Renato Sandoval(*):

Ir de nuevo, nunca volver


 

En casa no tengo sótano pero sí un viejo armario donde guardo celosamente mi Aleph privado. Ahora mismo lo tengo entre mis manos, y mientras veo infinitos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, pasan también frente a mi vista los innumerables lugares por los que me ha sido dado transitar: casi seis decenas de países, cientos de ciudades, pueblos y caseríos, con sus respectivas gentes e idiomas, además de sus miles de avenidas, calles, rúas y senderos; unos pujantes y modernos, otros más antiguos, de inmemorial origen, hermosos y apacibles aunque en ruinas; todos ellos con sus centros y periferias, sus valles, desiertos, sabanas, tundras, montañas y costas medianeras, donde a lo mejor yace una civilización perdida junto a los vestigios de otra muy grande, en la que turistas que viven escalando estatuas se confunden con mercaderes y ladrones que encantadoramente hurgan en sus bolsillos. Y por cierto allí arriba aparecen los muchos cielos con sus astros, lluvias, rayos, centellas y otras luces imposibles, y un poco más abajo el mar y la ciclópea fuerza de sus aguas ancladas en el hueso mismo del misterio, con ese aroma suyo inconfundible, casi insoportable, que ahora se me allega invadiendo mis alveolos, y que contra una pared de agua dura me pregunta por todos y cada uno de los destinos a donde tantas veces me transportase durante mi vida de marino. Un diluvio de imágenes inunda de repente mis ya fatigadas retinas, me resisto a creer que el mar sospeche en mí alguna melancolía (¡estoy tan lleno de ella!), y odio que la pregunta tenga un sesgo a todas luces sentimental. Será que a lo mejor nunca he sido del todo feliz (el gran pecado borgiano), y que verme obligado a reconocer ese hecho me cubre de vergüenza. Pero, ¿y qué hay de aquellas siestas largas y venturosas en Baños de Ecuador; de las luminosas plazas de Praga con el expansivo amor de las parejas retozando sobre el Puente Carlos; de la visión divertida de la casa de Menandro, en Pompeya, o la extática del Partenón, el puerto de Safi (Marruecos) y la inmensa alberca de ladrillo de Mohenjo Daro en el Valle del Indo (Pakistán); sin olvidar los atardeceres gloriosos, rodeado de cebúes y venados en la isla de Marajó, donde desemboca el Amazonas; la cálida cabaña en los hielos de Laponia; la divina trucha compartida con el amor y la amistad bajo los eucaliptos del Mantaro? Y, no obstante, allí también están la horripilante miseria y la maldita degradación de los indigentes de Lima, Río y el Dualá del Camerún; el pedazo de mujer, sólo cabeza y tronco, escribiendo algo (¿un poema?) con un lapicero que sostenía entre los dientes, y a la que en un principio confundiera con un tacho viejo en una ruidosa calle de Belem do Pará; el camión que cada noche, en Bombay, en vez de recolectar basura recogía muertos, llenándose muy pronto hasta el tope. En realidad, demasiadas imágenes y sensaciones como para poder responder sin vacilar a esa malhadada pregunta que me sabe más a trampa que a remedio para melancólicos, como diría Bradbury. Y digo trampa porque, para dar la contra, bien podría aceptar el desafío de regresar precisamente a todos esos parajes de donde el horror, el miedo y la pena me hicieron huir despavorido para esta vez cobrarme la revancha, o perecer más bien en el intento. Pero también sé que no soy Proust para recuperar el tiempo perdido frente a una taza de té, mientras el río de Heráclito me baña a cada instante sin ser nunca el mismo, consciente como soy de que por más que uno vuelva a un lugar éste siempre será otro, pues el espacio no es igual, según reza la fórmula clásica, a velocidad por tiempo, sino a tiempo consumido a la máxima velocidad, tan rauda e implacablemente que la imaginación tima a la memoria y al corazón, y que la mente embauca a todo nuestro ser. Con todo, traicionando mi escepticismo, ocurre que entre tantos lugares por mí habitados, a donde en los últimos tiempos he deseado volver es a Velletri, en plena campiña romana, en concreto a esa casa abandonada, muy próxima a la Via Apia, que hace una década Bruna y Augusto me prestaran por algunos meses, a la que prácticamente reconstruí con mis manos, y donde en vano creí que al fin había hallado la paz y la reconciliación conmigo mismo, luego de que por ese entonces el mundo se me cayera a pedazos. Hoy, cuando en las noches de mi insomnio se anuncian días enrarecidos y turbulentos, recuerdo esa casa de la que a nadie he hablado; sólo que al evocar la soledad, el silencio y el sosiego perfectos que ahí encontré, éstos se vuelven de pronto puro ruido y caos general, lo que por supuesto me trastorna y se me hace intolerable. Será tal vez porque las circunstancias, buenas o malas, así como el amor y la muerte, son, en última instancia, irrepetibles, y bien que lo sé aunque me humille tener que aceptarlo. Nada más desconcertante que el tiempo separándonos de nuestras zonas más profundas y propias. Es posible ir de nuevo a un lugar determinado, pero volver a él, lo que se dice volver, eso ya no es posible.

P.S. ¡Cómo son las cosas! Antes de entregar esta nota, reviso mi correo y me doy con un mensaje de Augusto, de quien había perdido el rastro. Cuenta que demolerán la casa de Velletri: el viejo árbol que crecía frente a la ventana, y que a la casa y a mí nos regalaba fresca sombra, destruyó los cimientos con sus añosas raíces. Con los ojos entreabiertos, estoy viendo la escena en mi Aleph desvencijado. Antes de regresarlo al armario, me pregunto si, pese a lo arriba dicho, aún tendré tiempo de volver.

 


 

(*)Renato Sandoval, poeta, traductor y profesor universitario peruano.




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