Versiones 29

Diciembre 1999 – Enero 2000

Año de la liebre

Director: Diego Martínez Lora


La aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


Diego Martínez Lora(*)

Como un cocodrilo


Mientras me estás mirando sin que yo (tú piensas) me dé cuenta, me quedo un poco inmóvil, como un cocodrilo después de haberse tragado un buen pajarraco. Yo no puedo imaginarme nada de lo que hay en tu cabeza. Me gustaría preguntarte si tienes alguien con quien compartes tus deseos más íntimos. Será verdad que has apagado el mínimo instinto carnal de tu organismo y cuando te acuestas piensas en olvidarte de ti propia para no sentir esa ansiedad que te sofoca y te hace latir más fuerte el corazón como si se te fuera a salir del pecho, y te tienes que levantar para poder respirar mejor porque piensas que te estás muriendo asfixiada. Despierta y levantada te ves libre de esos temores que se hacen cada vez más persistentes en las noches más largas del invierno. No quieres volver a acostarte. Tienes pesadillas. Te despiertas sudando para constatar que aún vives entre esas cuatro paredes y que la luna sigue brillando con la misma intensidad de siempre como cuando la mirabas desde tu ventana de estudiante y te proyectabas suspirando lo que habría de ser tu vida cuando llegases a la edad que tienes actualmente. La vida de tu madre no la quisiste repetir y allí estás sin hijos, sin marido y con una u otra amiga de las que tu vida íntima nunca es tema de conversación. La gente ya se ha acostumbrado a no tocarte el tema. Y tu cama huele exclusivamente a ti, y tiene tu forma dibujada en el colchón exactamente en el mismo lugar que duermes cada noche. Y tus vasos y platos y ollas nunca terminan de ser nuevas porque apenas que estás en tu casa aunque la pases allí todo el tiempo, no te acostumbras a la idea de cocinarte a ti propia. Te sabe tan bien dormir sin pensar ni soñar, sólo reposar con la mente en blanco sin recordar ni fantasear. Te gustaría ser una planta y no parecerlo.  Te gusta estar muy cansada y caer como una piedra derrotada por el sueño sin tener un segundo para pensar en nada. Qué tormento te ocasionan tus partes más sensibles cuando sin razón alguna te comienzan a mandarte señales de que también existen y que están pidiendo a gritos un afecto. Tu fuerza de voluntad domina tu cuerpo y te calmas con respiraciones profundas como aspirando todo el malestar existencial sin dejar rastro alguno en tu expresión de mujer nunca explorada como objeto de deseo vulgarmente carnal. Te satisface pasarte la mano por la cabeza dándote un calor que nunca nadie te llegó a dar, lo haces varias veces, gimes para tus mismos oídos, te consuelas sobando tu cabeza contra la almohada como un gato. Aprovechas tu propio calor para acurrucarte e ingresar a una fase onírica muy reconfortante. Son los momentos más felices que tienes y tan escasos.  La noche se hace corta. Tu armonía se desploma a las siete de la mañana. Te despiertas hablándole a tu despertador confundiéndolo con tu más íntimo interlocutor. Suspiras, gimes, te pones en posición fetal como volviendo a tu tiempo prenatal. Dura muy poco todo, tus deberes te hacen salir de la cama y vestirte tan rápido que acabas poniéndote los zapatos prácticamente en el carro. Conduces junto con tus amigos preferidos, los locutores de radio, que te informan todo lo que te interesa, si tus caminos están congestionados, si necesitarás bajar tu paraguas y si llegarás muy temprano o tarde a tu trabajo. Te provoca llorar de súbito, pero haces lo contrario, te ríes como una idiota haciendo que el conductor, que está a tu lado esperando como tú a que cambie la luz del semáforo, crea que te estás riendo de su peinado o de cualquier cosa que tenga que ver con su cara. Arrancas primera que todos y sales disparada sin ver la mala cara que te pusieron. Aceleras más como desahogando alguna secreción acumulada dentro de tu cuerpo. Lo primero que vas a hacer después de estacionar tu carrito será correr a la cafetería de siempre y pedirte un vaso de leche caliente y unas tostadas con mantequilla y un poco de mermelada. Contestarás la broma del día que te cuente el mozo habitual de la barra. Mirarás tu reloj y con tus pasos cronometrados entrarás a tu oficina exactamente a las ocho de la mañana dando dos vueltas a la llave que tanto huele a ti. Subirás las persianas y abrirás las ventanas para que la luz y el aire como dos hermanos tuyos te visiten y te estimulen a iniciar la cotidiana labor de ordenar los papeles que tu jefe te deja sobre tu escritorio. Cuando él llega todo está listo y preparado para él sólo firmar, sin leer, confiando en ti a ciegas por la gran experiencia que tú tienes y porque sabe que tú te preocupas, que eres meticulosa y exageradamente perfeccionista. Te encanta este tiempo en que puedes trabajar sola sin que nadie te interrumpa y sin que el silencio sea violado por nadie más que por tu propia respiración. A las nueve comienzan a llegar tus otros colegas que te van saludando con restos de palabras que por la rutina se fueron deteriorando, mutilando.  Respondes del mismo modo con retazos de gestos que sin embargo enfatizan inevitablemente tus arrugas incompletas, sin una definición, como resultado de una vida a medias o de una que se encargó de reprimir todas las emociones fuertes habidas y por haber. La única verdadera arruga, perfecta y bien formada era aquella que ni tú propia te puedes ver a ti misma y que aparece cuando te entra esa incisiva ansiedad en plena oscuridad de tu cuarto a la hora más inconveniente. Para almorzar te juntas con otra amiga, como tú, que trabaja en un edificio muy cercano y comiendo como pescando la comida dentro del plato, porque no todo te gusta, educadamente hablas de todo menos de ti propia, ni tampoco de ella. Terminado el almuerzo, después de los dos besitos de rigor, regresas a tu trabajo para lavarte los dientes, la cara y las manos y continuar con la redacción de centenares de cartas dirigidas a los mismos nombres que te sabes de memoria y que tu jefe firma con el atentamente bien centrado sin preguntarte nada y sólo sonriéndote con la última firma insinuándote la posibilidad de ir a firmar tú como si fueras él, conminándote a falsificar su firma con aprobación suya. Pero sabe muy bien que tú serías incapaz de aceptar una cosa tal.

Ahora que sé que me estás mirando y yo no hago ningún gesto ni movimiento para que no te des cuenta de que yo sé que tú tienes los ojos negros clavados en mí, me gustaría dejar de ser tan tímido, tan introvertido y de no imaginarme más de lo que tú estás sintiendo o viviendo verdaderamente, y preguntarte si tienes alguien real y concreto con quien compartes tus deseos más íntimos. Yo no.


(*)Diego Martínez Lora – (Lima, 1958) Este cuento forma parte del libro inédito: Si acaso te ofendí...


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