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Imaginando una literatura posible. El 1898 en la literatura no canónica en Puerto Rico

por Mario R. Cancel
Recinto Universitario de Mayagüez-U.P.R.


"¡ay, Dios mío, sí, la memoria del asco es mayor que la memoria de la ternura!"

Milan Kundera,
El libro de la risa y el olvido (1978)
A pesar de todo lo que se ha dicho del 1898 puertorriqueño, se me antoja que todavía se le sigue observando a través de un cristal opaco que no permite la visibilidad que yo quisiera respecto de un fenómeno de tanta trascendencia. Personalmente debo confesar que aprendí mi primera versión de aquella invasión de un testigo de ella que en ese entonces tendría alrededor de nueve años. Cuando yo crecí pude darme cuenta de todo el respeto y todo el miedo que él sintió cuando las tropas americanas pasaron cerca de la finca de su padre rumbo a Hormigueros. Venían de Yauco, San Germán e iban rumbo a Mayagüez y el Guasio.

Pero también percibí todo el descrédito en que aquel niño, anciano ya cuando me contaba esas cosas, tenía a Luis Muñoz Rivera y a Práxedes Mateo Sagasta como símbolos de un poder envejecido, de un pasado remoto y superado al cual no quería regresar. Y supe la ancestral gracia caribeña con que recordaban cerca de mi casa, en el barrio, el encontronazo verbal entre Mateo Fajardo, el líder anexionista, y el cura González, el sacerdote de raigambre hispana de la Iglesia de la Monserrate. Aquel testigo se llamaba Manuel Sepúlveda Morales y era mi abuelo.

Después la aprendí en los libros, con la pasión de quien toca algo que se ama. Transformada en historia llegó a perder algo de su encanto, atrapada en los laberintos de la lógica posible. La multiplicidad de significados del 1898 sorprende al curioso. Lo que para los Estados Unidos fue la consolidación de los viejos proyectos monroístas nacidos en la década de 1820, y la demostración cabal del papel que la Divina Providencia les había encomendado en el juego de las relaciones internacionales; para el Caribe en general y para Puerto Rico en particular significó la fijación de este territorio como la nueva frontera del poder norteamericano. Fueron Alfred T. Mahan y Theodore Roosevelt los que se encargaron entre 1890 y 1904, de darle sentido a esas relaciones desde la perspectiva del país del norte. El 1898 estadounidense fue el momento de un triunfalismo cuestionable pero avasallador que convirtió a aquel poder en parte, policía y juez del orden de las repúblicas y territorios del sur por medio del Caribe.

Para España el 1898 planteó la reverente necesidad de una reevaluación del pasado. La pérdida de los últimos reductos de uno de los imperios más grandes de la historia de la humanidad a manos de un poder "bárbaro" y ensoberbecido de raíces sajonas y protestantes, fue la simiente de una refrescante revisión que encontró excelentes voces en José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y aun, diría yo, en el castellanismo lírico de un Antonio Machado. La revisión podía darse mirando hacia "adentro", o pasando juicio sobre el papel de las masas en el mundo llamado moderno que España apenas comenzaba a tomar por asalto cuando entraba en crisis, o pensando en la relación de España con el resto de Europa. Pero tenía que pensarse imaginando el destino y el papel de una España derrotada en el siglo porvenir, este siglo XX que me ha correspondido ver terminar para hacerme preguntas similares.

Para Puerto Rico el asunto era distinto. El país no perdía ni ganaba. En última instancia era lo ganado o lo perdido por otros y ya eso llamaba a confusión. La guerra entre España y los Estados Unidos, desde la declaración de guerra hasta el retiro de la última tropa española, había sido inventada de un modo coherente en la prensa colonial para que la gente tuviese una impresión concreta del enemigo y del imperio español, y unas nociones específicas de qué eran los insulares en el contexto de su relación con España. De hecho, me temo que el Boletín Mercantil, La democracia,  El País, La Gaceta, El liberal, entre otros, coincidieron en la creación de una imagen equívoca de los Estados Unidos, y coincidieron también en la necesidad de fortalecer unos lazos con España y una imagen de una España invencible y poderosa que sólo cabía en la mente enferma de un militar enajenado o en la de un soldado que pensase que honor y machetes era suficientes para hundir el "Gloucester".

Reducir, sin embargo, la imagen del 1898 en Puerto Rico a polaridades aceptables es tarea de magos o de atrevidos inventores. Como yo, para bien o para mal, me considero un poco de ambas cosas voy a intentar una, amparado solamente en el mito de la literatura y en el de la historia, las dos grandes hermanas germanas.

De la idea de los dos caminos

Yo creo que el 1898 puertorriqueño ha sido sentido y analizado por las dos rutas en que desemboca un curioso camino bifurcado. La teoría y la ciencia son siempre amigas de este tipo de conclusiones porque ello le sirve para facilitarse el problema de enfrentar la vida real. Por un lado encuentro la ruta que conduce a enfatizar las discontinuidades, las rupturas, las agonías, los cambios de cielo, las noches tristes que impusieron la llegada del invasor aquel 25 de julio.  La variedad de las metáforas de la tragedia puede ser infinita. Hablar de la alteración en la ruta de la historia insular que significó el 1898 cuando hacía apenas seis años se había celebrado con alguna euforia cívica el Cuarto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico, fue quizá el lugar común más notable de las generaciones de pensadores puertorriqueños que inventaron sus propias versiones para la afirmación de lo nacional bajo el ala protectora de una hispanidad, hispanismo o hispanofilismo imprescindibles a una cultura de resistencia.

Cualquier lectura detenida de los intérpretes de lo nacional de la generación de 1910, la que se debatió entre los modernismos hispanoamericanistas, los romanticismos tardíos y las vanguardias renovadoras; de la generación de 1930, la que se impuso la tarea de responder la pregunta del origen del ser insular; y la del 1950, que creyó concretarlas en una fórmula mágica, las tres razas abiertas a lo nuevo del siglo XX; traducen un protagonismo de lo hispano que para muchos es todavía el único elemento que mantiene a la cultura nacional anclada en la convicción de que es "otra" y "distinta". Aquel 1898 construido sobre la imagen de la nostalgia por un pasado perdido o el de un doloroso cambio, sobrevive desde la Crónica de la Guerra Hispanoamericana (1922) , y aun antes, hasta buena parte de la historiografía del protestatario 1960 y del cuestionador y cientificista 1970.

Por otro lado encuentro una ruta que conduce a enfatizar las continuidades, los elementos en común, los puntos de contacto entre el ser social insular y el estadounidense a través del 1898 y en la cual las rupturas que hacen de la historia un cínico o afiebrado antes y después se desmadeja día tras día. De hecho la historia común de estos dos países, Puerto Rico y Estados Unidos, desde el siglo XVIII es un asunto innegable. Ya Arturo Santana, Arturo Morales Carrión, Gervasio L. García, Manuel Moreno Fraginals, Philip Foner, entre otros, han demostrado que sería una inmensa ficción pensar que el 1898 fue un acto sorpresivo y sin antecedentes en un remoto pasado. Por eso resulta a veces gracioso el protagonismo que se autoimpusieron personas como José Julio Henna y Roberto H. Todd, en el proceso de "traer la guerra a Puerto Rico".

Un lazo que se llamó caña de azúcar y economías agro-exportadoras, mantuvo ligados a ambos territorios durante el siglo XIX y el siglo XX. Además una imagen, la de los Estados Unidos como refugio de un exilio político y de una emigración económica es patente, a pesar de las reservas que provocó ocasionalmente, en los documentos de Ramón E. Betances, Segundo Ruiz Belvis,, José F. Basora, José Martí, Tomás Estrada Palma, José Julio Henna, Bernardo Vega, Arturo Alfonso Schomburg, por sólo mencionar un puñado al azar.

Las continuidades de la historia chica, puestas en planta por el historiador Fernando Picó en la década de 1980, también han despertado la curiosidad de los historiadores jóvenes.  Los tránsitos del poder a nivel local antes y después del 1898 no parecen haber representado un problema mayor para sus ejecutores. Las élites locales, que antes de la intervención americana eran pro-españoles confesos, terminaron pronto del lado de los vencedores disfrutando de los mismos privilegios que les había garantizado el antiguo régimen. Sobre ese asunto he trabajado personalmente en la zona oeste y mi única sorpresa fue lo quebradiza y frágil que podía ser una fidelidad nacional ante la presencia de un nuevo poder. Por último, la situación del ser humano común antes y después del 1898, muestra lamentables paralelos de miseria y opresión hasta muy entrado el siglo XX que nadie puede tampoco pasar por alto. Lo que quiero decir es que en la vida cotidiana, una bandera arriada y otra puesta, un acto heroico de Illescas en Coamo o de Cervera en altamar, o un Eduardo Lugo Viñas al frente de los "Porto Rican Scouts" tienen un significado distinto que en el tablero del historiador o del poeta.

Si las gentes hablaran a través del discurso de sus intelectuales, su élites o sus líderes, el problema se podría resolver por medio de una revisión crítica de la literatura, la escritura y el discurso que hemos canonizado como el que significa la nación puertorriqueña. El asunto tal vez podría limitarse al complejo juego metafórico generacional que construyeron aquellas élites para expresar sus desavenencias con lo nuevo del siglo XX o, por qué no decirlo, sus avenencias que también fueron muchas y significativas. Lo que sucede es que continuidades y discontinuidades facilitan la evasión hacia esferas y terrenos extraños y no permiten al analista escuchar las "otras voces" de la nación. Hoy yo sólo quisiera compartir mi percepción acerca de algunas de esas "otras voces" caminando la ruta alterna de esa literatura no canónica que muy poca gente mira.

Asimilar y modernizar: Dos versiones del contacto

Cuando pienso la cultura puertorriqueña del cambio de siglo y el impacto de aquel momento sobre el hacer cultural forzosamente debo deslindar mínimamente el campo de trabajo. La cuestión liminar radica en tratar de definir a través de la literatura menor los niveles de comprensión que el pueblo o la gente tenía de los Estados Unidos antes y después del año 1898; y sintetizar el sistema de interpretaciones y reacciones ante la invasión hasta donde sea posible. Para ello no voy a depender de la literatura canónica, de aquélla que se ha impuesto como la coordinadora de los significados de lo nacional en las excelentes obras de Carmen Gómez Tejera, Francisco Manrique Cabrera, Luis Hernández Aquino o Josefina Rivera de Alvarez, entre otros. De hecho, el asunto no representaría un dilema mayor porque en estas interpretaciones los acuerdos son más notables que los desacuerdos.

De lo que se trata es de mirar esa otra expresión, llámese menor, marginal o no-canónica que imprimió otros significados no sólo al fenómeno de lo histórico en general sino al 1898 en particular. Tal vez mi verdadera intención es revisar una versión semi-silenciada de la vida, un discurso obscurecido por el tiempo que, como el testimonio del abuelo quedó atrapada entre los borgianos laberintos del olvido que son los laberintos en que encuentras a la gente y tratas de responder a la pregunta de por qué está allí. No se trata ni significa, en consecuencia, que me voy a centrar en la literatura de una clase social como la obrera; o en la que la cronología impone como literatura de la transición porque maduró alrededor del cambio de siglo. De hecho, mucha de ella no hizo caso del 1898 o simplemente no enfatizó en él tanto como el testimonio o la crónica periodística. Tampoco se trata de encarcelar la literatura en las trampas de los géneros tradicionales. Testimonio, discurso histórico, crónica periodística: todo puede ser de utilidad para lo que me propongo.

Yo creo que el Puerto Rico de principios del siglo XX se caracterizó por la consolidación de toda una red de posiciones contradictorias visto el asunto de la definición de lo nacional ante el mundo. Conceptualizar la nación dentro de unos parámetros tradicionales y que a la vez se ajustaran a las apetencias del siglo se convirtió en la meta de un significativo sector de los intelectuales. Urdir el canon, como quien ritualiza o domestica, fue, en cierto modo, la meta de un siglo que todavía confunde a pesar de que muere delante de todos nosotros.

  Una lectura del "Diario..." y de la Crónica de la Guerra Hispanoamericana (1898 / 1922) de Angel Rivero Méndez  no le deja duda al lector respecto a todo el magnánimo respeto que despertaron las tropas de los Estados Unidos entre los soldados españoles y puertorriqueños, especialmente después del bombardeo de San Juan en mayo de 1898 y del desembarco del 25 de julio. Aquella actitud, honorable y honrada en cierto sentido, no condujo a la total y ciega aceptación de los códigos morales, culturales y éticos del vencedor.

El 1898 planteó a las élites puertorriqueñas el asunto de una nueva relación de poder con el dueño del mismo. Hasta esa fecha, imperio y colonia podían considerarse como co-partícipes de un oscuro pasado europeo y americano que se hundía tras el velo de una Edad Media mal conocida, y conducía a unas míticas simientes indígenas. La "madre patria" y la "patria chica" idealizadas en las mentes de los amigos de España, servían de base ideológica a una relación firme en la cual la tradición y la comunidad de las estructuras espirituales estaban fuera de discusión. Ello no había impedido, sin embargo, el surgimiento de una generación anexionista en Puerto Rico y el este y el sureste de los Estados Unidos que sirvió, según algunas versiones, de apoyo a los invasores del 25 de julio.

A nadie debe sorprender, por lo tanto, el lenguaje aparentemente nacionalista, comprometido, esperanzador y confiado que predominaba en la prensa, fuese autonomista o conservadora entre enero y febrero de 1898. "La obra del Gobierno será nuestra obra", decía El liberal del 20 de enero. La identificación de aquel foro autonomista con el poder era total. Para los ideólogos de El liberal, ellos eran el poder, tal y como insiste el viejo mito de la democracia plural y popular. Por eso el autonomismo se "halla pronto al sacrificio", como quien piensa que la lealtad que se inventa es suficiente garantía para el triunfo que se sueña.

Del mismo modo, el hecho de que el Boletín mercantil publicara un artículo titulado "¡Viva España!" el 9 de abril, no debe causar algazara. Ese era uno de los foros de los incondicionales y del gobierno.  Pero el que La democracia del 21 de abril, periódico que era la voz de Luis Muñoz Rivera y de los sagastinos en Puerto Rico, ofreciera "en cada puertorriqueño un soldado" en un documento titulado "Todo por la Patria", sí resulta patético.  Resulta patético especialmente cuando al cabo de los años, el historiador está en posición de mirar los caminos múltiples que tomaron los autonomistas después de la invasión del 1898. La reverencia casi religiosa al heroísmo español, heroísmo también imaginado y construido durante cuatrocientos años de coloniaje, dio contra el muro de una modernidad avasalladora en 1898 para hacer de la lealtad a la nación un juego impredescible. El heroísmo americano se re-construiría bajo otros criterios muy distintos a los de la tradición hispánica.

Lo que sucedió fue que el 1898 forzó a las élites a negociar un arreglo con aquel nuevo poder. Y en el arreglo las élites no estaban dispuestas a perder sus privilegios de siglos. Aceptar una fórmula de americanización no pareció, a la larga, problemático para los sectores de poder en la colonia. Después de todo, la definición que ellos le daban a aquel fenómeno se circunscribía a los cambios materiales, al progreso económico, a la modernización que los Estados Unidos significaban para Puerto Rico, El Caribe y el mundo, y eso nadie iba a rechazarlo en 1898. El "progreso" era uno de los preceptos consagrados en el lenguaje de la política y la economía de la época lo mismo entre conservadores que entre liberales, llámense ortodoxos, puros o liberales. "Progreso" y "orden" iban de la mano en el discurso del poder. La verdadera apostasía hubiese sido no ser un amigo de estos principios en el siglo del "progreso".

Lo que parecía difícil negociar era el proyecto cultural paralelo de algunos que pretendían que la americanización así entendida, y la asimilación cultural a los Estados Unidos eran asuntos inseparables. Dos de los autores mas evidentemente comprometidos con este tipo de proyecto fueron Paul G. Miller, el historiador, y Juan B. Huyke, el pedagogo y el polígrafo. Miller y Huyke coincidieron en la construcción, en las décadas del 1920 y el 1930, de una literatura de fines pedagógicos y edificantes que la tradición canónica ha despachado, a veces, con suma facilidad por su trasfondo abiertamente americanizador y asimilista. Esos compromisos, evidentes en la vida política de ambos, no impidieron su convivencia ideológica con la realidad del campo que ya había sido tomada como la mejor traducción de lo nacional por sus coetáneos.

"Morse" (1925) y "Lincoln, padre" (1925), pensados desde Puerto Rico al lado de "Hostos" (1925) por Huyke; o un "Cuento de Santa Claus" (1925) del mismo autor totalmente distinto del "Santa Cló va a la Cuchilla" de Abelardo Díaz Alfaro, son elementos que hablan de una ideología mas compleja que la que se han inventado las polarizaciones simplistas.

Un texto de Matías González García, el gran expositor de un jibarismo literario que pululaba entre el romanticismo tardío y el realismo atenuado de Manuel Zeno Gandía aclara, me parece, lo que pretendo decir. En su relato "A raíz de la invasión" (1922), el autor parodia la actitud de Cornelia Azafrán y Pancho Rasqueta, dos jíbaros de su pueblo, Gurabo, que querían hablar y escribir en inglés. Al sugerirse el tema de la relación de Puerto Rico con los Estados Unidos, el poeta es definitivo: "De esa manera me resisto".  González García traduce una actitud significativa: se podía transigir con la americanización material del país -la modernización y el progreso- pero difícilmente con la asimilación cultural de la tierra. La actitud no es aislada ni inexplicable. Desde 1898 los "vocabularios" tales como el "Idioma inglés en siete lecciones", los periódicos, los rótulos y el interés en aprender aquel lenguaje se multiplicaron en ciudades como San Juan y Mayagüez. Pero en Ponce también, por otro lado, yo sé que hubo escuelas de español para soldados americanos, como lo fue la casa de la familia de Olivia Paoli Vda. de Braschi en la cual, por un dólar diario, se enseñaba el español elemental a los llamados conquistadores.

Las formas de la resistencia son múltiples, como puede observarse. Antonio Oliver Frau, cuentista descendiente y traductor de las posturas de un sector cafetalero derrotado, es capaz de reconocer esa derrota el "La simiente roja" (c. 1938).  Una sola frase, "¡Nos echan!",  sirve para comprender la sensación de abandono que permea todo aquel libro de relatos titulado Cuentos y leyendas del cafetal (1938). Lo que sucede es que a veces Oliver, yaucano olvidado, evade el lenguaje colorido y jibarista para levantar un proyecto que aún provocaba temor en 1938: el de un populismo de corte socialista y planificador que tradujera las mínimas aspiraciones de las masas a la dignidad. Tuerce ese lenguaje para ponerlo al servicio de la causa que representa: la de las víctimas del cambio de siglo y de la depresión.

Ahora bien, lo que el historiador de la cultura descubre de inmediato es el hecho de que cuando la llamada "Madre Patria" desapareció en el horizonte de los puertorriqueños, se hizo necesario asignar un papel a los Estados Unidos en toda aquella urdimbre cultural nueva. La distancia entre "nosotros" y "ellos" era patente. La necesidad de explicar un tutelaje de categorías distintas al hispánico, y de hacer comprender a la gente por qué personas como Eduardo Lugo Viñas o Mateo Fajardo Cardona eran anexionistas, también era un tema complejo. Más difícil fue explicar el que individuos como Luis Muñoz Rivera, José Celso Barbosa, Rosendo Matienzo Cintrón o Rafael López Landrón, con todo el mosaico de ideas que representaban, habiendo sido sinceramente amigos de España antes del 1898, siendo sinceramente amigos de los Estados Unidos después del 1898, seguían soñando con la maduración definitiva de una "Patria Regional" distinta a la de la gente del norte.

Yo recuerdo que ya para el año 1912, cuando la paciencia de algunos se había agotado, pienso en Matienzo Cintrón, López Landrón y Luis Lloréns Torres, entre otros; y se fundaba el natimuerto y variable Partido de la Independencia, una caricatura del periódico capitalino El tiempo del 6 de febrero, demostraba que la imagen que aquel foro se había hecho era que los Estados Unidos veían al país como una barahunda de "Muchos pobres juntos..." reclamando sin sentido ni orden el reconocimiento de ese espíritu regional.  La presencia de un gigantesco Tío Sam tratando de ordenar el caos ideológico resulta soberbia. ¿En qué se habían convertido los Estados Unidos sino en la "Nación Adoptiva" de la cual había que esperar la especial dádiva del orden y el progreso soñados?

El honor o el compromiso o el valor de la "Patria Regional" que fue uno de los ideales de José Celso Barbosa, quizá el anexionista de corte popular más significativo del siglo XX, no está en entredicho desde mi punto de vista. Después de todo, él tampoco transigió con aquella burda asimilación cultural que en Puerto Rico no fue el lugar común de muchos. Los significados de la americanización como proyecto y los de la asimilación estaban descaminados evidentemente.

Cuando pienso en el 1898 tal y de qué modo se vierte en el contexto de lo que llamo literatura menor o no-canónica me sorprenden, por otro lado, ciertas tendencias que hablan del impacto del pueblo americano sobre un Puerto Rico profundamente hispanizado en el sentido que ese concepto podía tener a fines del siglo XIX. Si una voz como la de Angel Rivero Méndez, testigo y puertorriqueño, había hecho todos los esfuerzos por destacar el carácter bélico, castrense y militar de aquel proceso desde una perspectiva española, las tendencias de otras voces eran totalmente distintas. Claro que a Rivero Méndez le iba el honor en el relato y ese no era el caso de muchas de las otras voces. Para Rivero Méndez, Voluntario e incondicional, la necesidad de salvar ese honor y el valor de sus soldados estaba por encima de todo. La guerra como tal tenía que ser salvada para que él se salvara como soldado.

Esa no fue la forma de ver el proceso de otros testigos de la época. Luis Sánchez Morales, miembro del gabinete autonómico como subsecretario de hacienda y autor del tomo De antes y de ahora (1936), tiende a trivializar el episodio bélico hasta transformarlo en una parodia de sí mismo.  La teoría del "desembarco pacífico" contra "la invasión violenta" encuentra en estas versiones y narrativas un fuerte cimiento. El relato testimonial "El sombrero militar", curiosamente firmado el 4 de julio de 1933, es en gran medida el mejor ejemplo de ello.  El honor de la milicia española es burlado cuando el sombrero, que debe representar la dignidad militar le queda grande a un soldado recién inventado para una guerra grande. El soldado es Sánchez Morales. El único héroe salvable para Sánchez Morales es el Capitán Frutos López, de Coamo, ser de quien "el espíritu de Don Quijote se posesionó" pero "todo tirando a Sancho".  La paradoja es obvia es un héroe indeciso entre arieles.

De lo que se trata es de una impertinente tendencia a reconocer, como Rivero Méndez, con cierta tonalidad cervantina y caballeresca, la "desigual lucha", según un texto de 1933; o la "desigual batalla", según otro de 1923. La derrota estaba escrita en el libro de la vida. Toda forma de resistencia es una resistencia a la manera de un Quijote mal entendido. La actitud quijotesca, para este tipo de testigo, es la del soldado que se sabe de antemano derrotado y aún así se enfrenta a su Carrasco.

La parodia del heroísmo es evidente en el "El bombardeo" firmado el 9 de julio de 1933, relato en el cual el único personaje que se salva por su valor al continuar remando en medio de un chubasco de balas que no explotan, es el mulato Naguabo y este precisamente es el que no recibe el reconocimiento oficial del poder español.  La España decadente, se sugiere, es incapaz de reconocer al verdadero héroe. Debo recordar que el Sánchez Morales que habla ha reevaluado su imagen de España y ha aceptado buena parte de los valores de los Estados Unidos. Es parte de una interesante generación de amigos de aquel país.

El otro elemento, y esto me parece clave para entender el 1898 de la literatura menor o no-canónica, es que en la misma medida en que se desmerece el carácter bélico del episodio se tiende a folclorizar cada vez más un fenómeno de obvia trascendencia universal. Justificarlo no ha resultado difícil para muchos escritores. Amparados en la búsqueda de los héroes anónimos de la historia chica, también se pueden traicionar muchas cosas. Por eso a veces la literatura de Sánchez Morales pareció para los constructores del canon un dardo dirigido a desviar la atención de las llamadas "realidades reales".

Esa trivialización es evidente en el lenguaje de otra testigo: Olivia Paoli Vda. de Braschi. A Paoli el 1898 le sirvió para tipificar las "pequeñas libertades" que habían representado los supuestos logros del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1897. El paternalismo del americano aparece reflejado como espejo, también opaco, en el fantasioso maternalismo de Olivia quien terminó llamando a los invasores "My American boys".  Tolerancia, respeto y miedo ante el "otro" aparecen en extraño entretejido en el discurso de esta curiosa mujer que, en última instancia, se encaminó hacia las rutas del ocultismo y la teosofía.
Las versiones revisadas y otras como por ejemplo las de Roberto H. Todd o Bernardo Vega, inventan un 1898 cimentado sobre el criterio del episodio crucial y el personaje que se constituye en el eje central de un momento. Se trata de un procedimiento literario que invita a la reiteración y a la construcción de patrones protagonistas.  La vuelta sobre el bombardeo de San Juan de mayo de 1898 y la utilización del mismo como un punto de contacto clave entre el león hispano y el águila yanki se hace evidente en Todd y Sánchez Morales. El mismo Todd, junto José Julio Henna, pretende constituirse en el "negociador" y el "intermediario" entre americanos y puertorriqueños. Desde mi punto de vista, lo único que queda claro en todo esto es que una cosa era Mateo Fajardo, el hacendado arraigado al valle de San Germán, y otra muy distinta el conspirador exiliado Roberto H. Todd.

Por último, la tradición literaria de los años cincuenta, tan poco investigada en su ámbito menor o no-canónico, muestra unas tendencias que voy a apuntar someramente por lo curioso de las mismas. En la muestra, fundamentalmente textos del centro-oeste del país, se tiende a re-inventar un heroísmo que se reconoce el 1898 ha perdido desde la perspectiva de Puerto Rico y de España. Por eso es importante la lectura de La muerte anduvo por el Guasio (1960) de Luis Hernández Aquino.  En este caso, debo aclarar, no se trata de un literato menor pero sí de una obra lastimosamente olvidada por la historia literaria tradicional. La "muerte" es muchas cosas pero sobre todo es "resistencia" a la múltiple agresión del otro.

El deseo de reconstituir un pasado heroico se radica en personajes como Frutos, no el Frutos López de la resistencia de Coamo, sino el camarero de "La Mallorquina" que presenció el bombardeo y vivió para contárselo a José Arnaldo Meyners.  Su heroísmo es su condición de testigo y su capacidad de recordar el cambio de siglo desde adentro del siglo que cambia. La nostalgia no abandona a este Frutos, como tampoco abandona la versión novelada de la invasión de Ernesto Juan Fonfrías en Raíz y espiga (1970). Fonfrías se duele y explica a través del texto. Pero ya su versión se ha ajustado al mundo social del 1950 y, aunque él es un autor marginal, su obra no representa un reto real al proyecto que se urde desde el poder que es el proyecto cultural del populismo.

¿Qué concluir?

Yo creo que la conclusión mas seria a la que se puede llegar, en todo caso, es a la misma propuesta con que iniciamos este comentario. Hay que volver sobre la crítica histórica de la literatura referente al 1898 desde una perspectiva más allá de la literatura canónica. Y ese retorno hay que hacerlo pensando en que la literatura no termina en la lírica o en la narrativa sino en que allí apenas comienza. La redefinición de los proyectos nacionales antes y después del 1898, la reevalución del papel jugado por ciertos sectores que siempre se han considerado ajenos a un proyecto nacional, también. Espero que estas palabras tengan alguna utilidad en ese sentido.
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