Renato Sandoval Bacigalupo (*)
Rilke en el exilio
Praga,
la luminosa y vetusta ciudad que nunca renunciará al claroscuro, encendió por
vez primera los ojos del poeta Rainer Maria Rilke en una escueta mañana del
invierno de 1875. Y Praga hizo lo mismo con Kafka, Gustave Meyrink, Max Brod y
Franz Werfel: a todos les dio la vida como vástagos muy amados y, sin embargo,
como no pocas veces ocurre, nunca se la quitó. Pues todos ellos, a la primera
amonestación materna, no dudaron en lanzarse hacia otros brazos adoptados, a
otras tierras sombrías y escarpadas, siguiendo el curso de “ese oculto y
culpable dios-río de la sangre”, del que hablaba Rilke en sus célebres “Elegías
de Duino”(**).
Y
fue así que el joven Rainer abandonó su ciudad natal en búsqueda de un nuevo
hogar, trajinando bosques y ciudades, socavando montes y quebradas, ya entre
Rusia o España, ya entre Suecia o Italia, sin hallar lo que tanto deseaba. Más
tarde se animó al salto, en pos de la luz cegadora de los desiertos africanos,
hasta alcanzar el pardo y sabio Nilo.
Ya
ahí, jadeante y muy ansioso, le preguntó a la Esfinge: “¿Dónde está mi casa?”.
Ni el más mínimo respiro brotó de la pétrea y gigantesca bestia. Y como quiera
que el vate no oyese sonido alguno, tuvo para sí que el silencio era la
respuesta, y que sólo en él debería vivir y perseverar. Lo que no impidió que
siguiera peregrinando sin cesar por el mundo, como el Judío Errante de este
siglo: “Viajar es una pena sin nombre, una mirada que esquiva nos transita”,
decía otro poeta de caminos parturientos.
Así,
pues, Rilke decidió amar esta pena, persuadido de que nada más que en ella
encontraría la perdida senda que habría de llevarlo a su final destino, siempre
fiel a lo que su maestro danés J.P.Jacobsen le musitara en la devota lectura de
uno de sus libros: “Todo hombre vive su vida propia, al igual que muere su
muerte propia”. Y el autor de los “Sonetos a Orfeo”, repitió tantas veces, y
bien, esta dura y singular lección, ya sea amando a tanta mujer que hiciera su
paso menos tormentoso, como anhelando con melancolía el regusto por las viejas
moradas donde lo esperaban infaliblemente el amor divino y el amor profano.
Rilke
vive padeciendo y padece cuando ama y escribe, porque para él sólo la verdadera
obra de arte (lo mismo que el verdadero amor) es tal si resulta de una infinita
necesidad. De ahí que el único modo de vivir con autenticidad es cuando el amor
y la muerte se hacen imprescindibles, y no son un bien superfluo. “Oh Señor, da
a cada uno su muerte propia. / Una muerte que derive de su vida, / en la cual
hubo amor, comprensión, desinterés. / Pues sólo somos la corteza y la hoja. / Y
la gran muerte que cada uno lleva en sí / es el fruto en el cual todo gravita”,
implora, transido, el poeta.
La
vida de Rilke fue para la muerte, la encarnación perfecta del Sein zum Tod (ser
para la muerte) de Heidegger: un impulso de fuerzas encontradas lidiando ciegas
y furiosas, un nunca hallarse en casa, un estar de espaldas, “de modo que por
más que hagamos tengamos el gesto de alguien que se marcha” (Octava Elegía),
una no respondida pregunta en la agonía de una canción de amor.
Es
Rilke el remiso exiliado, el poeta errante que jamás nadie pudo del todo poseer
y a quien muchos aún insisten en redescubrir y emular. Por algo sería que mucho
antes de despedirse de su vida para ascender a la Montaña del Dolor Primigenio,
escribiera para sí este epitafio: “¡Oh Rosa, pura contradicción, voluptuosidad
de no ser el dueño de nadie bajo tantos párpados!”.
(*)Renato Sandoval, poeta, traductor y profesor
universitario peruano.
(**) R.M. Rilke. “Elegías de Duino”. Traducción del alemán y prólogo
de Renato Sandoval. Lima: PUC, 1997, 88
pp.