Versiones 34
Octubre/Noviembre 2000 - Año del Dragón
Director: Diego Martínez Lora
Cuento
africano(*):
Los diez gigantes
Junto
a una aldea, había unas tierras que no pertenecían a nadie. En el transcurso
de innumerables reuniones, los ancianos habían advertido muchas veces a los
campesinos de los alrededores que los dioses habitaban en aquel lugar. Estaba
prohibido entrar allí, labrar la tierra y cultivarla. Y como nadie se atrevía
a entrar en ese terreno, parecía misterioso y daba miedo. Había crecido en él
una inmensa floresta. Los animales evitaban entrar allí, y cuando se caminaba
por su suelo, no se oía el ruido del viento en las hojas ni el canto de los pájaros.
Un
día un agricultor que vivía cerca, al ver que su propio terreno era muy pequeño,
decidió plantar maíz.
-Al
fin y al cabo, se dijo a sí mismo, este terreno es inmenso. Debe de ser muy fértil.
No entiendo por qué hasta ahora nadie se ha atrevido a cultivarlo. ¿Se deberá
creer en esos hechiceros y en todo aquello que ellos cuentan? De todos modos
nunca nadie viene por aquí. Cuando obtenga mi primera cosecha esta tierra será
mía, y ¿quién podrá impedirme, entonces, de construir mi casa aquí?
El
hombre agarró su catana y se dirigió a las tierras prohibidas. Ni bien comenzó
a cortar el primer ramo, delante suyo, aparecieron diez gigantes, cada uno con
una enorme catana, y sin perder tiempo, esos diez gigantes se pusieron a cortar
todos los árboles y a labrar la tierra. El sol todavía no se había ocultado y
el campo ya estaba limpio. Aquí y allí, los últimos gigantes acababan de
quemar las ramas muertas y los árboles que habían sido derribados.
Un
poco asustado por lo que acababa de pasar, el hombre esperó algunos días antes
de volver al campo. Pero, cuando llegó el momento de labrar la tierra, cierta
mañana, tomó la azada, se la puso al hombro y se dirigió a la tierra
prohibida.
Apenas
había terminado de trazar los primeros metros del primer canal de regadío y
los gigantes volvieron a aparecer a su lado y sin decir palabra alguna se
pusieron a imitarlo continuando con su trabajo. Con sus enormes azadas, los
gigantes de prisa removieron todo el campo y durante el resto de la tarde, el
hombre no cesó de admirar la larga serie de bellos canales de regadío, bien
hondos y derechos.
Cuando
llegó la estación de la siembra, el campesino fue a buscar sus semillas al
granero y llenó un saco con ellas que luego depositó al borde del campo. Luego
se limitó a lanzar las primeras semillas a la tierra y esperó. Inmediatamente
los diez gigantes salieron del suelo para ayudarle e hicieron todo el trabajo en
vez de él. En esta oportunidad el hombre los dejó hacer y se fue a sentar bajo
la sombra de un árbol para observarlos. En poco tiempo, los diez gigantes
terminaron de plantar todas las semillas de maíz y, ni bien acabaron
desaparecieron del mismo modo que aparecieron.
La
estación de las lluvias ya estaba bastante adelantada y el campesino pensó que
ya era tiempo de volver a su campo para arrancar de él todas las hierbas malas
que amenazaban con sofocar los jóvenes tallos de su maizal. Y como de costumbre,
también en esta vez, los diez gigantes aparecieron y se encargaron de hacerle
todo el trabajo.
El
campesino estaba muy satisfecho e, interiormente, se felicitaba. Sin haber
tenido que esforzarse demasiado en ese año,
pensaba que vendría a ser bien recompensado: iba, sin duda, a tener la
mejor cosecha de toda la región. La vendería por un buen precio y, con todo
ese dinero, podría comprarse bellos trajes, y así, de año en año, se volvería
cada vez más rico. Sentado en el borde del campo, el hombre fumaba
tranquilamente su pipa, soñando con un radiante futuro al ver crecer su bello
maíz. Realmente, el había tenido una brillante idea al haber cultivado esa
tierra, a pesar de la interdicción de los ancianos.
El
maíz crecía cada vez más, elevándose en el aire, y ya se veía aparecer las
primeras espigas. La esposa, que compartía la alegría de su marido, se dirigió
un día al campo para admirar la tierra mágica y verificar si alguna de las
espigas ya estaban maduras. Entró en el campo para coger algunas. De inmediato,
los diez gigantes a su vez entraron en el campo y, sin aviso, comenzaron a coger
todas las espigas que en su mayoría todavía estaban verdes, pues tenían poco
tiempo de vida. La mujer intentó detenerlos, pero los gigantes eran más
fuertes y numerosos. Cuando todas las espigas terminaron de ser arrancadas y
lanzadas a la tierra, la mujer se dio cuenta que toda la cosecha estaba
destruida. Sentada en medio del campo,
gritaba y lloraba, aun cuando los gigantes ya habían partido.
La
mujer no se atrevió a volver a su casa. El marido comenzó a inquietarse y se
dirigió al campo para buscarla. Viendo todo su maíz arrancado y los tallos
partidos, comprendió que su cosecha estaba perdida, el campesino furioso agarró
a su mujer y la comenzó a golpear. En ese momento los diez gigantes regresaron
y se pusieron igualmente a golpear a la mujer, sin que el marido pudiera hacer
nada, fuese lo que fuese, para impedirlos. Cuando los gigantes abandonaron el
campo, el campesino se acercó a la mujer y vio que estaba muerta.
-Ah,
¡qué desgracia!-gritó él. –Tengo la cosecha destruida y aquí, a mis pies,
a mi mujer muerta por mi culpa. El bien de ayer se transforma hoy en mal y este
tiempo es realmente maldito. Pero ¿por qué es que no obedecí los consejos que
me habían dado los ancianos? ¿Por qué es que vine aquí?
Llorando
y gimiendo, el pobre hombre caminaba de una punta a otra del campo, dando
puntapiés a los tallos de maíz que habían permanecido de pie y golpeándose
en la cabeza con los puños. Inmediatamente, los diez gigantes regresaron al
campo y comenzaron, unos a dar grandes puntapiés en el maíz, otros a golpear
la cabeza del campesino con los puños y con todas sus fuerzas.
En
poco tiempo el hombre cayó tumbado en medio del maizal destruido. Cuando los
gigantes volvieron a desaparecer ya no quedaba nada. Poco a poco con las lluvias
la hierba volvió a reventar, aparecieron árboles jóvenes aquí y allá, y
algunos meses más tarde la floresta volvería a cubrir toda el área.
Antes
de hacer cualquier cosa, siempre debemos tener en cuenta los avisos y los
consejos de los más viejos.
(*)Proviene de Nigeria. Este cuento forma parte del libro "África, África" (Selección y traducción de Diego Martínez Lora)