Versiones 35  Diciembre 2000 / Enero 2001 - Año del Dragón 
Director: Diego Martínez Lora   
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la aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


Jorge Ninapayta:


Mi hermano Alberto


Dijeron que en el fondo de la quebrada Las Trancas habían aparecido algunos cadáveres. Unos camioneros que venían de esos rumbos trajeron la noticia: que se divisaban los cuerpos, confundidos entre las rocas; que era muy difícil descender, debido a lo escarpado de los riscos. Dijeron, también, que bandadas de buitres empezaban a sobrevolar la región, rozando con sus alas el borde filoso de los acantilados.

Mamá me despertó muy temprano y me dijo que esta mañana no iríamos a trabajar, que más bien me dedicara a cuidar la casa y les diera de comer a los conejos mientras ella se iba al centro a averiguar si eran ciertas las noticias. De modo que me quedé solo, en medio del silencio inabarcable de la casa vacía, obsedido por el crujir del piso de madera a cada una de mis pisadas. Casi podía percibir el aliento inconfundible de la desolación aleteando en los rincones. Asustado, salí al patio y estuve haciendo lo que mamá me había indicado, para olvidarme de todo, de todos; pero a cada momento me venía el recuerdo de mi hermano.

Me acordaba de muchas cosas, de muchos momentos, sobre todo de las veces que él venía tarde a casa, de madrugada. Solía volver de fiestas en el centro o al otro lado del pueblo, de reuniones tumultuosas con sus amigos, y al llegar a la altura del corral, se detenía un momento a fumar, aspirando el aire templado de la noche y el aroma de los campos fértiles que se abrían muy cerca. Después, lo sentía avanzar por la casa, pisando suave para evitar despertar a mamá, camino a su cuarto que el verano anterior se había construido al final del corredor. Allí dormía lo que faltaba para el amanecer, a veces sólo un par de horas, hasta que mamá venía a despertarlo, para que él no llegara tarde a su trabajo en el aserradero.

 

La noche que desapareció, unos vecinos del centro dijeron que habían escuchado ruidos de vehículos y varios disparos cerca del mercado. Todo había sucedido muy rápido, con la fuerza de un mal viento nocturno que agitara las ramas de los sauces. Al final, como si nunca se hubiera marchado, el pesado silencio había vuelto a instalarse sobre el pueblo. Pero las gentes permanecieron todavía largo rato, apretujadas, temerosas, detrás de sus ventanas, preguntándose si realmente había pasado algo o es que lo habían imaginado.

Mamá volvió agitada y dijo que en la plaza Canales había un camión que dentro de un momento salía para Las Trancas. Agarró de prisa su monedero, metió los gastados billetes que guardaba en un rincón de la alacena y salió. Fui acompañándola y al llegar a la plaza vi a muchas personas encaramadas en el camión, a gente que como nosotros buscaba a sus familiares desaparecidos. A muchas de esas personas las conocía.

Después, me quedé viendo alejarse el viejo camión, que se bamboleaba por el empedrado de la calle que lleva a la salida del pueblo; mi madre me miró un instante y, para terminar de convencerme de que no debía ir con ella, me recordó:

-¡No te olvides de alimentar a los animales...!

El camión siguió por la calle Palacios y luego dobló por Las Mercedes llevándose los restos de la voz de mi madre.

Ella no había querido que yo fuera, por temor a mi reacción. Cuatro días después de que desapareció mi hermano, habíamos ido con un grupo de personas a un valle cercano al pueblo. Cuando descendíamos pude divisar los cuerpos, diseminados, como pedazos de troncos abandonados. No quise seguir; me recosté temblando a una roca y dejé que mamá y el resto bajaran en tropel hacia esos bultos inmóviles. Vi a todos correr agitados de un lado a otro, detenerse fugazmente para echar una ojeada a un cuerpo y luego seguir buscando. Mamá, confundida entre todos ellos, se dedicó a buscar los rasgos que sabía de memoria; fue avanzando desesperada, todo su cuerpo en tensión y como a punto de desmoronarse en el instante en que se topara con la desgracia. Por momentos parecía que iba a detenerse al lado de un bulto, agacharse al haberlo reconocido, pero no; volvía a seguir buscando. Se perdía detrás de unos matorrales durante varios segundos y yo pensaba que quizá hasta allí había llegado nuestra búsqueda; pero luego volvía a aparecer, caminando como sonámbula, tropezando con las piedras, a veces a punto de caer.

De pronto empezó a crecer un llanto lastimero, unos gemidos apagados que parecían brotar de entre las piedras, y pensé que era mamá. Me di cuenta de que ya varios hombres y mujeres habían encontrado lo que buscaban. Arrodillados junto a unos cuerpos dejaban desatar sus penas, que hasta esos momentos habían mantenido anudadas por una débil esperanza. Mamá y algunos pocos más seguían deambulando sin ánimo, sin saber dónde más buscar. El resto permanecía arrodillado, algunos lloraban y otros habían empezado a rezar. Desde donde yo estaba, veía a todos como parte de esos parajes desolados, como si de pronto hubieran quedado convertidos en figuras de piedra, condenados para siempre a permanecer aplastados por los inclementes rayos del sol.

Esa vez, mamá tardó en venir a mi encuentro. Se acercó lentamente, en silencio, y con la tristeza profundamente arraigada en su rostro, me tomó de la mano y juntos regresamos por donde habíamos venido. Después, ella prefirió no llevarme más.

 

Cuando el camión se alejó, recién me acordé de que no le había preguntado a mamá si por la tarde iríamos al mercado, como todas las tardes. Aunque quizá ella se iba a demorar demasiado; pero si no, iríamos a caminar por esos angostos pasillos del mercado, mirando a la gente que acudía al atardecer, observando las vitrinas profusamente adornadas y auscultando los bares donde antes mi hermano solía sentarse a beber con sus amigos. Íbamos allí con la esperanza de saber algo de él, de enterarnos de algún dato; aunque a veces sentía que era más bien para mantener viva su imagen. Todas las tardes nos dirigíamos hacia allá, a la hora en que mamá volvía de trabajar en algunas casas del pueblo, lavando enormes rumas de ropa, y luego de que yo guardaba mi caja con empanadas que había estado vendiendo por las calles.

Caminábamos en silencio por todos los pasillos, iluminados con luces de colores que brotaban de las vitrinas, mientras la gente iba llegando, formando una marejada rumorosa que nos apretujaba, que trataba de separarnos, por lo que mamá tenía que agarrarme fuerte de la mano para evitarlo. Así, por un pasillo y luego por otro, una y otra vez, agotándolos con nuestro mudo empecinamiento, todas las tardes, y aun por las noches, hasta un poco más de las diez, en que llegaba el momento de volver a casa, cuando empezaban a cerrar los portones del mercado.

 

La tristeza y la desolación parecían haberse asentado definitivamente en toda la casa. El corredor permanecía en silencio y mis pasos, que pretendían desordenar esa calma, perdieron su decisión mientras avanzaba cerca de la vieja mesa de roble, de la alacena, del espejo; estuve entrando en las habitaciones con mucho cuidado, como si temiera despertar al propio silencio, sin saber lo que buscaba, mientras veía crecer las sombras debajo de las sillas, estirarse desde los rincones como si buscaran algo también. Seguido del rumor de alguna puerta que chirriaba a lo lejos, avancé por el corredor hacia el fondo. Abrí la puerta de la habitación de mi hermano y me quedé observando su cama, las baratijas desperdigadas en la mesa, un cenicero de vidrio, peines, revistas antiguas.

Y al acercarme más volví a sentir lo mismo que antes, igual que las otras veces, cuando él estaba sentado allí, escribiendo algo o simplemente pensando. Yo entraba al ver su puerta abierta; él volteaba a mirarme, y decía: "Algún día nos iremos lejos". Yo no respondía. "Voy a juntar plata y nos iremos con mamá, a un sitio donde se pueda vivir tranquilo".

Me acerqué más, hasta donde acostumbraba sentarse, para vencer mis silencios anteriores y ahora responderle que sí, que nos iríamos. Justo en ese momento sentí como si el aire asentado en los rincones comenzara a desprenderse convocando antiguas sensaciones. Sentí su presencia en los objetos desperdigados sobre la mesa, en la cama destendida. Y entonces le llamé, fuerte, sin pensarlo más: ¡Albertoooo! A los rincones, a las esquinas y a los recodos de las paredes silenciosas, con la desesperación del que entiende que está a punto de atrapar lo inasible. Cuando entendí que era en vano, me detuve en la puerta del cuarto. Allí permanecí temblando, dispuesto a no ceder. Pero ya era demasiado tarde: sentí una corriente desbocada de aire que revoloteaba por la casa buscando la salida, y al final, de manera inevitable, ¡braamm!, la puerta principal de la casa sonó dejando atrás sólo el eco desfalleciente. Tardé mucho en volver a ser consciente de mí y del nuevo momento.

 

Al atardecer, comí algunas de mis empanadas y bebí agua fresca de una jarra. Después salí, abrumado por el mal presentimiento. ¿Mamá habría visto el rostro del infortunio?

En el centro del pueblo, estuve deambulando por las calles cercanas al mercado. Veía a la gente que había venido de los campos para realizar las compras de fin de semana. Muchas personas pasaban con caras de fiesta, y los bares se hallaban más concurridos que de costumbre. Vi a toda esa gente con atención, tratando de reconocer en sus rostros el de mi hermano. Así sucedía antes: mientras yo estaba vendiendo empanadas por el centro, el rostro de alguno de los transeúntes que se acercaba iba adoptando los rasgos de mi hermano, se acercaba más, era él, y era su mano la que me tocaba el hombro: "Vamos a casa", decía sonriendo. Y nos íbamos a buscar a mamá. Pero ahora todos esos rostros seguían de largo.

Más tarde fui al mercado y, antes de llegar, vi a mi madre que venía en la misma dirección. Se acercaba, casi perdida en medio de los demás transeúntes, pero pude identificarla fácilmente. Tuve que hacer señas y llamarla para que ella me advirtiera.

-¡Mamá...! ¡Mamá...!

Ella fijó la mirada en mí, tratando de reconocerme, y luego de largos segundos recién se acercó. Seria, impredecible como siempre, no dijo nada ni yo le pregunté; me tomó de la mano y así entramos al mercado, cuando ya oscurecía.

A esa hora, la gente iba llegando casi en oleadas y con su presencia bulliciosa copaba todos los rincones del mercado; sus voces y gritos se confundían con la música que se derramaba de las tiendas de discos. Y todos, como un río desbordado por la crecida nocturna, avanzaban con fuerza arrastrando a los demás a su paso, a desconocidos, a mujeres abandonadas, a ebrios desorientados y, a veces, cuando nos descuidábamos, a nosotros mismos. Por eso, mamá me agarró fuerte y, como íbamos en sentido contrario al de la muchedumbre, tuvimos que empujar, abrirnos paso a codazos.

Lo inevitable llegó, como siempre, ya muy entrada la noche, de tanto insistir por cada pasillo. Como si mamá esperara reconocer un rostro a la vuelta de alguna de las esquinas, avanzaba con excitación creciente. Se tropezaba con la gente, que pasaba rozándonos, empujándonos, pero sin soltarme. Me di cuenta de que íbamos llegando al instante preciso cuando sentí que su mano apretaba con fuerza la mía, haciéndome daño. Entonces levanté la cabeza para mirarla y en el fondo de sus ojos desesperados reconocí el fulgor de unas lucecitas extrañas. Quise llamar a mi madre, despertarla de ese sueño en el que había entrado, pero mi garganta no quiso obedecerme y permanecí al lado de ella, como si fuéramos sólo restos de algún antiguo naufragio.

Mamá me hizo caminar otra vez, me jaló con fuerza y escuché a los demás transeúntes reclamando enojados. Avancé golpeándome con los demás cuerpos, sin querer levantar la vista. Por momentos, ella se empinaba para ver por sobre las cabezas de la gente, como buscando un rostro conocido. Parecía a punto de identificar a alguno, señalarlo con precisión y luego correr hacia allá. Yo también me quedé buscando ese rostro, pero ¿cuál? "Mamá...", la llamé, pero ella no me escuchaba. Más bien volvió a jalarme para que siguiéramos, como si tuviera un presentimiento; y hasta yo mismo sentí que esta vez sí íbamos al encuentro de algo.

Nos fuimos acercando a una esquina por donde aparecía más gente de otros pasillos. Poco antes de llegar, la certeza de lo desconocido nos paralizó. Entre la maraña de gente se hizo un pequeño claro, justo en ese momento, y apareció la figura tan conocida por nosotros. Llegó confundida entre el gentío, como si hubiera brotado de la propia esquina. Superados por la visión, mamá y yo quedamos sin poder movernos, alejados del ruido ensordecedor que de pronto se había apagado en nuestros oídos; sólo la imagen permanecía capturando nuestra atención. La figura tan querida avanzó al ritmo de las demás figuras, al compás de nuestros corazones; por un instante, algún brazo, alguna cabeza anónima nos tapó parcialmente la visión. Él se acercó, mirando hacia un punto detrás de nosotros, por donde resplandecían la luces de colores que caían de los techos. Parecía buscar algo. Tal vez el lugar adonde prometió llevarnos algún día.

Cuando pasó por nuestro lado, no sé si efectivamente le llamé: "Hermano...". Sólo cuando se hubo perdido detrás de nosotros, mamá y yo pudimos librarnos de los lazos de la sorpresa. Ella dio un grito que terminó de despertarme y fue corriendo detrás de la gente, como loca, en busca de lo imposible. Cuando me repuse, avancé de prisa tratando de alcanzarla. Ya en ese mismo momento hubiera querido decirle, de una vez: "Mamá, ya no corras; mamá, ya es en vano; mamá...", pero ella no estaba para oírme, seguía buscando desesperada, llamando: "¡Albertooo...! ¡Alberto, hijooo!". Hasta muy tarde, recorriendo los pasillos, sin atender a que se iban despoblando.

Su voz resonaba en las esquinas del mercado, por lugares donde ya no había gente, y por momentos mamá pasaba cerca de mí, pero no me veía. Cuando todos se habían marchado y los pasillos quedaron desiertos, todavía seguí escuchando su voz: "Albertooo...", sin fuerzas, pero sostenida por un resto de esperanza. Me senté en un rincón y permanecí viendo a los empleados que barrían los papeles de los pasillos y a algunos mendigos que hurgaban entre la basura; me quedé sin saber cómo acercarme a mamá, cómo juntar la decisión necesaria para decirle "ya para qué, mamá, es en vano, ya para qué...".


Jorge Ninapayta de la Rosa, (Nasca, 1957). Escritor y profesor universitario peruano. Este cuento forma parte del libro  Muñequita linda´
Lima-Perú, Ed. Jaime Campodónico, 2000.


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