KIYOOKA Y MISHIMA: VIDAS PARALELAS
El universo cultural japonés de la segunda mitad del siglo XX tiene dos figuras principales: Yukio Mishima y Sumiko Kiyooka. Esto puede parecer una afirmación gratuita, más por Kiyooka que por Mishima, cuya importancia casi nadie discute hoy día. Por eso voy a presentar los argumentos que espero que confirmarán mi afirmación.
Yukio Mishima es suficientemente conocido en España. Sus obras se han traducido al español y al catalán, y en los años 80 conocí a varios artistas que estaban absolutamente fascinados por su obra y su figura. Hoy la fiebre Mishima ha decrecido en comparación con lo que se vivió en décadas pasadas, pero sigue siendo una referencia ineludible. Mishima escribía novelas llenas de belleza y refinado erotismo a la vez que ideológicamente se posicionaba a favor del militarismo y de la vuelta a los antiguos principios que precisamente habían sido la causa de la ruina del Japón en la Segunda Guerra Mundial. No debe extrañarnos que en Mishima se unieran eros y thanatos de manera tan íntima: los antiguos señores del Japón eran también sensibles y guerreros a la vez. Incluso en España hubo guerreros poetas como Jorge Manrique. Lo singular de Mishima es que esa defensa de los viejos ideales guerreros llega en un momento en que el Japón ha renunciado (parece que definitivamente) a la guerra y busca nuevos caminos para conquistar el mundo a través de la tecnología punta y la disciplina laboral. Mishima reniega de todo eso y reivindica el totalitarismo en la figura del emperador, que había sido despojado de gran parte de su poder a raíz de la derrota del Japón y de las penosas condiciones de paz que los Estados Unidos impusieron al país para vergüenza de gran parte de sus habitantes. Mishima es, pues, la revuelta del viejo Japón contra esa paz humillante y occidentalizante.
Como no se le hace mucho caso, acaba organizando su propio ejército con un grupo de seguidores exaltados que le ven como a un auténtico salvador. Mishima, hombre bello y alucinado, practica el amor con otros hombres-soldado como él y posa en dramáticas fotografías en blanco y negro como un nuevo Cristo o un nuevo Marat al tiempo que escandaliza a occidente (y al Japón más pacato) con sus obras literarias. Mishima es el reflejo de las contradicciones del Japón moderno post-Hiroshima y, a la vez, es un personaje de existencia incómoda para el país. Es demasiado brillante, demasiado rebelde, demasiado poderoso, demasiado bello, y debe ser eliminado. El propio Mishima comprende que no se le permitirá ir más allá, y en 1970 ritualiza su propio suicidio como último acto transgresor contra una sociedad que cree irreversiblemente corrompida por las presiones de occidente.   
Sumiko Kiyooka es muchísimo menos conocida en España que Mishima. Escasamente conocida. Pero, como él, es un personaje que se sale de la reducida circunscripción de sus obras y que construye su leyenda a lo largo de toda su vida.
Kiyooka es exactamente lo opuesto a Mishima. Como él, es homosexual. Ahí acaba todo parecido. Mishima representa el hombre en estado puro, que como tal sólo es capaz de amar y sentirse hombre entre aquellos que son de su mismo sexo. Kiyooka es la mujer pura, y se busca a sí misma en las otras mujeres, ya sean viudas de guerra, monjas budistas o muchachas en el florecer de la vida. Mishima ama la disciplina militar y la belleza de la violencia masculina. Kiyooka ama la armonía de la naturaleza ejemplificada en los cuerpos de sus muchachas, que son como rosas o como crisantemos silvestres. Mishima es el fuego, Kiyooka la tierra y el agua.
Como Mishima, Kiyooka fue una reconocida escritora en los años 60 y 70, aunque su obra literaria no es extensa y su fama como fotógrafa en años posteriores eclipsó totalmente su faceta literaria. Em uno de aquellos libros, que combina los relatos eróticos con elegantes fotografías en blanco y negro de mujeres amándose aparece la historia
El beso rojo, que luego se hará realidad en buena parte. Una artista conoce a una adolescente en unos baños publicos y queda arrebatada (en el sentido zuluetiano) al descubir que pese a sus bellos pechos y suaves caderas todavía no ha comenzado a brotar el vello en sus labios púbicos. Parece que en aquella época era normal que las chicas japonesas no comenzaran a pubescer hasta que el resto de su cuerpo no se hubiera desarrollado completamente. En el cuento, la artista y la muchacha acaban siendo amantes y compartiendo sus vidas. En la vida real, Kiyooka tuvo que conformarse con hacer suyas a las muchachas únicamente a través de la fotografía.
Al igual que Mishima, Kiyooka es una artista profundamente japonesa. A diferencia de otros fotógrafos de muchachas posteriores, su estilo está casi limpio de influencias occidentales. Su principal referente es Kazuo Kenmochi, pionero del desnudo de muchachas a finales de los años 60, y en menor medida clásicos como Shoji Ueda o Kishin Shinoyama. Kiyooka idealiza a sus muchachas hasta convertirlas en jóvenes diosas. Con varias de ellas trabaja durante años, y los diversos capítulos de este apasionado encuentro van publicándose en diferentes libros e incluso en esos vídeos que la artista no dirigió personalmente pero en los que hay algo de la magia del universo Kiyooka.
Su forma de mostrar la belleza de la juventud, directa, desinhibida, profundamente femenina, embelesa y perturba gratamente. Hay que remontarse a la estatuística greiga para encontrar algo tan poderoso. Desgraciadamente, en los últimos años de su vida, esa misma fuerza turbadora atrajo las miradas de la polcía japonesa, guardiana de la moral en un país donde las autoridades vigilan muy de cerca la obra de los artistas como bien podrían contar cineastas como Nagisa Oshima o, más recientemente, Takashi Miike. Sumiko Kiyooka, ya anciana y con pocas ganas de verse envuelta en problemas legales, acordó con la policía no volver a publicar fotografías donde aparecieran claramente los labios púbicos de las muchachas. Era su suicidio artístico y personal, porque antes que traicionar aquello en lo que creía prefirió no volver a realizar más fotografías, y tres años después moría de muerte natural, pero tal vez también de tristeza al ver cómo sus viejas fotografías tenían que publicarse mutiladas por la autocensura. No todas, porque Fuji-art seguía reeditando sus libros clásicos sin censurar.
Como en el caso de Mishima, Kiyooka había sido demasiado para el cuadriculado mundo cultural japonés y sus biografías volvieron a coincidir en sus respectivos suicidios, teatral y truculento el de Mishima, íntimo y discreto el de Kiyooka.
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