Versiones 34
Octubre/Noviembre 2000 - Año del Dragón
Director: Diego Martínez Lora
Ana
María Trelancia(*):
Cambio de piel
Todos sabemos que los cambios son parte esencial de la vida. Algunos de ellos, son imperceptibles, como el adelgazamiento de la capa de ozono o la muerte de una abeja. Otros cambios, como los del estado del tiempo, están en boca de todos. Muchos, son bienvenidos, como la aparición de una sombra de barba en el rostro de un púber y, otros, son desastrosos, como cuando nos salen las primeras arrugas alrededor de los ojos y no somos los únicos en notarlas... Pero -de todos los cambios posibles en nuestra vida- el cambio de lugar de residencia, es quizás uno de los más traumáticos. Los médicos han establecido que el stress producido por una mudanza, ocupa el tercer lugar en intensidad, después de la muerte de un familiar o un divorcio.
Antiguamente, se dejaba la casa paterna sólo a raíz del matrimonio, para ir a vivir con los suegros, generalmente en el mismo pueblo de origen. Hoy en día, las mudanzas están a la orden del día. La crisis económica obliga a “salir a buscar trabajo” y esto significa, a veces, viajar a (o desde) provincias o, en el peor de los casos, salir del país. Otras veces, la imposibilidad de seguir manteniendo una casa que “quedó grande” –por más pequeña que sea- nos hace experimentar el sabor agridulce de una mudanza.
Pasado el momento inicial de tomar la decisión de mudarse y, con suerte, encontrar nueva residencia, cobra vida un engranaje de lo más complejo. ¿Qué llevamos a la nueva casa? ¿De qué hay que deshacerse? Generalmente, resulta muy sencillo desechar las cosas ajenas... Mi marido nunca entendió mi “capricho” por llevarme un antiguo mueble de tocador a nuestra nueva casa. Sin embargo, la vieja mesa de ping-pong coja y desvencijada que nadie usa más, nos ha acompañado en nuestras once mudanzas a través de tres países y nueve casas.
Y es que es difícil separarse de las cosas, más aún de las que nos han estado rodeando toda una vida. Si no, pregúntenle a mi abuela, quien finalmente decidió dejar su casa después de ocuparla durante más de cincuenta años. José, su esposo, murió a los trece años de matrimonio y mi abuela prácticamente embalsamó sus pertenencias en homenaje a su memoria. Es así, que cuando llegó el momento de mudarse a un pequeño departamento, tuvo que tomar la decisión de regalar o donar una infinidad de libros, utensilios de laboratorio y las reliquias más asombrosas que sólo un químico farmacéutico de principios de siglo, podría tener. Algunas universidades aceptaron ciertos objetos y los demás, se repartieron entre nietos y bisnietos ávidos de “antigüedades novedosas”. Pero la abuela seguía teniendo cajas llenas de cosas que nadie podía recibir. Entonces, decidió que –antes de botarlas- las echaría al mar.
Cargó todos sus recuerdos en el portavalijas de su viejo Valliant y se dirigió al puerto del Callao. Sola, arrastró todo hasta el final de un muelle y realizó su pequeña ceremonia fúnebre frente a la puesta del sol.
Claro que no todos cargamos con recuerdos tan añejos, pero son pocas las personas que no acumulan objetos con el pasar del tiempo. Todos los que hemos vivido una mudanza, juramos ya varias veces, no volver a guardar nada. Pero, una vez en nuestro nuevo hogar, empezamos a acumular objetos que “todavía pueden servir”o “que nos da pena botar”.
Y es que quizás, esos “cachivaches”, como decimos en Lima, atenúan el inevitable dolor de arrancar nuestras raíces para volver a comenzar. No importa cuánto tiempo se estuvo en un lugar, las raíces se introducen en la tierra desde el primer día. Con objetos familiares cerca de nosotros, como soldados de la memoria, la transición se suaviza.
Así, nos movemos entre la pena de dejar la antigua casa, las sorpresas que nos brinda nuestro nuevo hogar y las cajas llenas de mil objetos, donde jamás encontramos nada hasta la próxima mudanza... Pasamos los primeros días buscando las ollas, la llave de luz y tratando de detener la infaltable pequeña o gran inundación de “bienvenida” al nuevo hogar. Soportamos las quejas de los niños que quieren tener todo listo “como en la otra casa” y “la otra era más linda” o el temible “y ¿esta casa sí será para siempre?...”
Si nos mudamos a otro barrio o país, comenzamos el terrible período de las comparaciones: “En mi barrio las cosas eran mejores...” y hasta un nostálgico: “Extraño incluso a los vendedores ambulantes de los que tanto me quejaba...” (Esto último se cura después de la primera visita de regreso).
Duele, pues, y las novedades no siempre amortiguan esa sensación de haber dejado atrás amigos, parientes, rincones queridos y hasta el sabor del pan en nuestro antiguo barrio. Por supuesto que aprendemos mucho con cada mudanza, sobre todo si es a otro país. No sólo adquirimos otro idioma, otras costumbres, nuevos sabores y canciones. También crecemos, maduramos y constatamos que se puede querer a más gente, que podemos enamorarnos de otra comida, de otras calles, otros cines. Que no es lo mismo parir en español que en portugués, ni que se muera alguien querido “allá” cuando nosotros estamos “acá”. Y después, si sobreviene otra mudanza, el “período comparativo” se invierte y comenzamos a echar de menos hasta las calles de ese lugar al que tanto nos costó adaptarnos en un principio.
Pero, a pesar de todo y contra viento y marea, los que tenemos alma de pirata, seguimos cambiando de piel en cada peregrinación. Y así, sufrimos esta implacable cirugía que nos raspa de cuerpo entero y nos desuella, de a poquitos, el alma.
(*)Ana María Trelancia, bióloga y escritora peruana. Vive actualmente en Lima.