Versiones 29
Diciembre 1999 –
Enero 2000
Año de la liebre
Director: Diego Martínez
Lora
La aventura de compartir la vida,
las lecturas, la expresión...
Peter Seeberg(*)
Regata(**)
Al parecer es un canal, estoy junto a él, enmarcado, en el lugar donde
me encuentro, por muelles de mármol blanco que se extienden curvándose
suavemente a ambos lados, tan lejos que desaparecen en el horizonte. El canal
se arquea y hay escaleras que descienden hacia su orilla. Se puede ver por
encima de él, aun cuando de ancho tendrá media milla marina. Al otro lado se ve
una isla, que debe de ser redonda u ovalada, no tan grande, de un cuarto de
milla de diámetro.
El agua del canal es
absolutamente azul y de una sustancia que se podría pensar que fuese entre agua
y aire. El cielo que se comba encima de todo es aire, no cabe duda, es de un
azul pálido y tenso y se caracteriza por su altiva indiferencia.
En la isla hay calles y casas
de diferentes tamaños. No hay luz en las casas, pero tampoco oscuridad. De ahí
entran y salen hombres totalmente dorados por el sol. Hombres, no ángeles. Las
habitaciones de las casas y las calles se iluminan a su paso. Se atraviesan con
su luz, pero sin enfocar. Todo es igualmente claro: mollera y pies, frente y
miembro viril, labios mayores y ojos. Debe de ser una maravilla.
Desde ahí proviene un
zumbido, una tonada, casi como uno de los conciertos brandenburgueses de Bach.
A lo mejor todos están afinados como instrumentos.
El canal luce bastante
desolado. Lo único que pasa es que uno de los hombres dorados baja por una de
las escaleras, toma agua azul y se la echa encima para refrescarse. A pesar de
todo, debe de haber diferentes temperaturas y entusiasmos.
Pero ahora sucede algo.
Los dorados empiezan a dirigirse a una plazoleta que, a mi modo de ver, está a
uno y otro lado de la isla. También llegan a una plazoleta que se encuentra
justo delante de mí; debe de haber pues un rumbo, y al otro lado de la isla
redonda algunos de los dorados ya deben de haberse congregado en su plaza
correspondiente, siempre que todo fuese simétrico.
En la plaza que está
frente a mí hay unos cuatrocientos dorados.
Ahora, lejos, en el
horizonte se ve aparecer una vela blanca y más tarde un bote dorado que avanza
con la vela. De vez en cuando se oye como un soplo que viene de la isla. Tal
vez sea el soplo que hace girar al horizonte y avanzar al bote.
Hay alguien en el bote,
acaso un ser masculino que mira hacia adelante, más allá de la vela. No sujeta
ni el timón ni la vela, apoya las manos en los bordes del bote. No es más
grande que uno de esos llamados “bote de optimista”.
Sé que le conozco y le
grito: P.V.
Vuelve la mirada hacia
mí y levanta una mano para saludar.
- ¿Te acuerdas de cuando
nos fuimos de copas aquella noche en Rømø?, le grito, pero luego me sobrepasa,
y no mira hacia atrás.
Olvido que es bastante
sordo.
Se oye un soplo desde
donde se encuentran los dorados y veo un nuevo bote, se diría que es
exactamente igual al primero, el cual ya se ha desplazado mucho desde el
horizonte.
Es la misma vela, el mismo
bote dorado y en la popa está sentada una figura masculina, y yo la reconozco.
Tiene la espalda muy erguida, el rostro medio dorado, no parece a gusto en el
bote, como si sólo quisiera llegar a tierra.
Él me mira y me lanza una
sonrisa helada y pícara. Sus labios se han crispado, como de costumbre.
Entonces yo le grito:
Hakon, tú que sabías tanto aquella tarde en Tranekær,
dime.
Me sonríe, hace un gesto
con la mano y se va navegando.
Pero es evidente que se
dirige hacia la isla. Si él rodeara el canal una vez más, le costaría trabajo
reconocerme.
Se vuelve a escuchar un
soplo, y desde el horizonte se asoma otro bote, ni más grande ni más pequeño,
deslizándose a la misma velocidad. Se acerca al muelle de mármol y la persona
que está adentro aún tiene una mirada para lo que está de ese lado. La persona
me reconoce y, al mismo tiempo, yo a él, y ambos nos alegramos. Bajo a toda
prisa por la escalera y me acerco al agua, pero entonces él se aleja.
-Thorkild, le grito,
¿recuerdas la plaza en Cabrières d’Aigues donde jugábamos boule?
Él se queda mirándome y
dice: - Belleza, eso es, sólo belleza, para que lo sepas.
Se va con el bote y yo camino rápidamente por el muelle para decirle
algo más y para escucharle otra vez; se vuelve hacia mí pero no dice nada. Sólo
se desliza hacia el horizonte.
Me quedo parado, y de nuevo se escucha ese soplo alto y un bote se asoma
por el horizonte, y cuando se acerca lo suficiente, se puede apreciar un
pasajero tendido con los brazos bajo la nuca.
Él observa con atención a los dorados de los muelles, pero también
cierra los ojos, como si quisiera liberarse de la grandeza ininterrumpida del
momento, pero no es capaz de hacerlo por mucho tiempo. Él tiene que ver y
recrearse en la visión.
Me ve justo cuando yo le reconozco:
- ¿Bredo, te acuerdas de aquella mañana cuando nos encontramos en
Øregård? Era setiembre de 1970.
Se levanta, me mira sonriendo y me dice:
- Viejo amigo, ¿qué va a ser de ti?
- Sí, le grito, ¿qué va a ser de mí?
Me observa un momento, se recuesta y se desliza hacia el horizonte.
Entonces se escucha otra vez el soplo agudo y un nuevo bote aparece,
aparentemente bien cargado, se hunde más en el canal azul, y cuando se le llega
a distinguir, se ve a una persona en la popa apoyando su cabeza sobre la mano
derecha y el brazo en la rodilla. Él mira hacia adelante, me parece que con
impaciencia. Mira hacia la isla, pero con reserva.
- Ole -le grito, cuando veo quien es - ¿Te acuerdas de cuando estuvimos
en la puerta del Gordon Craigs en Cagnes?
Me lanza una mirada oblicua, después mira hacia abajo, y entonces se
vuelve hacia mí justo cuando pasa deslizándose:
- Ya no hables así.
Y desaparece en el horizonte, pero si el canal es en verdad redondo,
debería aparecer otra vez circulando eternamente, igual que los otros.
Quizás entonces pueda decir más cosas y escuchar más.
Si todavía sigo aquí.
Entonces me despierto porque el periódico, que llevaba bajo el brazo, se
ha marchado con el viento que ha empezado a soplar. Lo veo volar hacia el cielo
iluminado, pero después cae hacia mi compañero, que se protege con ambas manos.
Él logra esquivarlo, pero después corre por el muelle sin despedirse.
- Espera un momento -le grito- ¿a dónde vas?
Él se detiene, se vuelve y me mira, mientras señala hacia atrás.
- Tengo que ir hacia allí, tengo que navegar. Debo tratar de navegar un bote dorado.
Él corre, lo veo desaparecer en el brillo abrumador. Si yo aún hubiera
conservado la comida de la mañana, habría podido esperar el momento de su
aparición.
(*) Peter Seeberg nació en Dinamarca
en 1925 y murió en 1999. Autor de numerosos e importantes libros, sigue inédito
en español
(**)Traducción del danés de Thomas Boberg y Renato Sandoval. Fue publicada
anteriormente en Fornix Nº 2 (Lima-Perú)