Versiones 35
Diciembre 2000 / Enero 2001 - Año del Dragón
Director: Diego
Martínez Lora
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Ana María Trelancia:
El miedo a los hijos
Jaime
Barylko, filósofo y escritor argentino, escribió un libro con el título que
robé para este artículo. Es más, compré el libro hace unos años, impulsada
solamente por el título, creyendo que el contenido estaría relacionado con una
idea que tengo sobre las extrañas
telarañas que envuelven y dirigen la épica relación entre padres e hijos.
La
idea que ronda mi mente me dice que, literalmente, muchos padres les tienen un
miedo genuino a sus hijos y que la relación entre ellos, se establece, también,
desde esa base -entre tantas otras-. El libro de Barylko toca este punto, pero
resulta ser un estudio muy lúcido y complejo sobre todo una gama de emociones y
formas de relación que está muy lejos de la simplicidad y arbitrariedad de mi
pobre idea concebida por simple observación y sin el amparo de cualquier
conocimiento formal del tema.
Sucede
simplemente que, el objeto de mi interés, los padres y sus hijos, están por
todas partes. Así, observando primero a los hijos de los otros y luego –con
una mirada más bondadosa, por cierto...- a los míos, me fui dando cuenta de un
ingrediente en la relación, que nunca se menciona. Se ha escrito poemas, odas y elegías sobre el amor paterno y
filial. Y basta leer una tarjeta del “día de la madre” para derramar lágrimas
sobre el altruismo materno. Pero pocas veces he leído algo sobre el miedo a los
hijos. Los hijos pueden temer a sus
padres, pero no lo contrario.
Bueno,
pues resulta que mis padres me tenían miedo. Es más, lo confesaban
abiertamente, lo que quizás fue mejor para mí, no sé. Así es que, desde niña,
tuve la certeza de que eso podía suceder.
Pero,
hasta ahora, no explico a qué me refiero con “miedo”. Todos los padres
tienen miedo de que algo les pase a sus hijos. Un niño recién nacido o un
adolescente impetuoso aterran hasta al más estable de los padres. Un niño con
“pataleta” y poseedor de un temperamento irascible, también pone a prueba
la “valentía” de cualquiera... Pero esos son “otros miedos”, otros
fantasmas que también habitan los rincones de esta relación tan compleja.
El
miedo al que hago referencia es, en realidad un miedo “permutado”. Un miedo
interno y propio de los padres, que es proyectado a los hijos. El que tiene
miedo soy yo, pero lo disfrazo de preocupación por mis hijos y hasta de
altruismo.
El
miedo real es que no me quieran a mí. Que los demás no me acepten o que
critiquen “algo tan íntimamente mío” como son mis hijos. Y es que todos
los padres hablan de sus hijos, muestran fotos, exhiben credenciales. Los
mostramos como cartas ganadoras, queriendo quedar bien con los demás. Está
claro que nadie quiere tener un hijo “tonto”, un hijo inadaptado.
Simplificando frívolamente el asunto, todos quisiéramos hijos “buenos, bonitos y educados”.
Mi
hijo mayor es un deportista nato. Ha incursionado en varios deportes en su
colegio y en todos, ha obtenido medallas. El problema es que en el fondo, no le
interesa dedicarse a los deportes. Durante años, insistí en que debía formar
parte del equipo escolar de baloncesto. Él quería dejar el equipo, pero yo lo
convencí que quedarse era una opción saludable y que, así, se mantendría en
buena forma. Yo le garantizaba que así sería feliz... Me tomó años darme
cuenta que, en el fondo, la “verdadera” estrella de baloncesto era yo misma.
Mi hijo no obtenía ni la mitad de satisfacción que yo sentía al verlo jugar
tan bien... Y hasta hoy, Emilio no me perdona que haya querido hacerlo “tan
feliz”, como dice Barylko al relatar una experiencia similar.
Por
otro lado, a veces, creemos ser
“menos rígidos” al no corregir a nuestros hijos, cuando lo que buscamos en
realidad es ser más queridos. No olvidemos que nuestros hijos también son
“los demás”. Así, sacrificamos la disciplina en favor de la aceptación
comportándonos como “adultos-adolescentes” que no pueden soportar el
rechazo del grupo.
Entonces,
se produce un intercambio de roles y nuestros hijos pasan a ser figuras de
autoridad (“padres”) cuya aceptación nos es imprescindible para sentirnos
–paradójicamente- “buenos padres”.
Quizás,
deberíamos consolarnos al saber que son pocos los padres que obtienen una
calificación “aprobatoria” en el descarnado escrutinio al que –tarde o
temprano- los someten sus hijos.
Estamos derrotados desde un comienzo, pues se trata de una de esas pruebas que
afrontamos sin “estudios previos”. Aprendemos a ser padres en el camino y de
la mano de nuestros más feroces críticos.
Si
meditamos sobre el asunto, aceptaríamos este examen con mayor dignidad y
madurez. Después de todo, criticar a los padres es sólo parte del proceso de
“destete” e independencia de la prole. Aceptarlo de manera “adulta”
resulta una manera de cortar el círculo vicioso que haría de nuestros hijos
unos futuros “padres adolescentes”.
Sin
embargo, nos cuesta mucho renunciar a ser adorados... Conocí a una maestra que
siempre fue muy querida por sus alumnos, pero decidió acercarse más a ellos
siendo menos seria, más amigable. Puso en práctica su plan, cambiando su
estilo de vestir por uno más informal y hasta aprendió muchas frases en jerga
juvenil para ser “como ellos”. Al cabo de poco tiempo, descubrió que su
estrategia no sólo no había dado resultado, sino que sus alumnos se alejaban
de ella, recelosos. Y es que, guiada por su propia inseguridad, creyó que
“convirtiéndose en uno de ellos” iba a ganar su cariño y respeto, cuando
era precisamente su “adultez” y
el hecho de ser “distinta”, lo que siempre atrajo a sus alumnos hacia ella.
En el fondo, ella buscaba ser querida, más que querer.
Y siguiendo este punto de “ser queridos”, cuántas veces sucumbimos ante el epíteto de “mala/o” pronunciado por un hijo. “Ya no te quiero”, es una bala directa al corazón o, más específicamente, a nuestra autoestima. No tenemos claro nuestro papel en esta historia. Estamos aquí para querer a nuestros hijos, no para que ellos nos quieran a nosotros. Mi amor por mis hijos no puede estar condicionado al amor de ellos o de otros por mí. Sólo así, el “cuco” al que temo, dejará de ser mi hijo, para pasar a ser tan sólo el personaje de los cuentos que leemos juntos.
Pero aceptar esto, requiere de una buena dosis de valentía y amor propio. Por eso, es indispensable amarlos sin esperar ser correspondido, sin buscar ningún agradecimiento. Las gracias, en todo caso, se darán en la próxima generación, pues la deuda de amor se paga “hacia abajo”, con los propios hijos. Así, sólo si tenemos la suerte de escuchar a nuestros nietos criticar saludablemente a sus padres, sabremos que la deuda está saldada...
Ana María Trelancia, bióloga y escritora peruana. Actualmente vive en Lima..