Índice |
Mario R. Cancel |
“Se cruzará contigo en una calle y acaso notarás que es alto y gris y que mira las cosas”. El forastero, Jorge Luis Borges Segundo Ruiz Belvis es una de las personalidades más enigmáticas de la historia de Puerto Rico en el siglo XIX. A pesar de su papel protagónico en la evolución de las ideas y del activismo político insular entre 1857 y 1867,la llamada “década intranquila”, el hormiguereño ha sido sistemáticamente interpretado como un apéndice de otras figuras de relieve de su tiempo de las que fue par, colaborador e incluso modelo. En ese sentido, Ruiz Belvis es un tema que no se ha cerrado aún en la historiografía puertorriqueña. Al cabo de los años me he dado cuenta de que los esfuerzos de Luis M. Díaz Soler por contextualizar el Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, y los de Ada Suárez Díaz por construir una biografía del abogado, no fueron totalmente en vano. Tal vez lo que más ha pesado sobre la oscura imagen que se tiene del dirigente abolicionista y separatista sea precisamente la brevedad de una vida que vio la luz en el Hormigueros de 1829, y terminó en condiciones profundamente polémicas en el Valparaíso de 1867. O tal vez se trata del peso que colectivamente se ha puesto en la construcción de la imagen de Ramón Emeterio Betances como “Padre de la Patria”. A esas claves me voy a referir brevemente a lo largo de este ensayo a fin de ratificar dos cosas. Primero que para el patriciado la muerte es vida y acceso a una forma sublimada de la eternidad. Y segundo que detrás de la magia del procerato había unos seres humanos iguales concretos distintos, en ocasiones, de la imagen que se ha hecho la gente de ellos. Imagino a Ruiz Belvis creciendo entre el barrio Hormigueros de San Germán, y el Mayagüez y el San Germán urbanos de la década de 1830 a 1839. Estos tres ambientes debieron marcar por siempre la volátil sicología del joven. La personalidad histórica del Hormigueros barrio, marcada por una centenaria tradición milagrosa que el fenecido amigo Antulio Parrilla Bonilla, Obispo Titular de Ucres, distinguía siempre como un poderoso signo de la nacionalidad puertorriqueña; la calle del Convento del San Germán viejo, de rancio abolengo colonial que trazaba en fuga su historia hasta el mismo siglo XVI de los conquistadores; el Mayagüez de proyección moderna que desde 1760 se alzaba como gran ciudad y donde la familia Ruiz tenía intereses materiales que proteger y una casa en la antigua calle de la Candelaria del barrio de la Cárcel. En aquel Hormigueros, ya perdido bajo el manto del cambio material, Ruiz Belvis aprendió el arte del manejo de las armas y de la equitación y la jineta. La invención oral ha sido capaz de preservar el icono de una figura que se iba transformando en héroe desde la más transparente niñez como si hubiese estado fatalmente destinado a ello. Esa energía de la oralidad en la figuración de la persona y el militante habla mucho del impacto y la necesidad del “hombre prometeíco” en un pueblo en que el heroísmo parece flor extraña. Tradición y modernidad, en consecuencia, fueron dos fuerzas en pugna en la visión de mundo de Ruiz Belvis. A fin de cuentas, esa fue la situación de toda aquella generación de intelectuales que alcanzó la madurez alrededor de los años 1840 y 1850, y que el antropólogo Eugenio Fernández Méndez tan bien identificó con la personalidad del caborrojeño Salvador Brau. Lo cierto es, y esto me consta de propio conocimiento, que si Brau y Alejandro Tapia y Rivera son los signos mayores de aquel momento en el mundo liberal, en la historiografía y el pensamiento social; ese mismo papel jugaron Ruiz Belvis y Ramón E. Betances en el orbe del hacer político, del activismo y de la revolución en el siglo XIX. Fue en la propiedad de Mayagüez y, probablemente con maestros privados o instructores particulares donde Ruiz Belvis hizo las primeras letras. Su formación superior, que inicia hacia el 1845 cuando apenas contaba dieciséis años. Habrá de hacerla, de acuerdo con otra persistente tradición oral en la ciudad de Caracas, capital de la República de Venezuela. Nadie ha podido demostrar la historicidad de esta presunción. La mitología popular, sin embargo, se ha servido de la misma para crear vínculos poco probables entre el Ruiz Belvis joven y los veteranos de la intentona revolucionaria de 1838 en Puerto Rico, aquella que inmortalizó los nombres de Andrés Salvador y Juan Vizcarrondo Martínez, los precursores de Lares según los llamase en alguna ocasión Betances. Es posible que hacia 1848 estuviese de vuelta en Hormigueros, en los preparativos de su viaje a España a culminar sus estudios en derecho y jurisprudencia en la Universidad Central de Madrid. Nada se sabe con certeza de esta estadía. Nuevamente es la tradición oral la que lo ubica viajando, entre febrero y marzo de 1849 de acuerdo con mis cálculos, con destino a algún puerto de la península. Este viaje y esta fecha se convertirán a la larga en un punto de viraje, en un meandro en la vida de Ruiz Belvis. Si se ha de dar crédito a esa poética oralidad que tanta historia guarda, en aquel viaje conoció a Betances quien se dirigía a París a terminar sus estudios en la Escuela de Medicina de dicha ciudad. Tanto para el biógrafo de Betances como para el de Ruiz Belvis, aquel es un momento culminante en la construcción del procerato nacional puertorriqueño: los cerebros de la subversión de 1868 al fin se habían encontrado. En su hospedaje en la calle de Pavía en Madrid y en las aulas, entrará en contacto con una serie de figuras de profundo significado para el siglo XIX insular: Alejandro Tapia y Rivera, Román Baldorioty de Castro, José Julián Acosta, Eugenio María de Hostos, entre los insulares; Emilio Castelar, Julio Nombela y Miguel Morayta, entre los peninsulares, por sólo mencionar un puñado de los más destacados. Se trata verdaderamente de una élite académica con voluntad de dirigir a las gentes, de traducir la voluntad popular a la causa genérica del liberalismo con sus variantes de paciencia e impaciencia que no podemos discutir en el contexto de este ensayo. De todas maneras, valga decir que Ruiz Belvis, de acuerdo con Tapia y Rivera en Mis memorias, destaca como una figura “susceptible e impaciente” lo cual debe traducirse, partiendo de la premisa de quién y qué pensaba políticamente Tapia, como un radical. Esa concepción del “radical” todavía permanece un poco velada en la historiografía puertorriqueña en la medida en que se ha aplicado una mecánica interpretativa en donde, además de darse una imagen inmóvil y fría de las ideologías, tampoco han sido capaces los historiadores de determinar la fluidez de las fronteras entre el conservador, el liberal y el separatista con sus complejidades íntimas. Naturalmente, el privilegio de nacer en el seno de una familia acaudalada le abrió a Ruiz Belvis la ruta de las profesiones y las posibilidades del poder. Pero también, valga decirlo, le dejó la avenida expedita del pensamiento libertario y de la democracia radical que en Europa, especialmente en Francia, había madurado al calor de la Comuna de París de febrero de 1848. Aquel fue el momento de la Segunda República Francesa y desde entonces republicanismo, anti?monarquismo y anti?clericalismo serían las claves ideológicas de la promoción nueva. El impacto de aquella experiencia en liberales y separatistas de todo tipo es notable. De aquellas fuentes bebió la generación rebelde del Puerto Rico de 1850 a la cual tanto debe la cultura nacional según concebida en el siglo XIX. Aquellos jóvenes, Ruiz Belvis incluso, no fueron sólo los arúspices del destino nacional por todas su vías. También sintieron la inquietud de explicarse de una manera novedosa el problema de la naturaleza y el contenido del ser nacional. Las armas de un romanticismo militante que se hacía las mismas preguntas fueron de profunda utilidad para ellos definitivamente. La necesidad de un discurso genealógico sobre lo nacional se hizo patente en los estudiantes. El mes de marzo de 1851 Tapia y Rivera, a instancias de Baldorioty de Castro fundaba la Sociedad recolectora de documentos históricos de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico. En la misma colaborarían activamente, además de Acosta, Ruiz Belvis y Betances, los jóvenes Lino Dámaso Saldaña, José Cornelio Cintrón, Calixto Romero, Genaro Aranzamendi, Juan Viñals y Federico González. En 1854 Tapia y Rivera publicó buena parte del producto de aquellas labores en su clásico tomo Biblioteca histórica de Puerto Rico. El esfuerzo era verdaderamente loable: la intención era responder a la pregunta del qué somos los puertorriqueños colectivamente considerados a la luz de la documentación histórica desde 1492 hasta 1797. Ofrecer un acervo documental capaz de servir de base para la articulación de un proyecto nacional. Obviamente, no se trataba de un libro de historia en el sentido en que hoy podemos entender ese concepto. La Biblioteca histórica de Puerto Rico, cargada de nociones historicistas y positivistas propias del siglo, sólo pretendía exponer las cosas tal como habían sido y para ello el documento escrito parecía la fuente irrefutable. Construido a la manera de una enciclopedia, el volumen es un verdadero ejercicio de erudición fría. A la larga aquella colección se convirtió en un código publico para explicar la genealogía de la historia de Puerto Rico dentro de las tradiciones hispánicas más adustas. Habría que esperar a los esfuerzos postreros de Brau, el mismo Tapia, José Marcial y Francisco Mariano Quiñones, entre otros, para poder hablar de historia y sociología disciplinares en Puerto Rico. Sin embargo, aquel relato fragmentado del pasado insular sería durante cerca de un siglo recurso documental único para la apreciación del pasado colonial español de Puerto Rico en sus fuentes. La aportación particular de Ruiz Belvis a la misma sería, según se sabe, la traducción del francés de las partes referentes a Puerto Rico del “Libro primero” de Juan de Laet. A la altura de 1857, a los veintiocho años, cuando recibe el título de Licenciado en Derecho y Letras con calificación “sobresaliente”, Ruiz Belvis era ya una persona ideológicamente madura, culturalmente inquietante y dispuesto al servicio de su país como se observará de inmediato. Visto en perspectiva resulta verdaderamente increíble que a aquel muchacho apenas le quedasen diez años de vida intensa y tortuosa y que el servicio que quería darle a la patria ?a Puerto Rico y las Antillas? fuese confundido con la subversión y le llevase al destierro y finalmente al sacrificio personal. Radicado en Mayagüez, comenzó la verdadera apoteosis del patricio. Las circunstancias son interesantes. La historia también está escrita de coincidencias. Desde 1854 José Francisco Basora ejercía como Médico Titular en la Villa de Mayagüez; y ya en 1855, Betances actuaba como Cirujano de Sanidad Interino en la misma localidad. Desde 1857 los apellidos de Ruiz Belvis, Basora y Betances estarán imbricados en la vida cívica de la ciudad constituyéndose en tres de las claves ideológicas y políticas de la década de 1860 a 1869. No sólo eso. Su laborantismo salió de las fronteras puramente regionales para encender la llama que a la larga condujo al esfuerzo revolucionario más complejo, más significativo y más elaborado de todo el siglo XIX puertorriqueño: el Grito de Lares del 23 de septiembre de 1868. Yo me imagino, y aquí tengo que dar vuelo a la fantasía, el esfuerzo de aquellas voluntades que desde un principio estuvieron de acuerdo en la necesidad de la separación definitiva de Puerto Rico y Cuba del debilitado Imperio Español; el valor especial que tuvieron que tener para, desde la posición social que disfrutaban, renunciar a ciertos privilegios de clase -porque el heroísmo es una forma de la renuncia siempre- en pos de causas tan malquistas como la de la abolición de la esclavitud y, en el caso específico de Ruiz Belvis y Betances, la causa antillana de la Confederación y de la república democrática. Hay que recordar el miedo que todo esto levantaba en el común de la gente gracias a los fantasmas redivivos de un Haití soberano y negro o unas repúblicas hispanoamericanas inestables que España se ocupó de soliviantar. La voluntad política española gustó mucho de desmerecer a los adversarios y cuando ello no demostró ser eficiente, recurrió a la represión indiscriminada de los enemigos en el interior. Pero también hay que recordar toda la complejidad que el movimiento separatista tenía a la altura de 1860 cuando anexionistas a Estados Unidos y hasta especialistas-autonomistas, vieron en aquel movimiento ideológico una sombrilla protectora. En aquel contexto Ruiz Belvis acabó electo a la posición de Síndico Primero del Ayuntamiento de Mayagüez. El Caballero Síndico tenía el deber de velar por el buen uso de los fondos públicos municipales y fiscalizar las actividades del Cabildo de la ciudad. Cada proyecto aprobado en el cabildo tenía que pasar por sus manos antes de ser puesto en práctica. Cada emisión de fondos para cualquier fin social también. Hay que decir que en aquel momento Ruiz Belvis se hayaba tan profundamente vinculado al ambiente y al espacio mayagüezanos que se distanció aparentemente de los asuntos de la hacienda y los intereses de la familia en Hormigueros y San Germán. Es en Mayagüez donde, en colaboración con Betances y Basora, fundó hacia probablemente hacia 1858 la “Sociedad abolicionista secreta”, tan cargada de leyendas y tan difícil de documentar de manera seria. Yo no podría asegurar, después de revisar la documentación y las actas bautismales de varios pueblos de la costa oeste de Puerto Rico posteriores al 1858, especialmente Hormigueros donde vivía la mayor parte de los esclavos de los Ruiz, que el activismo y la manumisión de esclavos fuese una meta principal del separatismo rebelde en aquel momento. La lista de libertos en circunstancias que pueden presumirse ligadas a la tradición de la “Sociedad abolicionista secreta” es indudablemente mínima. Lo que sí parece evidente es que los fines políticos de aquel activismo joven estaban llegando a su cenit entre 1864 y 1866. En el plano internacional, España se había fraguado una imagen política desastrosa con su intervención en los asuntos internos de la República Dominicana y su campaña por restaurar la soberanía hispana en aquella isla. La situación empeoró aún más cuando el débil imperio intentó poner en jaque a la República de Chile en su puerto de Valparaíso reclamando compensaciones por una guerra de independencia que estaba consumada hacía años. En todo aquel proceso lo único que consiguió concretamente España fue soliviantar el ánimo americano y crearse un bloque de adversarios que a la larga, podían ser aliados potenciales o sostén de un levantamiento armado en Cuba y Puerto Rico. Ruiz Belvis y Betances sabían esto e iban a aprovechar de una manera coherente la errática política internacional de la monarquía española. Una de las fuentes más confiables de la década del 1860 en Puerto Rico, los periodistas e historiadores conservadores José Pérez Moris y Luis Cueto quienes fueron testigos de primera fila de aquel momento de la historia nacional puertorriqueña, estaban de acuerdo en que después de 1864 la zona oeste, especialmente Mayagüez se había convertido en un hervidero de conspiraciones. Sociedades secretas y masónicas, alegaban, hacían su trabajo para debilitar el poder español. Ruiz Belvis mismo, junto a Betances y el patriota autonomista sangermeño Francisco Mariano Quiñones, se habían iniciado en la logia “Unión germana” de San Germán. Un complejo y poco investigado mundo clandestino maduró entre 1864 y 1867 y en todo ese proceso Ruiz Belvis fue una de las figuras claves. La historia puertorriqueña ha salvado la figura de Ruiz Belvis esencialmente por su compromiso con la abolición inmediata de la esclavitud africana en Puerto Rico con indemnización o sin indemnización para los futuros ex?amos. Su labor, junto a José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones, en la redacción del Proyecto para la abolición de la esclavitud presentado en Madrid en la Junta Informativa de Reformas en 1867 en un momento en que el problema llegaba a su clímax y todavía era anatema discutir el mismo en el seno del poder español, lo inmortalizó dentro de la historia de la jurisprudencia y el derecho americanos. Valga aclarar que numerosos historiadores y testigos de la época coinciden en indicar que el referido documento es fundamentalmente producto de la pluma de Ruiz Belvis. Yo, por mi parte, he llegado a creer en la necesidad de la gloria compartida en este caso como en otros. El compromiso de Acosta y Quiñones con la causa de la abolición era tan incuestionable como el de Ruiz Belvis y el de Betances. Después de 1867 la vida de Ruiz Belvis dio otro giro radical que lo iba a lanzar directamente en brazos de la muerte. En julio de 1867, corrían los primeros días del mes, Ruiz Belvis y Betances se vieron precisados a tomar una decisión que alteraría de manera definitiva el resto sus vidas. Estaban ante la disyuntiva de someterse ante una autoridad que no respetaban; o decidirse a abrir una vía franca hacia la revolución tomando el camino del exilio, el destierro y el clandestinaje. Las citaciones para presentarse ante el gobernador con que se recibió a los delegados de Puerto Rico ante la Junta Informativa de Reformas forzaron la decisión de romper en definitiva con una España que no podía dar lo que no tenía, según lo aseguraba Betances. Aquí Hormigueros es, según la tradición oral, otra vez refugio del patriota. El relato en general es muy oscuro y confuso. Lo cierto es que acompañados por el párroco de Hormigueros Antonio González, consiguieron evadirse vía Cabo Rojo -tal vez apoyados por uno de los hermanos Cabassa, dueños de las haciendas “Acacia” y “Belvedere” -hasta algún punto de la bahía de Guánica desde donde partieron –en ruta a Saint Thomas o República Dominicana- hacia la ciudad de Nueva York, refugio de los rebeldes de las Antillas en aquel momento. La revolución de las Antillas estaba en marcha. Nueva York era punto común de encuentro de exiliados esperanzados y de emigrantes ansiosos de una vida mejor que difícilmente conseguían. De Nueva York ambos pasaron a Saint Thomas de nuevo y en esta isla de las Antillas Menores se separarían para no verse más. Ruiz Belvis partió a cumplir una importante “misión política” ante las autoridades chilenas, y Betances se detuvo brevemente en el Caribe a fin de continuar agitando la cuestión de Puerto Rico y Cuba. Su tarea era más complicada. Debía hacer acopio de armas para un futuro levantamiento libertario en Puerto Rico. Se sabe que en la larga travesía al sur, Ruiz Belvis pisó suelo colombiano y peruano antes de arribar a Valparaíso, Chile. Se presume que en los distintos puertos de arribo estableció contactos con aliados del proyecto libertario de las Antillas por medio de supuestas logias masónicas comprometidas con la causa. Yo tampoco podría asegurarlo, pero la historia de lo secreto plantea, ciertamente, muchas dificultades algunas insalvables. Con ello Ruiz Belvis se convirtió en el primero de los “peregrinos de la libertad” que buscó en la América Hispana un sostén para un proyecto que se entendía clave para la seguridad de la América soberana: la Confederación de las Antillas. Más tarde, Eugenio María de Hostos y Pedro Albizu Campos iniciarían esfuerzos similares bajo condiciones disímiles. Todo parece indicar que a Valparaíso, ciudad donde se le recibió como a un dignatario político de la resistencia antillana y presidente del Comité Revolucionario de Puerto Rico, llegó gravemente enfermo y a los pocos días, el 3 de noviembre de 1867, falleció probablemente de complicaciones con un mal de estrechez en la uretra. En el Hotel Aubry, donde se hospedaba, recibió los cuidados de ciertas personas presumiblemente ligadas al proyecto que allí trataba de completar. El héroe había caído sin ver cumplida la meta que se había propuesto. Con ello la esperanza del apoyo internacional para la causa de las islas se tronchaba definitivamente. Las Antillas, como Italia en su momento, tendrían que hacerlo por sí solas. Segundo Ruiz Belvis es la proyección más universal de este microcosmos que llamamos Hormigueros. No me cabe la menor duda de que, de haber sobrevivido aquel trauma, el prócer hubiese retornado a la cabeza de un ejército de invasión para culminar la tarea que Lares comenzó y no pudo consolidar. Ese era el temple del soldado y ese fue el papel que le encargaron sus hermanos en la revolución. A sus treinta y ocho años, nadie podía cuestionar la hombría de bien del caballero y la militancia del rebelde. El “olvidado”, como le bautizó Hostos en 1873 cuando visitó su tumba que todavía estaba en pie en el cementerio de Valparaíso, vive eternamente en el corazón de todos los puertorriqueños que aman la patria y la libertad. |
Una aventura de la memoria: Segundo Ruiz Belvis en la historia de Hormigueros por Mario R. Cancel Recinto Universitario de Mayagüez (U.P.R.) |
Segundo Ruiz Belvis, separatista, abolicionista y masón nacido en Hormigueros |
Antonio Ruiz Quiñones, hermano de Segundo Ruiz Belvis y líder masón. Foto de la Colección de Jerry Javariz |
Ramón Emeterio Betances, líder ideológico de la Insurrección de Lares (1868) |
Envíe sus comentarios a Todos los gatos... |
Francisco Mariano Quiñones, autonomista, abolicionista y mason de San Germán. Foto Colección Mario R. Cancel |