RELATO DE
LA EPIDEMIA DE INFLUENZA ESPAÑOLA
QUE SUFRIO EL PUEBLO DE SAN PEDRO DE LA CUEVA EL AÑO DE 1918
Por: Enrique Y. Duarte
Julio 31 de 1981. San Pedro de la Cueva, Sonora, México.
A fines de octubre de 1918, empezó la
influenza Española, en este pueblo, primeramente se enfermó un niño llamado
Pastor Romero, hijo de José Romero y Remedios Noriega de Romero, le pusieron
cuarentena, por fuera de su casa en la calle, pusieron unas piolas para que
nadie pasara por ahí, las provisiones que necesitaban se las ponían al otro
lado de las piolas para no tener contacto con las gentes que vivían donde
estaba el enfermo.
Como a los tres días murió el niño, en seguida se enfermó la mamá y otro hijo y
también murieron, al siguiente día, fue general la enfermedad en todo el
pueblo, hubo casas que no quedó nadie sin enfermarse, cayeron todos el mismo
día, a mi me dolió la cabeza todo el día y eso fue todo, mis hermanos eran seis
solteros y todos se enfermaron, mi mamá y la mamá de mi mamá que ahí vivía con
nosotros no se enfermaron, en casa de Esther mi hermana calleron todos al mismo
día, ella, su esposo y 4 hijos, me los traje a todos a nuestra casa, en una
carretilla, heché viajes y viajes, en ese tiempo no había carros lo mismo lo
hice con mi hermana Lupe, su esposo y una niña que tenía, también me traje a
una hermana de mi mamá que se llamaba Antonia y seis hijos, en total acabalamos
veintidós enfermos, mi mamá y yo los atendíamos día y noche, curándolos y
dándoles alimentos y mi abuela (María) era la cocinera para todos, como la
tercer noche mi mamá la venció el sueño y cayó al suelo en el corredor y luego
comenzó a roncar, traía una lámpara en las manos, y le cayó en las enaguas y
comenzaban a arderse cuando salí y se las apagué, y esto se volvió a repetir
igual enteramente la siguiente noche, porque no había descanso ni de día ni de
noche, de los veinte y dos enfermos nada más murió un niño de seis años,
llamado Adalberto hijo de Esther mi hermana y de Manuel S. Encinas, teniéndolo
acostado en medio de ellos, no se dieron cuenta cuando murió, yo lo estuve
atendiendo ya al fin, me pedía agua y se la daba, ni bien ponía la cabecita en
la almohada y otra vez agua, ya me tenía enfadado, que después que se murió, me
pudo mucho haberme enfadado con él, lo saque al corredor y lo puse sobre una
mesa y le hablé a Amalia mi hermana, era su madrina, se levantó envoltijada
porque todavía estaba enferma, sacó una sábana y lo envolvimos, como a Celia mi
hermana de ocho años de edad era la última que atendíamos una de las veces, ya
la encontramos muriéndose ya sin habla, nada más con la vista fija viendo las
vigas, era de pura debilidad, luego acudió mi mamá a darle una tasa de atole
blanco con una cuchara de aceite mexicano, era la medicina más eficaz en ese
tiempo, se la dimos la medicina es decir el atole con una cuchara, estaba
acostada boca arriba, tragaba con mucha dificultad, cuando terminó la taza,
comenzó a volver en sí, al rato ya comenzó a hablar, que si nomás nos tardamos
poco más, la hubiéramos encontrado muerta.
Después cuando se comenzaron a aliviar no tenían llene, mi mamá tenía como unas
50 gallinas y todas las maté, además tenía unas 40 vigas para hacer unas piezas
todas las partíamos para leña.
Había un Doctor llamado Uribe Corona que todos los que atendía era seguro la
muerte, tenían que pagarle primero $20.00 veinte pesos, menos, no iba, valían
las vacas en ese tiempo $15.00 quince pesos; a mi me vino en el pensamiento que
este les daba veneno, para tener más enfermos que atender, nosotros no lo
quisimos ver aunque se nos vieran unos muy graves, cuando supe que lo habían
visto para que curara a Florencio Nuñez hermano de Georgina de Juan Peñúñuri,
luego dije para mañana va a amanecer muerto, dicho y hecho, amaneció muerto, me
subí a la azotea para ver cuando lo sacaran para hecharlo a la carreta que
acarreaba a los difuntos al cementerio, era uno de los más amigos que tenía,
éramos más o menos de la misma edad. El que los sepultó a los 150 ciento cincuenta
y que nadie le ayudó fue mi comp. José Trejo, el los recogía en sus casas y los
llevase al cementerio en una carreta de hierro de su propiedad, estirada por
una mula, en el cementerio había una mesa grande y alli los dejaba para volver
por otro viaje, cuando ya pasaron de 15 los sepultaba, él solo abría el
sepulcro; de una de las veces subiendo la cuesta al cementerio se le reventaron
las cadenas de la carreta y se le hizo un desparramo de difuntos, los volvió a
echar a la carreta, otra de las veces traía unos de la calle Sinaloa y en el
camino revivió una muchacha y se devolvió a dejarla, cuantos llevaría
desmayados y los enterró, porque hubo casas que no quedó ni quien les diera un
vaso de agua.
Yo me daba cuenta de los que morían todos los
días, porque acarreaba agua en un caballo y me encontré con mi comp. José y me
decía, un día murieron 21 veintiuno, una de las veces que llevó un viaje en la
noche y había luna muy clara, vió de las que tenía en la mesa que lo llamaba,
me dijo: hoy comp. se me pararon los cabellos y el sombrero y me quedé
estancado, no me podía mover, no le miento comp. al rato me cobré y me armé de
valor, y dije: no me voy sin desengañarme y me acerqué a la mesa, y resulta que
uno de los muertos tenía un brazo parado y la manga de la camisola tenía un
puño desabrochado y estaba haciendo viento y le estaba volando el puño y eso
era lo que vi que me llamaba, se me afiguró que era mano, nomás no me desengaño
me vengo y no vuelvo de noche.
Otro día al pasar por la calle Jiménez me habló Doña Margarita F. de Escamilla
(alias la Tuca), por ese nombre nomás la conocíamos, para que me llevara a su
hijo Ignacio como de 25 años de edad, y entré a sacarlo para echarlo a la
carreta y resulta que estaba vivo todavía y le dije déjelo que se muera en otro
viaje me lo llevo, no me dice, llévatelo de una vez para que vas a volver, pues
ella ya estaba resignada a que iba a morir, al siguiente día volvió mi comp. y
ya se había muerto y se lo llevó, la familia del Director de una de las
orquestas que había aquí, se la trajo mi comp. José a su casa, eran cinco, uno
de los hijos como de 12 años de edad, murió estando en medio de sus padres y no
se dieron cuenta, entonces mi comp. José lo sacó y lo echó en un saco de abrigo
y lo puso atrás de una de las puertas del zaguán, a esperar que se muriera la
mamá, para llevarlos juntos, esto fué en la mañana y en la tarde murió la mamá
Josefa y se los llevó.
En ese tiempo había aquí una muchacha muy católica de las que poco habrá habido
en este lugar, siempre usaba ropa negra y larga, era muy bonita, muy blanca,
nada más que era muy delgada, entonces dicho doctor que ya lo mencioné al
principio de ésta historia, la consiguió que se casará con él, al poco tiempo
se casaron por el civil, se llamaba Paula Romero, ella era de aquí del lugar,
cuando se iban a ir a vivir a México, fuí a despedirme de ellos, cuando entré a
su casa, me sorprendí al ver una mesa grande calmada de calcetines llenos de
dinero, pura moneda oválica -en ese tiempo había billetes, cuando llegaron a
México, compraron dos casas, una para vivir y otra para rentar, al poco tiempo
volvieron para acá, porque Paulita tenía muchos familiares aquí, anduvieron
visitando, vinieron aquí a mi casa, y yo ya estaba casado, la traía con la ropa
muy corta y destapada, y una medalla muy grande de puro oro, grande de más, y
le dijo: Paulita enseña la medalla, no necesitaba de enseñarme de lejos se
veía, la hizo a un lado pero sin voltear era muy vergonzosa, se volvieron a ir
para México y allá murió el doctor, entonces ella vendió las dos casas y se
vino a vivir aquí, puso una Botica y la hacía también de curandera y por fin
vino muriendo y hasta aquí es el fin.
Se me había pasado esto: La influenza terminó hasta fines de enero de 1919. El
último que murió fue Chalo Navarro, de Manuel E. Cruz.
Aquí murieron 150 (ciento cincuenta), la mayor parte de jóvenes, en Batuc 90,
en Tepupa 60, en Suaqui 110, estos tres pueblos, eran circunvecinos de aquí.
Paleografiado y relatado por
Lic. Juán Antonio Ruibal Corella.