Versiones 33

Agosto/Setiembre 2000 - Año del Dragón

Página principal


Director: Diego Martínez Lora


la aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


 

Diego Martínez Lora(*):

El energúmeno


Queca sale puntualmente de su casa a las nueve de la noche. Deja la comida lista sobre la mesa, a veces arroz con frijoles y un huevo frito, a veces un estofado de pollo o un plato de tallarines en salsa roja. Sus hijos comen hambrientos y miran como hipnotizados la nueva televisión a colores. Su marido está acostumbrado a dormir casi hasta la medianoche, su reloj despertador es puntual, y a esa hora comienza a jugar cartas con sus viejos compinches de robos y atracos. Cena con ellos en un bar-restaurante de mala reputación. Le gusta la alegría y el movimiento de ese lugar. Allí todo es diversión, siempre están haciendo chistes. Hay algunas copetineras flacuchentas que los acompañan, pero a ellos les gusta más que nada comer, beber, jugar y apostar. Él, a veces, cuando se emociona con el juego, se va con una de las copetineras al motel vecino y se le sube encima como un gallo para celebrar sus ganancias. La copetinera regresa primero como una gallina desplumada y unos minutos más tarde vuelve él con una sonrisa de extremo a extremo que sus amigos comparten.

-Buena pendejo, le dicen.

Su esposa sale de casa sin maquillaje. Él no le pregunta adónde va, ni le interesa saberlo con tal de que traiga el dinero suficiente para que coman bien sus hijos y para que él pueda jugar todas las madrugadas. Otra cosa no le importa. Su vida se simplificó a eso. Ella se maquilla y se viste en la casa de una vecina, que también es de la profesión. Con las mallas bien estiradas trata de realzar lo más posible sus nalgas secas. Ella y su vecina comenzaron casi juntas. Entre las dos se fueron quitando con buen humor los miedos. Ya habían escuchado las experiencias de otras señoras que se habían dedicado a la prostitución. Les había ido bien. Es decir, mejor que en el infierno en que vivían. Una noche las contrataron a ámbas para ir a atender a algún pervertido rico, que quería partida doble. El tipo penetraba a una primero y luego a la otra. Apostaron para sí mismas para ver en cuál de ellas dos eyacularía. Se quedó en el camino yendo de una a otra y se puso a llorar como un niño. Ámbas se asustaron. Las mandó a vestirse y a que se largaran lo más rápido posible. Ellas salieron como dos pájaros silenciosos volando. En la calle se rieron tanto hasta que vieran llegar a su caficho. Les había dicho que las iría a proteger. Las había convencido de que estaban trabajando en una zona que le pertenecía, que allí les era indispensable y obligatoria su protección, que le tendrían que pagar una parte de sus ingresos, que si no lo hacían les podría ir muy mal. Ellas aceptaron el trato, pero con el tiempo el proxeneta les fue exigiendo más dinero.

-¿Y? ¿Cómo es? ¿Cuánto hay para esta noche?

-Todavía es muy temprano. Regresa más tarde.

-Ya se me está acabando la gasolina. No se hagan las pendejas. En lugar de estar riéndose deberían estar buscando clientes.

Queca lleva en su cartera una docena de preservativos, un poco de vaselina, papel higiénico, su colorete, goma de mascar con sabor a menta, un desodorante y un frasco pequeño de perfume barato. Su vecina vive sola con sus dos hijos, no tiene marido que la atormente y que la controle. Ella la convenció para trabajar en la calle. No le costó la primera vez que se acostó con un desconocido, porque su marido la trataba como a una puta. Hasta era mejor. A veces le tocaban hombres guapos y allí compensaba. De vez en cuando caía en las manos de un maldito que la hacía sufrir y gritar. Por el dinero era capaz de hacer todo tipo de servicios. No le importaba. No tenía ningún escrúpulo. Los había perdido en su propio matrimonio.

            Queca se subió a un carro. Su vecina apuntó el número de la placa y la vio alejarse. El mercedes benz era azul. Llegó a una casa de las afueras de la ciudad. Era la primera vez que servía en un lugar como aquél y a un individuo de clase alta. Le pidieron que bajara del carro.

-¿Ud. está preparada para todo?, le preguntaron.

Ella respondió casi automáticamente

-Sí, claro.

-Venga, por favor. Sígame. El dinero está en este sobre.

El hombre le entregó una suma alta, que no estaba acostumbrada a recibir. Subió unas escaleras. Atravesó dos salones y entraron en un cuarto. No había nadie. Un colchón de dos plazas era todo el mobiliario. Las paredes estaban revestidas de esponja sintética. Le preocupó un poco la pregunta que le había hecho momentos antes el hombre:

-¿Ud.  está preparada para todo?

Ya no estaba muy segura de la respuesta que había dado. Se abrió la puerta y el hombre traía un muchacho flaco bastante alto.

-Este es mi hijo. Él no habla, pero siente. Si le hace algún daño se lo pagaré. Sólo tiene que gritar y vendré en seguida.

-¿Pero qué es lo que tiene este joven? Ya me está dando miedo.

-¿Ya le he pagado, no es cierto? Intente trabajar con él.

El hombre salió y la dejó sola con aquel extraño muchacho que además parecía ciego. Ella se agazapó protegiéndose instintivamente. Él movía su nariz captando algún perfume y hacía movimientos con los brazos como queriendo que la mujer se le acercara. Ella lo hizo suavemente y él la agarró con mucha fuerza y le quitó toda la ropa que sólo estaba sujeta con elásticos. Le jaló los pelos bajándole la cabeza hacia su órgano sexual. Ella ya iba a gritar, pero algo la detuvo y no lo hizo. Tenía que ser profesional. Total, no le hacía doler mucho. Se acordó del preservativo, pero él no le dio tiempo y  le puso sus dos manos en el cuello. Queca, simplemente, no podía gritar, aunque lo hubiera querido. Sentía que se moría, mientras el muchacho daba rienda suelta a sus instintos exageradamente salvajes. En esos breves instantes pensó en su vida entera, en sus hijos despreocupados, en su madre indiferente, su padre alcohólico, su marido sinvergüenza, su fiel amiga, el cabrón explotador, en cada noche que había fornicado con sus diversos y diferentes clientes, en su infancia tan pobre, en su rápida adolescencia, en sus partos apurados, en sus hermanos olvidados, en su último hijo un poco retardado, en la luz que veía después de cada recuerdo. Tomó nuevamente conciencia de que estaba encerrada con esa bestia de muchacho que encima de ella la estaba estrangulando. No le faltaba casi nada para morir y resignarse a su suerte de asesinada. Milagrosamente sintió que el energúmeno se había venido con una fuerza de chorro que jamás había experimentado. La soltó de inmediato y ella pudo apartarse respirando desesperadamente. No le quedaban fuerzas para gritar. El muchacho se había quedado tendido sobre la cama temblando y llorando desconsoladamente. Queca sintió compasión. La puerta se abrió de modo brusco. Entró el hombre y sonriéndole le dijo:

-La felicito. Es la primera mujer que sobrevive. No sabe qué alegre me pone. La voy a traer otra vez o venga Ud. misma hasta aquí los lunes , miércoles y viernes por la noche. Tome aquí más dinero por las molestias. No se preocupe por él. Es así, llora unos minutos, luego se calma. De verdad, no se preocupe.

Ella no dijo nada. Tomó el dinero. Se vistió en el baño y el hombre en otro carro la dejó cerca de su esquina. Queca ni bien bajó corrió hacia su vecina. Le iba a contar lo que le había pasado, pero apareció súbitamente el cabrón para pedirles dinero. Ella le dio lo suficiente como para que la dejase tranquila. El cabrón insistió:

-No te hagas la pendeja. Seguro que te han dado más dinero. Acaso no te has ido en un mercedes.

Ella le dio un poco más y el cabrón no contento con eso, se bajó del carro y la agarró de los pelos. La vecina la defendió y le tiró un certero rodillazo en los testículos. El cabrón cayó al piso doblado de dolor. Recuperaron el dinero que les había quitado, se quitaron los zapatos de taco y se fueron corriendo. Tomaron un taxi y se movilizaron hasta salir de aquel barrio. Se bajaron antes de lo que habían pensado. Sospechaban que el taxista podía muy bien ser amigo del cabrón. Caminaron un poco y subieron a un viejo autobús. El cabrón no sabía adónde ellas vivían. Nunca le había sido necesario saberlo. Ellas siempre se habían comportado bien con él. Ese trozo de hombre no las explotaría nunca más.

La vecina se quedó llorando preocupada de no poder volver a aquella esquina que frecuentaban buenos y viejos clientes.

-No te preocupes por eso. Yo ya solucioné nuestras vidas. Ya sé a cuál lugar ir. Basta tres veces por semana y punto. Es algo doloroso, pero te pagan bien. Ya no necesitamos ir más a esa porquería de esquina. Mañana te cuento mejor.

Y se despidieron algo más cansadas que cualquier noche.


(*)Diego Martínez Lora, peruano-portugués. Vive en Vila Nova de Gaia, Portugal. Este texto forma parte del libro inédito : Si acaso te ofendí.


Ir al Índice de Versiones 33