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y / o Maribel R. Ortiz
Detrás de mí está la respuesta

por Maribel R. Ortiz

Miranda no salía después de las seis de la tarde. Se quedaba en la casa con los catorce gatos recogidos en los recovecos de aquel callejón de orines ajenos. Decía la vieja que ninguna criatura extraña volvería a sorprenderla desprevenida, como le ocurrió en una ocasión y aún con algunos dientes. Me enteré de Miranda por casualidad mientras buscaba en aquel destartalado rincón del mundo, algún ser bípedo y parlante que me prestara un gato para cambiar un neumático que caprichosamente le dio con reventar allí. Llevaba una semana trabajando para un reportaje sobre una extraña y peculiar criatura que succionaba la sangre de animales hasta dejarlos exangües y de paso devoraba sus restos. Solía atacar las cabras y las gallinas del vecindario por lo que tenía en alerta al alcalde del pueblo quien había activado la guardia nacional, la municipal, la escolar, la defensa civil y la policía. Su obstinación en atrapar al animalejo bautizado por la gente como El comecabras, atrajo la atención de los medios y tenía a todo el país pegado a los televisores y a El Vocero. Una cadena extranjera de credibilidad cuestionable pero con suficiente capital, había embarcado toda una horda de reporteros, traductores, camarógrafos, criptozoólogos y especialistas en asuntos paranormales para filmar un documental y de paso capturar con vida al célebre cabrófago.

Eran los tiempos de incertidumbre política y desempleo rampante en esa parte de la isla en donde aún no abundan los fast foods con m de maravilloso para el viajero con prisa o m de mierda para los que estamos hartos de su omnipresencia. -¿ Cómo está? Me llamo Marina y soy reportera del periódico Fenómeno. Mire, ¿tendrá un gato que me preste?.- El hombrecillo vestido de guayabera en desuso me contestó detrás del mostrador la respuesta más idiota que jamás escuché.

-Yo no tengo gato pero si quiere Miranda tiene catorce y vive en la tercera casa pintada de amarillo a mano izquierda.

- Oiga don, con todo respeto yo estoy buscando un gato para cambiar un neumático no un gato que maúlle por Dios.

Salí del colmado con una coca cola en la diestra, mi décimo tercer cigarrillo en  la siniestra y la sonrisa de un muerto, dispuesta a llegar a pie hasta el parador donde me hospedaba con tal de salir de aquel inextricable lugar. La casa amarilla llamó mi atención. Había visto casas amarillas pero no como ésta sin duda. Toda aquella minúscula casa era color ocre; las puertas, las ventanas, el zinc, las rejas y hasta las hojas secas de dos arbustos. Deduje que la vieja que estaba sentada en el dorado balcón, rodeada de gatos por doquier, era Miranda. Mi olfato de reportera y mi aguda intuición me convidaron a acercarme. A medida que adelantaba el paso, los ojos de la vieja me escudriñaban sigilosamente. Parecía como si los siglos se hubieran posado alguna vez en aquellos vetustos ojos, tan amarillos como todo lo demás. Vestía una especie de túnica artesanal con bordados policromados. Llevaba la cabeza cubierta con un turbante que hacía juego con los adornos del vestido. Algunos gatos jugaban con el ruedo de su ropa y uno muy pequeño reposaba entre el hombro y el cuello de la vieja. Por un momento sentí como si hubiera sido transportada a otro tiempo y espacio que no correspondiera al presente y la anciana fuera un espejismo. Me sentía mareada quizá por el sol que contrastaba con el techo y lo primero que se me ocurrió fue pedirle un vaso de agua.

Jamás pensé que iba a pasar un rato tan ameno junto a Miranda quien resultó ser una conversadora fenomenal. La petición del vaso de agua dio paso a una serie de conversaciones y anécdotas de mucho interés para una catadora de historias paranormales como yo. Resultó que Miranda era natural de Trinidad. Viajó clandestinamente en un barco de carga cuando tenía catorce años huyendo de un compromiso matrimonial por acuerdo. Deambuló por varios días hasta que una dama de alcurnia con ojo de águila le ofreció empleo como mucama, a cambio de un techo, comida y diez dólares semanales. Durante catorce años cocinó, lavó y planchó para otros. Con los ahorros y las propinas compró un marido que le diera la ciudadanía y el divorcio tan pronto sucediera lo primero y un diminuto solar con casa de madera y techo de zinc que pintó de amarillo. Los catorce gatos, me dijo, los encontró en sus viajes al pueblo. -La verdad es que yo no los recogí, ellos me eligieron y me siguieron hasta la casa. -Vinieron catorce gatos en un solo día y con todos me quedé.

Al día siguiente viajó al pueblo a comprar leche y cabezas de pescado para sus gatos. De regreso escuchó entre los arbustos del camino un chasquido de hojas junto con un leve quejido que le pareció ser el de algún animal moribundo o muy débil. La curiosidad pudo más y se acercó al lugar de donde provenía aquel balido lastimero. Miranda enmudeció y sintió que su cabello blanqueó de una acelerada manera. Un miedo atroz le paralizó las piernas y aunque su cerebro daba órdenes de huída, su cuerpo no respondía. Allí estaba un cabrito o lo que quedaba del infortunado animal. Había vísceras desperdigadas y un olor fétido a carroña por la sangre que impregnaba el suelo. La anciana sabía que la fauna isleña carece de depredadores feroces. Quizá una jauría de perros salvajes, no era la primera vez. Entonces tenía que apresurarse por si regresaban por los restos. Cuando se disponía a huir a toda marcha, lo vio. Lo más extraño fue que sabía que eso frente a ella no le haría daño. De alguna manera estaba calmada y permaneció sosegada hasta cuando la olfateó con la habilidad de un sabueso. Pudo ver claramente los ojos de aquello. Eran enormes, oscuros y húmedos como si estuvieran abarrotados de lágrimas. Aquella piel escamosa y levemente velluda, despedía un vaho de flores mortecinas parecido al olor de los cirios. En lo que le pareció una eternidad se percató que aquella criatura podía saber lo que pensaba porque ella  interpretaba los signos que provenían de la mente del otro. En ese código invisible supo que no tenía permiso para revelar lo que a ella había sido revelado y esta verdad la acompañaría hasta que sucediera lo que era inevitable.

-Miranda. -Ha sido una historia verdaderamente increíble. -Comprendo su recelo pero  ¿cree que esa criatura que usted vio esa vez se trate del comecabras? -Si comprendieras como dices no estuvieras buscando una historia. Lo cierto es que sí buscaba una historia y el relato de la vieja era perfecto.-Lo lamento, no quise importunarla, es que los reporteros tenemos la virtud de ser metiches pero no insistiré más.

Me despedí de ella con la certeza de que estaba chiflada y  con destino pendiente pues eran las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde y aún no había resuelto el dilema del maltrecho neumático.- Al menos el relato de la anciana serviría para montar una historia con matiz de Stephen King. Me reí a carcajadas como una loca ensimismada. Debía reconocer que la anciana hubiera sido una escritora muy locuaz si le hubiera dado con escribir relatos. Todavía recordaba la casa amarilla, los catorce gatos que recogió el mismo día,  el temor que le producía salir después de las seis de la tarde y aquella mirada indescifrable como el final de su historia. A lo mejor la chiflada era yo y Miranda era la voz de mi conciencia. Ya son las seis y éste es mi decimocuarto cigarrillo. Escucho un leve chasquido de hojas, la curiosidad puede más y me acerco. No estás loca Miranda, detrás de mí está la respuesta.
Maribel R. Ortiz
Maribel R. Ortiz, "Contra-tiempos". Foto por Mario R. Cancel