San
Germán en la historia nacional puertorriqueña: una aproximación teórica
Prof. Mario R. Cancel
Universidad de Puerto Rico-Mayagüez
José Vélez Dejardín nos ha dejado una nueva
versión de su San Germán: de villa
andariega a nuestros tiempos 1506-2000. Una lectura crítica del título nos
dice mucho de las intenciones del autor. El marco cronológico es una invitación
a que el lector considere la hipótesis del poblado del Río Guaorabo como
garantía de antigüedad. Pero también es un compromiso con la afirmación de
continuidad hasta el presente mismo.
¿Cuál es el valor de la publicación de este
libro al día de hoy? La pregunta tiene más relevancia de la que aparenta. Hace
apenas dos días el gobierno de Puerto Rico recordó oficialmente en todo el
sistema escolar público el llamado “día de la raza.” Se trata de la efeméride
del descubrimiento. Ambos conceptos son una invitación a que la nación acepte
con serenidad todo lo que significó el complejo y violento proceso de la historia colonial de este
territorio al cabo de 510 años. Es una conminación a que se acepte el
intercambio biológico, étnico, material y cultural entre toda una variedad de
seres humanos en conflicto que, a fin de cuentas, colaboraron en la
configuración de esta nacionalidad.
Ese fue el mismo espíritu de condescendencia que
se inventó hace 110 años durante la conmemoración del Cuarto Centenario del
evento. En 1893, nadie podía imaginar que cinco años más tarde Puerto Rico –el
Viejo San Juan Bautista- pasaría por un hecho de armas a manos estadounidenses.
La debilitada España borbónica buscaba en el pasado elementos para afirmar un
orgullo debilitado por una modernidad aberrante. La figura del “conquistador,”
que la había hecho grande ante el enemigo árabe, volvió a configurarse como una
garantía de que el Imperio creado por Carlos II de Augburgo sobreviviría para
conmemorar un Quinto Centenario desde el poder.
La celebración de aquel Cuarto Centenario estuvo
pletórica de españolismo. Todos saben a dónde condujo el callejón sin salida
del siglo XIX a la vieja España. Todos también están conscientes de los debates
respecto al lugar del desembarco colombino que se generaron en el discurso de
pensadores de la talla de Salvador Brau, el padre Nazario Cancel y Manuel Zeno
Gandía, entre otros forjadores del pensamiento criollo.
El debate colombino del desembarco estaba en el
aire desde mucho antes de aquella celebración. El 1ro. de diciembre de 1889
Salvador Brau, en carta privada a Lola Rodríguez de Tió, se quejaba de la
actitud de ciertos intelectuales puertorriqueños que trataban de obtener
capital cultural por medio de la discusión de aquel problema sin solución.
Brau, quien es considerado “padre de la historia puertorriqueña” aserto sobre
el cual tengo mis reservas, insistía en que durante una de sus conferencias
sobre el tema “...(Manuel) Zeno Gandía actuando de Mefistófeles, hizo del
(santurrón) del Padre Nazario (Cancel) un nuevo Fausto, inventando la teoría astronómica
de que Colón fondeó a occidente. . . de Guayanilla.”
¿Cuál era el código oculto detrás de aquellas
palabras de Brau? El cinismo del caborrojeño, la diafanidad con la que
despachaba un asunto que ocupaba y ocupa el tiempo de tanto presunto historiador
no me sorprende. Brau era un historiógrafo profesional y un pensador de gran
formación para quien el problema de la historia común entre España y Puerto
Rico no radicaba en el dilema de “lugar” sino en la cuestión mayor de adónde
condujo a la isla de Baneque / Boriquén. Leer correctamente a Brau es afirmar
la concepción de la inutilidad de cierto debates.
Brau iba más allá cuando decía a la Poeta de las
Lomas con cierto desenfado: “Y yo me reía, porque lo que yo comentaba no era a
Colón, sino la labor social de cuatro centurias que abarca desde la india
concubina del español y del bozal, arrebatado rapazmente a sus arenales
patrios, hasta el extranjero que nos trajo capital, vigor físico, ideales más
amplios, tintes de seriedad, relaciones cultas, libros, pasto intelectual para
nutrirnos y ayudarnos a ser lo que somos.” Para Brau el descubrimiento era un
simple hecho factual, una fecha vacía si no se le vinculaba a los procesos que
había generado.
Me permito, sin embargo cuestionar al maestro si
en efecto toda la ilustración de la cultura insular se lo debía Puerto Rico a
los extranjeros. Tampoco Brau estaba libre de ese tipo de concepciones tuertas de la forma en que se construye una
cultura en especial cuando se le mira desde el exclusivismo social que es la
impronta de las clases altas.
Esa interpretación era la postura típica de los
intelectuales, historiadores y sociólogos impactados por la entonces venerada
“ciencia positiva” teorizada por Augusto Comte. Por esa misma situación
veneramos al Eugenio María de Hostos teórico y maestro. Y por eso reconocemos
el valor grandioso de la obra abolicionista de Segundo Ruiz Belvis, Francisco
Mariano Quiñones y José Julián Acosta en la Junta Informativa de Reformas de
1867. Todos ellos estaban embebidos en aquel sistema de pensamiento que era
vanguardia de occidente europeo.
Brau fue tajante en 1889 al afirmar que: “Aquí
Lola no salimos del (h)ojalaterismo que condena la conquista, sin ver que somos
su producto...” Bien vista esa fue la lección más interesante de Brau para las
generaciones posteriores especialmente la del 1930 y sus acólitos. El argumento
central era que Puerto Rico, la nación, había sido la consecuencia de aquella
conquista, de aquel proceso de coloniaje que en 1887 había culminado en el abuso
rampante de los compontes que el propio Brau sintió como militante del Partido
Autonomista Puertorriqueño.
¿Por qué doy todo este rodeo para conversar
sobre la historia de San Germán de José Vélez Dejardín? Lo que sucede es que
las conmemoraciones y en especial la del descubrimiento o encuentro
europeo-americano, tienen un valor profundamente contradictorio en el
imaginario nacional puertorriqueño. La cuestión del lugar del desembarco
permanece como un misterio borgiano, o como un laberinto sin solución que sigue
apasionando a la cultura oficial.
Decía el historiador rumano de las religiones
Mircea Eliade que las fiestas por lo general manifiestan “el deseo de
reintegrar una situación primordial” a la vida de todos los días (Lo sagrado
y lo profano, 1998). La “nostalgia por la perfección del origen,”
perfección concebida por todas las versiones románticas de la historia, se
agazapa detrás de cada una de estas recordaciones. Demás está decir que la
recordación tiene siempre la finalidad de transformarse en un modelo para un
tiempo presente que se imagina desde una perspectiva totalmente diferente. El
presente se asume como la pérdida de algo y la recordación se asume como una
forma de la recuperación. Todo relato histórico ocurre, sin proponérselo,
dentro de esa actitud.
La conmemoración es en consecuencia catalizador
de la memoria: la fortalece alrededor de ciertos elementos que se reiteran,
consolida la convención respecto a un pasado genéricamente aceptado como
válido. Los conjuntos metafóricos que se reiteran se imponen. El saber resulta
ser otro acto de fuerza tal y como ya había sugerido el filósofo alemán
Federico Nietzsche en algunos de sus textos. Ese fenómeno es el que crea las historias
oficiales, las convencionales y es un interesante instrumento analítico para
comprender las historias de resistencias y las contrahistorias que cuestionan
las versiones tradicionales desde los márgenes.
“La historia, -decía el pensador francés Michel
Foucault- en su forma tradicional, se dedica a ‘memorizar’ los monumentos
del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar esas huellas
que en sí mismas no son verbales, o dicen tácitamente cosas diferentes de las
que dicen explícitamente...” (La arqueología del saber). Por ese camino
se consolidan los mitos alrededor de los cuales se tejen los relatos, más o
menos exactos en torno al pasado de los pueblos.
El caso de esta historia de San Germán que ahora
nos deja José Vélez Dejardín no es la excepción. El volumen, como ya señale en
la presentación que le hice el 18 de noviembre de 1994 cuando presenté la
primera edición del mismo, recoge la mitología de una región, San Germán, que
teje su propia versión alterna de la
nacionalidad mirándose en el espejo cóncavo-convexo de las historias inventadas
desde la capital. San Germán: de villa
andariega a nuestros tiempos un
interesante ejercicio de microhistoria regional alternativa.
Dentro de una estructura expositiva cronológica
hasta dónde le permite el flujo de datos, el autor nos muestra un pasado
cargado de combates y conflictos, de orgullos vanos y aspiraciones no
consumadas entre una rancia aristocracia ligada primero a la ganadería y el
tráfico ilegal y posteriormente a los grandes intereses de la tierra a través
de cinco siglos. Lo digo de este modo porque todos los historiadores sabemos
que la historia, cualquier historia, nunca fue un lecho de rosas. Jorge Luis
Borges tenía razón cuando sugería que todo tiempo vivido siempre fue peor que otros.
Lo interesante de este volumen como de cualquier
otro volumen de microhistoria es la multiplicidad de lecturas que permite a los
observadores inteligentes del discurso. Una cosa es la versión que ofrece de la
evolución de la Villa Andariega, metáfora plástica pero frágil, y otra muy
distinta la que tácitamente impone sobre la historia de las mentalidades
puertorriqueñas en la dialéctica isla-capital.
Mucho se ha conseguido, debo aclarar, desde la
década de 1970 en el territorio de las microhistoria puertorriqueña. La
aportación de esta forma de hacer historia a la crítica del automatismo del
cambio, a la idea preconcebida de la homogeneidad de la evolución de la
historia de una nación, fueron claves en el cuestionamiento de buena parte de
las concepciones modernas decadentes del discurso histórico. Al lado de ella,
las historias regionales erosionaron la noción de que se podía explicar, por
ejemplo, el problema de España leyendo
su pasado estrictamente desde el Madrid castellano. Cataluña, Galicia, Vasconia,
tenían historia alternativas que contar. Algo similar demuestra este volumen de
Vélez Dejardín y espero que él tenga conciencia de lo que voy diciendo.
Entre las microhistorias, las historias
regionales y las nacionales se ha desarrollado un juego cruento. La obra que
hoy nos ocupa es una demostración de ello. Durante los últimos cuarenta años la
producción histórica sobre San Germán ha implicado la voluntad de rescatar un
espacio hipotética o presuntamente usurpado: aquel que está garantizado a los
fundadores, a los administradores de los orígenes. El argumento derivado del
discurso de Salvador Brau vuelve a ser útil al cabo de 114 años ¿qué sentido
tiene?
El énfasis de ese tipo de discurso ha sido
establecer fuera de toda duda las discrepancias entre las experiencias
histórico-sociales, la psiquis, e incluso la visión de mundo de la gente de la
capital y aquella que no lo era –la de la isla-. Es cierto que la
noción dialéctica que antepone la capital a la isla sigue teniendo sentido para
mucha gente. En ocasiones da la impresión de que los viejos partidos de San
Germán y Puerto Rico fundados en el siglo XVI nunca hubiesen hecho las paces y
continuaran resolviendo las disensiones jurídicas coloniales después de 510
años de convivencia y un siglo 50 años de estado moderno.
Algunos alegan que San Germán se hizo ante el
otro, Puerto Rico, y apropian una idea de la marginalidad respecto al poder
hispano colonial que en ocasiones es difícil demostrar. Es cierto que para que
una región se defina tiene que hacerlo ante el otro. En lo que respecta a San
Germán esa concepción de lo regional es cuestionable por diversas vías:
la gente de Aguada y Coamo, que estaban en la periferia de dos Partidos
distintos, se parecían probablemente más entre sí en el orden socio-cultural
que a la gente de la Capital. La concepción de un San Germán “aislado” en el
sentido estricto de la palabra es sumamente improbable. Toda noción de
aislamiento tiene que matizarse espacial y temporalmente.
Incluso cuando se ha tratado de deslindar las
regiones con las nociones de urbe y ruralía la disposición es
poco clara porque los patrones de comportamiento rural invadían la llamada vida
urbana de Puerto Rico hasta entrado el siglo XX. No había una fractura clara
entre lo uno y lo otro. En gran medida la fragilidad visceral de la postura
teórica de quienes ven en San Germán el nudo de la nacionalidad radica en que
lo mismo se puede alegar con argumentos análogos sobre Ponce, Mayagüez y la
capital misma con argumentos de igual peso.
La lección que un historiador recoge de todo
esto es sencilla. La determinación de la alteridad histórica como es el caso de
San Germán en el volumen que me ocupa, no puede conducir al historiógrafo a la
atomización radical de su versión del mundo. Estas reconstrucciones alternas
son útiles en la medida en que no cancelen los caminos de hacia una comprensión
total probable.
El dilema es mucho mayor de lo que aparente por
que ser sangermeño es un gesto enteramente simbólico tan válido como ser
mayagüezano, ser ponceño o pepiniano. En verdad cualquier revisión general de
la historia de San Germán nos demuestra que la mayoría de los pueblos emanados
del viejo partido lo fueron a pesar de la oposición de San Germán. La Villa
Fundadora de Pueblos lo fue, en consecuencia, a su pesar. Un último apunte
aclaratorio. El San Germán de 1506 o 1508 no era una Villa. Era un simple lugar
camino a ser un pueblo. La condición de Villa era un título jurídico que
implicaba ciertos privilegios que los lugareños no poseían durante el siglo 16.
Si el esfuerzo de José Vélez Dejardín en su versión revisada de San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos es esa, la aplaudo fraternalmente.
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