un
corazón. Un alma. El amor...
Huyen sobre alfombras de hojitas
sonoras. Huyen prendidos de las cabelleras iluminadas de los sueños.
¡Huyen las liebres del cazador!. Corren los tres sin pausa ni cansancios
más que las treguas que un efímero beso plantea. El amor puede
cansarse aunque nadie lo crea. Puede apresarse aunque sea etéreo. Al amor
de Uruti y Jaguarainga tres centenas de soldados a mando del jefe guerrero de
Arakare, que pretende a la bella, ponen redes y lo cazan. El amor llora,
apresado nuevamente, sin memorias pues tantas veces le han liberado y
encarcelado. Una y otra vez. Por ello para el amor libertad y cárcel
suelen confundirse. Los que se habían fugado para apresar voluntariamente
al rehén divino esperan el castigo.
-¡Será ejemplar!- ha dicho
el sacerdote y los pájaros van a esconderse a sus nidos, las bestias a
sus guaridas. El incendio de rencores lo amenaza todo.
El guerrero deberá ser
sacrificado tal cual se había dispuesto antes de su huida y la bella
niña, será castigada como cualquier vestal mancillada: ser
devorada por la boa sagrada del templo. Ojampi clama desesperada por la vida de
su hija, se arranca los cabellos, se rasguña el rostro. Arakare,
impasible, no dará un paso atrás en su condena. El incorruptible
ha corrompido lo sublime.
La pitón con poderes de augur,
se arrastra relamiéndose ante lo que ha oído. Una nueva
víctima. Está hambrienta. La furia de la espera la enrosca y
desenrosca con rapidez. Las rasgadas miradas se estiran hacia los costados. Ruge
la bestia y todos tiemblan. ¿Estará devorándola ya? Uruti
quizá ya esté en medio de aquella máquina destructora. Los
guardias portando en su rostro desencajado oscuras señales de
pánico, cuidadosamente se acercan al recinto sagrado. Un hombre
está asestando con implacable violencia golpe tras golpe al feroz animal
enorme que se retuerce. Salpica la sangre las paredes y la bestia golpea furiosa
con su cola. Se ha abrazado Jaguarainga a la frialdad. Es uno con la serpiente
hasta que le corta la cabeza con el hacha hurtada. Uruti tiembla a un costado
con los pies llenos de helada sangre negruzca.
***
La lucha entre el guerrero y los de
Arakare es terrible, son muchos, la valentía tiene límites que le
hacen caer, rendido, no entregado, a los pies del salvaje mburuvicha.
Perdonará la vida de Uruti y Jaguarainga será sacrificado en forma
inmediata. Uruti debe observar la escena. El verdugo sin rituales ni pasos
ceremoniales aplasta la cabeza de la víctima. ¡Jaguarainga ya no le
pertenece a nadie! Esclava del amor la mirada última ha donado a la
bella.
-¡Te amaré siempre! fue la
última frase de él.
-¡Te amaré siempre! es la
primer frase de ella.
Rompen el cuerpo del guerrero. El
cuerpo que tantas glorias dio a los suyos. Lo devoran ávidamente los de
la tribu. La idolatrada carne mastica. Uruti llora, da vueltas sobre sí
misma y se resiste a creer que en minutos el tiempo la vida el futuro pueda
caberle a aquellas míseras bocas. El destino maldice, a su padre, a
todos. Contra el cielo los dioses blasfema la bella. Luego del tenebroso
banquete los huesos de los brazos las manos que su cintura abrazaron con fuerza
son arrojados por el bosque. Los restos de las ágiles piernas que
alcanzaban jaguares y atravesaban eternas penumbras se han esparcido en diversos
pozos. De la espalda robusta y protectora nada ha quedado más que unas
horribles vértebras. Jaguarainga no está. No existe. Unos huesos
desparramados es todo lo que queda de él. Ojampi y Uruti parten del dolor
al dolor eterno. Vagan por los bosques. Madre e hija reniegan del destino.
Uruti busca los huesos, jamás los encuentra.
Se guarda los abrazos las palabras la
pasión en el canto al punto que los dioses, de purita pena, a la azucena
prenden alas y la convierten en pájaro. Entonces el dolor y el llanto
en el mismo cielo vuelan sin destinos.
Nadie lo olvidará. Las
señales de mal augurio suben al manto azul y descienden, grises, sin
tregua, en la tribu de Arakare.
Tupa ha parido un nuevo verdugo para el
mburuvicha: el insomnio del que nada lo aleja. El heridor del amor ajeno se ha
infringido así una propia herida que al igual que a su víctima le
arderá aún en las nieves eternas. El llanto del urutaú
permanece toda la noche, y cuando se detiene, estéril, sobre el
árbol seco - en que, Ojampi, la madre, se ha transformado- suele llorar
más fuerte.
Loco, el mburuvicha decide marcharse,
viejo y solo, de este mundo y entró en la muerte con las pupilas
dilatadas.
No tan solo, porque hasta el
último momento de su paso por la tierra un ave desesperada que hasta hoy
sigue buscando al amor roto para pegarlo y arrancarle la muerte, le
cantó y le canta hasta más allá de la muerte. Porque cuando
lloran los urutaú vierten los campos lágrimas sagradas de mujeres
heridas por amores perdidos.
¡HABRÁ TIEMPO PARA
LLORAR!
(Adaptación de La Leyenda del
Crespín-argentina)
Ha pasado la trilla de los cereales y
hay fiesta en las parcelas de tierra donde las familias han cultivado bajo la
atenta mirada de los generosos dioses. Licores embriagan los corazones los
ríos los montes las llanuras en celestial comunión, esbozando una
sonrisa mágica que a todo lo envuelve y le salpica cascabeles.
Músicas nativas retuercen cadencias de palpitantes ritmos en los que las
almas- en plena ebullición- entonan cautivadoras danzas elogiando la
vida, la naturaleza, la tierra abierta de entrañas regadas y henchido
vientre negro que germina siempre, que sobrevive a todas las catástrofes.
Que siempre calma el desespero de los hombres.
El aguacero estival ha llorado sobre
los ríos de las sierras gotas de nácar en dulces torrentes.
Crespín y Crespina, dos esposos, danzan sin comparación. Van y
vienen, ríen, cantan. Se abrazan besan, zapateando sin par.
Crespina y su comadre Calandria se
empalagan del dichoso licor que trae la palabra escondida a los labios abiertos.
También beben los hombres tragos suficientes como para marear los
pensamientos y obligarles a bailar dentro de los sudorosos cuerpos olientes a
mazorcas nuevas.
Un malentendido de golpe se suscita.
Crespín y un amigo hacen relucir las armas oxidadas que se ponen
inmediatamente en campaña.
La fiesta no se detiene. La
música es estridente.
Una herida calla en la piel de
Crespín en oscuro latigazo.
Sangre y notas de música, dolor
y euforia ruedan en las pistas del baile campero.
El dueño del rancho lo pone en
su cama, trata de calmarle el dolor y la tristeza. Envía un emisario por
la esposa que sigue rotando sus caderas embriagada de melodías.
-¡Que siga el baile que
está muy bueno! Ya habrá tiempo para curarlo. ¡No
pretenderá Crespín que por un rasguño deje de bailar!.
–Dijo la mujer del herido y la carcajada resonó entre los
oídos presentes. Trascendió los ruidos y al más allá
llegó, los dioses de la muerte las melenas sacudieron ¡el hombre
aún era un enigma!.
Danza viva la egoísta mujer y le
nacen enredaderas en los pies.
Generoso, el tajo del moribundo va
abriendo ramos de claveles rojos.
Los músicos ríen de la
muerte y la muerte está llorando sola en un rincón apartado, de
pura soledad empachada.
-¡Ha muerto, Crespina, tu esposo
ha muerto!-balbucea con pena otro emisario.
-¡También para llorar
encontraré tiempo mañana! ¡Que siga el baile! ¡Que
siga!
El esposo muerto se ha ido sin
compañera. Nadie le ha tomado la mano y le ha ayudado a cruzar el puente.
Llegó a la otra orilla perdido como si toda la vida solo la hubiera
transitado. Al amanecer se agota la garganta del canto, la música y los
licores. Crespina va durmiendo la vida loca que le bullía horas antes. Va
despertando la muerte que a su lado no quiso ver pasar. ¿Dónde
está Crespín?
-Muerto y sepultado.-Concluye el
dueño del rancho y en su gesto hay odio hacia la mujer indiferente que ha
preferido el baile que estar en la hora última del reloj
amado.
El corazón de Crespina siente
agujas que en vez de coser abren agujeros por los que finas espinas se cruzan y
enredan. Se van convirtiendo los rojos latidos en blancas lágrimas sin
cuerpo para correr ni detenerse. Sus pies la llevan.
Estoy viéndola huir ahora
mismo... va por la selva pisando hojas y tronquitos, rasgando el vestido,
cargando llantos. Huye del tiempo la vida la muerte. Sin embargo, no logra huir
de sí misma. Se desespera por salir de ella y entrar al tiempo.
Pero ese umbral tiene
contraseñas y Crespina no las aprendió.
-Crespín... Crespín...
¿Dónde estás? Nada te conmueve. Mírame vagando y
buscándote. No me castigues más. ¿Qué más
quiere para aceptar mi arrepentimiento?
Sólo un grave y rezongón
soplido del viento recoge su rostro que comienza a arrugarse prematuramente. Su
piel seca de tantos soles atravesados en los árboles de la selva se
cuartea como la tierra bajo sus pies. Siente que no la toca pero sigue rumbo al
olvido lo incierto lo desconocido. Busca a su hombre en las lejanías
opacas. Ella misma está perdiendo la luz de sus ojos lavados de tantas
lágrimas. Su abecedario tiene un solo vocablo: Crespín. El nombre
repite miles de veces en su eterno vagar. No, ¡realmente no siente los
pies!. Sus últimos intentos desesperados le hacen crecer alas y en el
aire busca al hombre que no quiso acompañar en tierra. Al esposo de
siempre. A aquel que con ella la tierra sembraba de frutos dulces y
nuevos.
Aquel que con ella agua fresca a la
casa traía.
En las alturas Crespina llora,
pequeño pajarito de tristezas lleno y alegría mudo. Los trigales
han vuelto a sonreír y las montañas y bosques le dan morada
pasajera. No tiene destino. El aire para no olvidarlos gratuitamente esparce las
notas tristes sobre poblados y campesinos. Bebe la muerte en cada vuelo
Crespina, es que cada gota de licor de la maldita noche, los dioses han
convertido-rompiendo del perdón las copas- en caudalosos ríos de
tristeza. Y su arrepentimiento es moneda que Tupa ha rechazado de la lista de
deudores celestiales. Es un dios, tiene derecho.
PASIÓN Y MUERTE EN EL
PARAGUAY
( Adaptación de la Leyenda del
Irupé- guaraní)
El negro manto salpicado de claras
lentejuelas alumbra a la tribu acompañando las vírgenes doncellas
que redondo círculo custodian las sedientas lenguas de las fogatas. Chiru
cuenta sus hazañas guerreras. El vino de mandioca le endulza las
historias. Ha llegado de la ciudad del oro y sus palabras muestran fiel reflejo
de riquezas y opulencias. Sueña con la ciudad brillante y su aldea le
parece tan poquito...
Las vírgenes doncellas siguen
regalando ardientes cadencias a orillas del fuego. Llevan atuendos blancos y el
fuego y los hombres se tiñen de rojo. También los cuerpos de las
indiecitas se visten de tinte escarlata. Chiru las mira. Y entre ellas en una le
llama el deseo. Se agita la sangre. Bullen efervescentes en él los ojos
de ella.
-No puedes acercarte a ella.-Dice uno
de los hombres para los que el deseo furioso que Chiru dispara en la mirada no
le ha pasado desapercibido. –La maldición de Tupa cae sobre quien
ose tocar a una sola...
Es que en Chiru también habla el
espíritu del vino de mandioca, exigiéndole que se acerque a la
doncella y le ofrezca sus brazos de árbol fuerte.
Y hasta ella va, se acerca, la acosa.
La doncella como respuesta huye.
Por el monte va la liebre sintiendo el
jaguar quebrando follajes...
Yacy le ha preparado un blanco traje de
sedas almidonadas. La indiecita, extenuada, detiene en el río su andar
desorientado. En el claro espejo la imagen contempla. Sobre la roca aprieta el
talismán de la virginidad.
Crujen las ramas, las hojas. El monte
se calla y el silencio es testigo del andar de la fiera que a su presa
sorprende.
Los espíritus del alcohol hablan
por él. Cuentan de las bondades de una huida. Si ella le sigue él
le llevara a la ciudad donde todo reluce, a la ciudad bendita del oro. Puede
darle un paraíso de brillos. Ante la promesa ella solo aprisiona con
mayor tenacidad el débil amuleto. La magia tal vez no sea suficiente
frente al exacerbado deseo de un hombre embriagado. Chiru se acerca a la roca.
Va a treparla. Los ojos de la niña son faroles encendidos que cantar
devuelve en tristes melodías.
A Chiru el vino de mandioca le pone
palabras. A la virgen el río le habla con dulce son que aplaca el furor
de las promesas del varón. Va trepando Chiru. Alcanzará la piel.
Acaso ¿las bestias no retroceden ante él y se entregan a su lanza
para ser doblegadas al fin? ¡Una doncella no debería negarse a la
conquista de su abrazo! Sin embargo la indiecita prefiere el cálido
abrazo de Yacy que en el fondo del espejo con ella sonríe. Salta hacia el
abismo de insondable blancura y en él las estrellas la cargan en brazos.
El indio salta detrás. La
salvará. Le pertenecerá. El cuerpo de la niña sigue hacia
las profundidades el eterno viaje. Va a encontrarse con sus dioses. Chiru cree
alcanzar la amada doncella y la toma del cabello. Al llegar a la superficie
descubre que lo traía con vehemencia asida es una flor. Una corona
majestuosa de pétalos carnosos como los labios de la indiecita. Los
rosados bordes de la niña lleva la flor. El remanso la convirtió
en flor, y el Paraguay se hizo río de coronas de ámbar. A la
doncella que por salvar su honor se hizo flor, en premio los dioses le han
regalado un traje de ámbar y rosas trocándole las lágrimas
que en las orillas, sobre la roca, derramó triste en sonrisa eterna que
viaja en la húmeda piel del río como velerito
silencioso.
EL EMBRUJO DE CHOPO
(Adaptación de La Leyenda del
Chopo-guaraní)
Los jefes y sacerdotes deliberan sobre
los pasos a seguir para que los enemigos del pueblo pyturusu no sigan provocando
bajas. Deben conocerse los movimientos contrarios. ¿Qué hacer?
Enviar un grupo de guerreros... Enviar un solo hombre... Los ancianos nutren de
valiosos consejos a los jóvenes guerreros que ponen los oídos, el
alma, la sangre en las palabras que llegan de néctares perennes,
confinándose al supremo acto de sacralización para las
generaciones aún por venir. El asceta Chopo es el designado, un solo
hombre la elección.
El mismo al que las mujeres
están detestando porque él no las mira demasiado. El hombre que
lleva en los ojos la nación, la guerra y la valentía en el pecho
como estandarte. Chopo ha nacido para capturar enemigos y derrotar adversarios.
Los galopes que conoce su corazón son aquellos que provoca la victoria en
el campo de lucha.
¡Ved como escucha la orden Chopo!
¡Ved con cuanta prestancia el arrogante indio va por su camino! Vedlo ahora
cruzando ríos y pantanos, sorteando cerros y planicies... Cumple con
coraje la misión que se le ha asignado. Podría ser sorprendido y
con él, el destino pyturusu soslayado.
En lo alto de un árbol las horas
del día descansan en Chopo. Cuando las negras cortinas del cielo se abren
sobre el poblado que se divisa el indio baja. Allí hay una choza...
Hasta ella el hombre tostado se desliza... Una hamaca se mece hurgando en el
fulgor de las estrellas plateadas...
En ella una indiecita bellísima,
las pestañas bajas, los labios entreabiertos. Está soñando
en voz alta...
Su piel es de luna. Blanca. Tan clara
como el agua mansa de los arroyos. Nunca el indio contempló la belleza.
La tiene ante sí. Con éxtasis sus pupilas devoran la silueta, el
cabello, los pómulos altos, la nariz perfectamente delineada. La
indiecita no sabe que un valiente le vela el sueño.
Cuando la aurora sonrió Chopo
subió nuevamente al árbol llevándose la sensualidad de la
primera imagen de mujer escrutada hasta el mínimo detalle.
Está olvidando la misión
que su pueblo le ha confiado. Los movimientos sigilosos del poblado son
invisibles a Chopo que solo dirige sus ojos hacia la choza de la india blanca.
Otra vez en la noche el indio sintiendo
bullir el encanto del amor en sus venas se introduce en silencio por la choza de
adobe a contemplar la maravillosa escena del amor durmiente.
¿Qué es esta
sensación nueva y voluptuosa que empalaga los sentidos y le brinca en el
pecho? El indio está preso de la contemplación femenina a la que
siempre se negó pero esta vez a su embrujo sucumbe.
¿Qué hierba habrá
rozado, tocado? ¿Qué brebaje ha bebido? ¿De qué
raíces y frutos se alimentó? ¿Quién es el hechicero
que le ha puesto esta mujer en su camino?
Las lunas y los soles se repiten
así como la acción de Chopo que de día sube al árbol
y por la noche examina la pálida mujer. Debe volver a su tribu.
¿Qué dirá? ¡Ay de la culpa en el hombre! Cómo
pesa... Al punto que más de una vez no recuerda siquiera el camino
correcto. ¡Ay del hombre perseguido por un fantasma de niebla de contornos
femeninos!
***
Al llegar a su tierra nadie comprende
las evasivas del guerrero. El mago es un anciano viejo y ha visto que algo
más sucede en el noble pecho. Escudriña a través de
él con los instrumentos que Chopo sin saberlo está
alcanzándole.
Un paño de bruma en los ojos
denuncia.
El temblor en la voz
delata.
El mago ve donde nadie ve.
Y Chopo le confiesa la culpa. El
consejo reprende con severidad al hombre fuerte que un reflejo ha debilitado. El
mago ha dicho que si se ha enamorado debe ir por la mujer, raptarla, huir con
ella.
Esas palabras repican como campanas...
Se deshacen en múltiples ecos... El mago pone en las manos del
indígena una bolsa con talismanes. En caso de que los enemigos le sigan
deberá romper el huevo de urraca golpeándolo en el suelo. Luego de
despistarlos si las fuerzas de la adversidad vuelven a ponerlo en peligro debe
usar otro talismán, la punta de asta de ciervo. En cuanto al
último, bien que le encarga el mago de que está reservado
únicamente para un momento de peligro mortal. Es un trozo de caña
que deberá plantar en el suelo. Así el mago lo encontrará y
romperá el hechizo.
Le recomienda que llegue a las tierras
del ka’aguasu, donde la paz será una oda eterna porque allí
todos los amores pueden vivirse.
El indio se ha colgado la bolsa al
cuello y parte en busca de la mujer. Las plantas de sus pies nuevamente azotan
con vehementes pasos los mismos caminos que estrenó para encontrarla.
Y otra vez aguarda en el árbol a
que Yacy deposite sobre el poblado los hilados mantos de la noche estrellada.
Es apuesto el indio, no en vano todas
las de su tribu se desvivían por atenderlo aunque para ellas Chopo
jamás tuvo una mirada. Es una mujer enemiga la que le atrae. De la que
percibe los exquisitos aromas de orquídea que le embargan el alma, la
piel, las ganas. Chopo desciende del árbol. Chopo asciende a la plenitud
del sentimiento.
La choza de adobe... Allí
desnuda, resplandeciente como la misma Yacy está la indiecita. El indio
le cubre la boca y ella abre los ojos. Teme por unos instantes una
agresión. Más descubre en la voz del hombre al amor metido en una
coraza de guerrero. Huirá con él. Con el apuesto Chopo.
Él la carga en los brazos y
vuelve a pisar las planicies y cerros. Los irisados ríos humedecen las
viriles piernas.
Una horda de salvajes apresura el paso.
Están muy cerca los enemigos... las caras pobladas de graves
expresiones... las armas ávidas de muertes....
El indio con la virgen en brazos
detiene el andar y la selva decae un último lánguido quejido
cargado de ácidos aromas.
Chopo rompe el huevo de urraca contra
el piso y sus atacantes se desorientan envueltos en una ceniza muy oscura que
les prohíbe, por mandato del mago, divisar a la pareja. Más
allá unos bandidos les interceptan y absortos ante la belleza de la india
blanca quieren tomar por la fuerza la presa que Chopo ha conquistado con amor.
Entonces, el enamorado, enciende con la punta de asta una fogata cuyo humo cubre
a los salteadores.
¡Qué malditas casualidades
se interponen tantas veces al amor! Cuánto dolor sintió el indio
al observar como se le cayó el trozo de caña y se quemó
rápidamente en la fogata. Hombre y mujer, en medio de la niebla se
abrazan y un beso les ilumina.
El primero. El más
cándido. El inolvidable. Pero... ¡está sucediendo algo!.
Una fuerza les succiona y los dos
cuerpos unidos están echando raíces en el corazón de la
fértil tierra.
¡Miradlos ahora! Mirad esas
serpientes de madera que crujen extendiéndose reemplazando las piernas
del guerrero mientras el torso se funde con el de la virgen indígena. El
hombre es tronco grueso. Ella un follaje claro y húmedo. El mago lejos
siente ve padece lo que sucede, nada puede hacer.
El trozo de caña arde con el
cuerpo tostado y el cuerpo blanco. Consumidos en el primer beso ardiente a la
virgen y al indio le crecieron raíces.
El chopo es el árbol de corteza
embriagante porque aún en las nuevas correntadas de savia de cada brote
nuevo está la chispa del primer beso que no se apagará
jamás.
SAGRADA
COMUNIÓN
(Adaptación de La Leyenda del
Muembe-guaraní)
Espera el indio dando vueltas alrededor
de la aldea. Está enojado. Los caciques tienen palabra sin embargo esta
vez un cacique ha traicionado la suya.
No busca enfrentarse a él sino
raptar a la amada. Muchos soles se han detenido sobre la hierba desde que el
cacique le prometió su hija a Chihy. Tal cual un objeto ahora, la ha
ofrecido al mejor comprador, un rico cacique de las costas del Paraná. Si
la tribu necesita alianzas ¿por qué la princesa debe renunciar al
amor? ¡Chihy no lo permitirá!. Por eso está allí.
Hasta él llegan los ecos del
llanto de la princesa que le corresponde en sentimientos. La noche protege a la
aldea con su manta oscura y tibia. Cuando la paje que custodia la choza de la
princesa se ha dormido el indio entra.
Se abrazan con fiebre, con calor
contenido y ni una señal de vida viene de las lejanías cuando
tomados de la mano hacia las espesuras corren. No van solos. Como jamás
van solos los enamorados porque el amor les acompaña.
La vieja paje se despierta, los perros
ladran con insistencia. Algún animal tal vez los distrae... Vuelve a
dormirse.
La princesa y el indio siguen camino al
infinito de la plenitud del amor. La pasión les sacude los tiernos
corazones. El amanecer se acerca. Las cansadas piernas están agotadas y
merecen un alto. Al despertar el sol es un disco redondo que todo lo descubre.
Aún a ellos y al amor.
***
Gritos, pasos, trae la
vegetación. Son los hombres que les buscan. Los hombres a mando del
cacique que faltó a su palabra. Están rodeando a los dos que se
abrazan. Los cazadores se acercan. Allí están Chihy y la princesa.
Abrazándose, besándose. ¿Despidiéndose del amor que en
breves instantes los hombres armados romperán en pedazos? ¡Un
momento! ¿Qué se han hecho?
Los guardias de la aldea se miran
atónitos. Chihy y la princesa están convirtiéndose...
¡En árbol! Un hermoso ibirá pita en el centro va cobijando
con sus gruesos brazos un débil muembe que por él trepa, que a
él se adhiere y se aprieta en encendido abrazo. Va siendo uno con
él. Los amantes perduran el abrazo. Los amores americanos son de savia,
aprenden a echar raíces en la tierra que les pertenece. Se hacen uno con
ella. Son la misma tierra fértil que ningún acto estéril
puede secar. Así lo ordenan los dioses de la América a lo largo y
ancho del continente. Nuestros árboles son amores truncados que por
decisión divina se reencuentran en el más allá donde el
firmamento puede tocarse y dan vida nutriendo con la luz la clorofila que los
transforma en unión trascendental. Por ello cada vez que cumplen la
sagrada fotosíntesis hacen posible la vida nuestra. No es casual. El
ibirá pita es la síntesis de una comunión sagrada que
hombres y dioses americanos convirtieron ancestralmente en un rito diario para
salvarse de los odios.
.....................
CON LAS ALAS DE
BARRO
(Adaptación de Leyenda del
Karau-guaraní)
La tardecita iba anclando en las
orillas oscuras de la noche y no tardó en llegar el equipo de soldaditos
estrellas de los ejércitos nocturnos.
La temperatura cala los huesos y los
tajy lucen uniformes florales de impecable armado.
Un joven indio está listo para
asistir a la ceremonia.
La madre de este joven indio
está lista-según confirman los que esperan del otro lado, en el
más allá- para entrar a la muerte con callados
pasos.
El bello indígena no oye los
quejidos agonizantes que su madre esboza, porque hoy sus oídos
están cubiertos de sones de fiestas y placeres prometidos por esa redonda
luna que sonríe con largo vestido negro salpicado de
lentejuelas.
Suenan tambores, retumban en las
raíces, en los tallos, en las hojas, y el frío-de este modo- se
hace pasajero, menos frío...
La machu aprieta las lánguidas
manos de la anciana y ve como el monte comienza a parir delgados fantasmas
cubiertos de niebla que avanzan con sigilo sobre las copas más altas de
los frondosos árboles.
La tribu danza al compás
frenético de los tambores, Karau sonríe pleno de pasión y
observa a las indiecitas sacudiendo sus generosas caderas alrededor de la fogata
central. También a Karau le está incendiando una fogata el alma,
el corazón, los vigorosos músculos...
Karau tiene alas en los pies descalzos
y porta bastón emplumado de preciosas aves.
¡Allí, la más bella
mujer le ha visto! Sigue mirándolo cautiva de la estampa del joven
indio... ¡Huye a las espesuras! Y el indio, embrujado, la
sigue...
Pero... ¿dónde se ha metido
esa india traviesa? Karau y la hembra ardiente en la espesura salvaje a la
escondida primitiva juegan.
Pronto la ve, ya desaparece, y
así en el enardecido tablero del deseo van saltando los cuadros del piso
de hierbas que a pesar del frío, arden, como si las chispas del fuego de
la Luna Nueva les quemaran los estomas.
¡Allí! ¡Allí
está!
Dos indios se abrazan, se besan, se
aprietan, gimen perfumados por los avergonzados pétalos del tajy que los
contemplan. Todo es pasión... Sin embargo, una sombra viene galopando
desde el confín con blancas armaduras y un filoso puñal en una de
las manos...
El indio la ve. Toda la tribu oye las
palabras del fantasma: Tu madre ha muerto, Karau.
Toda la tribu es testigo de que el
indio sigue cazando al deseo y esa es su misión mayor, la que no abandona
a pesar de la muerte, los fantasmas, el más
allá...
La indiecita se deshace del fuerte
abrazo y huye a cobijarse bajos los techos de soberbias enredaderas.
El indio corre y corre... ¡Es loca
su vana carrera! Sus claros músculos están tiñéndose
de sangre oscura, tan oscura como el vestido que la noche ha elegido para la
ocasión, tan oscura como las raíces que los árboles ante el
paso de Karau arrancan de la tierra para hacerle más áspero el
camino... Karau persigue los aromas de los caminos que le llevaban a su casa...
Puede olfatearlos en el aire...puede sentir como se pierden cual cenizas que el
viento esparce... Los perfumes de flores se vuelven nauseabundos hedores de
cadáveres descompuestos.
Por los pantanos va Karau
tornándose más oscuro. ¡Es su cuerpo de lodo y sangre un
fantasma más que hasta el jaguareté rechaza!
¡Un momento! ¡Esa voz, esa
voz! Esa voz es la de la madre antes de morir clamando salvación,
suplicando al hijo para no morirse sola oyendo los alaridos de las bestias
hurgando en su alma antes de viajar; ¡no, no puede ser! acaso...
¿está loco el indio?, más allá de la madre Karau ve a
la indiecita que a su abrazo escapó bajo el techo de enredaderas. Ambas
desaparecen.
-¿Qué hacéis
conmigo, dioses? ¡Dejadme en paz!
Un pesado silencio responde a los
gritos y quejidos de Karau. Tan solo un pesado silencio...
El monte ronca, se agota y
renueva.
El río... ¡Hasta el
río el indio va! Se sumerge en él. Hace frío... Mucho
frío... El indio lo siente ascender desde los pies a la cabeza, ¡a
la misma alma! Y qué diferente es este abrazo al de la indiecita esquiva.
Quiere volver a gritar Karau pero no
puede, ¡no puede usar la garganta!
Los dioses han venido y sobre el
río observan, abren largas pestañas de madreselvas y rugen con
voces de vientos fuertes; se han bajado de los nubarrones y con rayos de luna en
las manos han disparado sobre el indio desamorado un castigo.
Karau ya no sale del agua, se mueve,
gira, lo intenta; sus entumecidos músculos cubiertos de lodo se agitan un
poco...
-¡Karau no volverá a ser
hombre! No lo merece. ¡No tiene sentimientos!-ha dicho el dios más
viejo que galopaba sobre la nube de los relámpagos.
-Así será...-ha replicado
la diosa del rostro de flores de tajy.
Un ave despega su cuerpo del río
y extiende las alas sobre los pajonales, torpemente debuta vuelos en el
escenario del pantano negro, tan negro como el cuerpo que estrena. Sin voz y con
mirada triste sobrevuela el camino hacia la tribu, y allí, en medio de la
fogata, casi de fuegos hecha, la indiecita se abraza a un indio que ha levantado
del suelo un bastón emplumado, y con él festeja la Luna
Nueva.
Un grupo de fantasmas arremangan sus
largas faldas de niebla y remontan vuelo, son el cortejo de los dioses que se
van de la fiesta, del pantano, del fuego, con las largas pestañas de
madreselvas dormidas.
¡EL JUAGUARU HA
MUERTO!
(Adaptación de la Leyenda del
Jaguaru-guaraní)
En el templo de Yaguarón una
imagen cuenta de una cruenta lucha entre guerreros y una temible bestia. Lo que
sigue es parte de lo que allí se narra por medio de la impactante
figura...
“Un indio navega en las orillas
del río; las pupilas dilatadas se concentran en las somnolientas
ondulaciones del lomo brillante y húmedo. ¿Cuántos secretos
esconde la serpiente de agua? ¿Cuántos han ido a dar al fondo
empujados por la luna y el sol, los vinos de mandioca y furibundas pasiones?
¿Cuántos han apagado sus fuegos en los mojados abrazos del
río?
Allá, una cueva oscura abre
fauces más negras y no tiene la noche candiles para iluminarla.
Guarán le pide a la canoa que le lleve hacia la misteriosa boca. La
canoa- amiga del hombre- a su deseo sucumbe, y otra vez el cuerpo de madera se
desliza por la pista del río.
La caverna es un siniestro y negro
laberinto, Guarán no encuentra la salida. Siente mucha curiosidad pero
debe regresar.
-¡Un animal! Esta es la guarida de
un animal. Puedo olerlo.
El cazador oye los latidos de su
instinto guerrero acalorando las neuronas que en fatídico entrevero
apuran los axones y acortan las distancias.
Volverá. Descubrirá la
bestia que se refugia en las fauces de piedra.
Sin dudas.
¡Volverá!-palabra de guerrero.
Pero el anciano dice que a esa bestia
hay que dejarla en paz.
-¡El jaguaru! Allí vive el
jaguaru y ha dado muerte a cazadores más valientes que tú,
Guarán.
¡Más valientes que el
indómito Guarán! Es mucho decir.
Entonces oyó lo que contaban los
viejos a orillas de los ríos sagrados de fuego: que el monstruo
tenía cuerpo de lagarto, cabeza de tigre, que puede arrancar con su cola
los árboles de cuajo... que puede desparramar el poblado en un abrir y
cerrar de ojos como esparcen los niños los huesitos en los tableros de
hierba...
¡El jaguaru! Cuando niño
escuchó ese nombre, bien recuerda el guerrero como la sangre se le
heló y quedó suspendida en la espantosa visión que
imaginó de la bestia, de los hombres cruelmente descuartizados a crueles
zarpazos.
Pero hay algo más sobre el
jaguaru... Tiende sobre los hombres que cazan un poder hipnótico, tiende
un puente de atracción fatal.
El cazador sueña con darle caza.
El jaguaru sueña con despedazarlo.
Días, semanas, meses...
El indio sobre una canoa va por los
caminos del agua.
El indio sobre una canoa silencia hasta
los latidos de su corazón, para oír como gimen y se arrastran las
criaturas de la noche que una pulsera de plata, desnuda.
No va solo. Le siguen otros guerreros.
Le siguen otras canoas.
Son hombres fuertes, acostumbrados a
los combates con bestias; son los protectores del pueblo.
No hablan entre ellos, intercalan
esporádicamente penetrantes miradas. Los guerreros han aprendido a
comunicarse con los ojos.
De pronto pueden oír un silencio
que rompe los oídos. Tanto zumba que lastima los tímpanos; los
guerreros vigilan, miran en todas direcciones y como brújulas sin norte
se sienten en medio de un fantástico remolino.
Y es ese silencio pesado, embriagante,
el que les obliga a dar marcha atrás.
***
En la noche, Jukyete, observa a su
esposo, Guarán. Le ve retorcerse en la hamaca de fibras, le toca la piel
y se empapa las manos con la transpiración del indio que no cesa de
murmurar el maldito nombre: jaguaru, jaguaru...
Le ve incorporarse y hacerse a la
noche, la luna, los luceros. El urutaú le mira, le canta, llora. Jukiete
le sigue, le habla y frota ungüentos de adormideras. El indio vuelve a
entornar los párpados en la hamaca de fibra. La noche lo
mece.
La mujer está arrodillada frente
al esposo, y no tiene motivos para ese calor en el pecho subiendo estallando
incendiando.
¿Qué locura es esa que
lleva a la india a sentir huracanes del fuego alrededor de la
aldea?
La india se duerme convencida de que es
el follaje que está discutiendo, como muchas noches de luna, su parloteo
incesante puede sacudirlo todo.
La bestia asecha... Observa a la mujer
del hombre que quiere matarlo.
El monstruo se agita, se acerca
más, mueve la cola, azota el terrible cuerpo y ¡de un salto toma a
la mujer entre sus fauces” ... se la lleva...
Desaparece sin dejar
rastros.
Aunque los hombres saben que ha sido el
jaguaru, un viejo indio está seguro de haberlo visto...”es tan
rápido”
Las canoas han ido y venido por el
río, pero la caverna ha desaparecido. Seguramente, el monstruo, ha
decidido cazar en el propio pueblo.
En la aldea, los guerreros están
apostados por todas partes. Guarán les comanda.
Casi no respiran. La noche está
poblada de cantos lastimeros y quejidos.
En algún momento la bestia
tendrá que salir. ¿Cuántas lunas y soles han desfilado en los
tablados del cielo mientras los indios, inmóviles, a la bestia aguardan?
Un cebo y una fosa esperan en silencio.
Viejos, mujeres y niños
están en las chozas, y conteniendo el aire, por las rendijas observan y
escuchan... Escuchan los pasos del monstruo que tantea el terreno...
No encuentra la presa... Olfatea el
aire, agita la cola...
Lazos y boleadoras caen en
rápida lluvia sobre él y la bestia en el temporal se retuerce, se
desploma en la fosa. El olor a fetidez lo embriaga todo. Viejos, mujeres y
niños, abandonan las chozas tratando de ver con mayor
detalle.
Guarán toma la lanza y emite un
sonido gutural. Luego se dirige a la bestia y la clava en las fauces del
monstruo. La retuerce y la sangre negruzca le salpica la piel. Una lluvia de
flechas los guerreros vuelcan sobre el jaguaru que continúa
revolviéndose en la fosa. Cayó la bestia finalmente abatida con la
lanza de Guarán al medio de la garganta.
-¡Ha muerto el jaguaru! ¡El
jaguaru ha muerto!-repiten los viejos, mujeres y niños mientras los
más chicos se animan a ver si es verdad, si los grandes no mienten, y con
varitas nuevas al viejo monstruo tocan, una y otra vez...
“
ENANOS DIABÓLICOS
(Adaptación de la Leyenda del
Pombéro-guaraní)
Guyravera descansa en la choza mientras
los pájaros nocturnos a su barriga henchida entonan canciones de cuna.
Itivere, el marido, observa las
estrellas, oye la noche...
No muy lejos de allí, los
akahendy escudriñan a Guyravera. Lunas atrás vienen rodeando al
poblado. Esa choza les interesa. Los akahendy son pequeños, no miden
más que un chico de once años, sus cuerpos están cubiertos
de vellos que les crecen hasta en las palmas de las manos y en las plantas de
los pies. Para marcar a las víctimas les basta con tocarlas, entonces,
las niñas sienten un túmulo de extrañas sensaciones y para
siempre cobijarán su alma en los abrazos de las sombras.
Guyravera tiene a su niña en la
medianoche, a Itivere le punzan en el oído unos largos silbidos que trae
el monte. Pero sólo advierte un tizón encendido que huye a gran
velocidad. Y lo comprende todo.
El hombrecillo vestido de pieles,
plumas y hojas acaba de hurtar el fuego de la vida de su niña
recién alumbrada. Trata de perseguir al ladrón, pero el
ladrón corre más rápido que el viento y puede mimetizarse
con la naturaleza.
Desde esa maldita bendita medianoche
Itivere trata de granjearse la amistad del enano. Bien sabido es que los
akahendy aguardan las ofrendas de caña, tabaco y miel; las retribuyen con
huevos de pájaros preciosos, panales llenos de dulce miel y otras
exquisiteces que el monte cría.
Algo malo sucede... Los akahendy no
retribuyen una sola ofrenda. ¡La niña, quieren a la niña!
Esa bella niña que ha crecido y avergüenza a las mismas flores del
tajy.
El padre siente que no le pertenece. La
niña prefiere las sombras de la noche a la luz del día; es una
atracción irrefrenable.
Allá, hacia lo más alto
de la copa del árbol, la niña ha trepado. El pequeño
individuo la ha visto y le acerca una fuentecilla repleta de transparente miel.
Todas las tardes la niña-desde
ese encuentro- se dirige al monte, al árbol, y allí aguarda que
venga su amigo con el dulce obsequio.
Iramara y Timbe conversan sobre los
secretos del monte, sobre la libertad para recorrer sus senderos y frondosos
parajes escondidos...
Los padres observan, con tristeza, como
la indiecita los desprecia; han decidido llevarla lejos. Y lejos también,
deciden los hombrecillos peludos, llevar a Iramara.
¿O no han resultado buenos los
brebajes mágicos con que cada tarde Timbe invita a Iramara, la
desobediente adolescente que desoyendo las órdenes de su noble madre
escapa siesta tras siesta?
Itivere contempla el sueño de su
esposa e hija, ya están listos todos los preparativos para partir a la
salida del sol. Pero antes del sol la noche descuelga furibundos
relámpagos haciendo estallar el seno de la noche guaraní en
retorcidas serpientes... Sobre una de estas huye Iramara.
Ha sido un segundo.
El padre, desesperado, despierta a la
mujer y juntos van por el monte, de la mano, tropezando, empapados por la
porfiada lluvia que les golpea-recia-sin darles tregua. Alcanzan a divisar los
matorrales... un grupo de enanos sube a la joven en un trono de troncos y Timbe,
abrazado a ella, con ella comparte una bebida. Es un zumo mágico que
doblega las voluntades hasta del más temible enemigo.
De pronto desaparecen a la vista de
Itivere y Guyravera. El guerrero reúne un consejo de emergencia y todos
los guerreros de la aldea parten rumbo a tierras de los akahendy.
Más allá, los akahendy
chillan de placer fecundando a Itamara, zapatean, cantan, danzan, se arremolinan
ante la juventud abriendo de par en par sus carnosos pétalos frescos...
Ya nada puede hacer, hasta olvida que algo querría hacer cuando
nuevamente siente correr por la garganta aquel riachuelo ácido y picante
de los jugos akahendy.
Los enanillos sueñan con mejorar
su raza y para ello deben unirse a las mujeres de la aldea.
Los guerreros llegan a las planicies de
Karapegua...
¡Allí está Itamara!
Corriendo al encuentro con su padre y abrazada a él, llora sin consuelo.
Los guerreros incendian los matorrales. Por días se alzaron las llamas
hasta tocar las nubes... Por días ardieron los cuerpos de los
akahendy...
Itamara va en los brazos del padre. Se
está poniendo helada y transpira demasiado... Cuando Itevere ve a su
mujer correr a su alcance la alegría no dura un segundo, pues la joven en
ese instante fallece.
Los padres enterraron el cadáver
cerca de la aldea; y luego se retiraron a morir. En el impresionante incendio no
murieron todos los diabólicos enanos, por ello, no es extraño ver
hoy como desaparecen de los campos las ofrendas que los campesinos les dejan, y
como son retribuidas por ellos. Lo terrible es que aún sueñan con
mejorar la raza fecundando muchachas hermosas. Por ello, los más viejos,
saben, que detrás de cada niña desaparecida en la selva, en los
montes, hay un Timbe cerca ofreciendo fuentecillas de miel
dulzona...