Versiones 35
Diciembre 2000 / Enero 2001 - Año del Dragón
Director: Diego
Martínez Lora
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Eira Stenberg(*):
En el hombre hay una cueva... y otros poemas
(Traducción
del finlandés de Irma Siltanen y Renato Sandoval)
En
el hombre hay una cueva
de
la que él ha salido.
No
lo sabe.
No
es un útero, es de piedra,
un
lugar a donde vuelve
para
protegerse de la mujer
que
acurrucada duerme en sus entrañas.
Ahí
él guarda armas,
uñas
y dientes,
la
imagen primera de su sexo;
allí
va para ver sus sueños,
enroscado
como una oruga
con
su barba en las rodillas.
Cuando
la mujer despierta, el hombre da un respingo,
no
sabe a dónde ha ido a parar.
Ve
los pechos y el útero,
el
icono del cuerpo como una ventana al cielo
y
los cremosos pantanos de su seno,
el
desdentado misterio de la sed
y
el hambre con su perlada sierra,
dientes y sangre.
Juicio
Él
le dio un nombre a la pena,
en
la tierna trampa del cuerpo gimotea
el
herido.
En
la noche me despierto pensando en él.
Él
existe, tiene materia,
en
principio,
es
un largo trecho como un océano
o
un silencio.
Es
todo lo mudo
arraigado
en las graves fosas marinas
o
una brizna flotante viviendo
sin
raíces.
Me
lo ha dado el cielo
-diabólico
regalo-
para
que yo pueda hablar de esto.
¿Por
qué no la ternura?, pregunto.
¿Por
qué estas nubes nocturnas en los ojos?
¿Por qué un juicio final cada vez que despierto?
En una ciudad fría y lluviosa
En
una ciudad fría y lluviosa escribo un poema
sobre
él, que no me quiere ver.
Malhadada
alternativa.
Con
el viento a los charcos se les pone la piel de gallina,
los
mares son fríos y asesinos.
Las
esferas erigen ya blancos palacios
y
el ruido de cristales rotos le llega al sueño
como
una sonaja que se le cae a un niño.
El
dolor no se aplaca.
Quien
busca amor
está
a merced de sí mismo.
Quien
a sí mismo se busca
está
a merced del amor.
La
sombra danzante del árbol es la memoria del cuerpo.
El
verano ha terminado y los arbustos chillan en el patio
arrancándose
su íntimo verdor.
Llegan
la estación de la herrumbre, la penumbra.
¿A
dónde fugan todos los días encendidos?
Al
fondo arenoso de la eternidad, amor,
hacia allí nos dirigimos con la cabellera en llamas.
Barbazul
Alguien,
no importa quién,
repara
en la trampa del amor,
interpone
su pie en la puerta trasera
para
que ésta no cruja.
Controla
sus pasos.
Pero
los árboles son indóciles,
cada
vez se vuelven más y más ariscos,
sus
cuerpos ríen
como
un cristal rompiéndose en mil pedazos -
igual
la ventana en cuyo borde
una
muchacha sentada sueña
con
dulces, alegrándose
cuando
llega un hombre de rostro pálido,
que
alimenta con palabras, se arrodilla
y
se confiesa,
entregando
las llaves de los cuartos
de
las cuales una está prohibida.
Por
la mañana ella se despierta en un cuarto sin puerta
y
el hombre a su lado es un niño.
Dormido,
llama a su madre.
Un
vello azul recubre sus mejillas.
Divina
Comedia
Perdida
en el camino al mediodía de mi vida
por
el largo corredor de un gran hotel
con
sus suaves alfombras acallando mis pasos
y
su pista de baile invitando al bamboleo,
abrí
tal vez la puerta equivocada,
bajé
los peldaños que no debía,
llegando
a un corredor cuya salida no pude hallar.
Caminé
como en un sueño
guiada
por una música lejana
tanto
que me extenué
y
sólo mi cuarto me hacía falta.
Fue
entonces que lo vi,
la
oscura silueta del portero nocturno,
sus
cabellos, negras alas de cuervo
pegadas
a su cabeza,
sus
dos ojos azules de trueno
y
su hosca cabeza de toro.
Oh,
señor de las llaves, le dije,
en
este palacio
el
número de mi cuarto es el 444.
No
respondió,
se
quedó mirando mis pechos y los tocó con sus dedos,
sus
manos se deslizaron por toda la curva de mi cuerpo.
De
esa forma lo encontré
sin
conocerlo,
nadie
ha tomado mi rostro como él,
asido
mis orejas,
jalado
mi pelo
y
se ha deslizado así entre mis piernas.
Las
lagartijas irguieron sus cabezas
bajo
el terciopelo de mi vestido,
se
abrieron las puertas del laberinto.
No
sabía quién era,
ya
que no hay otro como él
que
lleve su cabeza como una corona negra.
Lo
tomé de la muñeca
y
lo llevé afuera,
y ahora, loca de deseo, estoy buscándolo.
Ecce homo
Los
árboles de la noche otoñal aún más pesados por el agua,
resuena
la lluvia, el verde es más profundo
antes
de que cambien los colores.
La
ciudad murmura, el húmedo manto de nubes
destila
ahora la humedad del verano.
En
la coraza del tiempo se forja adornos
que
nadie comprende.
¿Quién
se acordará de nosotros cuando nos hayamos ido?
Sólo
las obras, a las que no entendemos
como
nuestras.
El
feto se desenrolla y toma un cabello gris de sus hombros.
¡Mira
al hombre! En silencio y sin saberlo
está
respirando como el bosque.
Los
estados caen de rodillas,
no
se trata de una plegaria.
Con
el periódico de hoy se ha empaquetado armas
y
desconcierto, un húmedo pajarillo recién salido del cascarón.
Pasada
la noche, junto a mi cama
hay
una estatua alada que vigila
cuando
tomo los hilos truncos de mi historia.
El
lapicero de mi mano se vuelve oro
mientras
fluye la tinta del sueño.
Ella
es la madre de antaño
sin
la que yo ni siquiera existía,
la
nívea madonna de la brillante piel de seda,
en
cuyo seno caí como una hoja,
con
los adornos del tiempo en las venas
y la coraza de sangre y acero.
Desde
ese instante
En
la isla del alma
en el rostro
la luz empieza a brillar
cuando al anochecer
la pantalla de sus manos
tiernamente lo protege.
Minotauro,
nube de un azul atronador
en un pasillo de oro,
al amanecer
cuando el sol esparce
pétalos de rosa
a nuestro paso,
¡en ese mismo instante la mujer cambiaría
su tibio amor
por una pasión mutua y segura!
Desde
ese instante su rostro se ilumina
como una lámpara en la noche,
desde ese instante el aceite de su cuerpo
nutre la llama,
desde ese instante ella sueña
y rosas silvestres cubren el castillo,
ella misma es princesa
y espejo del alma.
Hablar de amor
Hablar
de amor,
de
lo que no se puede hablar -
de
ese callejón sin salida que es el espejo
de
donde alguien pende de cabeza
en
un árbol invisible
con
las piernas atenazando una rama
como
si luchara con la gravedad
y
abriendo la boca
sin
emitir sonido alguno.
O
hablar
como
si el amor fuese una puerta
y
el pesar su llave
y
detrás de la puerta un árbol en llamas
ahora
visible,
un
feto estirando las piernas y emergiendo
a
la superficie,
y
te hablaría, juglar
que
arrojas tu cabeza de una mano a la otra
como
un dado,
y
te alcanzaría una hoja fresca
acabado
el diluvio.
El reino de la sed
Alguien
arrojó la llave en el pozo
y
abrió el reino de la sed
más
claro que un espejo,
en
donde el balde se zambulle
cual
meteoro con sedienta trayectoria,
abrió
el elemento primordial del fondo
debajo
de cada mar y cada charco
cuyas
orillas él atravesara.
Él
mira su reflejo y dice:
Creo
que caí dentro de un árbol, en un país de maravilla.
Alguna
vez fui grande o pequeño,
violento
o pusilánime.
Quería
la luna del cielo y entonces puse una escalera,
subí
hasta un bosque plagado de trampas.
Un
monstruo -Ángel de lucio- sentado en una de ellas,
me
gritó:
“¡Si
buscas la dicha, no busques el amor
ni
la luna! Ellos cambian de forma
y
no sabrás si en tu espalda brotarán alas
o
espinas;
caerás
en la trampa para escuchar tu voz, tu llanto.”
Ahora
está sentado debajo de un árbol, es viejo,
y
dice:
Creo
que recuerdo haberme caído;
quería
la luna del cielo.
Cambió
de forma y de mi espalda brotaron espinas.
He
escuchado un lamento.
En
uno de mis hombros se sienta un ángel
y
en el otro un diablo,
ya
no distingo una voz de la otra.
El
agua es una trampa, no apaga la sed.
Atravieso
la orilla donde viera mi reflejo.
Cambió de forma cuando me agaché a beber.
La voz del árbol
¿Por
qué no hablan los árboles?
¿De
dónde proviene su muda paciencia?
¿Cómo
nacieron las raíces, esa obstinación
que
quebranta un ataúd?
Alguien
se levanta y se sienta en el fondo de la tierra,
se
restriega el barro de sus ojos, ve:
un
abedul como un relámpago blanco
ilumina
la puerta.
Giran
los goznes del verano
y
una muchacha
aparece
en el umbral.
En
el árbol hay una cavidad en donde se puede caer,
una
glorieta, y en la cabaña unas cajas chinas,
la
más pequeña con la llave del cuarto
donde
se encuentra la voz del árbol,
tan
alta y profunda que ningún oído la llega a escuchar.
La
madre del árbol
Madre
del árbol, ¡escucha al viento!
¿Quién
anda ahí, tan acezante,
y
no dice palabra?
El
corazón traquetea, fragorosa cuna,
cuando
los retoños abren sus verdes ojos.
Pronto
empezará el coito del verdor y de la luz
que
en la rama un pájaro porfiado
trata ahora de explicar.
Un niño chilla
Un
niño se pone a chillar como si hubiera sufrido un frenazo.
¡Ámame!,
exclama -
me
he caído del árbol y he corrido por un callejón de arena
transformado
en autopista.
Tomé
un auto y empecé a conducir,
chocó
contra un árbol
pero
contra cuál, me pregunto -
sus
hojas y frutos estaban ocultos
si
no se cuenta los de las ramas
con
sus pilosidades de liquen.
Les
pregunté cómo habían llegado hasta aquí
y
dije que buscaba a una persona
cuyo
nombre no recordaba.
Alguien
dijo, esa persona eres tú.
Poema
para el día de la madre
Ella
está por ahí, muy cerca,
a
punto de echarse a llorar,
su
respiración la pone al descubierto.
Su
muñeca se ha roto,
se
ha golpeado la cabeza contra la esquina de un armario
pero
eso no me afecta,
me
siento en su vientre de niña
y
espero.
Y
cuando llega la hora, la hora del parto,
yo
soy la muñeca
que
ella golpea contra la esquina del armario
y
a la que pone pañales de espina,
a
la espera
de
que yo le pida perdón
porque
está triste.
Y
ahora contempla su imagen
en
el espejo que miente:
la
niña está de pie en su cuna de jaula
intentando
fugar del corsé de su cuerpo,
de
esa mano que se introduce por los barrotes,
de
ese rostro que es la placenta.
En
el castillo de Minos
En
el castillo de Minos, bajo un parqué bamboleante,
bajo
el balanceo de la falda materna
va
aquel a quien deseo.
Lleva
la llave de mi cuarto como una sonaja
y
juega a las escondidas.
Señor
de las llaves, sólo por el brote de un icono
tras
tus pasos me precipité por los corredores
cuyas
alfombras se volvieron asfalto
llenos
de melosas flores de tilo.
Y
ahora es otoño.
Fui
castigada por la locura, a la que no vi
como
sabiduría:
huí
en ese sueño de una Noche de Verano
transformándome
en una perseguidora,
huyeron
las palabras y huiste tú.
Pero
quién era aquel que, vestido de oro
y
nieve
y
con una corona de hielo en la cabeza,
estaba
en el corredor y dijo:
¿Acaso
te conozco?
Como
si todo eso tuviera que ver
con
el deseo.
He
visto su imagen
insoportablemente
perfecta en el espejo
como
la princesa de Velázquez.
Es
ella la que te tomó de la muñeca
y
te condujo al ascensor,
la
que perdió su pelota de oro,
haciendo
que yo cayera de rodillas
llorando
con la frente contra la tierra.
Pero
qué historia ésta.
¿Es
que no cuenta de una princesa que es
su
propia gemela?
Ella
dirigió toda la escena.
Pero
tú, que aún te ocultas
bajo
el cielo de un parqué bamboleante
y
en mi cuerpo como un cardenal,
la
estampa de una testuz de toro
cuya
imagen se trasluce en mi piel,
yo
escucho tu pequeña tos
que
me llega por la ventilación automática del hotel.
Rudo
lugar es este mundo
donde
los dioses son amores desdeñados.
1.
La
pelota de la princesa se ha perdido,
su
pelota dorada
se
ha perdido,
se
le perdió la pelota.
¿Qué
soberano le da a un hijo suyo
una
pelota de oro para jugar?
Ahora
su cuerpo clama
por
caricias
y
el sapo de la fuente hace de
príncipe.
¡Cómo
será el velo húmedo del
sapo
enamorado,
que
aunque no lleve corona
croa
de amor!
Tahúr,
te lavarán en una encendida fuente,
con
agua pesada borrarán estos juegos:
nunca
saldrás igual de esta agua,
nunca
querrás ser el mismo.
Ahora
el fuego enmarca su rostro,
sus
manos,
y
el icono del deseo mira desde el espejo.
Tiempo
de espanto, yo te imploro,
y
retrocedo
hasta
la encrucijada y voy por otra ruta,
en
un corredor donde surge el alba
en
la colmena de los cuartos durmientes del hotel
donde
tomo una mano
para
dejar ahí la pelota opaca de mi pecho.
Yo
te imploro,
oscurecido
Minotauro,
imploro
a las negras cerdas de tus dedos,
ahora
que he dejado de jugar.
En
estos campos de gravedad
las
cabañas de recreo se desploman.
Sólo
queda un grito contenido
en
el ábaco de negras estrellas,
una
rabia no articulada que habrá que reconocer.
Oh
estrellas gemelas y tan azules
en
cuya gravedad la pelota de la princesa se ha
perdido,
ahora
ella ya no juega, tan sólo se lamenta
en
la encrucijada donde tomara la muñeca del monstruo
para
llevárselo de ahí.
Ahora
está llorando en un parque vacío
mientras
húmedas torres surgen de la tierra,
es
el palacio donde ella se extravía, el Purgatorio,
y
su cuerpo dorado
centellea.
2.
Luego
de esta forja todo se ha consumido,
y
una mujer forjada en oro
camina
sola.
Ésta
es la historia de una metamorfosis,
de
ahí que valga un lamento,
no
hay vuelta atrás,
gracias
le sean dadas a este lugar.
Quién
no la habrá amado,
todos
lo hicieron cuando ella corría
riendo
con su pelota dorada en los brazos,
con
su infancia extraviada.
Ahora
se pone a llorar:
te
amo, Minotauro, demonio negro,
tornasolado
toque de pasión, en tu corredor me he perdido,
en
el silencio alfombrado de un gran hotel,
donde
el pozo de acero de un ascensor se ha tragado
un
juguete de oro.
3.
Pero
él, que hace de sapo en esta obra,
no
entiende nada,
promete
recuperar la pelota de la princesa
pero
no hay princesa,
dejó
de jugar,
ella
quiere ser una mendiga en el castillo del Minotauro.
Sapo,
no te tortures.
En
este lugar sólo se sobrevive volviéndose
poeta,
es
un papel terrible, un purgatorio de elementos
donde
los juegos son sacrificados con ritos sangrientos.
Querido
sapo, ésta es la pura verdad,
regresa
a tu fuente, en estos salones
se
baila el minué al filo de la navaja.
De
niñas las muchachas jugaban a la princesa,
después
todo es verdad, no sobrevivirás.
La
corona se ha caído de los cabellos de la princesa,
su
cuerpo empieza a centellear, ha enloquecido.
¿Es
que no te das cuenta? Ella no quiere jugar,
se
ha marchado por el camino de los poseídos.
4.
Y
ahora ella se pone a cantar:
estoy
perdida, estoy loca por él,
todo
lo vano e importante ha desaparecido
sólo
los autos se precipitan, este pesar
que
se quiebra en palabras:
frente
a ti no tengo alternativa, no quiero a otro.
5.
Dame
dolor, hijo bastardo de Pasífae
engendrado
por la lujuria,
y
también lágrimas, porque de sal es el látigo del deseo.
Con
unas tijeras corto el hilo rojo de Ariadna:
quiera
la sangre correr por las paredes del palacio
vaciando
el ovillo rojo del corazón.
La
que haya visto el rostro infantil del Minotauro
no
quiere otro,
ella
corre en el laberinto de la noche estival
y
no quiere otra cosa,
enferma
por el deseo no quiere más
que
la intensa mirada azul de ese niño,
esa
cabeza con la negra corona y los puntiagudos cuernos,
quiere
abrir los perlados botones de su camisa y sentir
la
ardiente piel del príncipe bastardo.
6.
He
tratado de olvidarte,
hijo
de Minos,
he
corrido por todos los pasillos.
No
lo consigo,
no
me pierdo.
7.
En
el infierno de la noche estival arden las llamas,
en
el infierno de la luz la mañana en brumas se retuerce,
el
círculo más recóndito permanece intacto,
hace
frío allí.
El
poema es el lenguaje del cuerpo así como correr
o
saltar,
un
tejido cortado de la carne.
En
el más recóndito de todos calla, se extingue.
Eira
Stenberg, ( 1943) . Poeta finlandesa. Estos poemas pertenecen a su libro
"Ícono del deseo".
- Traducción
del finlandés de Irma Siltanen y Renato
Sandoval.